26 de noviembre de 2024
por
Antonio Fernández Vicente
Ilustrador
Miriam Persand
A menudo se habla sobre la incomprensión entre generaciones que han crecido en épocas con mentalidades y modos de vivir muy dispares. Un abismo parece separar senectud y juventud. Sin embargo, la sabiduría de la experiencia podría articularse como una orientación certera, en especial en una época desencantada. La inteligencia de quienes han pasado la mayor parte de sus días en un mundo analógico podría iluminar con más claridad nuestro presente. Quizás las voces de Raoul Vaneigem y Ernesto Sabato ayuden al respecto, sin caer en la nostalgia idealista: “La frase ’todo tiempo pasado fue mejor‘ no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido” (Sabato, 1998: 61).
Vaneigem fue una de las figuras más características del impulso revolucionario del mayo francés del 68. Se hacía eco del profundo malestar entre la juventud. En una carta dirigida a sus hijos y a los hijos del porvenir datada en 2012, afirmaba que lo que no arraiga en la vivencia diaria, se hunde en el olvido hasta desaparecer. Y desde la platea de sus 78 años de experiencia constataba que, en los pequeños gestos, casi insignificantes en apariencia, se despliega el campo de batalla por el buen vivir. Para vivir mejor urge cambiar los hábitos de vida y la mentalidad que los fundamenta.
En esa misma carta, Vaneigem aludía a la red como un mercado de la soledad, donde lo que se comparte es la propia alienación y la mera ilusión de encuentros. Invitaba a la reflexión acerca de las rutinas diarias que convierten el tiempo de vida en una sucesión de penosas obligaciones. En lugar de adaptarse de forma pasiva y automática a cualquier innovación digital, ¿por qué no reflexionar sobre los efectos de incorporarla en la vida diaria? ¿Es un progreso humano lo que se presenta como progreso tecnológico?
¿Cuáles podrían ser los cambios de mentalidad propicios hoy a un arte del buen vivir?
Los dispositivos digitales son una segunda naturaleza, cuyo cuestionamiento se soslaya. Nos sentimos obligados a seguir la corriente sin reflexión alguna. Comportamientos repetitivos hacen de la pantalla del smartphone un centro vital bajo el mandato social de estar siempre en conexión. El suministro continuo de estímulos en forma de notificaciones, piezas audiovisuales y mensajes de texto o voz conforman una vertiginosa rutina. Aún más acelerada para quienes, desde edades tempranas, se han acostumbrado a una manera de percibir que privilegia los ritmos veloces y la lógica de la extrema brevedad. Sin embargo, para pensar y cultivarse hace falta tiempo y dedicación. ¿Y si la tecnología favorece la incultura?
Por otra parte, las redes, observa Geert Lovink, producen tristeza porque nos vuelven dependientes de un sistema de gratificaciones tan emocionales e hipnóticas como efímeras. Fomentan el conflicto insustancial y el narcisismo desopilante. Es el cebo que utilizan las grandes corporaciones del mundo digital para captar la atención. Su modelo de negocio es cronófago: se alimenta de tiempo secuestrado. Y los hábitos de consultar a cada instante el smartphone, como si fuese un oráculo religioso, se vuelven una tiranía autoimpuesta.
El mandato interiorizado de registrar la existencia y embellecerla hacen de la vida una continua pose.
Además, el dictado de comunicar en tiempo real obliga a asumir que no somos más que una marca comercial, a mostrarnos bajo un ángulo tan interesante como interesado. Ocurre como si fuésemos un producto más que se vende al mejor postor en el escaparate virtual. Para sentirse vivo, hay que hacerse visible en un entorno saturado de imágenes que pugnan por un nicho en el panteón inmaterial de la fugaz gloria. La tiranía de la visibilidad criticada por Claudine Haroche y Nicole Aubert (2011) intensifica la sensación de irrealidad e inautenticidad. Se vive en constante competición para alcanzar una pizca de notoriedad, un like o alguna visualización más que confiera certificado de existencia.
Vaneigem escribía en Aviso a los vivos sobre la muerte que los gobierna: “Para vivir felices, vivamos escondidos”. No seguir la lógica de la visibilidad es un acto subversivo.
Se podría pensar que la fascinación tecnológica adopta un cariz incluso religioso. En su sentido etimológico, religión proviene de la voz latina re-ligare, volver a unir lo que se había separado. El mundo tecnológico viene a colmar el vacío de sentido que constataba Vaneigem. A falta de ídolos sagrados, se idolatra la tecnología.
Paradójicamente, la religión tech celebra la libertad individual anulándola. Los mercaderes de la atención parasitan los tiempos de vida (Wu, 2020), hasta el punto de hacer de la distracción permanente un estilo de vida que deteriora las capacidades memorísticas y cognitivas (Patino, 2020). Es el individualismo gregario criticado por Vaneigem.
Y también paradójicamente, lo que vendría a ser un instrumento de cohesión social, se convierte en un laberinto de aislamiento. Se hace más infrecuente el arte de la conversación, como señala Sherry Turkle, uno de los ejes fundamentales de la vida social. ¿Qué se pierde cuando se acostumbra a los jóvenes a privilegiar la comunicación a través de la pantalla? ¿Dónde quedan la espontaneidad y calidez de los encuentros cara a cara?
El mundo personalizado, atomizado y editado del smartphone viene a ser el contrapunto de lo que Vaneigem entendía como buen vivir. ¿No es una rutina antagonista de la curiosidad, de la sed de conocer y del deseo de aprender? ¿No es origen de apatía e indiferencia a todo lo que no sean intereses personales? Es un mundo donde la iGen, como explica Jean Twenge, sufre una fragilidad extrema y falta de vínculos afectivos.
¿Y si no viésemos más que aquello que ilumina la pantalla? Ernesto Sabato advertía sobre la pasiva privación sensorial que se acepta como un destino. En sus cartas tituladas La resistencia hacía un llamamiento contra la resignación cuando contaba 89 años. ¿Por qué seguir mirando con indiferencia la infinita riqueza de lo que nos rodea? ¿Por qué sentir la vida a través de las pantallas? ¿No son máquinas de abstracción?
Abstraer proviene del latín ab-trahere, sacar de. Habría que preguntarse quién está sacando qué de nuestro campo de percepción. ¿Son los algoritmos de las plataformas los que eligen en qué vamos a centrar la atención? Y, obviamente, condenan a la inexistencia todo lo demás. ¿No es esto una pérdida de libertad, una forma amable de incomunicación? Parece que estamos conectados al mundo, pero en realidad nos hallamos aletargados ante la minúscula pantalla que escamotea lo simple y lo cercano. Sabato creía en la humanidad de lo próximo, de lo que se puede sentir con los cinco sentidos. Abstraerse de las pantallas implica construir puentes de comunicación plena entre almas.
Sabato se oponía al intrascendente ajetreo que acumula cada vez más y más episodios de vida en cada vez menos tiempo. Para reconocer y alentar los espacios de encuentro, con los demás y con el mundo, necesitamos serenidad y una cierta lentitud. El vértigo conduce al miedo ante la desorbitada aceleración, al temor a la irrelevancia social, al pavor al fracaso. ¿No se concibe la vida como una fatigosa carrera contra el reloj, contra los demás? ¿Qué sucede cuando no se cultiva el arte de la espera? De Andrea Köhler aprendemos que la espera es un tiempo regalado de paréntesis, imprescindible para valorar el pasado y construir el futuro. Quien no aprende a esperar cae en la desesperanza. La impaciencia constante es un camino seguro al malestar.
Es la lógica 24/7 que Jonathan Crary critica: se eliminan de raíz los tiempos dedicados a la reflexión y a la contemplación, que se consideran inútiles. Se aprende a obedecer al algoritmo, ya que se considera una fuente de autoridad incontestable, eficaz y más rápida que cualquier ser humano. Se abole el sentido crítico y se delegan las decisiones diarias en procesos automatizados. Es algo que Sabato ya denunciaba en Hombres y engranajes, en 1951. ¿No estamos frente al paroxismo de la deshumanización por la tecnología? ¿Por qué no valorar la lentitud y el camino más largo?
Aprender a disfrutar de los seres y las cosas, a apreciar la belleza. Tanto Vaneigem como Sabato, desde el cabal pensamiento sobre su tiempo, advirtieron cómo las formas hegemónicas de vivir contribuían al malestar profundo. Las rutinas de vida donde confluyen tecnología y afán de lucro producen indefectiblemente ansiedad, intensifican el cautiverio de la soledad y diseminan la sensación de vacío.
Un nuevo estilo de vida es urgente para los jóvenes, en el que los encuentros humanos y la dignidad de las personas ocupen un lugar central.
La revolución de la vida cotidiana que propugnaban Vaneigem y Sabato consiste en el rechazo silencioso y diario de las prioridades axiológicas que contribuyen al malestar. Es una enseñanza para jóvenes y no tan jóvenes: resistir en lo cotidiano ante todo aquello que nos vuelve inhumanos. El comienzo podría ser un sencillo gesto como apagar el smartphone durante un concierto o tratar de disfrutar de un paisaje sin someterlo a la tortura del selfie. O un amable “buenos días” mirando a los ojos.
Un dolce stil novo es preciso para construir vidas cotidianas que redunden en una tecnología más humana y, por tanto, en una sociedad más digna.
Aubert, N. y Haroche, C. (2011): Les tyrannies de la visibilité: Être visible pour exister? París, Eres.
Crary, J. (2015): 24/7. El capitalismo al asalto del sueño. Barcelona, Ariel.
Köhler, A. (2018): El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera. Barcelona, Los libros del Asteroide.
Lovink, G. (2019): Tristes por diseño. Las redes sociales como ideología. Barcelona, Consonni.
Patino, B. (2020): La civilización de la memoria de pez. Madrid, Alianza.
Sabato, E. (1998): El túnel. Madrid, Cátedra.
Sabato, E. (2021): La resistencia. Barcelona, Seix Barral.
Turkle, S. (2017): En defensa de la conversación. Barcelona, Ático de los libros.
Twenge, J. (2018): iGen. New York, Atria.
Vaneigem, R. (2003): Aviso a los vivos sobre la muerte que los gobierna y la oportunidad de deshacerse de ella. Madrid, Tierra de Nadie.
Vaneigem, R. (2013): Carta a mis hijos y a los hijos del mundo por venir. Barcelona, Octaedro.
Wu, T. (2020): Comerciantes de atención. Madrid, Capitán Swing.
Profesor de teoría de la comunicación en la Universidad de Castilla-La Mancha. Autor de Ciudades de aire: la utopía nihilista de las redes (Catarata, 2016) y especialista en filosofía de la tecnología.
Profesor de teoría de la comunicación en la Universidad de Castilla-La Mancha. Autor de Ciudades de aire: la utopía nihilista de las redes (Catarata, 2016) y especialista en filosofía de la tecnología.
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