10 de diciembre de 2024
por
Andrés Armas
El abaratamiento de los ordenadores personales, añadido al rápido desarrollo de internet y a la popularización de los teléfonos móviles, generó un nuevo paradigma, la digitalización, propiciando el uso de tecnologías de vanguardia en el ámbito doméstico para realizar tareas y actividades de manera eficaz y remota, acceder a información y abrir nuevas formas de comunicarse. Los primeros dispositivos en las casas eran una extensión del ámbito corporativo o académico y poco a poco toda la familia se familiarizaba con su uso. Esta circunstancia puso de manifiesto cómo determinados grupos sociales accedían a estas herramientas con mayor facilidad y rapidez que otros. Y apareció el término de brecha digital (digital divide en inglés) para describir la desigualdad en el acceso, inicialmente, a los ordenadores, y después a internet y otras tecnologías digitales. Y aunque originalmente la brecha se definió entre quienes tenían acceso físico a la tecnología y quienes no, el concepto ha evolucionado y considera otros factores, como la motivación para utilizar las TIC o la destreza en el uso de dispositivos y aplicaciones. A este respecto, existe un corpus significativo de estudios y análisis relativos a los aspectos sociodemográficos relevantes en quienes están a un lado u otro de la brecha: edad, ingresos, educación, situación laboral, hábitat … y abundan las iniciativas, con mayor o menor fortuna, para tratar de reducir esta diferencia, que siendo tecnológica se convierte en social.
Ya comenzado el siglo XXI, el fenómeno ha experimentado una aceleración con el éxito y popularización de los smartphones, la unión de los tres mundos, informática, telefonía e internet en un dispositivo personal intuitivo y facilitador de todo tipo de actividades, lo que ha propiciado una mutación de la brecha digital que persiste y es causa de anomalías y efectos perversos del uso de las TIC: difusión de bulos y desinformación, adicción a dispositivos y redes sociales, riesgos para la privacidad, uso indebido por menores, ciberacoso exclusión de ciertos colectivos…, fenómenos que, aunque a todos atañen, se revelan más graves y entrañan mayor riesgo en los colectivos más vulnerables.
Este complejo fenómeno está fuertemente condicionado por el oligopolio tecnológico, que concentra en unos pocos actores privados la propiedad y control de los dispositivos y redes. Y la regulación va por detrás. La paradoja es que cuanto más uso se hace de la red, ya sea relaciones con bancos o administraciones, compras en línea, interacción social o consumo de contenidos de información y entretenimiento, más información proporcionamos sobre cómo somos y pensamos. Y el uso de esa información escapa a nuestro control porque, incluso con normas legales nacionales, los datos viajan libremente sin conocer fronteras y son transmitidos sin nuestro permiso ni conocimiento por los oligopolistas, y a veces caen en manos de agentes expertos muy cualificados, pero escasamente escrupulosos, que pueden influir o manipular la opinión pública adaptando mediante algoritmos o tecnologías avanzadas de inteligencia artificial, la información, veraz o falsa, independiente o sesgada.
La tecnología debería empoderarnos, no dominarnos
Las TIC son un arma clave en la guerra contra la pobreza mundial. Cuando se utilizan de manera efectiva, ofrecen un enorme potencial para empoderar a las personas de los países en desarrollo, abordar importantes problemas sociales y fortalecer las comunidades, las instituciones democráticas, la libertad de prensa y las economías locales. En estos momentos, los indicadores apuntan a que la brecha digital se está reduciendo en términos de acceso con carácter general, pero incluso en países donde la disponibilidad de tecnologías digitales es casi universal, cuando se consideran el uso y los resultados de este uso, se ponen de manifiesto consecuencias negativas que es necesario afrontar.
La dimensión del problema alcanza a la responsabilidad de las administraciones en tanto que son estas quienes deben defender el interés general y que los beneficios indudables de estas herramientas lleguen a todas las personas, sin ningún tipo de distinción, reconociendo a los ciudadanos todos sus derechos en el ámbito de lo digital y desarrollando marcos de regulación, promoción y protección que permitan el uso virtuoso de las tecnologías a nuestro alcance.
Hace más de 75 años que se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDDHH), con 30 derechos fundamentales, que van desde la libertad de expresión y el derecho a no ser torturado hasta el derecho a la intimidad y a la educación. El mundo ha experimentado enormes cambios desde 1948. Las TIC ubicuas, inexistentes en aquel momento, han transformado la forma en que miles de millones de personas ejercen su derecho a la libertad de expresión y el acceso a la información, añadiendo a los medios tradicionales la conexión a internet, desde puntos fijos y en movilidad. Estas mismas tecnologías permiten almacenamientos masivos de datos personales y tratamientos algorítmicos que cuestionan la privacidad, en manifiesta violación de la DUDDHH. El cambio de contexto y la celeridad con la que esto discurre obligan a una revisión profunda de los derechos universales que deben tener lugar no solo en el mundo físico, sino en el mundo digital: los derechos digitales.
El Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha acordado en varias resoluciones del pasado más reciente (2012, 2014 y 2016), que los «mismos derechos que las personas tienen fuera de línea también deben ser protegidos en línea». Esto significa que, en lugar de definir nuevos derechos para el ámbito digital, la recomendación es ampliar la protección y desarrollo de los derechos humanos al ciberespacio y no es casual encontrar referencias a este propósito en los ODS y más recientemente en el documento-declaración de la Cumbre del Futuro. El secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, afirma: “La tecnología debería empoderarnos, no dominarnos y, como ha ocurrido con inventos transformadores del pasado, necesitamos establecer políticas que eviten consecuencias impensadas o usos malintencionados”.
Lamentablemente, las recomendaciones de Naciones Unidas no son jurídicamente vinculantes y cada país aborda la cuestión de manera diferente. Sirva como ejemplo la privacidad, un derecho recogido en las leyes de los países democráticos, pero en el que las normas de aplicación en el mundo digital (protección de datos o preservación de la privacidad) no han evolucionado a la velocidad en la que lo han hecho las tecnologías que comprometen este derecho. Las amenazas a la seguridad nacional, muchas veces reales, son a menudo pretexto para limitar la libertad de expresión o la privacidad. La conciliación de ambas cuestiones se presenta como un gran reto para las sociedades democráticas, dilema que no existe en los lugares donde el acceso a la red es objeto de bloqueo, permanente o temporal, o censura, con severas penas para los infractores.
Los derechos digitales y un internet libre y abierto necesitan una defensa firme y una acción cooperativa que excede las limitaciones nacionales, pero esa complejidad no elude la importancia de los esfuerzos locales. El Gobierno de España presentó su propia Carta de Derechos Digitales en 2021, un marco de referencia que, aunque no posee carácter normativo, propone garantías para los derechos ciudadanos en la nueva realidad. Su objetivo es reconocer los retos que plantea la adaptación de toda la normativa legal al entorno virtual y digital, contribuyendo a aumentar la confianza en los cambios tecnológicos para que estos sean percibidos como factores de reforzamiento y mejora de la vida pública. La propuesta se estructura en seis categorías principales de derechos, que abarcan diferentes ámbitos de incertidumbre y riesgo:
Algunos de los derechos quedan contemplados en la Ley de Protección de Datos y otros códigos vigentes, pero no es así para cuestiones relativas a la inteligencia artificial, la discriminación algorítmica o el derecho al pseudoanonimato y al olvido, por ejemplo. Y son de particular interés las llamadas a la reducción de la brecha digital y a la educación en las nuevas herramientas y a la atención prestada a la protección de los menores.
Esta cuestión remite a un concepto ya recurrente, pero no siempre interpretado de manera adecuada: la alfabetización mediática e informacional (AMI o MIL, con el acrónimo en inglés). El derecho a la educación, reconocido en la DUDDHH, se articula a través de la alfabetización, pero más allá de las competencias básicas de saber leer y escribir, el nuevo paradigma introduce la necesidad de ampliar ese concepto al mundo digital, lo que da origen a este complejo concepto, demasiado a menudo limitado a la docencia a menores pese a ser una necesidad transversal. Ya hace casi veinte años, la comisaria de la sociedad de la información y los media de la Comisión Europea, Viviane Redding, advertía de la creciente importancia de la brecha digital en Europa y a la alfabetización mediática (Media Literacy), como medio para reducirla.
Ya no es suficiente saber usar los dispositivos electrónicos, sino que se requieren las habilidades para desenvolverse en el medio, un racional nuevo, complementario a lo presencial, pero con características propias para comprender las características y potencialidades de las dinámicas y relaciones del entorno digital, que tienen una lógica distinta, y que, por lo tanto, no puede ventilarse con una mera traslación.
Existe un elevado consenso respecto a que la mejora de las condiciones de los más débiles está fuertemente condicionada por su acceso al nuevo ecosistema y la AMI debe ser la fórmula para que las TIC se conviertan en una potente herramienta de integración, conocimiento, desarrollo social y ampliación de los derechos democráticos. En la medida en que las personas desplieguen más o menos habilidades digitales, será más probable que mejoren su bienestar o, por el contrario, agudicen su exclusión.
Es necesario revertir la tendencia actual, desposeer a estas capacidades del halo de privilegio para algunos y hacer que las TIC faciliten el ejercicio de derechos y el bienestar de todos, sin excepción. Como dice el lema de los marines, “No man left behind”, nadie puede quedarse atrás.
Para profundizar en esta reflexión, tal vez sea útil visualizar la brecha digital a partir de un sencillo gráfico elemental:
La figura precedente pretende una clasificación gruesa de los usuarios de las TIC en relación con la brecha digital. El eje horizontal representa la destreza en el uso de dispositivos y aplicaciones, mientras que el eje vertical expresa la capacidad de pensamiento crítico, entendido este como la capacidad para discernir entre argumentos, distinguir la información de valor de la menos relevante o prescindible, reconocer la diferencia entre opiniones y hechos y desarrollar conclusiones fundamentadas. Solo la combinación virtuosa de ambas capacidades permite el uso optimo de las TIC.
Del cruce de ambas variables se derivan cuatro categorías principales de usuarios:
Los competentes, usuarios diestros en el uso y con alto desarrollo del pensamiento crítico. Son, sin duda, el colectivo con mayor capacidad para extraer lo mejor del nuevo estado y con mayor capacidad para protegerse razonablemente de efectos secundarios. Pese a lo cual, no están a salvo de determinados riesgos
Los rezagados son aquellas personas que aun contando con recursos intelectuales y capacidad analítica difieren, por distintas razones, su capacitación en las nuevas herramientas. Su exposición a los riesgos es baja, pero a cambio se pierden casi todas las ventajas del nuevo paradigma. Para este grupo es esencial la motivación y la facilidad de uso, y salvo una minoría de recalcitrantes nostálgicos o neoluditas, cuando esta aparece, su formación y aptitud les permiten pasar rápidamente al cuadrante superior derecho. Conviene señalar con carácter general, pero con mayor énfasis en este grupo, cuánta responsabilidad es atribuida a la impericia de los usuarios, obviando que en no pocas ocasiones sistemas y dispositivos adolecen de severos déficits accesibles, amigables, funcionales y, sobre todo, útiles.
En los dos cuadrantes inferiores aparecen las categorías que, sin duda requieren de mayor atención.
Los excluidos son los que están en la periferia del sistema por distintas razones: pobreza, aislamiento, renta, formación mínima… Sus circunstancias les salvan de los riesgos del mal uso o de las potenciales acechanzas de dispositivos y redes, pero al mismo tiempo les limitan su actuación como ciudadanos de pleno derecho. De manera sigilosa, quedan apartados de las posibilidades del mundo conectado, que es tanto como decir de la red de protección social. Su dificultad les impide no solo informarse y relacionarse sino acceder a procedimientos administrativos relacionados con prestaciones que les son imprescindibles. Conviene recordar que cualquier sociedad democrática debería arbitrar procedimientos de respaldo para estas personas, bien sea a través de asistentes sociales o estableciendo moratorias para que en determinados actos y procedimientos se puedan seguir utilizando canales tradicionales.
Cada vez es más evidente para todos que la combinación menores-TIC requiere una atención especial
En el cuadrante inferior derecho están los vulnerables. Lo son porque, pese a tener destreza de uso de dispositivos y aplicaciones, su inmadurez les expone a una variedad de riesgos que comprometen tanto su seguridad como su salud. Es en esta categoría en donde se encuadran los menores, protagonistas de distintas iniciativas de diferente enfoque y recorrido. Al igual que exigimos cierta madurez y una prueba de la capacidad (además de una estricta regulación) para conducir un automóvil o permitir el uso de elementos potencialmente peligrosos como el fuego o los cuchillos, cada vez es más evidente para todos que la combinación menores-TIC requiere una atención especial. Existen en marcha propuestas maximalistas, como la negación absoluta de los teléfonos móviles a menores, no solo en el horario lectivo, sino de manera radical como una forma de recuperar la atención de los escolares y su capacidad de concentración. La eliminación en el aula o el colegio es ya una realidad en muchos casos, pero es una prohibición que parece obviar que las, más o menos, treinta horas semanales son solo una parte menor de la vida del escolar. Su entorno familiar y social le rodea permanentemente con un uso intensivo de los dispositivos que son una atracción irresistible en la emulación de los adultos (tan dependientes como él y, por lo tanto, pésimo ejemplo) y en la interacción con sus pares, algo que es elemento clave en su forma de socializar. Se debería actuar con cautela ante las propuestas de modelos prohibicionistas radicales, no vaya a ser que esas medidas produzcan otra cosa que mercados y usos clandestinos, donde los menores de mejores recursos obtengan subrepticiamente lo que se les niega por las buenas, mientras que los menos afortunados vean agudizada la brecha al limitarles el uso de dispositivos que, conviene no olvidarlo, son también un factor democratizador del conocimiento.
La alfabetización mediática e informacional no es sino el conjunto de acciones para desplazar a los grupos de los otros tres cuadrantes al superior derecho, de manera que las TIC se conviertan en una potente herramienta de integración, conocimiento, desarrollo social y ampliación de los derechos democráticos, en suma, para reducir la brecha digital, por lo que cualquier demora en su ejecución contribuye a profundizar la desigualdad social.
No es un reto sencillo y a todos incumbe tanto en el ámbito de la responsabilidad individual de los adultos como en las actuaciones en las que las administraciones, la comunidad educativa y la sociedad deben implicarse y actuar diligentemente y sin demoras. Es importante y urgente el desarrollo de acciones para que los grupos de rezagados, excluidos y vulnerables accedan al cuadrante superior derecho, los competentes, el estado que permite una conciliación plena de los derechos democráticos con las ventajas de un ecosistema virtuoso, útil y eficaz, sin hipotecar las áreas más sensibles de los ciudadanos. Ese es el fin virtuoso de las TIC a servicio de los derechos de las personas, sin ninguna excepción.
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Preside Alfa-Media tras haber desempeñado funciones directivas en distintas organizaciones de consultoría, tecnología y media. Es licenciado en Físicas por la Complutense, MBA por el IE y en Gestión Audiovisual por la Carlos III.
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