6 de junio de 2023

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Michael Sandel: «El peligro no es que sea difícil distinguir lo real de lo falso, sino que esa distinción deje de importarnos»

por Rafael Benítez

¿Qué hay detrás del auge de los populismos? ¿Cómo recuperamos la educación cívica y el debate público? ¿Quién decide el bien común? ¿Cuál es el propósito que debe guiar el desarrollo de la IA? ¿Para qué sirve la filosofía? Sobre estas y otras cuestiones departimos con el profesor, filósofo, conferenciante y escritor norteamericano, maestro en el arte de plantear preguntas sobre el sentido de la vida y especialista en diseccionar los problemas a los que se enfrentan los ciudadanos que viven en democracia, con motivo de la publicación de la revisión de su clásico El descontento democrático.

 

[ FOTOGRAFÍA: ENRIQUE TORRALBO ]

 

En tiempos de crispación generalizada se agradecen discursos cono el del filósofo y profesor Michael J Sandel (1953, Minneapolis, EE.UU), cargado de infinitivos —que hoy suenan entre radicales y utópicos— como «participar», «cuestionar», «argumentar», «escuchar», «incluir», «repartir»… Heredero de la tradición socrática del diálogo, Sandel, probablemente el filosofo vivo más famoso del mundo, autor de libros superventas sobre temas como la justicia, el dinero y la meritocracia, conferenciante presencial y virtual de masivo e inopinado éxito, alguien que arrastra la etiqueta de moral rockstar, está en España para presentar la revisión de su clásico de 1996 El descontento democrático (Debate). Pero, como sucede cuando se conversa con un personaje de mente tan ágil como inquieta, el encuentro con el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (2018) incluye paradas en asuntos como la posverdad, la inteligencia artificial y el valor de la filosofía en la era de los consumidores pasivos.

Señor Sandel, su último libro es El descontento democrático. Y este número de Telos está dedicado a la posverdad. ¿Cómo afecta un fenómeno al otro?

Existe una conexión entre democracia y verdad. La democracia necesita al menos la posibilidad de la verdad en la información pública, en la comunicación, y también en el discurso público. Hoy día la democracia está amenazada por la desinformación y el engaño, tan frecuentes en los medios de comunicación, pero, especialmente, en las redes sociales, que nos alimentan con opiniones y noticias que encajan con las opiniones que ya tenemos. Esto es perjudicial. La democracia requiere persuasión, argumentación, debate por encima de nuestras diferencias. Y las redes sociales nos encierran en nuestras opiniones preexistentes, no promueven el compromiso, el debate y el aprendizaje más allá de los desacuerdos. Justo lo que la democracia requiere.

¿Con qué armas podemos combatirlo?

La tendencia que nos toca enfrentar cada vez que miramos las redes sociales o la televisión, con noticias falsas, desinformación y deepfakes, requiere un nuevo tipo de educación cívica. La educación cívica depende de cultivar en los ciudadanos la capacidad de argumentar, deliberar y razonar juntos más allá de sus desacuerdos. Pero, además, hoy requiere comprender cómo funcionan los medios de comunicación y la información. Así que tenemos que empezar por enseñar a los jóvenes a distinguir entre lo que es falso y lo que es real en las noticias, pero también en las fotografías y en los vídeos y en las redes sociales. Y esto requiere un tipo especial de educación cívica. No podemos darlo por sentado.

¿Se está aplicando este tipo de educación?

No, hasta ahora no lo hemos hecho con eficacia. Y el mayor peligro es que, a menos que dediquemos seriamente atención a este problema, la próxima generación de ciudadanos pierda interés por la línea que separa lo que es falso de lo que es real. Y que piensen que en realidad no importa. Esto puede generar cinismo y desconfianza, una especie de desconfianza universal, no sólo hacia los políticos y los partidos políticos, de los que en muchos casos desconfiamos legítimamente. El peligro más profundo es que surja una generación de jóvenes a los que realmente no les importe, que piensen que la política consiste en enfrentarse a gritos, en competir por reivindicaciones que pueden ser ciertas o no. Y se limiten a votar, si es que votan, a su equipo, sin prestar atención al contenido del argumento y sin juzgarlo ni evaluarlo. Este es el verdadero peligro, no solo que cada vez sea más difícil distinguir lo que es real de lo que es falso, sino que esa distinción deje de importarnos. Y eso es profundamente corrosivo para la auténtica deliberación democrática.

Una de las fuentes del descontento democrático es la sensación generalizada de que no tenemos una voz significativa a la hora de dar forma a las fuerzas que gobiernan nuestra vida colectiva. Y poder participar es la clave del ideal democrático

A la democracia se le ha llamado “el menos imperfecto de los sistemas de gobierno”, ¿cómo es que empeora en vez de mejorar?

Cuando Churchill describió la democracia como la alternativa menos mala, lo que pasó por alto fue el hecho de que puede adoptar muchas formas. La democracia es algo más que votar el día de las elecciones. Una democracia sana requiere ciudadanos que puedan razonar juntos sobre el bien común, que puedan aprender a debatir y discutir con civismo y respeto mutuo a pesar de sus diferencias. Una de las fuentes del descontento es la sensación generalizada entre los ciudadanos de las democracias de todo el mundo de que su voz no importa realmente, de que no tenemos una voz significativa a la hora de dar forma a las fuerzas que gobiernan nuestra vida colectiva. Y tener voz, poder participar, es el núcleo del ideal democrático. Esta sensación de falta de poder, ira, agravio y resentimiento hacia las élites ha llevado a muchas personas a abrazar a figuras populistas autoritarias que suponen una amenaza para la democracia. Lo hemos visto en EE.UU. con Donald Trump y el asalto al Capitolio. Así que tenemos que prestar atención a la calidad y la salud de la democracia, a la fuerza de la ciudadanía, al sentido de participación significativa y a la calidad de la educación cívica. Pero esto depende de la voluntad de los políticos para mejorar las cosas.

Tal vez esté usted pecando de utópico…

La reactivación y renovación de la democracia, en este sentido más pleno de participación efectiva en el autogobierno, depende en cierta medida de los partidos políticos. Por ejemplo, en el nuevo epílogo de El descontento democrático sostengo que las élites políticas han fracasado en las últimas cuatro décadas a la hora de promover una ciudadanía democrática efectiva. Y en el centro de este fracaso estuvo la adopción de una versión neoliberal de la globalización que decía: «Si insistimos en el libre flujo de capital a través de las fronteras nacionales, y si insistimos en los acuerdos comerciales que externalizan puestos de trabajo a países de bajos salarios con normas laborales y medioambientales débiles, y si desregulamos la industria financiera, entonces el mercado proporcionará prosperidad y justicia. Todo el mundo se beneficiará si permitimos que los mercados determinen, esencialmente, el bien público». Esta fe fundamentalista en el mercado ha sido abrazada por los partidos mayoritarios desde la década de 1980. Comenzó con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, pero incluso cuando les sucedieron partidos políticos y políticos de centro- izquierda, esos políticos no cuestionaron la premisa fundamental de la fe en el mercado. Suavizaron las aristas más ásperas pero no cuestionaron la idea de que los mecanismos del mercado son los instrumentos principales para lograr el bien público. Estoy pensando en figuras como Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Gran Bretaña, Gerhard Schroeder en Alemania… Y no sólo se generaron crecientes desigualdades de ingresos y riqueza, con la mayoría de los beneficios de esta globalización impulsada por las finanzas yendo a parar a los de arriba, con los trabajadores de a pie enfrentándose a salarios estancados durante décadas… sino que también dio poder e influencia política a los tecnócratas. Y esto vació el debate democrático y privó a los ciudadanos de la oportunidad de tener una opinión significativa sobre lo que debería ser una distribución justa de la renta y la riqueza. Y esto ha creado tal ira y resentimiento que muchos votantes están recurriendo a populistas autoritarios de derechas, son las quejas que Donald Trump supo aprovechar, son los agravios que llevaron a la victoria del Brexit. Y hoy seguimos viviendo con el peligro para la democracia que suponen esos agravios no atendidos y la sensación de falta de poder.

Usted pide que los ciudadanos puedan participar de la vida democrática y que tengan virtudes cívicas… Pero no estoy seguro de que esos ciudadanos estén interesados en ello o se les esté estimulando para que se interesen. ¿Cómo podemos “reforzar el arte perdido del debate público democrático”?

Para revivir el arte perdido del discurso público democrático no podemos contar con los políticos. Han fracasado a la hora de promover una auténtica participación democrática. Y también vemos las desigualdades cada vez mayores que han resultado de las políticas llevadas a cabo por políticos y partidos de centro-derecha y centro-izquierda por igual. Así pues, necesitamos una ciudadanía más activa y comprometida y un discurso público más activo y sólido que debe comenzar en las comunidades. Tenemos que mirar a los lugares donde se educa a los jóvenes, empezando por las escuelas, y promover el tipo de educación cívica que permita a los jóvenes tener la confianza y la capacidad de razonar juntos en público sobre las grandes cuestiones éticas que importan. Por ejemplo, ¿qué significa tener una sociedad justa? ¿Qué nos debemos unos a otros como conciudadanos? ¿Cuál debe ser el papel del dinero y de los mercados en una buena sociedad? ¿Cómo podemos orientar las nuevas tecnologías, como la IA, para que sirvan al bien público y no sólo al interés privado? ¿Qué significa buscar el bien común? Estos son los tipos de preguntas que, creo, atraerían a los ciudadanos. Usted ha dicho que la mayoría de los ciudadanos no están muy interesados en la política. Eso se debe a que nuestro debate público está demasiado vacío. Empobrecido. No aborda estas grandes cuestiones.

Así que la gente lo que necesita son estímulos.

Exactamente. Lo que he descubierto, y esto es un pequeño ejemplo personal, es que siempre que viajo para hablar en público invito a la gente a participar y les hago preguntas. Y celebramos debates. Debates en los que la audiencia interactúa. A mí me emociona participar. Y a ellos les entusiasma participar. Donde quiera que voy encuentro hambre por participar. Hay muchas ganas de debatir sobre los valores y los principios éticos que deben guiar la vida democrática.

Hoy la educación cívica requiere comprender cómo funcionan los medios de comunicación y la información

¿Dónde ubicamos esos espacios de debate?

Estos foros pueden crearse dentro de las instituciones educativas. Y yo diría que sin duda en las universidades, pero no sólo en ellas. Creo que el público en general está interesado, sean o no estudiantes. Y creo que no debería limitarse a quienes tienen el privilegio de ir a la universidad. Olvidamos fácilmente que la mayoría de nuestros conciudadanos no tienen títulos universitarios. Así que tenemos que encontrar la manera de crear foros, ya sea en los centros de formación profesional y técnica, o en los sindicatos, o en las comunidades e instituciones religiosas, en la vida cotidiana, en los centros municipales, en las bibliotecas públicas, donde los ciudadanos de a pie tengan acceso a este tipo de debates.

Porque la opinión de un panadero vale tanto como la de una abogada…

Exactamente. No hay ninguna razón para restringir el debate sobre las grandes cuestiones éticas y filosóficas que afectan a la democracia según el nivel académico. He participado en foros en distintos países en los que se han reunido grupos de personas de muy distintas profesiones y condiciones sociales, desde profesores a abogados, pasando por agentes de policía, barrenderos y mujeres de la limpieza. De todas las clases sociales, de todos los entornos económicos, juntos, y es fascinante ver las perspectivas comunes que pueden salir de este tipo de encuentros.

¿Qué papel juegan los medios de comunicación?

Los medios de comunicación no ofrecen muchos foros para el debate público. Deberían hacerlo. Esa es una de sus funciones en una sociedad democrática. Pero, en cambio, lo que tenemos en la mayoría de las televisiones comerciales son peleas a gritos. Así que necesitamos experimentar con otros tipos de medios de comunicación, quizá sin ánimo de lucro, apoyados por fundaciones, medios de comunicación públicos de diversos tipos. Tenemos que experimentar con nuevos medios, plataformas, lugares y foros para promover estos debates, porque hay un interés apasionado una vez que se inician. El interés está ahí, pero tenemos que estimularlo. También en Internet y las redes sociales. La mayoría sólo se dedican a captar la atención de la gente, a estimular para que hagan clic y compren, a recopilar datos personales para vender a la gente anuncios dirigidos. Creo que es un modelo de negocio corruptor. Tenemos que encontrar alternativas.

Estamos totalmente de acuerdo con usted cuando dice que “necesitamos una vida pública con menos rencores y más generosidad”; pero, ¿cómo lo conseguimos?

Lo que realmente falta es la capacidad de escuchar a través de nuestras diferencias. Y por escuchar no me refiero sólo a oír las palabras que dice otra persona, sino tratar de entender las convicciones morales y los principios y valores que les llevan a su opinión, que puede ser diferente de la nuestra. Aprender a escuchar más allá del desacuerdo es un arte cívico importante. Y no es algo con lo que nacemos. Es algo que tenemos que desarrollar, practicar y aprender. Y las peleas a gritos que tenemos, la publicidad orientada, los anuncios dirigidos que nos incitan a hacer clic y comprar, socavan el hábito y la virtud de escuchar. Y hay otras medidas que tenemos que tomar para aliviar el resentimiento y la ira de mucha gente que tiene la sensación de haber sido dejada atrás. Según expuse en mi libro La tiranía del mérito, en las últimas cuatro décadas un gran número de trabajadores, de ciudadanos sin titulación universitaria, se sienten menospreciados por las élites. Y tenemos que tomárnoslo en serio, porque no les falta razón. Parte de la ira que alimenta la reacción populista contra las élites surge del resentimiento, incluso de la humillación. La sensación de que los de arriba, los ganadores de la globalización, han llegado a creer que su éxito es obra suya, la medida de su mérito, y que por tanto merecen todas las recompensas que el mercado les ha otorgado. Uno de los errores que hemos cometido es caer en la suposición de que el dinero que gana la gente es la medida de su contribución al bien común. ¿Realmente creemos que un gestor de fondos de inversión aporta un valor social mil o dos mil veces mayor que un maestro de escuela o una enfermera? Eso es lo que nos dice el mercado. Pero nadie, casi nadie, diría que eso es un reflejo exacto de la importancia relativa de sus contribuciones. Así que parte de la solución al rencor y al agravio y a la desigualdad y a la reacción violenta es renovar la dignidad del trabajo.

Si permitimos que la IA sea manejada por las empresas tecnológicas su primer instinto es utilizarla para automatizar el trabajo. Pero este no es el mejor uso. Esto exige un debate público

En la era del humano digital, ante los retos y dilemas que plantean los avances tecnológicos, la filosofía, ¿qué importancia tiene?

La filosofía debería tener mucho que decir sobre el desarrollo y los dilemas éticos asociados a la IA. Porque la IA puede generar, como hemos hablado, deep fakes y noticias falsas, y esto puede ser muy perjudicial para la democracia. Pero hay otras formas en las que debemos cuestionar la dirección de las nuevas tecnologías y, especialmente, de la IA. Por ejemplo, ¿cuál será su relación con el futuro del trabajo? Si permitimos que la IA sea manejada por las empresas de capital riesgo de Silicon Valley, su primer instinto es utilizarla para automatizar el trabajo, es decir, para sustituir a los trabajadores. Pero este no es el mejor uso. Y deberíamos celebrar debates públicos sobre los beneficios que podemos obtener, los beneficios públicos de estas nuevas tecnologías. Los fines a los que servirá la IA no deberían ser dictados sólo por las empresas tecnológicas. Deben ser debatidos y decididos democráticamente por los ciudadanos. Por ejemplo, en lugar de utilizar la IA para eliminar puestos de trabajo, ¿por qué no utilizarla para aumentar y mejorar los puestos de trabajo, de modo que los trabajadores no sean sustituidos, sino que sean más productivos, lo que debería aumentar los salarios? También puede que se necesite inversión pública para apoyar usos valiosos y productivos de la IA. Ya hacemos esto, en cierta medida, en el campo de la medicina: hay inversión pública en innovación y en el uso de nuevas tecnologías. Y también lo vemos en términos de los usos militares de las nuevas tecnologías.

La filosofía es apasionante, y necesaria, pero recuerdo que, en el instituto, al 99% de los alumnos nos resultaba una asignatura terrible y aburrida. ¿Cómo hacemos para popularizarla?

Tuve una experiencia similar cuando empecé a estudiar filosofía. Como muchos de los estudiantes que has descrito, la encontré abstracta, aburrida y alejada de lo que me importaba. Y cuando más tarde me enamoré de la filosofía fue porque empecé a ver cómo conecta con el mundo y con las cosas que me importan. Cuando empecé a enseñar filosofía política en Harvard, como joven profesor que acababa de empezar, quería enseñarla de la manera que me hubiera interesado y entusiasmado cuando era estudiante. Esa fue mi guía. Y fue entonces cuando empecé a enseñar de forma interactiva, no sólo dando conferencias desde un podio, sino planteando preguntas a los estudiantes e invitándoles a responder, y luego teniendo un debate. También invitaba a los alumnos a debatir con los filósofos famosos que estaban leyendo, para que tuvieran la sensación de que lo que escribían Aristóteles o Kant, aunque pudiera parecer abstracto, en realidad estaba relacionado con cuestiones que les preocupaban. Y cuando se puede establecer esa conexión, los estudiantes, todos, se comprometen y se entusiasman con la filosofía. Así que la forma interactiva de enseñar filosofía se remonta, en cierto modo, a los inicios de la filosofía en la tradición occidental. Las conferencias interactivas en mi clase, o en actos públicos, no son un invento mío, ya lo hacía Sócrates.

Lo que avanza la humanidad y algunos dilemas son los mismos que en la época de Aristóteles, ¿no?

Es muy interesante. Cuando se enseña ciencia, biología o física en las universidades, no se enseña leyendo lo que los antiguos científicos tenían que decir sobre biología. No conocían la investigación con células madre. No conocían la inteligencia artificial. Así que en ciencia, el conocimiento se transforma, y la enseñanza progresa para reflejar esa transformación. En filosofía podría decirse que no progresamos, al menos no del modo en que lo hace la ciencia, porque las cuestiones que debatimos hoy (¿cuál es el significado de la justicia? ¿qué se deben los ciudadanos unos a otros? ¿cuál es el sentido de la vida? ¿cuáles son las virtudes que forman un buen carácter? ¿cuál es el papel de la amistad en una buena vida?) vienen de antiguo y nos siguen preocupando hoy, así que podemos seguir leyendo a Platón, Aristóteles, Aquino, Kant, Hegel… y aprender de ellos. Pero lo interesante es que ni siquiera los más grandes filósofos dieron respuestas tan definitivas a estas preguntas como para poner fin a la filosofía. Porque si la teoría de la justicia de Platón fuera simplemente la respuesta correcta a la pregunta «¿Qué es una sociedad justa?» no necesitaríamos más filosofía. Simplemente la aplicaríamos a la actualidad. La filosofía parece no progresar porque las cuestiones que aborda son duraderas.

Usted ha puesto el foco en la justicia, la democracia, la meritocracia, el dinero, la genética… ¿Qué tiene en mente ahora? ¿Qué pregunta está bullendo en su cabeza?

Es una pregunta sobre la relación entre democracia y tecnología. Hay una cuestión que me gustaría explorar, especialmente ahora que la tecnología avanza de forma tan espectacular: ¿por qué somos capaces de transformar la naturaleza pero nos sentimos incapaces de reformular nuestros acuerdos sociales, políticos y económicos? ¿Por qué asumimos que podemos intervenir el mundo natural, véase la ingeniería genética o la inteligencia artificial, pero, sin embargo, las disposiciones sociales están prácticamente fijadas y escapan a nuestro control? Tradicionalmente, la naturaleza es lo que nos viene dado, a lo que tenemos que adaptarnos, pero los acuerdos sociales, políticos y económicos los hacemos nosotros. Y ahora la paradoja es que esto parece invertirse. Así que estoy pensando en el significado de esta inversión, en lo que la acción humana puede y no puede controlar. Y cuáles son las implicaciones de esta inversión para la vida social, económica y política y, en última instancia, para la democracia. ¿Ves la fuerza de esa paradoja? ¿Te parece interesante? ¿Crees que debería intentar escribir algo al respecto?

Apueste que sí.

 

Filosofía para niños

Michael Sandel y su esposa, Kiku Adatto (de reciente nacionalidad española por su origen sefardí y también profesora en Harvard, además de escritora y crítica de Arte) acaban de lanzar un proyecto global que pretende inspirar a los niños a leer, escribir y contar historias, así como potenciar los valores morales, el razonamiento ético y el discurso cívico. Adatto y el ilustrador Roger Bowman firman el libro infantil Babayán y la estrella mágica (Nagrela Editores), una historia de transformación protagonizada por un monstruo y basada en un cuento que los Sandel contaban a sus hijos, cuyo objetivo es “despertar la imaginación de los niños para que, de vuelta al mundo real, debatan sobre los dilemas éticos y problemas que enfrentan en su día a día, tales como el bullying, la rabia, la exclusión y la violencia”. Sandel, por su parte, es el autor de la —gratuita— Guía para padres y educadores que complementa el libro, para la que ha adaptado el modelo socrático sobre la premisa de que cada niño es un filósofo capaz de hacer preguntas profundas y reflexionar sobre la vida en sociedad. Más información y descargas: https://babayanstoryproject.com

Portada de TELOS 122

Artículo publicado en la revista Telos 122


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Autor

Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense, ha sido redactor jefe y director de cabeceras como GQ, FHM y El País de las Tentaciones. Es socio fundador de The Tab Gang (expertos en desarrollo de contenidos para todo tipo de soportes, empresa que confecciona TELOS) y responsable de la creación y lanzamiento de la revista para dispositivos móviles DON. Actualmente se encuentra inmerso en la exploración y explotación de las posibilidades de las nuevas plataformas digitales y sus herramientas.

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