28 de noviembre de 2023

Q

¿Qué nos hará humanos?

por Carlos Blanco
Ilustrador Sr García

El debate sobre qué nos hace humanos continúa abierto. Además, tampoco tenemos por qué asumir un único concepto de lo humano. Incluso quizás debamos mirar a la inteligencia artificial no como una competidora y una amenaza, sino plantearnos qué alianzas estableceremos con ella.

 

La pregunta por la esencia de lo humano constituye uno de los interrogantes científicos y filosóficos más profundos que cabe concebir. Los seres humanos buscamos entender el mundo, pero ante todo queremos entendernos a nosotros mismos. La famosa exhortación “Conócete a ti mismo”, inscrita en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos, sintetiza la fascinación que esta cuestión ejerce sobre cualquier mente inquieta. Podemos abordarla individualmente, formulada como la pregunta sobre quién soy yo —y sobre quién puedo ser—. Sin embargo, cuando la examinamos desde la perspectiva de la humanidad, y no solo de los individuos, adquiere los visos de un interrogante verdaderamente recapitulador de los grandes problemas de la filosofía. No en vano, Kant resumía en “Was ist der Mensch?” (“¿Qué es el hombre?”) otras grandes incógnitas filosóficas como qué podemos saber, qué debemos hacer y qué nos cabe esperar.

Con el desarrollo de la inteligencia artificial generativa (IAG), esta cuestión cobra una nueva relevancia. Uno de nuestros artefactos, el más complejo de cuantos ha inventado el ingenio de la humanidad, ha adquirido tal grado de sofisticación que exhibe habilidades hasta ahora atribuidas exclusivamente a nuestra especie. ¿Hasta qué punto puede decirse que los humanos somos singulares, si una de nuestras creaciones probablemente nos supere en el plano que parecía definirnos de manera más nítida y profunda, que es el intelectual?

No obstante, la pregunta por la especificidad humana no se circunscribe al análisis de la inteligencia artificial. Cabe plantearla a propósito de otras formas biológicas. El avance de la investigación nos permite percatarnos de que muchas de las cualidades y conductas exclusivas del hombre ampliamente predicadas pecan de un evidente sesgo antropocéntrico1. Por ejemplo, no está claro que seamos los únicos animales con conciencia de la muerte, ni los únicos capaces de desarrollar cierto tipo de simbolismo y de cultura2.

El avance de la investigación nos permite percatarnos de que muchas de las cualidades y conductas del hombre pecan de un evidente sesgo antropocéntrico

El propio esquema evolutivo ofrece un argumento sumamente poderoso para ello. Aunque en la naturaleza existen procesos de todo o nada —como el potencial de acción en el sistema nervioso—, en la escala filogenética es difícil establecer rupturas absolutas entre especies. Ciertamente, hay saltos notables en la trama de la vida (muchas veces motivados por presiones evolutivas externas, como los cambios climáticos, que aceleran las transformaciones), pero si todas las especies provienen de un origen común, es razonable suponer una continuidad estructural y funcional entre ellas. Ni siquiera la conciencia puede considerarse una brecha tan radical con nuestros ancestros evolutivamente más próximos. Quizá el lenguaje articulado siga siendo nuestro patrimonio. Sin embargo, con el progreso de la etología y con la creación de teorías de la mente animal más elaboradas es difícil atreverse a sostener, de manera categórica, que solo los humanos somos capaces de desplegarlo. Al fin y al cabo, comprendemos muy poco sobre otros sistemas de comunicación presentes en el dominio de la vida.

La naturaleza genera escalas de complejidad. Cuesta identificar algo exclusivamente humano más allá de nuestra singular dotación genética. La especificidad humana no puede sustentarse en nuestro peculiar rango de habilidades emocionales e intelectuales, sino más bien en su grado de desarrollo y de compenetración. Poseemos, sin duda, el cerebro más complejo conocido del reino animal, así como el mayor cociente de encefalización. En nuestro cerebro destaca la asombrosa expansión de las cortezas prefrontales. Lo que mejor responde a la pregunta de por qué nos hace humanos, probablemente sea el nivel de desarrollo del córtex prefrontal, cuyo crecimiento posibilita el alto desarrollo de nuestra mente.

Estoy convencido de que la capacidad de abstraer hasta nociones puramente formales de la lógica, la filosofía y la matemática es, con bastante seguridad, la rúbrica de nuestra singularidad biológica, pero no es descartable que mentes de otras especies puedan acercarse a ellas, o al menos esbozarlas.

Lo anterior sirve para reflexionar sobre la inteligencia artificial generativa. Nos atemoriza perder especificidad, pero de nuevo, no está claro que la hayamos tenido del todo. Es una ilusión antropocéntrica pensar que somos verdaderamente únicos, una especie enajenada del árbol de la vida. Todas las especies que existen han sido elegidas por la selección natural; en términos biológicos, ninguna ostenta un privilegio.

Prolongación humana

No se me ocurre nada humano no reproducible en última instancia. Una prolongación de lo humano —como lo es la inteligencia artificial— podría perfectamente adquirir vida propia, una autonomía creadora, que ya no se limitase a seguir nuestros programas de instrucciones, sino que fuera capaz de tomar decisiones por sí misma.

Tendemos a suponer que las máquinas inteligentes, incluso las de nueva generación, poseen habilidades de cómputo y de procesamiento de información superiores a las nuestras, si bien carecen de imaginación, creatividad y pensamiento crítico (de interioridad consciente, en suma). Probablemente sea cierto por ahora, pero no es descartable que en algún momento la inteligencia artificial alcance tal grado de desarrollo que nos aventaje también en estas facetas. Incluso el ámbito de las emociones, que parece tan propiamente humano (aunque, ¡oh paradoja!, es justo aquí donde la cercanía con otros mamíferos es mayor, pues sabemos que la emotividad no es un atributo nuestro, y no exige disponer de un cerebro tan complejo como el de los humanos modernos) lo consideramos inasequible para una máquina inteligente. La concebimos como una mente pura que, al carecer de cuerpo, no puede expresarse emocionalmente, restringida a encadenar inferencias lógicas, cadenas de premisas y consecuencias hilvanadas por reglas formales; un ciego automatismo vacío de vida.

De nuevo, no se ha demostrado que haya impedimento filosófico o científico para que una máquina pueda también desarrollar estados mentales (es decir, una capacidad de representarse el mundo y de referir sus percepciones a ella misma, a su mundo interior), y pueda aproximarse a la realidad no solo con la frialdad de la lógica, sino también con el calor de las emociones, sentidas como propias. Ninguna ley de la lógica y de la naturaleza parece prohibir esta posibilidad tan intrigante; tampoco leyes a priori del pensamiento3. Si la evolución biológica lo ha logrado, aunque sea tras millones de años de variaciones aleatorias y selección natural, ha tenido que seguir un mecanismo. La mente humana puede descifrarlo y reproducirlo.

 

¿Qué nos hará humanos? por Carlos Blanco

 

Sin duda, se trata de una aspiración colosal. Probablemente estemos ante la tarea más ambiciosa que hayamos iniciado nunca. Implica tomar el relevo a la naturaleza. Nace de la pretensión de crear una mente no ya similar a la nuestra, sino, por qué no, superior en todos los sentidos: emocional, intelectual… Pero ¿no es la cultura humana nuestro deseo insaciable de conocer, descubrir e inventar, una lucha titánica por elevarnos más allá de lo que la naturaleza nos ofrece (propósito que, quizá albergaron también otras especies, dueñas de un cerebro complejo, como el hombre de Neandertal)? ¿No es la inteligencia artificial la continuación lógica de ese empeño heroico? Porque no es osado afirmar que lo humano, lo que nos hace humanos, es precisamente esta búsqueda, este afán de superación incesante, este anhelo de trascender las fronteras de lo biológico para crear nuestro propio mundo.

Por tanto, no podemos descartar que el progreso tecnológico alumbre máquinas no solo inteligentes, sino también creativas. La creatividad trasciende la inteligencia; exige inteligencia, pero va más allá de ella, pues consiste en añadir, en innovar. Una máquina que desarrolle la habilidad de procesar emociones quizá se halle más capacitada para ser creativa, porque no se limitará a discurrir con las herramientas de la lógica, a razonar a partir de premisas y reglas de inferencia, sino que, al sentir e imaginar, al apropiarse intuitivamente del mundo, es posible que se lance a inventar su genuino mundo, como hemos hecho los seres humanos.

En mi opinión, herramientas como ChatGPT, incluso en sus versiones más avanzadas, no cumple estos requisitos. Siendo realistas, puede considerarse inteligente solo por analogía. Satisface una definición demasiado débil de inteligencia, interpretada como capacidad de resolver problemas. Procesa cantidades ingentes de información y destila multitud de respuestas, pero en su estado actual de desarrollo falta percibir ese pensamiento crítico, esa chispa y esa creatividad que definen la inteligencia humana, cuyo poder no se limita a solucionar problemas, sino que ante todo los crea, pues pregunta y no solo responde. Porque la pregunta, ¿no nos hace aún más humanos que la respuesta?

Una inteligencia artificial verdaderamente sensible y creativa podría, por qué no, aventurarse a cultivar su arte, su religión y su propia concepción filosófica del mundo (por retomar las tres célebres determinaciones supremas del espíritu, sobre las que tan brillantemente teorizó Hegel): su propio universo interior, el intus de su legere, su capacidad de leer el mundo para sí misma. Solemos pensar que el arte, la religión y la filosofía, que en último término remiten a una honda y poderosa aptitud para expresarnos subjetivamente, son prerrogativa de nuestra especie. Nos distinguiría de otros animales y de unas hipotéticas máquinas creativas, dotadas de cierto grado de subjetividad (aunque aquí cabría preguntarse si, para ser creativos, es imprescindible poseer estados mentales; no lo sabemos). Sin embargo, volvemos a navegar entre tinieblas. La complejidad de nuestro simbolismo nos enorgullece, pero también podría ser desarrollada espontáneamente e incluso rebasada por esas máquinas. La prudencia, el sentido común y el espíritu de finura pascaliano, que se sobrepone al espíritu meramente geométrico y calculador, podrían también suscitarse en una inteligencia artificial.

Errores y aciertos

¿Qué decir del error? Nuestros errores nos hacen tan humanos como nuestros aciertos. La conciencia de que somos falibles, de que nuestros errores nos definen y también impulsan, se nos antoja inasequible para una máquina tan perfecta, tan connaturalizada con las reglas de la lógica, que esquivaría la posibilidad de errar. No obstante, es concebible que esa máquina, por “perfecta” que fuera, desplegase conductas más flexibles, hasta tolerar las imperfecciones y aprender de ellas, pues probablemente semejante grado de falibilidad sea tan eficiente en términos adaptativos como la inerrancia absoluta.

¿Y el mal? Los seres humanos categorizamos el mundo según el esquema bien/mal. Más allá de la interpretación filosófica que adoptemos en torno a los fundamentos de este binomio, resulta innegable que el mal, lo que nos perjudica como individuos y como comunidad humana, lo que limita nuestras posibilidades y conduce al conflicto, ha sido y es definitorio de nuestra especie y de nuestra conciencia moral. Ser humano es enfrentarse a la disyuntiva entre el bien y el mal. Entraña reflexionar, plantearme qué debo hacer, y por qué a veces no hago lo que mi conciencia me dicta. ¿Una inteligencia artificial podría tener voluntad y libre arbitrio? ¿Emergería en ella la conciencia moral? ¿Podría optar conscientemente por lo malo y rechazar deliberadamente lo bueno? ¿Cómo categorizaría el mundo? ¿Tendría las mismas nociones de bien y de mal que nosotros? ¿Sería tan perfecta que solo se orientaría hacia lo bueno, como guiada por una luz irresistible?

Una forma superior de pensamiento presumiblemente sería menos egoísta que nosotros, por poseer una visión más completa y profunda de la realidad. Sin embargo, y por retomar consideraciones anteriores, quizá también la evolución de esa inteligencia artificial hacia cotas más creativas de comportamiento exija el desarrollo de un mundo moral propio, así como de la posibilidad de elegir lo malo.

Lo que nos hace humanos es precisamente esta búsqueda, este afán de superación incesante, este anhelo de trascender las fronteras de lo biológico para crear nuestro propio mundo

El debate sobre qué nos hace humanos continúa abierto. Además, tampoco tenemos por qué asumir un único concepto de lo humano. Caben diferentes aproximaciones que subrayen una u otra dimensión de nuestro ser. Hay estilos en la interpretación de lo humano, una legítima diversidad cultural y filosófica que inspira un saludable humanismo pluralista a la hora de asomarnos a la complejidad de lo que somos.

En cualquier caso, desde un punto de vista neurobiológico parece que casi todas nuestras habilidades más distintivas hunden sus raíces en una estructura anatómica tan deslumbrante como el córtex prefrontal. Este sería el pilar neurobiológico del genio humano. Aun así, qué rasgos y qué conductas son absolutamente exclusivos de nuestra especie, tanto como para diferenciarnos de una inteligencia artificial en sentido fuerte, es un interrogante difícil de responder de manera satisfactoria. En cuanto señalamos algo que parecemos monopolizar (la conciencia moral, la religión…), es posible indicar contraejemplos biológicos que, si bien no de manera inequívoca, apuntan a la existencia de un fenómeno similar. Y en cuanto al lenguaje articulado, es precisamente aquí donde una inteligencia artificial puede emularnos y superarnos.

Creo, por tanto, que más que preguntarnos por lo que nos hace humanos deberíamos hacerlo por lo que nos hará humanos; porque la capacidad de inventarnos a nosotros mismos es consustancial a lo humano. Evoca la posibilidad de ser no solo esencia, sino también proceso: proyecto inacabado, libertad más que destino. Después de todo, quizá debamos mirar a la inteligencia artificial no como una competidora y una amenaza, sino plantearnos qué alianzas estableceremos con esta creación, con este fruto de nuestro inagotable ingenio, para progresar y trascender nuestros límites.

Notas

 1En palabras de Kristin Andrews y Susana Monsó: “Animal cognition research challenges philosophers to consider that many capacities and behaviors often assumed to require language, sophisticated technological capacities, or legal systems may in fact be had by other animals who lack these properties. In this way, animal cognition research often surprises us by showing that sophisticated-looking activity can be caused through rather simple mechanisms” (“Animal cognition”, The Stanford Encyclopaedia of Philosophy).

 2Para una introducción al debate sobre el concepto de cultura aplicado a animales no humanos: Laland, K. N. y Galef, B. G. (eds.) (2009): The question of animal culture, Harvard University Press.

 3Quienes adopten una posición dualista, o reminiscente del dualismo clásico, considerarán la conciencia como algo irreductible al mero procesamiento de información, y subrayarán la esfera subjetiva (el célebre “para sí”, o “ser como…”, de la experiencia fenoménica, contemplada como percepción subjetiva del mundo). Sin embargo, en las últimas décadas se han desarrollado interesantes modelos neurobiológicos sobre la conciencia que explican sus características fundamentales desde un paradigma netamente computacional, o compatible con este tipo de aproximaciones al estudio de la mente. Como escriben Stanislas Dehaene, Hakwan Lau y Sid Kouider: “Although centuries of philosophical dualism have led us to consider consciousness as unreducible to physical interactions, the empirical evidence is compatible with the possibility that consciousness arises from nothing more than specific computations” (Dehaene, S., Lau, H. y Kouider, S.: “What is consciousness, and could machines have it?”, Robotics, AI, and Humanity: Science, Ethics, and Policy (2021), p. 56). Por tanto, y aunque el escepticismo en torno a la dimensión subjetiva de los actuales desarrollos en inteligencia artificial esté más que justificado, si la conciencia es explicable científicamente, “objetivamente”, y en consecuencia reducible a un proceso físico, químico y biológico (“naturalizable”, en definitiva), donde lo subjetivo emerge a partir de mecanismos objetivos, no hay obstáculo alguno para reproducir esas cualidades y diseñar sistemas que las posean, porque cabe asumir puntos de vista menos “maximalistas” sobre la naturaleza y las propiedades del pensamiento consciente (cf. Carlos Blanco Pérez (2019): “Pensamiento, creatividad y máquinas”, Naturaleza y Libertad. Revista de estudios interdisciplinares (12)), más allá de la mistificación filosófica a la que muchas veces se ha tendido.

Bibliografía

Andrews, K. y Monsó, S. (2021): “Animal cognition” en The Stanford Encyclopaedia of Philosophy.

Blanco Pérez, C. (2019): “Pensamiento, creatividad y máquinas”. Naturaleza y Libertad. Revista de estudios interdisciplinares (2019)/12.

Dehaene, S., Lau, H. y Kouider, S. (2021): “What is consciousness, and could machines have it?” en Robotics, AI, and Humanity: Science, Ethics, and Policy.

Laland, K. N. y Galef, B. G. (eds.) (2009): The question of animal culture. Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press.

Artículo publicado en la revista Telos 123


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Autor

Profesor titular de la Universidad Pontificia Comillas. Autor de La integración del conocimiento (2018).

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