La primera fase de la transformación digital provocó una auténtica revolución en liderazgos empresariales, sistemas de innovación en los procesos productivos y cambios en las relaciones laborales que transformó sectores enteros incluidos en la categoría de servicios al ciudadano, que representan entre el 20 y el 25 por ciento del PIB global. Afectó a los medios de comunicación —con la aparición de Google, YouTube y otras plataformas digitales—; a las industrias culturales —música, cine, libros y juegos, hoy bajo el dominio de Spotify, Netflix, Amazon o Nintendo—; a los sectores de turismo —Booking, Airbnb— y comercio —eBay, Wallapop—; al transporte —Uber, Glovo— y a la logística —otra vez Amazon—, entre muchos otros.
Esa revolución se trasladó también a las áreas y sectores de servicios empresariales, internos y externos, de las grandes corporaciones de modo que tuvo indirectamente una incidencia global indiscutible.
Pero, si nos centramos en los cambios provocados en las tendencias del gobierno corporativo a nivel global, nos encontramos con una paradoja: lejos de impulsar empresas más horizontales y participativas, que era a lo que parecía facultar Internet, esa primera fase de la transición digital ha terminado fortaleciendo la verticalidad y la desintermediación del poder empresarial, debilitando las estructuras tradicionales que ahormaban una forma de poder, más necesitado de la negociación, en el que los cuadros intermedios y los sindicatos ocupaban un espacio central.
El reto de la excelencia pasa ahora a estar vinculado a la democratización de las pautas innovadoras
Los cambios tecnológicos estaban provocando una segunda consecuencia sobre el mercado de trabajo que Levy y Murnane1 denominaron ahuecamiento, un fenómeno cuya expresión era el vaciamiento de profesionales de cualificación media. Otros informes elaborados poco después por el MIT2, la Universidad de Oxford3 o el Instituto Pew Research4 anunciaban cambios en la división del trabajo hombre-máquina con efectos profundos sobre la desigualdad al provocar una creciente dispersión salarial entre los grupos de trabajadores beneficiados y perjudicados por el cambio tecnológico.
Estos cambios provocaban una segunda frustración: debilitaba o anulaba las expectativas de buena parte de las clases medias de todo el mundo que confiaban en los mitos de la sociedad del conocimiento por los que la inversión en formación era la inversión más rentable para cualquier ciudadano. Es decir, que con independencia de que hubiera nacido en California, España o Egipto, la formación entrañaría oportunidades universales de mejora y una creciente satisfacción en el empleo, similar al que se asociaba al trabajo creativo de las clases medias tradicionales.
Que ese mito se haya derrumbado tiene algunas de sus manifestaciones más evidentes en, por un lado, el peso creciente del subempleo y la sobrecualificación de los profesionales5 y, por otro, en la crisis de los créditos para financiar títulos universitarios, especialmente grave en EE. UU6.
Esos cambios, no esperados, están asociados a lo que podríamos denominar un nuevo taylorismo digital, caracterizado por una nueva vuelta de tuerca en la capacidad del sistema para la extracción y capitalización de rutinas y perfiles del trabajo humano. El propósito es fragmentar procesos, trocear tareas, ahora también en operaciones intelectuales, hasta llegar a unidades estandarizables asociadas a rutinas mínimas y volcarlas en aplicaciones como hace cien años se centraba en procesos materiales.
Se trata de un fenómeno que se muestra de dos formas: una parte minoritaria de los trabajadores asciende en la escala de valor, aprovechándose de su capacidad para identificar y resolver los nuevos problemas o para afrontarlos con soluciones innovadoras. Pero una mayoría, desciende a trabajos de poca cualificación, como gestores de plataformas u operadores de aplicaciones capaces de simplificar la actividad humana. Buena parte de los médicos, abogados, profesores, ingenieros… y otros muchos grupos encuadrados en lo que conocemos como clases medias profesionales —o como trabajadores del conocimiento— descenderán en la escala profesional.
Y eso nos lleva a una conclusión esencial. Es verdad que el nuevo modo de producir necesita una dosis creciente de conocimiento para producir bienes y servicios. Pero el capitalismo digital ha resuelto esas necesidades crecientes de conocimiento del mismo modo que los resolvió en la Revolución Industrial: sustituyendo trabajo por capital. Lo que significa que las tecnologías digitales permiten extraer una gran parte del conocimiento humano, entendido como cualidad del trabajo, y lo capitaliza en aplicaciones y sistemas, lo convierte en capital.
Es decir que, en contra de lo que pronosticaba el mito de la sociedad del conocimiento, el sistema económico actual necesita, a nivel global, un volumen decreciente de conocimiento vivo (asociado al trabajo de los humanos) para producir bienes y servicios, aunque lo suple con más conocimiento muerto, entendiendo como tal a esa parte del saber que se condensa y cristaliza en aplicaciones y sistemas, o en robots e inteligencia artificial.
Si el vocablo inteligencia artificial evocaba los rasgos de una sociedad superior que entronca con el mito de la sociedad del conocimiento, la realidad es que está asociada al empobrecimiento, también intelectual, de amplias mayorías.
Significa que el capitalismo digital necesita menos trabajadores del conocimiento. No solo porque las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (TIC) sean capaces de descomponer en rutinas buena parte de los procesos intelectuales que justificaban la actividad de esos perfiles de trabajadores, pero no solo por eso. Es decisivo también que la concentración del talento se agrupe, de forma paralela a la concentración de poder, en los centros de innovación tecnológica de California (EE. UU.), y, en menor medida, de Alemania, Corea o China.
Se trata de analizar hasta qué punto la actual fase de la transformación digital facilita un gobierno más democrático en las empresas7.
Para comenzar, precisemos su alcance. Se trata de la incorporación de los algoritmos, la inteligencia artificial y la robótica sobre un conjunto de sectores que son el corazón del sistema productivo. Es decir, que el cambio tecnológico afecta ahora, de lleno, a los sectores con más arrastre en el empleo, simbolizados en la industria (automoción, energía, agroalimentación, maquinaria, construcción…), en las grandes empresas del sector servicios (vinculados a redes de comunicación, energía o transporte) o en las organizaciones de carácter público (sanidad, enseñanza), especialmente sometidas a la presión del cambio tecnológico.
Se trata de sectores que cuentan con estructuras complejas, rutinas innovadoras asentadas y gran presencia sindical y eso significa culturas organizativas muy consolidadas. En otro sentido, se trata de sectores maduros, herederos del fordismo, dedicados a la transformación de bienes materiales mientras que, hasta ahora, se trataba de sectores de servicios que formaban parte de la economía de los intangibles, centrados en actividades de frontera, sin ninguna regulación.
En este marco, no hay dudas de que la presente metamorfosis provocará un choque cultural del que saldrán, producto del mestizaje, nuevas organizaciones cuya seña de identidad las obligará a asumir estructuras y pautas innovadoras. Lo que no parece factible es que se produzca el efecto sustitución en los liderazgos sectoriales que se produjo en el primer cambio digital, cuando las empresas dominantes en cada sector fueron incapaces de asumir el brusco cambio tecnológico, y fueron sustituidas por nuevos players que surgían de fuera de cada uno de los sectores en transformación.
Parece evidente que los presentes retos organizativos son especialmente complejos y no pueden resolverse, como ocurrió en el asalto a los servicios al consumo, a base de unas aplicaciones geniales diseñadas por emprendedores asociados a la cultura del garaje originaria de California. Las que fueron las señas de identidad de aquel fenómeno popularizado como innovación disruptiva —emprendimiento, capital riesgo, business angel—, difícilmente pueden reproducirse en la transformación de la industria, que está asociada a esquemas de innovación continua en los procesos ordinarios.
Mientras el primer ecosistema digital descansó en el mito de la excelencia individual, una forma elegante de decirnos que la innovación era el resultado del trabajo de una exigua minoría capacitada para atender el cambio tecnológico, o del talento único del genio idealizado como proveedor de la iniciativa salvadora, la innovación debe descansar ahora en la sistematización de las aportaciones ordinarias y continuas de los diversos colectivos de trabajadores.
El reto de la excelencia pasa ahora a estar vinculado a la democratización de las pautas innovadoras. Se trata de un esquema que tiene a Alemania y a su ecosistema innovador (Mittelstand, volcado en las pymes industriales) como paradigma. Pero que, con características similares, replican los modelos de Japón (método Kanban de Toyota), Corea (en Pangyo) o China y su filosofía guanxi.
El diálogo entre los nuevos conocimientos digitales y los viejos saberes cimentados en la experiencia cristalizan en el capital organizacional
En esencia, todos comparten una metodología común que tiene como meta alcanzar la “perfección de lo banal” como forma de asegurar una mejora continua de la calidad de los activos intangibles que surgen en el procesamiento de la información. El diálogo entre los nuevos conocimientos asociados a las tecnologías digitales y los viejos saberes cimentados en la experiencia, cristalizan en el capital organizacional, un mix en el que el conocimiento y la creatividad se combinan para la mejora continua de procesos, productos y servicios orientados a nuevas necesidades de los usuarios y clientes.
Sobre esa mejora de lo ordinario, pivota una filosofía que aporta visión a largo plazo y que potencia, necesariamente, esquemas participativos como símbolo de resiliencia, esa energía colectiva que sirve tanto para saber resistir en los momentos de tormenta como para resurgir con celeridad después de una crisis.
El futuro nos dirá si la empresa monárquica y verticalizada, actualmente dominante, caracterizada por el dominio absoluto del primer ejecutivo, es capaz de adaptarse a los nuevos retos o da paso a otra, que podríamos denominar republicana8, con poderes compartidos e institucionalizados y abierta a la participación del trabajo en el gobierno.
1Levy, F. y Murnane, R. J. (2005):The New Division of Labor: How Computers Are Creating the Next Job Market. Princeton University Press.
2MIT Tecnology Review, 2012. Disponible en: https://www.technologyreview.es/s/3615/de-como-la-tecnologia-esta-destruyendo-el-empleo
3Oxford University, 2013: The Future of Employment: How susceptible are jobs to computerisation. Disponible en: https://www.oxfordmartin.ox.ac.uk/downloads/academic/future-of-employment.pdf
4Pew Research Center, 2014: “AI, Robotics, and the Future of Job”. Disponible en: http://www.pewInternet.org/2014/08/06/future-of-jobs/
5El Informe Fundación Ciencia y Desarrollo de 2017 establecía que,
en la UE, el 23 por ciento de los graduados desempeñaban sus tareas en puestos de baja cualificación (el 37 por ciento, en España), a lo que había que unir que otro 16 por ciento lo hacía a tiempo parcial.
6El aumento de la deuda estudiantil en EE. UU., que afecta a 45 millones de norteamericanos y asciende a 1,54 billones de euros, un 20 por ciento superior al PIB español, es el síntoma más evidente de que el mercado no valora la inversión en conocimiento (Fuente: Agencia Moody’s y Student Debt Crisis, mayo de 2019).
7Para más detalle, ver las distintas perspectivas incorporadas en el libro ¿Una empresa de todos? La participación del trabajo en el gobierno corporativo (Los Libros de la Catarata, 2022).
8La expresión “empresa republicana” como descripción de una aspiración inmediata corresponde a Umberto Romagnoli, reconocido jurista italiano experto en derecho laboral y transformación del trabajo. En una intervención en unas jornadas de CC. OO., afirmaba que “el mundo del trabajo soporta la terrible contradicción de tener que hablar de democracia en espacios como la fábrica, el centro de trabajo o el taller, que constituyen células infranqueables de autoritarismo y que, a lo sumo, han suavizado y blanqueado el rostro del poder empresarial. La empresa, en el mejor de los casos, puede ser republicana, pero nunca puede ser democrática”, al menos mientras no exista la posibilidad de una verdadera alternancia en el sistema de gobierno.
Moreno, J. Á. y Estrada, B. (2022): ¿Una empresa para todos? La participación del trabajo en el gobierno corporativo. Madrid, Los Libros de la Catarata.
Delgado, J. M., Huerta, E. y Ocaña, C. (2021): Empresa, Economía y Sociedad, vol. 1, Madrid, Funcas.
Levy, F. y Murnane, R. J. (2005): The New Division of Labor: How Computers Are Creating the Next Job Market. Princeton (Nueva Jersey), Princeton University Press.
Piketty, T. (2019): Capital e Ideología. Barcelona, Deusto.
Estrada, B. y Flores, G. (2020): Repensar la economía desde la democracia. Madrid, Los Libros de la Catarata.
Galdón Clavell, G. (2021): La pandemia que nos digitalizó (mal). Juan del Llano y Lino Camprubí (editores). Sociedad entre pandemias. Madrid, Fundación Gaspar Casal.
Economista experto en nuevos modelos productivos y transiciones digitales. Coautor de ¿Una empresa de todos? Profesor honorario de Comunicación en la Universidad Carlos III. Presidente de la Plataforma por la Democracia Económica. Miembro del patronato de la Fundación Economistas sin Fronteras.
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