18 de noviembre de 2025
por
Clara Ruipérez de Azcárate
Fran Perea
Ilustradora
Isabel Albertos

Han pasado ya varios años desde que la inteligencia artificial generativa (IAGen) irrumpiera de forma generalizada en la sociedad y seguimos viendo cómo invade cada vez más espacios y conversaciones. La idea de un futuro distópico con personas vestidas con batas trabajando para las máquinas sobrevuela en el imaginario colectivo y la incertidumbre abre paso a todo tipo de reacciones, que van desde el entusiasmo hasta el feroz rechazo.
En el ámbito de las industrias culturales, el debate es especialmente intenso por su impacto económico, regulatorio y filosófico, ya que ataca de raíz sus pilares existenciales.
La IAGen, sistema específico de inteligencia artificial que, gracias a unos entrenamientos previos con multitud de creaciones y obras preexistentes, es capaz de producir texto, imágenes, audio u otros medios a partir de una instrucción (prompt), ha colisionado frontalmente con las industrias artísticas. Su capacidad de interactuar con lenguaje natural, sumada a que cualquier persona puede tener acceso a ella, a bajo coste y sin necesidad de conocimientos técnicos, ha provocado la democratización de su uso y una expansión sin precedentes.
Pinturas, textos, música, vídeos e imágenes invaden ahora el mundo digital, bajo sospecha de no tener detrás a un artista liderando la creación. Las máquinas han adquirido un margen de libertad en su generación nunca visto hasta ahora.
Esto ha dado lugar a miles de teorías sobre el horizonte hacia el que nos dirigimos. En muchas de ellas aterriza el miedo a que las máquinas sean capaces de crear solas, sin intervención humana relevante, alimentando así la posibilidad de que la creatividad, antes considerada esencia humana, navegue ahora en arenas movedizas.
Decía Henri Matisse que “crear es expresar lo que se tiene dentro de sí”. En efecto, hasta ahora hemos entendido el arte como un mecanismo de expresión del artista, una suerte de rastro de su personalidad y de su propia experiencia. Pero ¿qué ocurre con aquello que crea la máquina de forma casi autónoma?
Como decíamos, la IAGen es capaz de generar activos (no seremos nosotros quienes los califiquemos como “obras”) bajo el paraguas de unas instrucciones no siempre complejas y con una sorprendente capacidad de autonomía en la toma de decisiones. El problema surge al ver cómo estos activos están conviviendo orgánicamente con creaciones que sí son fruto de la habilidad y expresión de un ser humano.
Esta situación nos lleva a replantearnos el papel de la trascendencia de las artes. ¿Es el arte arte porque genera sensaciones en quien lo percibe? ¿O porque transmite los sentimientos de quien crea? ¿Debe estar el foco puesto en quien crea o en el espectador?
¿Es una pieza arte porque genera sensaciones en quien la percibe? ¿O porque transmite los sentimientos de quien la crea
Si ponemos nuestra atención en quien recibe lo generado, parece que máquinas y personas estarían en el mismo plano, ya que la experiencia viene demostrando que una imagen generada por una IAGen es capaz de emocionar a quien la ve, de igual forma que una obra creada por un artista con sangre en las venas puede dejar indiferente a la audiencia.
Volvamos a Matisse. Entendido el arte como un mecanismo de expresión de los sentimientos que el artista tiene dentro, fruto de la respuesta a sus experiencias, contextos históricos y culturales, el foco debe estar en quien genera y en cómo lo genera. Es decir, en el proceso creativo que origina una obra. Lo que realmente hace que el arte sea arte es la parte de su personalidad que el artista deja en la obra. El proceso creativo de un artista difiere radicalmente del de una máquina, e incluso del de otro artista en las mismas condiciones ante el hecho creativo.
Pensemos, por ejemplo, en el ámbito musical. Cuando un músico compone una canción, lo importante no es la canción en sí, sino el viaje que hace para conectar su discurso emocional con la partitura. Esa lucha por decodificar las emociones y ponerlas en acordes y en palabras, es diferente a la que pueda realizar cualquier otro músico, más allá del estilo musical, más allá de los códigos establecidos. Solo hay que escuchar Y nos dieron las diez (1992), de Joaquín Sabina y Ojos de Gata (1991), de Enrique Urquijo. Mismos acordes, mismos primeros versos, dos canciones absolutamente diferentes.
En este sentido, en el ámbito de las obras fotográficas, Susan Sontag hace una poderosa reflexión sobre esa orgánica simbiosis entre el arte y los individuos en su obra Sobre la fotografía (1973). En ella, explica la poderosa fuerza de subjetividad implícita en una imagen, pues el foco se sitúa en aquellos elementos sobre los que el fotógrafo ha sentido una mayor atracción. Es una realidad subjetiva, la realidad vista a través de la mirada de quien realiza la foto.
Por eso es clave recordar que, aun siendo cierto que los productos creados de forma (casi) autónoma por las IAGen están aprendiendo a convivir con obras creadas por seres humanos, provocando en quien las observa efectos y sensaciones similares, no pueden incorporar subjetividad propia. Carecen de humanidad en su proceso creativo y, por tanto, de personalidad. El ser humano crea desde la experiencia empírica, la máquina crea desde los datos.
Todos estos debates en torno a la creatividad impactan de lleno no solo en los mecanismos sociales y económicos, sino en las estructuras jurídicas que los mantienen.
En efecto, volvemos a enlazar con conceptos clave como el “grado de libertad creativa” (Gestaltungshöhe), originario del sistema alemán de derechos de autor y que se ha ido incorporando casi como estándar europeo para determinar el momento en que una creación pasa a estar protegida por el derecho de autor. Conforme a ese criterio, para que una creación sea considerada obra protegible por la legislación, es necesario que el autor haya gozado de suficiente libertad en el proceso creativo como para haber aportado su individualidad. Es decir, que durante el proceso de creación debe haber podido tener margen suficiente para hacer aportaciones sustanciales. En caso contrario, la creación quedaría exenta de protección por derechos de autor.
Así, obras excesivamente cortas (como títulos o palabras aisladas) o aquellas excesivamente condicionadas por su funcionalidad (por ejemplo, obras arquitectónicas o de ingeniería) han visto cómo el derecho de autor las dejaba al margen de su protección.
Entonces, ¿existe realmente ese grado de libertad o control creativo por parte del autor cuando se utiliza inteligencia artificial en el proceso de creación? Aún más, teniendo en cuenta que, tal y como hemos mencionado en líneas anteriores, la IAGen necesita necesariamente recibir la ingesta masiva de creaciones preexistentes, ¿pueden los resultados que aporta distanciarse de las obras sobre las que ha aprendido? ¿Condiciona el uso de estas inteligencias la propia libertad creativa de su autor?
Si algo parece ya evidente es que, a mayor tecnología, necesitamos anclar un mayor peso en el humanismo. Reflexionando sobre sus propios procesos creativos, en Linterna mágica“1” el cineasta Ingmar Bergman explicaba que el arte pierde sentido si no nace de una necesidad vital o es fruto de la propia experiencia.
En efecto, la importancia de la experiencia humana ha sido siempre un pilar ineludible de todas las expresiones artísticas. Y esa experiencia difícilmente puede ser sustituida por el aprendizaje masivo que reciben las IAGen de obras preexistentes. De las obras pueden sacarse datos o patrones, pero no puede aprenderse la subjetividad.
Decía Javier Marías en su discurso al recoger el prestigioso Premio Rómulo Gallegos (1995), que “somos lo que somos por lo que hemos vivido, pero también por lo que no”. Los caminos que no elegimos nos han traído hasta aquí. Y es esa experiencia de lo vivido y de lo no vivido lo que define nuestra subjetividad.
Si pensamos en la historia de la humanidad, nos damos cuenta de que no sería la misma, ni se contaría de la misma manera, sin la presencia del arte como respuesta a los cambios y necesidades sociales de cada época. Los artistas son impulsores y fieles acompañantes de la sociedad, y han vertebrado épocas y momentos históricos que no se entenderían sin ellos.
En el Renacimiento, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Rafael tuvieron un gran papel en el redescubrimiento de la ciencia y la filosofía clásica, ayudando al cambio en la percepción de la interacción entre el hombre, la religión y la naturaleza. Si pensamos en las revoluciones liberales y la expresión del sentimiento de libertad de principios del siglo XIX, nos viene a la cabeza La Libertad guiando al pueblo (1830), de Delacroix, de igual forma que las guerras mundiales y las crisis políticas de principios del siglo XX no se entenderían sin las vanguardias, que surgen como respuesta a las crisis y a la brutalidad de un mundo devastado.
La máquina, por su parte, no responde a incomodidades o contextos históricos, ni a cambios, a cuestionamientos políticos o sociales. La IAGen aprende del arte creado por otros, del arte como expresión artística de creadores que reaccionan a impulsos vitales marcados por su contexto histórico, social y político. El humanismo es el corazón del arte y la máquina, careciendo de esa subjetividad, podrá generar “algo”, un “algo” que podremos denominar como queramos, pero que no será arte.
No es la primera vez que la tecnología desgarra nuestros esquemas. Ya con la entrada de la fotografía, o incluso antes con la industrialización, se puso en tela de juicio el espacio que le quedaba al artista para aportar algo a su creación. La gran diferencia con aquellos cuestionamientos es que esta es la primera vez que una máquina ha aprendido a hacer las cosas tal y como las haríamos los humanos, y también a generar activos repitiendo y recombinando nuestros patrones.
Por eso, aquí parece que lo importante no es poner el foco en el que crea sino en el cómo lo crea, en el proceso, ya que, por razones evidentes, lo que la IAGen no aporta es subjetividad a lo que genera. Y no lo hace porque, como decimos, al menos de momento, la máquina no es persona, resultando inevitable escuchar retumbar, casi en eco, el acertijo de Morrow, uno de los personajes de la serie Alien: planeta Tierra“2”: “¿Cuándo una máquina deja de ser máquina?”.
Siendo múltiples los interrogantes que surgen, tanto dentro del ámbito de los propios creadores como en el terreno social y regulatorio, parece que todas las respuestas conducen al mismo sitio: la importancia de resaltar y potenciar aquello que nos caracteriza como humanos. El humanismo debe estar más que nunca en el centro de la ecuación.
Así, el desafío no parece que deba ir enfocado en competir con las máquinas en la producción de activos, sino en reafirmar lo humano del proceso. La respuesta de a qué debemos considerar arte u obra protegida reclama a gritos la potenciación de esa figura humana que se expresa, con o sin apoyo de la tecnología. Así, el arte y, en general, la cultura se afianzan como epicentro de la creatividad y de la expresión humana. Son el núcleo vital del humanismo en la era digital.
Este número de TELOS ha sido realizado en colaboración con:

Bergman, I. (1988): Linterna mágica. Memorias. Barcelona, Tusquets.
Ortega y Gasset, J. (1925): La deshumanización del arte. Madrid, Revista de Occidente.
Ruipérez de Azcárate, C. (2012): Las obras del espíritu y su originalidad. Madrid, Reus.
Sontag, S. (2008): Sobre la fotografía. Madrid, DeBolsillo.
Doctora en Derecho, abogada y autora de diversos libros sobre derechos de autor e industrias creativas. Ha trabajado en Garrigues, Baker & McKenzie, Movistar+ y Netflix. En la actualidad es la directora de Estrategia Jurídica de Contenidos, Marcas, Patentes y Transformación Digital de Telefónica.
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Doctora en Derecho, abogada y autora de diversos libros sobre derechos de autor e industrias creativas. Ha trabajado en Garrigues, Baker & McKenzie, Movistar+ y Netflix. En la actualidad es la directora de Estrategia Jurídica de Contenidos, Marcas, Patentes y Transformación Digital de Telefónica.
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Artista integral con una sólida trayectoria en teatro, televisión, cine y música. Tras alcanzar gran popularidad con su papel protagonista en la serie Los Serrano, ha consolidado una carrera marcada por la versatilidad y la búsqueda constante de nuevos retos. Licenciado en Arte Dramático por la ESAD de Málaga, destaca su faceta como emprendedor cultural, con proyectos como la puesta en marcha de los Teatros Luchana de Madrid, la compañía de teatro Feelgood Teatro, o el sello discográfico NBL Música.
Artista integral con una sólida trayectoria en teatro, televisión, cine y música. Tras alcanzar gran popularidad con su papel protagonista en la serie Los Serrano, ha consolidado una carrera marcada por la versatilidad y la búsqueda constante de nuevos retos. Licenciado en Arte Dramático por la ESAD de Málaga, destaca su faceta como emprendedor cultural, con proyectos como la puesta en marcha de los Teatros Luchana de Madrid, la compañía de teatro Feelgood Teatro, o el sello discográfico NBL Música.
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