10 de marzo de 2023

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Poéticas del algoritmo

por Laro del Río

La popularización de las inteligencias artificiales ha avivado un complejo debate ético y estético: ¿puede un algoritmo ser poeta? Ante una situación sin precedentes en la historia de la cultura, hemos de reflexionar sobre qué significa «ser autor» hoy.

Our machines are disturbingly lively, and we ourselves frighteningly inert.
Donna Haraway, «A Cyborg Manifesto»

El monstruo de Frankenstein y la tecnofobia

La máquina siempre ha generado miedo entre nosotros, los humanos1. En la literatura y el cine de ciencia ficción –que de primeras podrían parecer un canto a la creatividad del inventor o un intento feliz por aventurar cómo será el futuro– hemos tendido a narrar, de mil y una maneras distintas, esa desconfianza hacia lo mecánico y digital.

Un buen ejemplo lo encontramos en la que muchos consideran la primera novela de ciencia ficción. El doctor Frankenstein es presentado desde el subtítulo del libro como un moderno Prometeo, esto es, un ladrón que juega a robarles a los dioses y termina siendo castigado. De ahí que el resultado de su experimento no salga como esperaba: crea un monstruo deforme, imperfecto, asesino, que desata el terror allá donde va. Y el doctor queda condenado a perseguirlo de por vida, con el único objetivo de enmendar su error.

Desde entonces, la tecnología ha aparecido en las ficciones como un enemigo en potencia. Será María en Metrópolis, el sabueso mecánico en Farenheit 451, HAL en 2001, la ciudad de las máquinas en Matrix, la ginoide rebelada en Ex Machina. Y hoy todavía más: desde el primer tercio del siglo XX estamos viviendo el auge de las distopías, que amplían la historia de nuestra sociedad hacia comunidades podridas, corruptas, autoritarias.

Los progresos científicos del presente son fuente de ficciones especulativas desencantadas. El género scifi nos recuerda que el futuro en realidad está naciendo en este mismo ahora. Terminator, aún inexistente, nos vigila desde los años que están por venir.

Si la IA nos gobernara

En Membrana, Jorge Carrión (2021) presenta un mundo organizado por máquinas todavía más poderosas que el monstruo de Frankenstein o Terminator. Redes rizomáticas, algoritmos autoconscientes, circuitos, resistencias y transistores interconectados que forman una enorme mente digital que todo lo sabe y que todo lo domina. Aunque la propuesta de Carrión es un poco menos agorera que aquellas ficciones.

La máquina es una extensión de nuestra biología

Membrana especula: ¿qué sucedería con nosotros en ese mundo?, ¿qué sucedería con la humanidad? Desde luego, las máquinas tendrían un poder absoluto sobre nuestra supervivencia. Como de alguna manera lo tienen ahora: imaginen el colapso causado por un apagón tecnológico (o no lo imaginen y vean uno de los temores más habituales en tiempos recientes plasmados en series como L’effondrement o Apagón).

Pero, además, las máquinas también tendrían un poder casi absoluto sobre nuestra identidad. ¿Qué es lo que nos hace humanos? En Membrana, la IA narradora es capaz de reconfigurar el discurso que nos define: relata otra historia de Occidente, describe a mujeres y hombres desde una lógica distinta a la del Homo Sapiens, reinventa nuestros museos, libros de texto y recuerdos a través de una óptica alternativa. Estas instituciones, que en tiempo pasado fueron mitologías de nuestra especie, terminan por resquebrajarse ante la perspectiva otra.

El miedo a la máquina, por tanto, no es totalmente irracional. Un colapso económico, energético, industrial… pondría en riesgo la vida de millones de personas y, en ese sentido, es normal que nos resulte poco deseable. Pero no está tan claro que un «colapso cultural» pudiera provocar un efecto negativo análogo.

La identidad humana, más que humana

Tampoco se puede afirmar que las creaciones tecnológicas no tengan su lado perverso en el ámbito de la cultura. Generan dependencia, permiten usos malévolos. Ahora bien, en lo que tiene que ver con la configuración de la identidad humana, terreno siempre móvil, siempre inestable, no está probado que lo digital conlleve pobreza.

El poshumanismo de Membrana sugiere que, en ciertos contextos, el dominio de la máquina no tendría por qué ser tan malo como los tecnófobos nos han hecho creer. Solo sería una etapa más, incluso podría decirse que una etapa lógica de nuestro desarrollo: somos nosotros los que, de alguna manera, hemos llegado hasta ahí y hemos creado nuestro futuro «no-humano». Inventar nueva tecnología es una habilidad fundada en la genética, en la evolución de la especie. Desde ese punto de vista, la máquina es una extensión de nuestra biología.

Así, si bien la tendencia general en la cultura de Occidente es temer a la máquina, hay que admitir que, en el campo de lo estético, ceder el poder a la tecnología no nos aboca obligatoriamente al desastre. De hecho, en el arte lo natural es el cambio. Y las IA (nos) ofrecen una nueva revolución del paradigma. La novela de Carrión viene a recordar que adoptar nuevas perspectivas de vez en cuando puede ayudarnos a entender nuestra realidad (también, paradójicamente, nuestra identidad) un poco mejor.

Arte autónomo vs. código binario

Existen, sin embargo, muchos prejuicios que todavía minusvaloran la ficción de autoría digital. Un argumento esgrimido habitualmente para desprestigiarla, quizá el más consagrado en nuestra tradición, señala que una máquina nunca podrá producir una obra plenamente autónoma. Este razonamiento se fundamenta en el dogma de que lo estético no puede tener otra función que su esteticidad. La obra ha de provenir de una mente genial2, en el sentido romántico del término, una mente distinta y única, y deberá ser independiente del sistema establecido. Solo el gran artista encuentra un lenguaje propio para describir el mundo. Esto quiere decir que no es posible crear arte mediante el reciclaje, el plagio o el remake. No entra dentro de nuestros ideales que un epígono pueda estar a la altura del maestro.

Si aceptamos esta óptica, las inteligencias artificiales serán el último eslabón de la cadena: el elemento más alejado de la originalidad estética, al lado de otros poco valorados como la copia, la reproducción, el facsímil o el duplicado. Porque las IA están preconfiguradas. Responden a unas normas impuestas de antemano, a un código pre-escrito. Y, por tanto, son el epítome de lo anticreativo.

Pero, si nos detenemos a pensar en obras concretas, pronto nos daremos cuenta de que no existe ninguna verdaderamente autónoma, aislada de la realidad, sin componentes intertextuales más o menos explícitos. El Quijote recoge crítica literaria, a veces muy áspera, en contra de algunos libros de renombre (y cita títulos), al mismo tiempo que satiriza los comportamientos picarescos de la España del XVII. Se basa en la realidad y en los textos que le preceden para construir su propia ficción. Y, pese a todo, nadie diría que el Quijote sea una mala obra de arte. Ni que Cervantes sea un mal autor3.

No queda otra que aceptar que no hay obra que se erija sobre la nada, con independencia de su realidad más cercana, según los gustos y las claves literarias de su época. Humanistas y filósofos como Boris Groys (2005) han expuesto con acierto cómo la innovación solo es posible desde la tradición. El argumento de la autonomía del arte se estrella contra el empirismo de la lectura y deja el camino abierto a la estética maquinal.

El paradigma ciborg y la importancia del efecto

Es desde estas premisas, ni demasiado entusiastas ni demasiado derrotistas, como creo que deben observarse las inteligencias artificiales en lo que respecta a la creación estética. Porque, en realidad, la obra de arte solo funciona en relación con lo establecido: renovando una forma literaria fosilizada, mezclando géneros, formas y temas preexistentes, buscando las cosquillas a prejuicios asumidos como certezas… Y todos estos «datos» pueden ser alimento de una IA literata en potencia.

El concepto de obra tendrá que renovarse o morir

No nos queda otra que abrazar la idea de que la tecnología se ha ganado su hueco en el Parnaso. Y eso está bien: no hemos de tenerle miedo a la máquina que teclea versos; no debería preocuparnos que la cultura mute, que nuestra identidad se deforme o que el canon artístico se desmorone (una vez más). Otra cosa será que esta situación nos obligue a repensar muchas rutinas, instituciones y valores. La palabra autor no podrá ser ya la misma. Las asignaturas de primaria y secundaria deberán virar hacia otros contenidos. El concepto de obra tendrá que renovarse o morir. Pero siempre hay que dejar algo atrás para continuar en movimiento.

Las inteligencias artificiales no van a poder encontrar la fórmula mágica de la literatura. Más que nada porque no existe tal fórmula. Cada obra tiene sus propios códigos y resuelve un diálogo con sus lectores desde términos particulares. Pero de ahí no se deduce que una inteligencia artificial sea incapaz de componer eso que llamamos «una gran novela» o «un buen poema», entre muchas novelas y poemas fallidos.

Los escritores humanos seguirán escribiendo. A su lado estarán las escritoras máquinas. Y, por supuesto, lxs escritorxs4 cíborgs, una simbiosis inevitable y de lo más interesante, que sin duda dará que hablar.

Tal vez, por fin, esté llegando el día en que la literatura pasará de ser valorada principalmente por quién la hizo (o cuándo, cómo, por qué) y entrará a considerarse su efecto sobre los lectores. Pues, por mucho que los libros de texto de las escuelas todavía estén organizados como una lista de nombres propios, ¿quién duda, en el fondo, de que lo más importante de la literatura no ha sido siempre lo que nos han hecho sentir y pensar? Las IA, con sus muchas trabas (éticas, creativas, políticas…), pueden ser la mecha que ponga fin al paradigma biografista y memorístico en pos de un paradigma receptivo e interpretativo. Our machines are disturbingly lively, y eso es una gran oportunidad para la estética.

Notas

 1Es imposible ahondar aquí en los debates que las distintas ramas del poshumanismo han puesto sobre la mesa al diluir las fronteras entre lo real y lo virtual, lo humano y lo no-humano, lo geológico y lo biológico. Recomendamos a ese respecto la lectura, por citar un libro canónico, Lo Posthumano (Braidotti, 2015). Ahora nos interesa no tanto problematizar oposiciones ontológicas (las daremos por buenas en favor de la brevedad y la comprensibilidad del texto), sino hablar del poder creativo como gesto de agencia ambigua (humano y no-humano).

 2Cabe recordar que genio proviene, etimológicamente, de genius, una especie de daimón o dios menor. Aparece de nuevo la relación clásica entre dios y creador, que ya vimos con Frankenstein.

 3Solo podemos señalar en nota al pie, pero nos parece imprescindible, la semejanza latente entre el funcionamiento del complejo cerebro humano y el de las todavía no tan sofisticadas IA. Ambos cuentan con una estructura base (neuronal, de código) que consume y traduce cantidades ingentes de datos, hasta el punto de producir reacciones tan complejas de recorrer en su camino inverso (por qué hace lo que hace) que a nuestros ojos pueden parecer no-determinadas, impredecibles, azarosas, más subjetivas que objetivas, originales.

 4La Revista TELOS apuesta por el uso de la letra «x» para aunar tanto a los humanos como a las máquinas.

Bibliografía

Braidotti, R. (2015): Lo Posthumano. Barcelona, Gedisa.

Carrión, J. (2021): Membrana. Barcelona, Galaxia Gutenberg.

Groys, B. (2005): Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural. Valencia, Pre-Textos.

Haraway, D. (2000): «A Cyborg Manifesto. Science, technology and socialist-feminism in the late twentieth century». En Bell, D. y B. M. Kennedy (eds.). The Cybercultures Reader. London y New York: Routledge, pp. 291-324.

 

Autor

Es investigador en la Universidad de Oviedo con máster especializado en Teoría de la Literatura. Allí realiza una tesis sobre estética de la serialidad. Sus artículos indagan en ficciones fílmicas, televisivas, literarias y musicales desde una perspectiva interdisciplinar.

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