8 de marzo de 2021
por
Ángel Gómez de Agreda
Aldous Huxley titulaba así su obra más conocida en 1932. “Un mundo feliz” nos dibuja, con los pinceles de la tecnología que en la época se podía adivinar, una sociedad en la que todos los aspectos de la vida están bajo control. El orden está garantizado por el condicionamiento genético y psicológico, y por el control absoluto de todos los parámetros de la vida de los ciudadanos. Huxley nos habla de un mundo urbano, aséptico, estable…e imposible.
Imposible e indeseable, diría yo.
No es la única ficción que nos transporta a un mundo en el que se alcanza una pretendida perfección y se pretende mantener en ella a la sociedad de modo permanente. “1984” recrea otra, mucho más sombría tras la experiencia de la guerra, pero igualmente distópica.
B.F. Skinner describe en “Walden Dos” (1948) una sociedad rural autosegregada que podría recordarnos a las comunidades hippies o, incluso, a algunos ideales contemporáneos. En el libro, cada uno de los protagonistas llega a una conclusión distinta sobre la bondad del modelo propuesto y sobre si permite alcanzar la felicidad.
Como concluyo en “Mundo Orwell”, no existen soluciones perfectas, y mucho menos permanentes. La vida es un proceso, una evolución, una búsqueda permanente. La energía que mueve el mundo, como toda energía, se consigue del cambio, de la diferencia -ya sea de potencial eléctrico, hidráulico o cualquier otro. Incluso de la existencia del bien y el mal. Un mundo sin movimiento, sin punto de partida ni objetivo, es un mundo muerto o condenado a desaparecer como aquellas especies que no evolucionan.
No existen soluciones perfectas, y mucho menos permanentes
El mundo que debemos desear, por lo tanto, no es un mundo perfecto. El ideal sería un mundo que se mueva hacia esa perfección, que avance a una velocidad que sea compatible con nuestra capacidad para adaptarnos a él y que amortigüe razonablemente los aspectos más negativos de la experiencia vital. No necesitamos un mundo en el que todos puedan vivir en el lujo, pero sí uno en el que nadie se muera de hambre. Debemos fomentar la ambición, pero excluir la avaricia.
Aquí tendríamos que traer a muchos filósofos clásicos, ¿verdad?
Igual que las diferencias son necesarias para apreciar los matices, cuando estas se vuelven demasiado acusadas resultan desestabilizadoras. Nuestro afán, por lo tanto, debe estar en asegurarnos de que mantenemos el incentivo para que la sociedad se siga moviendo, pero sin hacer insalvables las distancias ni hacerlo tan atractivo que pueda merecer la pena alcanzarlo a toda costa.
Si algo nos ha mostrado la pandemia -hayamos querido verlo, o no- es la importancia real que tiene cada persona, cada cosa, cada actividad que llevamos a cabo a lo largo del día. Nos ha mostrado qué es vital y qué es prescindible. A aquellos que se empeñan en mesarse los cabellos porque se les niega el ascenso al enésimo escalón debería haberles quedado claro que el primero de la pirámide de Maslow incluye una salud y una seguridad que quizás habían dado por descontadas.
Quizás la sociedad que queremos no es una en la que todos seamos iguales, sino una en la que las diferencias entre unas personas y otras reflejen en una cierta medida la de su contribución al bienestar común. Unas diferencias que eviten los extremos en los que unos se sientan excluidos y sin posibilidad de redención, y otros se puedan considerar a ellos mismos por encima de las leyes físicas y humanas. Un mundo “moderadamente desigual”.
Tal vez debemos aspirar a un mundo con pocas reglas, pero que se cumpliesen. Un mundo en el que el control sobre la libertad se limitase a garantizar que ese código de conducta que nos permitiese a todos saber a qué atenernos fuese respetado. En él la seguridad jurídica sería de mínimos, pero real.
Sería poco congruente abogar por un mundo con pocas reglas y pretender describirlo exhaustivamente. Eso sí, hay un puñado de necesidades básicas que van más allá de lo deseable, hasta llegar a lo necesario.
El futuro tiene que tener futuro. Limitar los estímulos competitivos no solo propiciaría un avance más inclusivo y a un ritmo más humano, también permitiría aliviar el estrés sobre los recursos del planeta y hacer de ese crecimiento algo sostenible. El progreso descontrolado no lleva al futuro, sino a la extinción. La vida en armonía con el entorno beneficia a este último, pero también permite optimizar los esfuerzos que se hacen para avanzar sin retroceder derrapando en las aceleraciones.
Para ser más humanos y menos parte del engranaje de una máquina, tenemos que cambiar radicalmente nuestro sistema educativo.
¿A costa de qué y de quiénes estamos consiguiendo muchas de las ventajas prescindibles de nuestro primer mundo? El ecosistema en el que vivimos es como un ser humano, requiere de actividad física para estar en forma, pero los excesos le pueden provocar lesiones que le impidan seguir activo en unos pocos años.
No cabe duda de que, limitando el nivel de ambición admisible, vamos a tardar más en alcanzar algunos objetivos deseables, pero también vamos a evitar muchos tropiezos desastrosos. Las guerras han sido el gran estímulo para el desarrollo tecnológico durante la mayor parte de la Historia, y no creo que muchos estén de acuerdo en fomentarlas o en que resulten el camino adecuado para avanzar.
Tenemos la posibilidad de aprovechar las enseñanzas de esta crisis sanitaria y las oportunidades que nos brinda la tecnología moderna para aplanar la curva de la desigualdad. Hay que reconocer que no vamos por el buen camino, pero cuanto antes rectifiquemos, menos arbustos habrá en la trocha.
Podemos construir un mundo en el que la tecnología sea solo una herramienta. Una que no nos libre de trabajar, sino que nos permita hacerlo de una forma compatible con la salud, la vida social y familiar, el crecimiento personal y el disfrute de esos mismos recursos que estamos gestionando de forma sostenible.
Para ello, para ser más humanos y menos parte del engranaje de una máquina, tenemos que cambiar radicalmente nuestro sistema educativo. El actual fue creado para dotar de mano de obra a las fábricas de la revolución industrial. El que necesitamos no debe pretender incrementar la productividad porque no está diseñado para un mundo dominado por una oferta avariciosa, sino por una demanda inteligente. Crear esa demanda -o, mejor, esa inteligencia- es la labor de nuestras escuelas y universidades.
La tecnología puede permitirnos ir más rápido, pero no debería obligarnos a hacerlo.
Es más fácil gestionar seres previsibles y adocenados que individuos imprevisibles e innovadores. Nuestros valores no son los más eficientes, pero son los que queremos para nuestros hijos. Si son buenos para ellos, también deberían serlo para el resto de las personas.
El objetivo es no ser productores ni consumidores, ni “prosumidores” que mezclan ambos conceptos. La persona que deseamos es más un individuo que un ciudadano, un ser único que interactúa con otros seres y colabora con ellos como un nodo de una red, no como un eslabón de una cadena.
No es una persona hecha a la medida de ciudades inteligentes, sino un ser humano inteligente que vive en una ciudad hecha a su medida. A su medida y a su ritmo. La tecnología puede permitirnos ir más rápido, pero no debería obligarnos a hacerlo. No todo lo posible es deseable.
Si pretendemos gestionar conjuntos, usaremos la tecnología para uniformar y conformar a las personas, para optimizar su ciclo vital al servicio de la comunidad, de la corporación, … del enjambre. ¿Va a ser el hormiguero nuestro modelo de sociedad ideal?
Gómez de Ágreda, Á. (2019). Mundo Orwell. Manual de supervivencia para un mundo hiperconectado (1ª ed.). Ariel.
Huxley, A. (1932). Un mundo feliz (Debolsillo (ed.); DeBolsillo).
Orwell, G. (1949). 1984. Signet Classic.
Skynner, B. F. (1994). Walden Dos (Martínez Roca (ed.)).
Coronel del Ejército del Aire; analista en la Secretaría General de Política de Defensa del Ministerio de Defensa. Fue jefe de Cooperación del Mando Conjunto de Ciberdefensa y representante español en el Centro de Excelencia de Cooperación en Ciberseguridad de la OTAN.
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