7 de abril de 2025

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La burbuja de cristal

por Jordi Nomen

¿Cuál es el papel de los adultos en el desarrollo socioafectivo de las nuevas generaciones? Cuando los adolescentes están sobreprotegidos tienen más dificultad para manejar la frustración y los desafíos de la vida cotidiana. ¿Cómo criar con empatía pero sin sobreprotección?

 

[ ILUSTRACIÓN: SYLVERARTSISTOCK ]

 

La sobreprotección en la infancia y la adolescencia es un fenómeno cada vez más común en las sociedades modernas. Algunas familias, movidas por el amor y el deseo de evitar el sufrimiento a sus hijos, adoptan un estilo de crianza que, en lugar de fortalecer la autonomía y la resiliencia, fomenta la dependencia y la fragilidad emocional. Pero, como dice el filósofo español José Antonio Marina en su libro La educación del talento, el fin de la educación no es solo “desarrollar su inteligencia, socializarle integrándole en una cultura, capacitarle laboralmente”. Es también “ayudar al niño para que desarrolle una personalidad triunfante, capaz de aprovechar sus posibilidades, elegir bien sus metas, esforzarse por conseguirlas, disfrutar con las oportunidades y soportar los conflictos”.

La sobreprotección ha sido señalada, en particular por el pedagogo Jaume Funes, como una de las razones del aumento de la baja tolerancia a la frustración en las nuevas generaciones. En un mundo donde los adolescentes tienen cada vez menos oportunidades para experimentar la adversidad y resolver problemas por sí mismos, la capacidad de enfrentarse a desafíos y tolerar la frustración se ve comprometida.

¿Qué significa “sobreproteger”?

La sobreprotección es un neologismo, definido como un “exceso de cuidado por parte de las familias o cuidadores”, quienes limitan las oportunidades de los jóvenes para enfrentarse a situaciones difíciles o asumir responsabilidades adecuadas a su edad.

La periodista Eva Millet señala, en su libro Hiperpaternidad, que los hijos se han convertido en el centro de las familias. Y éstas, dispuestas a “darles todo” y a conseguir unos hijos perfectos, orbitan a su alrededor como hiperpadres o “padres helicóptero”, desarrollando un estilo de crianza basado en estar siempre encima de los hijos, anticipándose a sus deseos y resolviéndoles todos sus problemas. Esa decisión es una cadena que tiene como eslabones la estimulación precoz, las agendas repletas, y los enfrentamientos con los maestros que osan cuestionar las fortalezas del hijo o hija.

Este tipo de crianza parte de la creencia, a mi parecer errónea, de que es posible y deseable evitar totalmente el sufrimiento de los hijos. Recurriendo a una metáfora, digamos que, en ocasiones, los adultos introducimos a los jóvenes en una burbuja de cristal protectora que soñamos que les salvará de todo mal, aunque la evidencia de la realidad demuestra que tal esperanza es vana.

Algunos jóvenes son conscientes de ello. Hace algún tiempo, en clase, hablando de los derechos y deberes que tenemos las personas, quise preguntar a los estudiantes cómo educarían en la responsabilidad a sus hijos e hijas, cuando los tuvieran. Me sorprendió la respuesta de Manuel, un joven de quince años: “Creo que la responsabilidad debe educarse de forma parecida a un entrenamiento de fuerza en un gimnasio. Cuando yo fui por primera vez, quise acelerar mi habilidad levantando pesas de diez kilos. Al día siguiente, no podía con mi cuerpo, por las agujetas. Entonces entendí que debía ir aumentando el peso paulatinamente, con un cierto esfuerzo que debía crecer poco a poco en intensidad. Así debe educarse, creo yo, la responsabilidad”.

Para lograr que los adolescentes aprendan de esa manera paulatina a asumir responsabilidades, los adultos no podemos estar constantemente atentos, previniendo cualquier posible malestar. Porque creamos una falsa seguridad que lastra su autonomía. No podremos estar siempre ahí. Si limitamos su toma de decisiones, esos pesos a los que se refería Manuel, acabaremos impidiendo su independencia.

Enseñar autonomía, fomentar la resiliencia y permitir que los niños enfrenten desafíos de manera progresiva

Si bien es natural querer proteger a los hijos, el exceso de protección puede ser tan perjudicial como la desatención. Los adolescentes necesitan experiencias que los ayuden a desarrollar habilidades de afrontamiento, responsabilidad y autonomía, porque la realidad, tarde o temprano, hará explotar esa burbuja de seguridad y, sin quererlo, habremos promovido su indefensión ante las dificultades. Será una “indefensión aprendida”, algo en lo que la psicóloga clínica Marta Díez Ruiz de los Paños se ha especializado. En su libro Indefensión Aprendida: Las claves para vencer un estado emocional que nos paraliza, explica que la indefensión aprendida es el falso convencimiento de que, hagamos lo que hagamos, no conseguiremos salir de una situación adversa, de que no poseemos la capacidad para solucionar o para aprender a gestionar las dificultades.

Sobreprotección y frustración

Los efectos de esa tendencia en la crianza los vemos diariamente en las clases. Uno de los más habituales es la incapacidad para gestionar la frustración. Cuando los niños crecen y se hacen adolescentes en un ambiente donde todo se les facilita y nunca experimentan fracasos, no aprenden a lidiar con la adversidad. Cualquier contratiempo o deseo insatisfecho se transforma en un muro que se ven incapaces de escalar o sortear. Pero la frustración es una emoción normal y necesaria para el desarrollo de la resiliencia, esa  capacidad de la persona para adaptarse y superar situaciones difíciles, adversidades o cambios, saliendo fortalecida de ellos. Como indica el psiquiatra Luis Rojas Marcos, en su libro Superar la adversidad: el poder de la resiliencia, la resiliencia es imprescindible para la supervivencia, porque la vida nos enfrenta constantemente a cambios, pérdidas y desafíos.

Los jóvenes sobreprotegidos reaccionan con enojo, ansiedad o desesperación cuando las cosas no salen como esperaban. Nunca han aprendido a tolerar la incomodidad y el esfuerzo prolongado

La sobreprotección también limita el desarrollo de habilidades socioemocionales, como la empatía, la asertividad y la regulación emocional. Los niños que no han tenido la oportunidad de resolver conflictos por sí mismos, se convierten en jóvenes inseguros en sus relaciones interpersonales y suelen depender de su familia para manejar situaciones difíciles. No saben lidiar con los lógicos conflictos que suceden en la adolescencia, donde se está creando la propia identidad y se siente, a la vez, la necesidad de encajar en el grupo de iguales.

Por otro lado, al no haber desarrollado confianza en sus propias capacidades, muchos jóvenes sobreprotegidos tienen un gran temor al fracaso. Esto puede llevarlos a evitar desafíos, procrastinar -aplazar sus decisiones por sistema- o buscar siempre la validación de los adultos antes de tomar decisiones. En la edad adulta, esta falta de independencia puede traducirse en dificultades para asumir responsabilidades laborales y personales.

Jean-Luc Aubert y Christiane Doubovy, jurista y médico respectivamente, relacionan la sobreprotección con el aumento de la ansiedad en niños y adolescentes en su libro ¡Mamá, tengo miedo!. Afirman que la tendencia a la sobreprotección puede suscitar en el niño un estado de angustia patológica que puede provocar hiperactividad, falta de concentración y fracaso escolar. Cuando las familias actúan como escudos contra cualquier posible problema, los hijos no aprenden a manejar el estrés y pueden desarrollar una visión negativa del mundo, especialmente ante situaciones nuevas o desafiantes.

Cuando las familias actúan como escudos contra cualquier posible problema, los hijos no aprenden a manejar el estrés

La sobreprotección transmite un mensaje implícito: «No confío en que puedas hacerlo solo o sola». Ese mensaje afecta a la autoestima del adolescente, quien crece sintiéndose incapaz de enfrentarse al mundo y puede volverse inseguro y temeroso de tomar decisiones por sí mismo.

Enseñar con el ejemplo y preparar para la vida

Los adultos, familias y educadores, debemos ser conscientes de que jugamos un papel fundamental en el desarrollo socioafectivo de los adolescentes, aunque verbalicen que no nos necesitan. Nuestra labor no es solo proveer seguridad y afecto, sino también preparar a los jóvenes para la vida real, enseñándoles a enfrentarse a las dificultades y a desarrollar herramientas emocionales para manejar la frustración.

Incluso en la adolescencia, aunque no lo parezca, ellos y ellas aprenden por imitación. Si las familias reaccionan con calma ante los problemas y muestran estrategias para resolver conflictos, los hijos internalizan estos comportamientos. Por el contrario, si los adultos evitan los problemas o reaccionan de manera exagerada ante la adversidad, aprenden a hacer lo mismo.

Es importante permitir que los niños y adolescentes tomen decisiones proporcionales a su edad  y madurez, y afronten las consecuencias de sus acciones. Debemos empezar por pesos livianos, tal como aconsejaba Manuel en su reflexión, e ir incrementando la intensidad con el paso del tiempo. Esto les ayudará a desarrollar confianza en sí mismos y a aprender de sus errores.

En la clase digo muchas veces a mis alumnos que los conflictos son inherentes al ser humano, por su diversidad de caracteres e intereses. Para resolverlos, deben diferenciar los deseos, que suelen ser los máximos en una negociación, de las necesidades y derechos, que son los mínimos de la misma. Debemos comprender que los máximos suelen ser inalcanzables y, por tanto, hay que partir de los mínimos, de las necesidades y derechos. Aprender a gestionar diferencias es una de las competencias básicas de cualquier adulto funcional y es una muestra de madurez.

Por todo ello, los adolescentes necesitan aprender estrategias para manejar la frustración y la ansiedad. Hoy más que nunca, por desgracia a contracorriente de los usos sociales  imperantes, hay que promover la paciencia, el saber esperar. La satisfacción no suele llegar de modo inmediato, sino que el esfuerzo y la perseverancia son necesarios para alcanzar objetivos. Por ello, en lugar de eliminar la causa de la frustración, algo a menudo de todo punto imposible, hay que ayudar a los adolescentes a expresar y manejar sus emociones cuando más lo necesitan. De hecho, razonar con ellos y ellas, procurando mantener la serenidad, es más que necesario.

Debemos mostrarles cómo dividir un problema en partes pequeñas y buscar soluciones, en lugar de rendirse o entrar en una situación de “rapto emocional”, ese estado frecuente en la adolescencia en el que una persona pierde el control racional debido a una emoción intensa, como ira, miedo o alegría extrema. Durante un rapto emocional, las emociones dominan la conducta y pueden llevar a reacciones impulsivas o exageradas, que les imposibilita percibir matices ni alternativas, condiciones ambas del pensamiento crítico, que hay que cultivar. Fracasar, como hemos dicho, es parte del aprendizaje. Si los adolescentes nunca experimentan el fracaso, nunca aprenderán a levantarse después de una caída. Los adultos debemos acompañarlos en estos momentos, brindando apoyo sin minimizar la importancia del error, ni solucionarlo por ellos.

Es posible criar adolescentes seguros y autónomos sin dejar, por ello, de brindar amor y apoyo. No se trata de abandonar a los hijos, sino de guiarlos y permitirles aprender a manejar la vida por sí mismos, porque eso garantizará un menor sufrimiento posteriormente y les proporcionará una brújula para sus decisiones en la edad adulta.

El  pensamiento crítico y gestión emocional son los caminos más efectivos hacia la autodeterminación

El  pensamiento crítico y la gestión emocional son los caminos más efectivos hacia la autodeterminación y la madurez. El ejemplo y el testimonio -explicarles cómo nos fue a nosotros, sin falsearlo- abren la puerta al deseo de imitar esas pautas y elegir una buena vida. Aquella que eduque los deseos y las necesidades para hacerlos accesibles, responsables y razonables; en definitiva, libres y autónomos.

Bibliografía

Marina, J. A. (2010): La educación del talento. Ariel. ISBN 9788434469334
Funes, J. (2020): Quiéreme cuando menos me lo merezca, porque es cuando más lo necesito. Paidós. ISBN 9788449335273
Millet, E. (2015): Hiperpaternidad. Plataforma Editorial. ISBN 9788416620036
Díez Ruiz de los Paños, M. ( 2022): Indefensión Aprendida. Amat Editorial.
Rojas Marcos, L. (2011): Superar La Adversidad: El Poder De La Resiliencia. Espasa. ISBN 9788467032598
Aubert, J-L.y Doubovy, C. (1993): ¡Mamá, tengo miedo! Editorial Gedisa. ISBN 9788474324822

Autor

Es profesor de filosofía y ciencias sociales, en educación secundaria, desde hace más de treinta y cinco años. Es licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona y tiene un posgrado de Ciudadanía Activa y un máster en Filosofía. Ha sido galardonado con los premios EDU21 y Arnau de Vilanova. Forma parte del GrupIREF, de Filosofía para Niños y Niñas . Es autor de libros como El niño filósofo (Arpa, 2018), Cómo hablar con un adolescente y que te escuche (Arpa, 2024) y otros.

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