14 de junio de 2021
por
Cristina Escriche Martínez
El mundo tal y como lo conocemos está cambiando, y nosotros con él. La forma en que dibujamos nuestra sociedad, nuestra cultura y nuestra economía viene marcada por los adelantos tecnológicos que van surgiendo para dar respuesta a nuestras necesidades.
La Real Academia Española (RAE) define la tecnología como el conjunto de teorías y técnicas que permiten el aprovechamiento práctico del conocimiento científico. Constituye la herramienta para poner al servicio del ser humano el conocimiento adquirido a lo largo de su existencia, de manera que la historia de la humanidad está estrechamente ligada a la historia de la tecnología: son las invenciones disruptivas las que, a lo largo de los siglos, han puesto en marcha el motor del progreso. En el mundo occidental, este progreso se ha visto identificado con la industrialización y el enriquecimiento de las economías: desde los inventos que dieron lugar a las revoluciones industriales desde el siglo XVIII y que permitieron el desarrollo del capitalismo y del mercado laboral, hasta lo que ya se considera en nuestros días como la cuarta revolución industrial, o Industria 4.0, y que viene caracterizada por el auge de la digitalización.
Actualmente, la promesa de la tecnología es plantar cara a los retos sociales, medioambientales y económicos a los que nos enfrentamos, reflejados por las Naciones Unidas en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), junto con los objetivos globales de transición ecológica, energética y digital. Ya hemos sido testigos de su poder, que nos ha permitido tener acceso con una rapidez sin precedentes a las vacunas contra la COVID-19. Del mismo modo, la descarbonización de la economía que persigue el Green New Deal sólo es posible gracias al desarrollo de las energías renovables y la descentralización de los mercados energéticos. Y como estos, podrían mencionarse muchos más ejemplos en campos muy diversos. Así pues, la tecnología se presenta como adalid del progreso y la innovación se hace sinónimo de crecimiento.
Si la tecnología es el motor del cambio, ¿es este cambio siempre e indiscutiblemente a mejor?
Sin embargo, los problemas, en vez de disolverse, se agigantan cada vez más: la emergencia climática, el agotamiento de los recursos naturales, la extinción masiva de especies, el aumento de la brecha de pobreza… Si la tecnología es el motor del cambio, ¿es este cambio siempre e indiscutiblemente a mejor? Para poder llegar a una respuesta a esta pregunta es necesario revisar varios conceptos.
Herman Daly presenta en su ensayo Economics for a Full World (Daly, 2015) la diferencia entre el “mundo vacío” y el “mundo lleno”, es decir, el cambio de un mundo rico en recursos en el que los seres humanos se aprovechan de los mismos para construir su economía, hasta un mundo en el que la creciente población ha consumido y degradado los recursos a su disposición. Este último, aunque resulte paradójico, es el resultado de la expansión económica desde la Segunda Guerra Mundial, impulsada por la innovación tecnológica, que trajo consigo un mayor bienestar y el consecuente aumento poblacional.
El crecimiento exponencial de la tecnología ve su reflejo en las leyes de Moore y Metcalfe. La primera postula que los avances tecnológicos en microelectrónica hacen posible que la cantidad de transistores en un circuito integrado se duplique aproximadamente cada dos años sin aumentar significativamente los costes. La segunda dice que el valor de una red de comunicaciones aumenta de forma proporcional al cuadrado del número de usuarios del sistema. Estas leyes pueden ser interpretadas desde el “tecno-optimismo” como la garantía de un progreso tecnológico infinito en términos de mejora en eficiencia, que satisfaga las necesidades de los 11.200 millones de seres humanos que la ONU prevé que pueblen la Tierra para el año 2100. Tomadas de manera literal, pronostican un mundo lleno de abundancia y bienestar. Sin embargo, dejan a un lado la paradoja de Jevons o el llamado “efecto rebote”. Este efecto postula que un incremento de la eficiencia con que se emplea un recurso tiende a aumentar su velocidad de consumo. En otras palabras: un aumento de soluciones tecnológicas y de la eficiencia de las mismas produce que la sociedad, también en crecimiento, se confíe y consuma más, agotando todavía más los recursos naturales, dañando más el medioambiente y causando la necesidad de un mayor número de soluciones mejores. Se trata de un proceso acelerado y, aparentemente, imparable. Un desarrollo que aboga por la cultura del inmediatismo y la abundancia indiscriminada, el “más y mejor”, y que lleva irremediablemente al “mundo lleno” de Daly.
Un avance desmesurado de la civilización científico-técnico-industrial, que ejerce su dominio sobre la naturaleza en aras del capitalismo, no solo consume recursos, sino que también los degrada, aumentando su entropía y devolviéndolos a la naturaleza como algo inútil1. El agotamiento y degradación de las fuentes naturales no es, sin embargo, el único inconveniente de la tecnología. El avance descontrolado o mal administrado de la técnica podría llevar consigo consecuencias insospechadas y desastrosas, como el empleo indiscriminado de métodos de control genético, la manipulación descuidada de patógenos o el desarrollo de armas nucleares devastadoras. Algunos de estos peligros derivados de los avances tecnológicos han sido identificados como un posible riesgo de extinción humana por el Centro para el Estudio de Riesgos Existenciales (CSER, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Cambridge2.
Frente a estas contrariedades, los defensores del optimismo tecnológico consideran que el avance de la técnica, por sí sola, será capaz de salvarnos del daño que ya han ocasionado sus antecesores. Es fácil deducir que, desde la cima evolutiva en que se encuentra la humanidad en nuestros días, toda salvación constructiva necesita inevitablemente del desarrollo de la tecnología. Ya no es posible desandar los pasos del progreso, renunciar al nivel que hemos alcanzado en nuestra idiosincrasia como especie.
Subsanar el daño que hemos causado a la naturaleza requiere invenciones técnicas que pongan un parche, o al menos ralenticen el ritmo de mayores perjuicios. Pero toda solución tecnológica implica los problemas de empleo y degradación exponencial de recursos que ya se han mencionado. Como manifiesta el filósofo Hans Jonas, se trata del dilema de “un progreso que para solucionar los problemas ocasionados por él tiene que crear problemas nuevos” (Jonas, 1995, pág. 296). Es la pescadilla que se muerde la cola.
La tecnología, como la economía, es una herramienta supeditada a la naturaleza –¡y no a la inversa!– y que debe estar al servicio tanto del bienestar humano como del medioambiental
Como respuesta a este expansionismo tecnológico, surge a comienzos del siglo XX la economía ecológica, que se basa en separar crecimiento de desarrollo, entendiendo el primero como el aumento cuantitativo de recursos, y el segundo, como la mejora cualitativa de la calidad de vida. Persigue un desarrollo sin crecimiento, es decir, mejorar el rendimiento de los recursos, sin necesidad de ampliar su cantidad. Se trata del desarrollo sostenible, tal y como lo formuló por primera vez en 1987 la Comisión Brundtland3: “aquel que satisfaga las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias”. Esta idea es también reforzada por las conclusiones del Proyecto MEDEAS4, que plantea que “la estabilización económica (sin crecimiento) será una opción para descarbonizar la economía y mantener el bienestar social”.
De manera que estamos en condiciones de contestar a la pregunta formulada al comienzo: ¿es la tecnología el motor del cambio? Sí. Pero este cambio sólo será a mejor si conseguimos desvincular crecimiento de desarrollo, aplicando el concepto de “menos es más”. Para ello es necesario que aprendamos que la tecnología, como la economía, es una herramienta supeditada a la naturaleza –¡y no a la inversa!– y que debe estar al servicio tanto del bienestar humano como del medioambiental. El desarrollo de la tecnología tiene que ir encaminado no a metas expansionistas, sino a metas de equilibrio con el medioambiente.
Esto no quiere decir que debamos caer en el desánimo: debemos creer que existen alternativas para enfrentar los retos globales que no impliquen desandar el progreso de la humanidad. La tecnología, cada vez más, incorpora conceptos como la eficiencia y el ahorro de recursos, el ecodiseño o la economía circular. Y nosotros somos cada vez más conscientes de que la continuidad de nuestra especie depende de la responsabilidad en el uso que hacemos de los recursos a nuestra disposición. Sin perder de vista estos principios, con ayuda de una tecnología sostenible, podemos cambiar el mundo a mejor.
1Georgescu-Roegen, economista ecológico, define la entropía como la tendencia irrevocable de la energía libre o disponible en un sistema a degradarse y a hacerse, por tanto, inútil para cumplir con un propósito.
2Centre for the Study of Existential Risk (CSER) de la Universidad de Cambridge. Disponible en: https://www.cser.ac.uk/
3El Informe Brundtland, redactado para la ONU en 1987, enfrenta y contrasta la postura de desarrollo económico actual junto con el de sostenibilidad ambiental.
4El proyecto europeo MEDEAS tiene como objetivo crear las herramientas adecuadas para facilitar el diseño de políticas que favorezcan la transición del sistema energético europeo hacia las energías renovables. Más información disponible en:
Ulrich von Weizsäcker, E., Wijkman, A. (Club de Roma) (2018): Come On! Capitalismo, cortoplacismo, población y destrucción del planeta. Bilbao, Ed. Deusto.
H. Meadows, D., L. Meadows, D., Randers, J., W. Behrens III, W. (Club de Roma) (1972): The limits to growth. 5ª edición, Nueva York, Ed. Universe Books.
Daly, H: Economics for a Full World. Great Transition Initiative, 2015. Disponible en: https://greattransition.org/publication/economics-for-a-full-world
Georgescu-Roegen, N. (1995): La Ley de la Entropía y el proceso económico. Madrid, Ed. Fundación Argentaria-Visor Distribuidores.
Jonas, H. (1995): El principio de responsabilidad: Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Barcelona, Ed. Herder.
Graduada en Ingeniería de Tecnologías Industriales y Máster en Energías Renovables y Eficiencia Energética por la Universidad de Zaragoza. Ingeniera de I+D en la empresa Intergia Energía Sostenible. Colaboradora del Grupo Aragonés del Capítulo Español del Club de Roma.
Ver todos los artículosGraduada en Ingeniería de Tecnologías Industriales y Máster en Energías Renovables y Eficiencia Energética por la Universidad de Zaragoza. Ingeniera de I+D en la empresa Intergia Energía Sostenible. Colaboradora del Grupo Aragonés del Capítulo Español del Club de Roma.
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