La escritura está en crisis. No porque esté en desuso, sino porque está mutando. Como tantas de nuestras actividades cotidianas se ve afectada por el desarrollo de nuevas tecnologías que los seres humanos hemos desarrollado e incorporado a nuestras vidas.
Escribir, un acto supremo en nuestra relación con los demás, es “representar las palabras o las ideas con letras u otros signos trazados en papel u otra superficie”, según la Real Academia Española. Hoy, todos y cada uno de los elementos en la definición se transforman: las palabras, las ideas, las letras, los signos, el papel y las superficies.
Nos adentramos en una nueva era en la que el debate socrático se reabre con la aparición de máquinas que son capaces de comprender, retener, procesar y transmitir el pensamiento humano y, sobre todo, de escribirlo a partir de la palabra humana e incluso de reproducirlo con una voz artificial distinta para que llegue a otros, a muchos otros. Casi podría afirmar, aun a riesgo de sonrojarnos, que la propia humanidad está en crisis.
La escritura evoluciona y los elementos que la convirtieron, no ya en herramienta sino en signo de distinción de nuestra condición humana, condicionan su desarrollo. Cambia el valor y el significado de la palabra, su dimensión, su alcance, su valor; tenemos en revisión nuestras ideas, nuestra visión de un mundo que dominábamos y en el que un virus —una microorganismo acelular— ha doblegado las pocas certezas que creíamos tener en una sociedad cuyos principios y valores estamos reescribiendo.

Nuestros pensamientos se debaten entre un viejo mundo que se desvanece, pero se resiste a desaparecer, y un futuro que imaginamos y no termina de vislumbrarse entre la agitación y el choque de poderes. Un futuro deseable que no acabamos de describir con las palabras adecuadas porque nos aferramos a lo conocido, a los referentes tradicionales que nos dan sosiego, aunque nos aten, sin saber exactamente qué es lo que llegará y cómo habremos de llamarlo. Como si idearlo, construirlo y denominarlo no fueran imperativos de la acción humana para alcanzar nuevos paradigmas sociales.
Las letras y los signos se combinan en una realidad física y digital en la que las fronteras desaparecen y se han hecho realidad las propuestas de George Boole: las matemáticas pueden expresar no solo cantidades sino también una lógica, un lenguaje que expresa también postulados, razonamientos y conclusiones. Con él llegó la programación moderna y sin sus propuestas no sería posible hoy encontrar, comprender ni transmitir nada en el universo digital.
Y, por último, las superficies, esos soportes en los que la humanidad ha ido dejando su existencia para otros. Para perdurar, para transmitir, para compartir con quienes se fueran sumando. Si la voz nos acerca, la escritura nos prolonga. Desde la antigua Mesopotamia eso que hemos dado en llamar libro ha servido para fijar nuestros pensamientos y transmitirlos a otros. Ya fuera en piedra, arcilla, madera o marfil; en soportes de hojas, de juncos, de seda o de piel, la palabra escrita nos ha ayudado a organizar y a compartir nuestros pensamientos. A convivir. Tan relevante es la representación de la palabra, tan enraizada está en nuestra historia que, aunque los usos están cambiando, seguimos llamando libro o página a eso a través de lo que damos a conocer los hechos, los deseos, los sueños… aunque ahora adopten formas múltiples que se construyen con código binario en pantallas líquidas. Y a ese proceso creativo lo sigamos llamando escribir.
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