4 de noviembre de 2019
por
Ángel Gómez de Agreda
Vivimos en un mundo en el que prima la reputación y el alcance del relato por encima de la lógica o de cualquier otra consideración. Un mundo en el que hemos democratizado, en el único sentido negativo de la palabra, la verdad para convertirla en algo opinable que confunde el deseo con el derecho —como leo en un comentario de Twitter—.
Eso tiene mucho que ver con el alcance de las redes sociales. Los derechos definen una relación entre personas. Quizás con la excepción del derecho a la vida y el de opinión, los demás se producen en relación con otros. Si tengo derecho a expresarme es porque puedo comunicar lo que dicte mi derecho a tener mi propia opinión sin quedar expuesto a una reacción violenta o punitiva. Son derechos que existen en sociedad, por eso de que el Derecho es la disciplina que regula nuestro comportamiento en ésta.
En una sociedad regulada por el consenso y la reputación, los derechos se construyen sobre la percepción de fortaleza que otorga sentirse respaldado por un grupo, por el sentido de pertenencia. Mi tribu es fuerte y puede hacer valer sus derechos. Porque, no nos engañemos, los derechos hay que conquistarlos en algún momento y defenderlos después en cada momento.
“Los derechos hay que conquistarlos en algún momento y defenderlos después en cada momento”
Una de las debilidades más importantes de esta sociedad del siglo XXI es la creencia en que los derechos salen cada día como el sol. No deja de ser una reacción tan inmadura como la de los niños —y no tan niños— que viven con la sensación de que los bienes y servicios de los que disfrutan están garantizados y que sus padres o el Estado estará siempre en condiciones de proveer por ellos. No, el dinero no se genera en la cartera de mamá ni los yogures aparecen por arte de magia en el frigorífico. ¿Por qué iba a ser distinto con nuestros derechos?
Sin embargo, la tecnología nos permite crear comunidades virtuales que nos proporcionen ese sentimiento de inclusión y de pertenencia. Nuestro círculo de amigos o de contactos constituye el barrio virtual en el que vivimos. Está construido en torno a ideas similares en, al enos, un aspecto concreto. Nos permite ser nosotros mismos por rara o minoritaria que pueda resultar nuestra opción en el entorno físico en que estamos. Eso crea una falsa sensación de centralidad, de “empoderamiento” —palabro que parece nacido para definir esta nueva realidad— que nos hace fuertes para reclamar nuestros derechos o para asumir como válida nuestra visión del mundo.
Lo experimenté tras publicar Mundo Orwell 1 en marzo de 2019. De repente, mi mundo virtual rebosaba de gente que expresaba su apoyo por mi iniciativa, que afirmaba estar deseando leerlo, incluso de algunos -bastantes- que realmente lo habían hecho. El mundo me aplaudía, celebraba mi obra. Estaba listo para apartar a Di Caprio de la proa del Titanic y proclamarme el “rey del mundo”. Pero, luego, salía a la calle y la gente de carne y hueso que me encontraba estaba —lógicamente— leyendo a Pérez Reverte o estaba jugando al Pokemon Go.
Encerrado en la cámara de eco de las redes sociales, mi mundo estaba hecho a mi medida. La primera reacción es pensar que esa disonancia que encontraba en el mundo exterior era un error de diseño del mundo real. El mundo de las redes era más cómodo y amigable. Ahí, yo era el centro del universo. Claro que, en las redes, cada cual es el centro de su universo.
Lo explico en Mundo Orwell con mi teoría de los puntos y de los planos ya en las primeras páginas del libro. El mundo digital es un mundo centrado en cada uno de nosotros, o en el lugar en el que las redes han decidido que está cada uno de nosotros. Permite la mayor inclusión para las minorías de cualquier tipo, pero también la menor capacidad de negociación y compromiso. ¿Para qué voy a renunciar a mi visión del mundo cuando tengo mi grupo para compartirla?
“El mundo digital es un mundo centrado en cada uno de nosotros, o en el lugar en el que las redes han decidido que está cada uno de nosotros”
Pero, estoy divagando. Aunque sea solo un poco.
Hablaba de privacidad, de esa parcela de nosotros que mantenemos para nosotros solos, que nos deja margen para salirnos de la estandarización a la que nos sometería el hecho de que se supiera todo sobre nosotros. Y es que una vigilancia constante, un conocimiento absoluto, se convierte en un control remoto que nos privaría de individualidad. ¿Quién no ajusta su velocidad por debajo del máximo permitido cuando sabe que hay un radar? ¿Quién podría no hacerlo si hubiera un radar de tramo permanente?
Y, sin embargo, las sociedades modernas nos someten a radares de tramo en todos los ámbitos de nuestras vidas. Es una vigilancia que permite enviarnos borradores detallados de nuestros ingresos para facilitar —supuestamente— nuestras obligaciones fiscales. Tan disuasorio como puede resultarle al defraudador saber que Hacienda conoce sus datos le resulta a cualquiera que pretenda salirse de la norma el conocimiento de lo que se sabe sobre él. Todo ello nos sitúa dentro del carril del Scalextric y sin posibilidad de seguir la vía más que dentro de su trazado o quedarnos fuera de juego.
Y no es sólo con los Estados. Las pantallas de nuestros ordenadores, o las de nuestros móviles, son ventanas del mundo hacia nosotros. El mundo —una parte de él— nos ve a través de ellas. No ya como a través de un cristal transparente, sino como a través de un microscopio en el que cada detalle de nuestro comportamiento aparece diseccionado para relacionarlo con millones de otros datos.
Mientras nosotros observamos lo que la pantalla quiere mostrarnos, muchos ojos nos observan desde el lado opaco del dispositivo. Nunca mejor dicho lo de opaco, por cierto. Nuestros datos, los que damos y los que mostramos con nuestra forma de actuar, fluyen a través del cristal incluso cuando está apagado, cuando parece un espejo negro.
“Privacidad y publicidad dejan de ser antónimos o palabras inconexas para ser las dos caras de la misma… pantalla”
Y, de algún modo, los datos que proporcionamos de forma gratuita y no siempre inadvertida convierten esa misma pantalla en eso, en un black mirror, un espejo negro que refleja lo que nosotros mismos somos y queremos oír. Esos datos, fruto de nuestro desdén por la privacidad, alimentan la publicidad que nos devuelve el sistema.
Privacidad y publicidad dejan de ser antónimos o palabras inconexas para ser las dos caras de la misma… pantalla. Nuestra privacidad fluyendo prístina e inmaculada desde nuestro lado para configurar el relato que nos llega desde el otro en forma de publicidad. Publicidad en sentido amplio. En el sentido de llegar al público. Publicidad o propaganda, sobre bienes o sobre ideas, ya sean políticas, sociales o de cualquier tipo. Publicidad, pero no para todo el público, sino individualizada en función de la privacidad que hemos regalado. Individualizada como la imagen del espejo negro.
1Mundo Orwell. Manual de supervivencia para un mundo hiperconectado es el último libro publicado por el autor de este artículo Ángel Gómez de Ágreda. Más información: https://www.planetadelibros.com/libro-mundo-orwell/290011
Coronel del Ejército del Aire; analista en la Secretaría General de Política de Defensa del Ministerio de Defensa. Fue jefe de Cooperación del Mando Conjunto de Ciberdefensa y representante español en el Centro de Excelencia de Cooperación en Ciberseguridad de la OTAN.
Ver todos los artículosCoronel del Ejército del Aire; analista en la Secretaría General de Política de Defensa del Ministerio de Defensa. Fue jefe de Cooperación del Mando Conjunto de Ciberdefensa y representante español en el Centro de Excelencia de Cooperación en Ciberseguridad de la OTAN.
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