23 de abril de 2024

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El darwinismo de la inteligencia artificial

por Antonio Fernández Vicente

La inteligencia artificial plantea un escenario en el que la competitividad entre el ser humano y la creación artificial puede desencadenar derivas perniciosas. Urge cuestionarla para tratar de evitar sus efectos indeseados.

 

¿Por qué una tecnología se implanta con rapidez y otra cae en el olvido? La respuesta podría anunciarse tras preguntar por lo que aprecia una determinada sociedad. ¿A qué le damos importancia? Unas tecnologías compiten con otras y prevalecen las que encarnan los valores dominantes de una cultura. La IA no nace en la nada, sino sujeta a unas condiciones culturales y económicas específicas. ¿Formará parte de nuestras vidas cotidianas en un breve tiempo? ¿Podría ser de otra manera? ¿Debería regularse su uso? ¿Ha de utilizarse siempre que sea posible?

Es lógico pensar, por ejemplo, que en una sociedad belicista se privilegiarán tecnologías que incrementen el poder militar. O que en una sociedad obsesionada con el control proliferarán las tecnologías de vigilancia de la ciudadanía. Y que en una sociedad donde se valora por encima de todo el afán de lucro, será la rentabilidad económica la principal motivación del desarrollo tecnológico.

No resulta demasiado atrevido conjeturar tales derivas. Las promesas del mundo digital han confluido en oligopolios corporativos y tendencias orwellianas de control. Por tanto, es preciso huir de la candidez que atribuye a la tecnología poderes mágicos para contribuir de inmediato a la mejora de la vida. Es y ha sido siempre una creación tan ambivalente como el fuego prometeico: unas veces protege contra la intemperie y otras, indefectiblemente, destruye y asola. Tal vez lo que creemos que es progreso humano, en este caso la IA, sea justo lo contrario.

La religión tecnodarwinista

Se podría decir que la tecnología es hoy una religión. Por eso mismo, tratemos de ser heréticos por un momento. Al fin y al cabo, pensar es decir no, lo que es signo de inteligencia, ya sea artificial o natural. El dogma de la religión tecnológica dicta que, si se puede utilizar un dispositivo tecnológico, ha de hacerse necesariamente. Es un imperativo tecnológico, un distintivo de modernidad. Rechazar la IA se consideraría tecnofobia o una actitud propia del conservadurismo más arcaico y antiprogresista.

Urge cuestionar la rápida implantación de la inteligencia artificial en todos los ámbitos vitales

Permitan una jeremiada: la implantación de la IA traerá graves consecuencias para la paz social e incluso para la dignidad del ser humano. Se extenderá con celeridad por cuanto presenta ventajas competitivas inmediatas a quienes se sirvan de ella. Y en nuestra sociedad, la mentalidad agonista que entiende que los demás son nuestros rivales prima sobre cualquier otra. Podríamos pensar que la competencia y la guerra de todos contra todos se han convertido en el fundamento incuestionado en cada ámbito de la existencia. Las relaciones sociales se tiñen de despiadada y enmascarada rivalidad y el concurso permanente es la forma social hegemónica. Solo estimamos el éxito que sea relativo: para que uno gane hace falta que otros muchos pierdan. Unos pocos arriba y otros muchos abajo.

El neoliberalismo incontestable hoy e inscrito en la mentalidad contemporánea santifica la pretendida meritocracia. A los mejor adaptados se les premia, mientras a los inadaptados se les castiga sin pudor. Es la implacable lucha por la existencia donde cada cual obtiene, presuntamente, lo que merece, sin atender a principios tan humanos como la solidaridad o la reciprocidad.

Y es en este contexto en el que surge la IA. Aspira a la recreación de las capacidades intelectuales del ser humano, o incluso a mejorarlas. Desde el Center for AI Safety, científicos prominentes han alertado sobre los riesgos de extinción de la especie humana. La amenaza de la IA es la de una inteligencia digamos natural desplazada a los márgenes por la nueva competidora artificial. Es el juego del Mercado, al fin y al cabo. Pero, en este caso ¿quién pierde?

La supervivencia de los más aptos

En el medio competitivo de la naturaleza no hay bondad ni maldad, simplemente especies que siguen sus instintos en la struggle for existence. La fría naturaleza es indiferente a la moral, a la compasión o a otras emociones puramente humanas. Darwin se sirvió de la frase de Herbert Spencer, “la supervivencia de los más aptos”, para fundamentar su obra de 1859 El origen de las especies. Las variaciones provechosas en esa lucha por la existencia generalmente serán heredadas por la descendencia. Sobreviven quienes cuentan con una ventaja sobre los demás en su adaptación al entorno. Unas especies perviven y otras perecen.

La tecnología forja un medio artificial para tomar ventaja respecto a los obstáculos de la naturaleza. Es el esfuerzo prometeico por dominar un mundo hostil, una manera de domesticar los procesos naturales para ser “más aptos” que el resto de las especies. Cuando la máquina está a nuestro servicio, es una prolongación de nuestros sentidos y nos ahorra esfuerzos innecesarios. Nos ayuda a vivir de modo más pleno y suple nuestras carencias. No hay nada más humano que la técnica porque implica trascender el estado de naturaleza. No existe ser humano sin tecnología: forma parte de lo que somos.

Pero hagamos una digresión literaria. ¿Y si la máquina se libera del ser humano y se enfrenta a él? En 1863, el pensador Samuel Butler publicó un artículo titulado «Darwin entre las máquinas». Se preguntaba qué clase de criatura sería la sucesora del ser humano en la supremacía de la Tierra. Y respondía que estamos creando a nuestros sucesores por medio de la tecnología. Y nos convertiremos en sus siervos, los esclavos de las máquinas que, paradójicamente, inventamos para reinar sobre la naturaleza. Lo leemos también en la utopía de Butler titulada Erewhon: “Hemos de escoger entre arrostrar muchos sufrimientos ahora, o vernos gradualmente suplantados por nuestras propias creaciones” (Butler, 2003: 224).

El impulso utópico de la tecnología es lo que conducía a un ficticio Thomas Edison a crear un androide en la novela distópica L’Ève future, publicada por Villiers de l’Isle-Adam en 1886. Puesto que la realidad de nuestra naturaleza nos decepciona, inventamos otra artificial. La tecnología intenta corregir nuestros fallos y defectos, pero a veces la criatura artificial se rebela contra el inventor y causa su perdición.

La competencia tecnológica

La implantación de la IA añade un grado más al tecnodarwinismo y la selección artificial de la especie. No se trata ahora de conectarse a las redes para generar capital inmaterial, el célebre connect or perish, sino de la concurrencia de una tecnología de reemplazo. Sería ingenuo asumir que la IA vendrá a perfeccionar el trabajo de los seres humanos sin que haya sustitución. A la competencia entre individuos en el Mercado se suma la competencia entre individuos y los algoritmos de la IA.

Si lo que se valora es la eficiencia y la rapidez, cabe vaticinar que, en la redacción de noticias, guiones, novelas o en cualquier otro trabajo administrativo el ser humano será sobrepasado por la IA. Si lo puede hacer una máquina, con menor coste y más rápido, aunque no mejor, el trabajo intelectual del ser humano no podrá competir.

El McKinsey Global Institute estimó en 2017 que la mitad de las labores de trabajo son automatizables, y que, en 2030, entre 75 y 375 millones de trabajadores serán reemplazados por automatismos. La IA podría afectar no solo a las profesiones de baja cualificación, sino en especial a las profesiones de cuello blanco, a profesionales de media y alta cualificación intelectual.
Mientras el vínculo entre el desarrollo de la IA y el desempleo se torna una evidencia, crecerán las desigualdades económicas a medida que se incremente la productividad. Sería el tecnocapitalismo el que, bajo la premisa de la maximización de beneficios, se sirviese de la IA para alcanzar el rentable sueño del pleno desempleo.

Este atroz escenario recuerda a la nueva burguesía sin escrúpulos morales, en los albores del industrialismo. Sobre esta época, el historiador de la tecnología Lewis Mumford advertía: “Solo las cualidades antisociales tenían valor de supervivencia. Solo la gente que valoraba las máquinas más que los hombres era capaz en estas condiciones de gobernar a los hombres para su propio provecho y conciencia” (Mumford, 2002: 210).

La obsolescencia del ser humano

El ser humano tendrá que mutar nuevamente para adaptarse a un ambiente hostil. Pero no es la naturaleza, sino el medio artificial lo que se opone al buen vivir y a nuestra supervivencia. La competencia a brazo partido no se resumirá en el hobbesiano homo homini lupus. El impasible adversario del ser humano será la máquina pensante, el simulacro de inteligencia. Si la inclinación a automatizar las cualidades humanas ha sido una constante valorada como conducta eficiente, quizás asistamos a una revigorización de lo que no puede ser recreado por la IA, del pensamiento real y natural.

Los trabajadores de cuello blanco tendrán que desarrollar habilidades no susceptibles de ser automatizadas

En 1956, el filósofo Günther Anders (2011) llamó “vergüenza prometeica” a la sensación de inferioridad del ser humano respecto a sus propias creaciones tecnológicas. En términos de productividad y eficiencia, la IA sobrepasa las capacidades humanas y de guiarnos por criterios estrictamente economicistas, es el ser humano el que se habrá vuelto obsoleto. Puede ser el origen de una frustración estructural. Así como la máquina automatizaba los gestos corporales del obrero para convertirlo en proletario, la IA puede formalizar e incluso devaluar nuestra actividad mental.

También en 1956, el escritor Ernesto Sábato (1998) advertía cómo el ser humano había terminado por ser una simple pieza en el Gran Engranaje tecnológico. Habría que devolver, sin lugar a duda, el sentido humano a la ciencia y a la técnica. Se trata de colocar la tecnología al servicio del ser humano y no el ser humano al servicio de la élite tecnoeconómica.

Podría parecer una perspectiva distópica o alarmista, y por supuesto lo es. Quizás convendría situarse en el peor de los escenarios, porque es la única manera de evitar repetir un pasado tormentoso. Y hacernos eco de las enseñanzas de Samuel Butler: “Lo único que nos impide ver lo por venir tan claramente como lo pasado, es que conocemos demasiado poco nuestro pasado y nuestro presente verdaderos” (Butler, 2003: 220).

Bibliografía

Anders, G. (2011): La obsolescencia del hombre. Valencia, Pre-Textos.

Butler, S. (2003): Erewhon. Barcelona, Minotauro.

Darwin, C. (2021): El origen de las especies. Barcelona, Penguin.

Mumford, L. (2002): Técnica y civilización. Madrid, Alianza.

Sábato, E. (1998): Hombres y engranajes. Madrid, Alianza.

Villiers de l’Isle-Adam, A. (1993): L’Éve future. París, Gallimard.

Autor

Profesor de teoría de la comunicación en la Universidad de Castilla-La Mancha. Autor de Ciudades de aire: la utopía nihilista de las redes (Catarata, 2016) y especialista en filosofía de la tecnología.

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