9 de junio de 2023

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Un mundo falaz

por Ángel Gómez de Agreda

La tecnología digital ha transformado la desinformación más allá de los avances técnicos que incorpora. Ha introducido cambios sociales que parecen diseñados más para las máquinas que para los humanos. Su desarrollo también ha mejorado el conocimiento sobre nosotros mismos, nuestros procesos racionales y cómo influir en ellos.

 

Una buena parte de los estudios sobre la desinformación en los tiempos digitales se centran en los aspectos tecnológicos empleados. No deja de ser lógico. Al fin y al cabo, se trata del aspecto más espectacular y novedoso de la milenaria sucesión de técnicas y tácticas desinformativas. No obstante, hay dos factores importantes que suelen obviarse en dichas publicaciones y que revisten una importancia capital para entender qué ha cambiado en nuestra percepción de la realidad.

El primero de ellos es la evolución que ha sufrido la elaboración del relato desde algo creativo y artesanal hasta un proceso industrial y científico basado en el conocimiento adquirido sobre nosotros mismos desde el estudio de las máquinas que diseñamos para pensar por nosotros. El segundo tiene que ver con la transformación que se produce en nuestros procesos de apreciación y toma de decisiones con la aceleración de los ritmos a que nos somete la misma digitalización.

Mi experiencia profesional reciente me ha llevado también a la conclusión de que el tratamiento de la información, o de la desinformación, es muy específico culturalmente. Cada pueblo tiene su propia tradición de transmisión del relato y de la mentira y es muy difícil desinformar a culturas que nos son ajenas. Por supuesto, las diferencias se aprecian realmente cuando las civilizaciones de las que se trata tienen valores muy diferenciados o, incluso, divergentes.

Veamos cada uno de estos aspectos en más detalle.

Hace unos años me topé con una aseveración que me ayudó a ver el mundo de las redes sociales y de la información digital de un modo distinto. Decía que habíamos pasado de compartir conocimientos y opiniones a compartir experiencias. De alguna manera, esta realidad se ilustra con el hecho de que hayamos dejado de escribir “ya he llegado, te espero en la terraza del bar de enfrente” para pasar a enviar una foto en la que se ve un primer plano de las croquetas que amenizan la espera por nuestra cita.

Parece muy evidente que no nos gusta el mundo en el que vivimos y que preferimos la ficción a la realidad

El cambio no es trivial, ni meramente producto de la pereza y la ponderación excesiva de la comodidad en nuestras vidas. Esa imagen permite al interlocutor ver el mundo a través de los ojos del emisor, ponerse en su lugar. No solamente indica el lugar exacto en el que estamos, sino la situación anímica en la que va a encontrarnos. Contextualiza y aproxima de forma simultánea a las dos partes de la comunicación. Nos dice que no hay prisa excesiva o nos invita a bajar a tiempo de compartir las tapas.

La misma razón detrás de esta actitud está también presente en el formato de los mensajes en las redes sociales. Casi cualquier post incluye una imagen o un video, incluso aunque sea un gif o un emoticono, acercando la comunicación en la medida de lo posible a la empatía del cara a cara (☺). Incluso el famoso tuit de El Rubius, el más retuiteado aquel año, incluía un innecesario emoticono de un moái tras la solitaria palabra “limonada”.

Hemos dejado de lado el placer de leer una novela, imaginar sus paisajes y paisanajes, dejarnos llevar por el ritmo del relato o acondicionarlo a nuestra velocidad de lectura, para después acudir a una sala de cine a juzgar lo mucho o poco que el director ha interpretado el libro igual que nosotros. De ahí, hemos pasado a leer la novela teniendo como referencia la cara que el director ha elegido para el protagonista y a confundir su montaje audiovisual con la realidad (por eso, a mí no me la dan con queso, si no es Christopher Reeve, no es Superman ).

La realidad nos llega interpretada, en el tuit de nuestro amigo que espera en la terraza, en las noticias que vemos en televisión o escuchamos en la radio y en las redes sociales. Sí, sobre todo en las redes sociales, aquellas que nacieron para permitirnos ser más libres y que, ya de forma descarada, se han revelado como focos de autocensura y de manipulación automatizada. Principalmente -y volvemos al principio-, porque hemos pretendido hacer de la tecnología un sustituto para el esfuerzo personal por alcanzar el descubrimiento del mundo. Hemos externalizado en los algoritmos la interpretación de una realidad que se ha vuelto innecesariamente compleja y hemos abjurado de nuestro propio criterio. Por pereza o por búsqueda de justificación que nos permita eludir -siquiera ante nosotros mismos- la responsabilidad de un error, hemos traspasado a un programa las funciones que nos son propias.

Con ello, no hemos elevado a la máquina a la dignidad racional, sino que hemos degradado nuestra inteligencia compartiendo ese nombre con el proceso algorítmico programado, en ocasiones, por otro algoritmo igualmente maquinal.

Es más, nuestra incapacidad para crear una máquina que razone como nosotros (o nuestra impaciencia para conseguirlo) empieza a alterar la forma en que presentamos los datos para optimizarlos en función del ingenio creado y en detrimento del propio. El mundo se parece cada vez más a una tabla de Excel, igual que un número creciente de deportes parece que hayan metamorfoseado en generadores de estadísticas y puestos de venta de perritos calientes.

Nos preocupa -y con razón- el engaño que puede ir escondido en un vídeo generado con aprendizaje profundo. Los deep fakes convierten a cualquiera en Tom Cruise o en Obama, o te permiten presentarte en Zoom con la apariencia del Pato Donald. Hasta el ya clásico PhotoShop presenta ahora opciones basada en inteligencia artificial. Hemos hecho de la virtud, necesidad (y necedad), y no nos sirve nada más que la perfección. Si la realidad no es perfecta, prescindamos de la realidad y no de la perfección (en Corea del Sur, por ejemplo, es difícil hacerse una fotografía de estudio para el carnet de identidad sin que el fotógrafo añada su toque artístico en una interpretación personal de lo que uno debería parecer).

Lo digital ha creado un juego de espejos en los que verse reflejado física y psíquicamente. Construye una imagen idílica de nosotros mismos embelleciendo los rasgos y eliminando supuestas imperfecciones. Al mismo tiempo, edifica un entorno que magnifica nuestra zona de confort o que, al menos, la valla para evitarnos el educativo riesgo de salirnos de ella.

Parece muy evidente que no nos gusta el mundo en el que vivimos y que preferimos la ficción a la realidad. Posteriormente, cada sociedad resuelve a su manera los inevitables desequilibrios que produce esta distorsión: el soma del Mundo Feliz de Huxley, el control del orwelliano 1984 u otras distopías que parece hubiésemos tomado como ejemplo en lugar de como aviso.

Es muy sano el ejercicio de preguntarse, al menos una vez al día, por los datos que no están. La desinformación tiene mucho de saturación, de poliespán que nos proteja de la realidad y que no permita que quepa más que aquello que nos vaya guiando a la conclusión deseada por otro.

Cambia también la realidad distorsionada por la aceleración de los ritmos de convivencia. Física elemental: la velocidad acaba por afectar a la realidad. Igual que hemos cambiado los formatos de los datos en lo que parece un esfuerzo por dar ventaja a las máquinas sobre los humanos a la hora de interpretarlos, también nos empeñamos en competir con ellas -y apoyados en ellas- para vivir la vida a su ritmo. Al de las máquinas, no al de la vida.

El mundo se parece cada vez más a una tabla de Excel

En un teppanyaki, el restaurante japonés en el que el chef cocina sobre una plancha frente a los comensales, se aprecia cómo el placer de la comida está tanto en su degustación como en el proceso de su preparación. Fuera de él, hemos alcanzado un punto en el que lo único importante es tomar la decisión sin prestar atención al razonamiento previo que nos lleve a ella. Nos sentimos libres porque tenemos más cantidad de datos, aunque no sepamos de dónde vienen porque no nos han requerido esfuerzo de recopilación ni de análisis. Nos sentimos poderosos porque apretamos el gatillo de un “robot asesino” manteniendo de este modo la responsabilidad por unos actos en cuyo procesamiento no hemos intervenido. En realidad, esas serían las definiciones de esclavo y de cabeza de turco.

La verdadera libertad no está en la acción, sino en la opción.

El color del cristal con que se mira ya no depende del observador. Desde el momento en el que convertimos los sensores de nuestros dispositivos digitales en interfaces entre la realidad y nuestra verdad se han transformado en sentidos. Confiamos en esos sentidos artificiales tanto como en los naturales y tendemos a dar credibilidad a lo que nos presentan y a la interpretación que hacen como si fuesen nuestros ojos o nuestros oídos.

Cuanto más inmersiva sea esa presentación y menos intrusivas sean las interfaces, con tanta mayor naturalidad aceptaremos su verdad como realidad. No hemos llegado todavía a invisibilizar las interfaces (las Google Glass, las Oculus o las HoloLens de Microsoft son primeros prototipos que siguen muy lejos del objetivo), pero eso es solo cuestión de tiempo y de inversión en innovación.

El otro componente de la ecuación, saber qué mensaje hay que enviar y la posología adecuada para hacerlo, es algo en lo que ya hay mucho terreno avanzado. Es probable que nunca se haya estudiado tanto el cerebro humano como desde que intentamos replicarlo con las llamadas inteligencias artificiales.

Hoy no se trata tanto de decidir cuánta autonomía se concede a las máquinas, como cuánta se tiene que reservar a los humanos.

Lo que asusta no es tanto pensar en la posibilidad de crear máquinas capaces de replicar el razonamiento humano. Si eso llega a ser posible, resultará evidente que no es esa la capacidad que nos distingue como especie. Parece incluso más grave que el conocimiento de los mecanismos de ese razonamiento pueda permitir anular nuestra libertad para elegir y para hacernos responsables de esa elección. Porque ahí sí que está, sin duda, la base de la dignidad humana.

Bibliografía

Aguado, J. M. (2020): Mediaciones ubicuas. Barcelona, GEDISA. ISBN 978-84-1819-358-3

Cotino Hueso, L. (2022): Derechos y garantías ante la inteligencia artificial y las decisiones automatizadas. Madrid, Aranzadi. ISBN 978-84-1124-501-2

Fernandez Rodriguez, J.: «Aproximación crítica a la manipulación informativa: el ejemplo de las redes sociales» en Gladius et Scientia. Revista de Seguridad del CESEG, 2022. Disponible en: https://doi.org/10.15304/ges.3.8909

Autor

Coronel del Ejército del Aire; analista en la Secretaría General de Política de Defensa del Ministerio de Defensa. Fue jefe de Cooperación del Mando Conjunto de Ciberdefensa y representante español en el Centro de Excelencia de Cooperación en Ciberseguridad de la OTAN.

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