30 de abril de 2025
por
Ricardo Palomo
[ ILUSTRACIÓN: SMARTBOY10/ ISTOCK ]
En otoño del año 2021, circulaba el inquietante rumor sobre las consecuencias de un posible “apagón” producido por un letal ciberataque, por una tormenta solar o por un fallo sistémico en cadena, que podría inutilizar las redes de comunicaciones, el suministro eléctrico y otros tantos sistemas vitales. Aquello llevó a entender que, por precaución, convenía estar “algo preparado” y más aún, tras la experiencia previa de marzo de 2020, con el acopio de bienes esenciales en el inicio del confinamiento.
Pero todo esto casi se nos había olvidado cuando, el lunes 28 de abril de 2025, en torno a las 12:33 horas, un apagón inédito y fulminante dejó a España sin suministro eléctrico. Tras los primeros minutos de rumores y especulaciones, se percibió la dimensión de los hechos. En general, en muchos lugares seguían funcionando las comunicaciones de WhatsApp y otras redes, además de la telefonía, lo que permitía cierto grado de intercambio de información y avisos; pero nos quedamos sin semáforos, sin transporte ferroviario, sin metro ni ascensores y, por supuesto, sin funcionamiento de los electrodomésticos.
Afortunadamente, faltaban muchas horas para el ya tardío anochecer de estas fechas, el tiempo era agradable y no requeríamos calefacción, lo que atenuó el impacto, al menos psicológicamente; aunque muchas personas quedaron atrapadas en estaciones hasta el amanecer y otras muchas caminaron largas distancias para regresar a sus hogares.
La sociedad y la economía digitales en las que vivimos han demostrado, una vez más, su extraordinaria vulnerabilidad. El apagón no sólo paralizó numerosos servicios esenciales: también puso en evidencia hasta qué punto dependemos de la energía y de la interconexión digital para el funcionamiento diario de nuestras vidas. Esta dependencia no es un fenómeno puntual ni pasajero, sino una tendencia estructural que continuará intensificándose en los próximos años.
Sentimos “fragilidad digital”, un concepto que se refiere a los potenciales problemas, fallos o errores de los sistemas asociados a la digitalización y que ha sido expuesto por organizaciones como la ETSI (Instituto Europeo de Normas de Telecomunicaciones, la organización de normalización de la industria europea de las telecomunicaciones, creada en 1988).
Esta fragilidad debe diferenciarse de otras interpretaciones como la vulnerabilidad (palabra más apropiada en referencia a los ataques cibernéticos) o la falta de resiliencia (que es la capacidad de adaptarse y superar situaciones adversas, término muy utilizado en los años de la pandemia).
Todo el entramado de comunicaciones, datos y servicios descansa sobre una base física indispensable: la energía eléctrica. No importa si procede de fuentes clásicas como los combustibles fósiles o la energía nuclear, o si proviene de nuevas fuentes renovables como la solar fotovoltaica o la eólica. Sin suministro eléctrico estable, todo el edificio digital se tambalea y, con él, también nuestras rutinas diarias, nuestras transacciones financieras, nuestra comunicación y nuestra seguridad.
El auge de las energías renovables, muchas veces a escala doméstica, no ha venido acompañado de una verdadera cultura de autoconsumo. Aunque se ha avanzado considerablemente en la instalación de paneles solares y pequeños aerogeneradores, la mayoría sigue dependiendo de la red eléctrica general.
Esto implica que, en situaciones de emergencia, la generación descentralizada no cumple un papel de respaldo efectivo. La promoción de sistemas de almacenamiento energético doméstico y comunitario debería ser una prioridad para aumentar la resiliencia de nuestras comunidades frente a crisis energéticas.
Esta fragilidad puede deberse tanto a fallos accidentales como a agresiones deliberadas, como pueden ser los ciberataques dirigidos contra infraestructuras críticas.
Por otro lado, una sociedad que aspire a ser verdaderamente digitalizada debe disponer de mecanismos alternativos y analógicos de respaldo, listos para activarse en caso de emergencia, además de protocolos y guías previamente conocidas por la población, con el soporte de las administraciones, empresas e instituciones educativas.
Debemos ser conscientes de todo lo que queda expuesto en este ecosistema digital: el sistema financiero, los servicios de pago, las centrales de alarma, la conexión con los servicios de emergencia, el suministro de agua, el transporte, la logística de alimentos y medicamentos, entre muchos otros.
La interconexión no solo potencia la eficiencia y la competitividad, sino que también multiplica los riesgos en cascada: una caída en un sector puede desencadenar fallos en cadena que afecten a numerosos ámbitos vitales.
Hace tiempo que no tenemos necesidad de imprimir billetes de avión o tren, que utilizamos aplicaciones para el transporte público, para la seguridad social, para viajar y desplazarnos. Incluso, accedemos a las administraciones públicas a través de apps (cl@ve PIN y otras). Más reciente es el DNI de la app MiDNI. Si la red de comunicaciones deja de funcionar o se agota la batería en el dispositivo, estamos perdidos.
Confiamos en los nuevos medios digitales, pero parece que siempre hay una primera vez para darnos cuenta de que, aunque sea con probabilidad remota, puede ocurrir un fallo del sistema.
La experiencia reciente ha mostrado, por ejemplo, el valor indiscutible de la radio analógica como único medio fiable de información durante el apagón. En ausencia de redes móviles y de internet, muchas personas solo pudieron saber lo que sucedía a través de emisoras tradicionales. Este hecho invita a reflexionar sobre la necesidad de preservar y fortalecer las tecnologías analógicas, esas mismas que, a menudo, se consideran obsoletas, pero pueden resultar vitales en situaciones de crisis.
En una sociedad hiperconectada, la ausencia de información o su manipulación agrava la incertidumbre, propaga bulos y genera desconfianza. Esta comunicación debe ser proactiva, evitando tanto la minimización del problema como el alarmismo, y debe facilitar que la población actúe de manera coordinada y solidaria.
De lo contrario, se corre el riesgo de una involución en los avances logrados, que podría justificar retrocesos bajo el temor a la dependencia digital excesiva. En una coyuntura de transformación tan profunda como la actual, la confianza es un recurso estratégico. Sin ella, los ciudadanos no apoyarán nuevas innovaciones ni asumirán los cambios necesarios para adaptarse a una economía cada vez más basada en datos, conectividad y automatización.
Las escuelas, los medios de comunicación y las administraciones públicas tienen un papel clave en la educación de la ciudadanía para actuar adecuadamente ante contingencias. Simulacros periódicos, guías de actuación y sistemas de alerta temprana forman parte de un enfoque integral que debería desarrollarse de manera urgente.
Porque, nos guste o no, la repetición de incidentes similares no es una posibilidad remota, sino una certeza creciente en el horizonte de nuestra era digital. Aprender de cada crisis, fortalecer nuestras capacidades de respuesta y diversificar nuestras fuentes de resiliencia no es una opción: es la única vía para garantizar que la digitalización siga siendo una promesa de progreso y no un riesgo existencial.
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Es decano y catedrático de Economía Financiera en la Universidad CEU San Pablo y director de la Cátedra CEU Moeve-Digital. Participa como coordinador en proyecto cAIre en OdiseIA y centra su labor investigadora en el impacto de la tecnología en la economía y la sociedad.
Ver todos los artículosEs decano y catedrático de Economía Financiera en la Universidad CEU San Pablo y director de la Cátedra CEU Moeve-Digital. Participa como coordinador en proyecto cAIre en OdiseIA y centra su labor investigadora en el impacto de la tecnología en la economía y la sociedad.
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