20 de abril de 2018
por
Roberto Rodríguez Andrés
Las campañas de Obama en 2008 y 2012 fueron definidas por muchos expertos como las primeras elecciones del siglo XXI, en las que la comunicación política 2.0 a través de internet y, sobre todo, de las redes sociales, jugó un papel muy destacado en el resultado final. Por ello, todo hacía presagiar que la campaña presidencial de 2016 iba a suponer la consolidación de su poder.
De hecho, así ha sido. Tras la victoria de Donald Trump, en contra de lo que vaticinaban la mayoría de los sondeos, muchos periodistas y académicos concluyeron que buena parte del triunfo del republicano se debió a las redes sociales, algo que el propio candidato llegó también a reconocer.
La influencia de estas plataformas sociales en esas elecciones puede analizarse desde una doble perspectiva. En la campaña electoral para la presidencia del Gobierno de los Estados Unidos de América hemos podido ver, como en ninguna otra hasta el momento, la cara y la cruz de las redes. Porque, por un lado, han contribuido como nunca a la difusión de información, al debate político y a la participación ciudadana. Se han alcanzado audiencias millonarias (el segundo debate entre Hillary Clinton y Donald Trump fue el más tuiteado de la historia, con más de 17 millones de mensajes), han consolidado su poder como fuentes de información (casi el 44 por ciento de los estadounidenses dijeron haber seguido la campaña por las redes) y se han alcanzado también cifras récord en inversión publicitaria en las redes sociales.
Pero, por otro lado, las redes han sido el escenario para una gran operación de manipulación de la opinión pública, que ha hecho que su contribución para la mejora de la calidad de las democracias, hasta hace poco subrayada por numerosos expertos como uno de sus principales valores, haya empezado a cuestionarse.
En cierta medida, se podría decir que no hubo grandes diferencias técnicas entre las campañas de los candidatos Trump y Clinton. Ambos hicieron un uso extensivo de internet, las redes sociales y la minería de datos o big data para segmentar al electorado, informar, hacer publicidad, promover la movilización de sus seguidores y conseguir recaudación de fondos a través de microdonaciones.
Ambos contaron también con potentes equipos e infraestructuras técnicas para vehicular sus estrategias digitales. En este campo, Hillary partía con cierta ventaja, ya que contaba en su equipo con muchos de los asesores que habían trabajado previamente con Obama, además de con expertos procedentes de compañías como Google o Facebook. Por el contrario, Trump confió su estrategia digital a un hasta entonces prácticamente desconocido en este ámbito como Brad Parscale, sin experiencia previa en campañas electorales, y cuyo único bagaje era el haber diseñado en el pasado páginas web para las empresas de Trump.
Trump ganó claramente las elecciones a Clinton en las redes sociales cuantitativa y cualitativamente, pese a contar como asesor con un desconocido Brad Parscale, frente a los expertos asesores de la era Obama de la demócrata
Sin embargo, y a pesar de esta ventaja inicial de la candidata demócrata, el republicano consiguió batirla claramente en el terreno de las redes sociales. En términos cuantitativos, su superioridad fue evidente. Consiguió sobrepasar a Clinton en número de seguidores en todas las redes sociales, con la única excepción de YouTube. También la superó en número de menciones, en búsquedas en Google y en número de visitas a sus páginas web. Y este predominio se trasladó igualmente al ámbito cualitativo, ya que el engagement de los seguidores de Trump, y su capacidad de movilización y de compromiso con la campaña, fue bastante superior.
Podrían darse dos posibles respuestas, vinculadas al compromiso personal de ambos candidatos con las redes sociales y, por otro lado, a la estrategia que desplegaron cada uno de ellos para utilizar estas redes en beneficio de sus campañas.
En cuanto al compromiso personal, se puede afirmar que Clinton nunca creyó demasiado en las redes sociales y, en consecuencia, no terminó de apostar decididamente por ellas. De hecho, ha sido una de las pocas personalidades políticas de Estados Unidos que nunca ha tenido perfiles personales en las redes, a las que sólo se ha aproximado cuando entraba en campaña.
En 2008, en las primarias frente a Obama, se vio claramente superada por él en este ámbito y, aunque de cara a la carrera electoral de 2016 intentó aprender de los errores, la realidad es que volvió a ser sobrepasada por sus rivales, tanto por Bernie Sanders en las primarias demócratas como por Trump en la disputa por la presidencia.
Sin embargo, Trump tenía una dilatada experiencia en redes como estrella televisiva. Acumulaba millones de seguidores y las utilizaba de forma profusa para comunicarse e interactuar con ellos. Este mismo patrón se repitió durante la campaña, especialmente en Twitter, donde el candidato se sentía especialmente cómodo, como ha seguido demostrando una vez alcanzada la presidencia.
Trump escribió personalmente la mayoría de sus mensajes, mientras que los de Clinton eran mayoritariamente de su equipo. Además, interaccionaba mucho más con sus seguidores que su rival. Y era mucho más natural, auténtico, incisivo e irreverente, lo que le granjeaba mucha más atención, identificando en todo momento un enemigo claro a batir y explotando el victimismo.
La segunda de las claves que están detrás del éxito de Trump tiene que ver con la estrategia. En primer lugar, el republicano confió en las redes como principal herramienta de comunicación y publicidad, dándoles más protagonismo incluso que a la televisión. Las redes le permitieron lanzar sus mensajes directamente a sus seguidores, saltándose así el filtro de los grandes medios de comunicación, que en su gran mayoría eran claramente hostiles hacia él. Al mismo tiempo, su actividad en las redes encontraba rápido eco en la agenda mediática, con lo que cada cosa que decía en ellas acababa convirtiéndose en noticia, amplificando así su repercusión.
La experiencia en redes sociales de Donald Trump, que escribe personalmente sus mensajes e interactúa con sus seguidores, explica parte de su triunfo sobre Clinton, que nunca ha sido una usuaria activa más allá de las campañas
En segundo lugar, el equipo de Clinton, quizá demasiado confiado en la victoria que pronosticaban todos los sondeos, fue demasiado conservador y políticamente correcto y tardó mucho tiempo en reaccionar a la actividad digital desplegada por Trump. Y en una campaña marcada por el fuerte descontento ciudadano y la extrema polarización política del electorado, el tono demasiado neutro, frío y, a veces, distante de sus mensajes pudo volverse en su contra.
El equipo de Trump supo interpretar mejor el escenario antipolítico y aprovechar las potencialidades de las redes para desplegar una estrategia mucho más emocional.
En este contexto, el equipo de Trump se marcó dos grandes objetivos. Por un lado, movilizar a su electorado, a esos millones de fieles que aplaudían sus mensajes agresivos y sus ataques a la política tradicional. De hecho, cuanto más irreverente se mostraba, más apoyos conseguía. Y, por otro, desmovilizar a posibles votantes de Hillary Clinton para que finalmente no la apoyaran, principalmente blancos liberales idealistas, mujeres jóvenes, afroamericanos y latinos anti-Castro. Con una gran campaña de publicidad negativa en las redes sembró las dudas en muchos de ellos acerca de la idoneidad de Clinton para la presidencia. Y esta falta de apoyo en parte de sus votantes potenciales fue clave para que la candidata demócrata no ganara las elecciones.
Desde la irrupción de la comunicación política 2.0, numerosos expertos han venido subrayando que las redes sociales podían suponer un avance para la calidad de las democracias. Diálogo, bidireccionalidad, fomento de la participación, transparencia, escucha activa… son virtudes que se han ido repitiendo estos últimos años.
Y es evidente que las redes han contribuido a introducir estos conceptos en la comunicación política actual y, por tanto, que su papel ha sido determinante para una mejor relación entre políticos y ciudadanos. Sin embargo, esta campaña de 2016 ha servido también para mostrar los peligros que pueden acarrear. Peligros que, en verdad, han estado siempre en la comunicación política, pero que han encontrado en las redes un nuevo escenario para su desarrollo.
El primero de ellos, y quizá el más relevante, ha sido la utilización de las redes como herramienta de manipulación, sobre todo a la hora de difundir noticias falsas o fake news, un campo en el que sobrevuelan las acusaciones a la posible injerencia rusa en favor de Trump y que ha llevado a las principales redes, sobre todo Facebook, a anunciar una revisión completa de su política para evitar la difusión indiscriminada de este tipo de noticias, la utilización fraudulenta y poco ética de los datos de sus usuarios y la distorsión del debate a través de la creación de cuentas falsas.
El uso de las redes como herramienta de manipulación, sobre todo con la difusión de noticias falsas; la contribución de las redes a la polarización extrema del electorado; y la exacerbación del juego sucio en el discurso político, son los tres peligros principales
El segundo riesgo ha sido la contribución de las redes a la polarización extrema del electorado, propiciada por unos algoritmos que, al final, hacen que los ciudadanos reciban sólo aquella información que está en sintonía con sus propias opiniones, lo que hace que éstas se refuercen y radicalicen aún más y que apenas se tenga acceso a otro tipo de pareceres.
El tercer y último peligro, vinculado al anterior, es la exacerbación de la negatividad, el ataque y el juego sucio en el discurso político y ciudadano. Lejos de propiciar un debate racional, las redes han servido en muchos casos para denigrar y atacar visceralmente a los rivales, con profusión de insultos y descalificaciones y comportamientos incívicos.
Estos riesgos, que se han visto también en otros procesos electorales como el Brexit, están llevando a reconsiderar el papel de las redes en la política, porque sus virtudes pueden quedar eclipsadas por este tipo de prácticas. Ello hace que sea necesaria una reflexión en profundidad por parte de todos los implicados en el proceso (políticos, medios y ciudadanos) acerca de cómo implementar un uso ético de las redes que contribuya a la mejora de la calidad de los sistemas democráticos.
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Doctor en Periodismo y doctorando en Historia. Profesor asociado en la Universidad Pontificia Comillas y profesor invitado en la Universidad de Navarra, especializado en comunicación política.
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