16 de marzo de 2018
por
Francisco Vacas Aguilar
La creencia en la existencia de un modelo de éxito que deja tras de sí una serie de hitos identificables, y que por tanto pueden ser seguidos para asegurarse una determinada cuota de mercado, adentrarse en un mercado nuevo o simplemente reconvertirse en algo diferente, reaparece en cada etapa de cambio como un mecanismo de reacción inconsciente ante la incertidumbre.
Este es sin duda el caso del actual ciclo tecnológico, donde la euforia derivada de los éxitos de la primera internet, a mediados de los años 90 del siglo pasado, generó una mitología propia (Wolf, 2017; Carr, 2003) acerca de los beneficios inmediatos de diseñar organizaciones por y para la red que desafiaban las leyes económicas conocidas en un difuso formato puntocom, algo que la posterior caída de estos valores en la bolsa (abril del 2000) se encargó momentáneamente de devolver a la racionalidad.
Para entender esta primera etapa tenemos que situarnos en un contexto mucho más amplio que nos conduce a finales de los años 70, cuando los primeros ordenadores asequibles comenzaron a aparecer primero en las empresas y luego en los hogares de los más inquietos.
En esencia, las organizaciones comenzaron a digitalizar sus tareas con la intuición de que esa sería la siguiente ola tecnológica y explotando la versatilidad que proporcionaban los ordenadores personales como tecnologías de propósito general (GPT).
Pero este proceso paulatino de sustitución tecnológica se basaba al menos en dos certezas: la primera es que históricamente tanto los fabricantes de equipos como posteriormente los desarrolladores de programas de software orientaron a sus clientes sobre formas (preferentes) de uso, siguiendo la tradición del libro de instrucciones de la era mecánica.
Además, el hecho de que estos primeros ordenadores permitieran conectarse entre sí pero sin salir de los límites de la corporación, otorgaron a las organizaciones una (aparente) sensación de control y un sentido de transición ordenada.
No obstante, este periodo acabó abruptamente cuando Internet permitió a cualquiera con un PC y una conexión telefónica acceder a cualquier sistema conectado, en ese momento fue «cuando todo cambió», como recalca Kevin Kelly, y dio comienzo la actual etapa tecnológica (Kelly, 2017).
A partir de ese momento las organizaciones perdieron no sólo el poder de establecer cual eran sus límites efectivos (a qué mercado, con qué producto, con qué condiciones), sino sobre todo la capacidad de convencer a sus empleados, proveedores y clientes de que había una sola manera de hacer las cosas.
Esta búsqueda más que simbólica del libro de instrucciones sobre cómo encarar los procesos es la principal causa del sorprendente grado de desorientación que vemos en la mayoría de las organizaciones.
Y también la razón de por qué es tan difícil definir en cada organización en que consiste una transformación digital, teniendo en cuenta que lo excepcional es encontrar alguna tecnología que no sea digital.
La sustitución de una tecnología por otra más avanzada no implica a priori una mejora de los resultados obtenidos, ni por supuesto un cambio radical en la manera de trabajar.
A esta conclusión han llegado numerosas organizaciones que se limitaron, estas tres últimas décadas, a sustituir la máquina de escribir por el procesador de texto, la pizarra por el Power Point o incluso el PC portátil por el smartphone.
Si las tareas se tienden a realizar de la misma forma que antes y no hay un rediseño completo de cómo abordar los procesos e imaginar nuevos entornos laborales, entonces el cambio es meramente cosmético.
La tecnología digital generó en efecto una mayor capacidad, pero los empleados no lograron ser más productivos
Este tipo de organizaciones se pueden definir como de alma analógica, ya que aunque posean redes y equipos digitales e incluso sean usuarias activas de programas de software, su manera de operar apenas difiere de la etapa anterior.
Esta es una de las razones por las que en muchas ocasiones indicadores clave, como la productividad, apenas varían o no se identifica una relación directa entre la inversión en tecnología (equipos y formación) e incrementos en este vital indicador (Varian, 2017)
La tecnología digital generó en efecto una mayor capacidad, pero los empleados usuarios de estas tecnologías no lograron espontáneamente ser más productivos que sus pares de la etapa anterior.
Esta aparente paradoja en realidad se asemeja mucho a aquella que identificó Frederick Taylor a finales del siglo XIX, en los albores de la revolución industrial, y que le llevaron a la provocadora negación del trabajo especializado, afirmando que solo la aplicación del saber en el trabajo permitiría un incremento en la cantidad de bienes producidos (Taylor citado por Druker, 1998).
El problema es que la tecnología digital insta a sus usuarios a imaginar nuevas formas de utilizarla, abriendo una brecha primero entre la forma comúnmente aceptada de gestionar las empresas y la capacidad de determinados usuarios individuales de ser mucho más imaginativos que otros con la misma tecnología.
La transformación hacia una organización digital pura es más cultural que tecnológico
Este postaylorismo digital se entendería por tanto como una etapa de superación de la necesidad de un estudio minucioso de las tareas asociadas a cada trabajo, de modo que todo empleado que siguiera un método se convertiría en uno capaz de realizar tareas semejantes al más especializado.
El citado síndrome del alma analógica lastra no sólo la capacidad de crecimiento de las empresas, sino la capacidad de presentir nuevos mercados cuando el actual muestra síntomas evidentes de madurez o de pronta desaparición.
Esta evidencia demuestra que el salto en forma de transformación hacia una organización digital pura es más cultural que tecnológico y por eso, una gran mayoría de organizaciones no son capaces de aprovechar a tiempo las ventajas que cada nueva generación de tecnologías proporcionan.
La evolución de los sistemas informáticos durante los últimos 20 años reveló a sus usuarios un importante principio que se convirtió en característica: cada vez se necesita menos intervención humana para conectar y detectar dispositivos entre sí o entre estos y un dispositivo principal.
El principio de Plug&Play 1 se refiere a un serie de capacidades del sistema operativo para detectar el tipo de aparato que se conecta a un ordenador, sin que el usuario tenga que hacer nada para que éste sea reconocido y pueda comenzar a operar.
El problema es que esta característica de enchufar e inmediatamente estar disponible para trabajar con él, no es (fácilmente) extrapolable a los grupos humanos en las organizaciones.
De hecho, lo más habitual es encontrar organizaciones fragmentadas en silos con fuerte arraigo cultural que a pesar de formar parte de una misma entidad, demuestran un alto grado de incompatibilidad a la hora de conectarse entre sí.
Los códigos digitales son universales y compatibles pero los códigos culturales no, por eso cualquier organización puede armar redes de dispositivos conectados en muy poco tiempo, pero tarda mucho más en replicar éstas a escala humana.
Muchas organizaciones llevan años tratando de resolver esta paradoja de poseer tecnologías de relación que no terminan del todo de perforar el jardín vallado que forman sus departamentos.
Como no hay plug&play cultural las organizaciones tienen que invertir el orden de esta ecuación, logrando primero activar el play para luego poder hacer plug
El acceso a recursos en la nube, el uso generalizado de redes inalámbricas, la comunicación en redes sociales, el uso de dispositivos personales en el trabajo (BYOD), la popularización de aplicaciones de mensajería multimedia e incluso la creciente facilidad de manejo de las últimas tecnologías, todo ello apunta hacia una mayor colaboración.
El problema es que ésta no se produce a la velocidad que necesitan en la actualidad las empresas, un ejemplo claro son los clientes de una gran empresa que no entienden por que cada vez que se conectan con otro departamento tiene que volver a explicar todo de nuevo.
Esta falta de alineamiento con sus a priori mutuos intereses se debe a que en la actualidad toda empresa es digital, se lo crean sus propios empleados o no. Los clientes ya no tienen detrás de la marca la referencia de una sede o una fábrica, sino la presencia de ésta en la red, ya sea una página web, una aplicación, un bot asistente, una cuenta en una red social o incluso un número de teléfono en una aplicación de mensajería.
En el universo digital, las empresas y en general todas las organizaciones, lucrativas o no, son contempladas como una entidad única, cuya tarea consiste en facilitar la vida de sus usuarios o clientes.
Además el grado de tolerancia de los usuarios/clientes ante la ineficacia varía según se trate de una empresa digital (o que se percibe como tal) y una convencional o brick and mortar:
Se tolera muchos menos esta falta de interconexión y fluidez entre departamentos en las empresas digitales que en el resto. Sin duda por la inercia cultural de reconocer estas disfunciones como una característica de las empresas convencionales, algo que contrasta con la nueva cultura digital que muchos de los actuales usuarios vieron nacer.
Como se puede deducir, una de las mayores amenazas a los que se enfrenta hoy cualquier organización es que una parte no menor de las actuales generaciones de usuarios identifique digital con eficiente y lo que es peor, analógico con ineficaz.
Como no hay plug&play cultural las organizaciones tienen que invertir el orden de esta ecuación, logrando primero activar el play para luego poder hacer plug, es decir, en primer lugar alcanzar un nivel de eficacia interna, mediante una cultura propia e incluyente, y en ese momento es cuando están (más) preparadas para asumir cualquier cambio que genere la introducción de tecnología digital.
La tarea prioritaria de cualquier organización es lograr que la tecnología digital se transforme en aquello que necesita para alcanzar más eficazmente estos objetivos
La dificultad de realizar con éxito un proceso de transformación digital en una organización se debe en gran medida a la ambigüedad e indefinición del propio concepto, convertido en término de moda.
La interpretación más difundida/repetida es aquella que entiende la transformación digital como la necesidad de adoptar tecnologías digitales en las empresas para que puedan aprovechar cuanto antes sus ventajas y no quedarse relegadas en un mercado en continua transformación.
Esta forma de entender la transformación digital implica la (tácita) aceptación del mandato digital que asume que la simple adopción tecnológica genera efectos virtuosos en la organización, con especial énfasis además en la viceversa: la no adopción supone la desaparición.
El problema de esta visión de la transformación digital es que no explica por qué habiendo empresas que llevan años operando con tecnologías digitales no se convierten en organizaciones más competitivas y/o más inmunes a los cambios.
Esta contradicción nos obliga a formular una segunda definición de transformación digital que verdaderamente explique la problemática actual, donde muchos han adoptado la tecnología pero siguen literalmente sin saber que pasa.
La tarea prioritaria de cualquier organización, que se reconozca así misma con unos objetivos y con una noción clara sobre que aporta a la sociedad, es lograr que la tecnología digital se transforme en aquello que necesita para alcanzar más eficazmente estos objetivos.
Esta transformación digital implica una voluntad por convertir estas herramientas en algo único e indistinguible del resto de los elementos que forman parte del ADN de las organizaciones.
La transformación digital no puede consistir en convertir a las organizaciones en aquello que la «tecnología quiere» (Kelly, 2010) sino en aquello que necesita. Una afirmación controvertida ya que supone asumir que más tecnología no implica siempre más eficacia y viceversa.
Todo proceso de transformación digital en una organización debería partir de una reflexión interna que responda al menos a 7 cuestiones clave:
1. ¿Cuáles son mis objetivos prioritarios?
2. ¿Qué obstáculos internos dificultan que seamos más eficaces?
3. ¿Qué grado o nivel de adopción tecnológica tenemos actualmente y cual necesitaríamos para conseguir más fácilmente estos objetivos?
4. ¿Cuándo deberíamos dar por amortizada una tecnología actualmente en uso?
5. ¿Qué tecnologías se deberían introducir?
6. ¿Qué coste de oportunidad tiene para nuestra organización la no adopción de una tecnología concreta?
7. ¿Qué usos deberían tener estas tecnologías para que se adapten mejor al tipo de organización que queremos ser?
Las respuestas a estas siete preguntas no garantizan un mejor funcionamiento, pero sí constituyen un primer diagnóstico sobre la dimensión real de la brecha entre lo que una organización hace y lo que se espera de ella.
En definitiva, no puede darse un proceso de transformación digital que no contemple la alteración de la propia tecnología que se está usando para conseguir ese cambio. Iniciar un cambio desde la tecnología al resto de los elementos que forman parte de una organización, significa (siempre) aceptar que la tecnología es un factor exógeno.
Hay que entender las organizaciones con la tecnología no desde la tecnología, ya que sino se estará siempre abordando cualquier problemática desde la perspectiva única del fabricante de esa tecnología.
Este giro en el enfoque de la transformación digital es mucho más versátil que la visión del modelo de hoja de ruta única, ya que reconoce tantas clases de transformación como tipos de organizaciones existen.
1Inicialmente término registrado por Microsoft como característica de sus SO a partir del Windows 95.
Wolf, A (2017): Valley of the Gods. Nueva York, Simon &Schuster. ISBN-10: 1476778949
Carr, N (2003): «IT doesn´t matter» en Harvard Business Review (mayo 2003) Disponible en http://www.roughtype.com/?p=644
Kelly.K (2017): Lo inevitable. Entender las 12 fuerzas tecnológicas. Madrid. TEELL editorial. ISBN 978-84-16511-17-4
Kelly, K (2010): What technology wants. Nueva York. Penguin Group.
Druker, P (1998): La sociedad poscapitalista. Buenos Aires. Editorial Sudamericana, 950-07-0864-7
Varian, H (2017): Googlenomics: A long-read Q&A with chief economist Hal Varian. Washington,AEI. Disponible en: http://www.aei.org/publication/googlenomics-a-long-read-qa-with-chief-economist-hal-varian/
Consultor tecnológico, profesor en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y en la Universidad Austral de Buenos Aires. Autor de libros sobre tecnología como La nueva normalidad, La red virtuosa, La comunicación vertical, La cuarta pantalla. Publica el blog Tecnología & IT.
Ver todos los artículosConsultor tecnológico, profesor en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y en la Universidad Austral de Buenos Aires. Autor de libros sobre tecnología como La nueva normalidad, La red virtuosa, La comunicación vertical, La cuarta pantalla. Publica el blog Tecnología & IT.
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