8 de julio de 2019
por
Antonio Rodríguez de las Heras
Ilustrador
Laura Pérez
Si el mundo es inabarcable, solo nos queda recorrerlo. Cualquier intento de vallarlo es trocearlo y reducirlo. Para un mundo ilimitado no hay actitud sedentaria posible, solo la de que cada viaje trace una travesía distinta.
La información, con esas inmensas extensiones hechas no de granos de arena sino de ceros y unos, presenta el mismo reto: cómo recorrerla, ya que es incontenible.
La hipertextualidad fue la respuesta: que el lector no se encontrara con una información empaquetada. Eso suponía, para la cultura escrita y del libro, que las hojas no estuvieran cosidas sino que las palabras de las páginas estuvieran hilvanadas con enlaces invisibles que permitieran pasar de un texto a otro. Antes del soporte digital se ensayaron artefactos de madera, como la rueda de libros de Agostino Ramelli en el siglo XVI, o en el siglo XX ingenios electro- mecánicos y electrónicos como el Memex de Vannevar Bush, o con papel por el grupo de escritores de Oulipo. Pero solo las propiedades del soporte digital harán posible este sueño secular.
Para que se cumpla el sueño falta una concepción nueva respecto a la relación de los humanos con la máquina electrónica. Hasta ese momento la interacción se había construido con elementos ya existentes: el teclado de la máquina de escribir, y también su mecanismo de im- presión del papel, y la pantalla catódica. Pero un concepto clave toma forma con el ratón y la pantalla poblada de iconos: basta ya indicar con el dedo y se alcanza lo que se señala. Esto nos sitúa en una predisposición muy ergonómica para relacionarnos con la información, pues aparece en pantalla como un mundo que se alcanza y se despliega con solo señalarlo con el dedo. Se recupera así nuestra primera y particular práctica de relación con el entorno: de niños, cuando aún no podemos hablar, interrogamos el mundo indicándolo con el dedo; y es que interrogar es apropiarse del mundo que no está a nuestro alcance, igual que el niño, al señalar un objeto, quiere que se lo acerquen.
Es difícil imaginar la Red, que llegará a continuación, sin esta capacidad de interrelación, sin esta posibilidad de movernos por su información indicando con el dedo lo que queremos. La Red se presenta así, en sus primeras décadas, no como una biblioteca universal, sino como un libro mundo desencuadernado, pero hilvanado a través de sus palabras, que te responden si las señalas.
Es muy expresiva la evolución técnica durante estos años para materializar esta acción de interrogar indicando. En un principio era un apéndice, el ratón, y un cursor en la pantalla: realmente no era muy natural, pues la mano se movía con un desplazamiento no acorde con el que haríamos si tocáramos directamente el objeto. Luego, ingenios como el touchpad, al integrarse en la superficie del teclado, aproximaron la mano a los objetos virtuales que aparecen ya cerca, en la pantalla. Pero el gran logro tecnológico está cuando el dedo puede señalar directamente, en un movimiento natural, porque los objetos flotan en una pantalla sensible como si fuera una fina lámina de agua.
Este avance supone un factor importante en la aceleración del proceso de miniaturización hasta llegar a la asombrosa contracción del móvil. Porque la miniaturización es la relación entre las prestaciones y el volumen del aparato. Así que la evolución técnica, que en poco más de setenta años va del Colossus1 ocupando una habitación hasta el móvil en nuestra mano, resulta fascinante. Y la miniaturización es todavía más asombrosa si nos damos cuenta de la maravillosa obra de papiroflexia que ha conseguido la hipertextualidad, plegando tal cantidad de información en un espacio tan reducido.
Estamos en estos momentos de estupor ante esta maravilla tecnológica pero, como la evolución natural nos muestra en muchos casos, se puede morir de éxito. Y es que algo tan pequeño y ligero necesita que lo miremos fijamente y que lo sostengamos y toquemos con las dos manos. De manera que el entorno se contrae, tanto para los ojos como para las manos. Son unos pocos centímetros cuadrados de un espejo negro pero que cautiva nuestra mirada hasta el punto de que el entorno se difumina. Son unos gramos de peso pero las manos le pertenecen, así que las demás cosas y acciones del entorno se vuelven ajenas. Hoy las disfunciones que provoca esta atracción son bien perceptibles y generalizadas.
Pero, como en otras encrucijadas de la evolución, el problema no solo es muro o precipicio sino también oportunidad para nuevos caminos evolutivos que si se ensayan pueden, no solo evitar la extinción, sino descubrir desarrollos posibles que no habrían aparecido de no haber llegado a este riesgo. Esa es la función de las crisis, motor de la evolución. ¿Y si esta contención tan extrema en unos centímetros y unos gramos se derrama? ¿Cómo se podría hacer esta inversión del proceso seguido hasta ahora?
Una forma sería que los píxeles de la pantalla, con los que se escriben las palabras, se derramaran en ondas de aire que inundaran el lugar (voz); y que a las imágenes enmarcadas en la pantalla les diéramos lugar entre los objetos que nos rodean (realidad aumentada). El entorno no solo se recupera sino que se enriquece: se hace más sonoro (muchas más palabras reverberan en él) y más objetos (virtuales) habitan entre nosotros.
La realidad aumentada se encuentra en una situación semejante al móvil antes del iPhone: falta ese soplo vivificador, que es el concepto, para dar forma y función a una tecnología que en buena parte ya existe. Pero el otro derrame, el de la oralidad, se está ya produciendo, y con manifestaciones muy sugerentes.
Con la oralidad digital la comunicación está en el aire, no en el mosaico de píxeles de una pantalla. La comunicación es de palabra, y no viendo y señalando una pantalla
Con la oralidad digital la comunicación está en el aire, no en el mosaico de píxeles de una pantalla. La comunicación es de palabra, y no viendo y señalando una pantalla.
La estructura hipertextual de la información digital y la habituación rápida y universal, por intuitiva, a moverse por la Red con tan solo hacer indicaciones con nuestro dedo nos ha preparado además para una relación dialógica con la información. La forma de tratar tal cantidad inabarcable de información es la interrogación, conducir nosotros mismos por dónde y hasta dónde queremos que el conocimiento llegue ante un territorio ilimitado. Pero ahora hemos crecido y del niño que señala con el dedo acabamos de pasar —nosotros y las máquinas— a una interacción mediante la palabra hablada: hablar y escuchar. Estamos en los comienzos, aunque las muestras son muy expresivas y se profundizará y extenderá en este diálogo de palabra.
Y si el desarrollo de este camino evolutivo cultural va a necesitar, evidentemente, de avances tecnológicos notables, más importante si cabe tendrá que ser recuperar la oralidad, pues tanto la expresión de palabra como la atención para escuchar lo que se oye están muy mermadas. La educación inclinada hacia la cultura escrita y la redundancia de la comunicación audiovisual por la fuerza de la imagen, que se impone a la palabra, han hecho que la oralidad no se domine y que no se extraiga todo el potencial comunicativo que contiene este fascinante logro de la evolución.
Hay, no obstante, un factor muy favorable para la recuperación de la oralidad. Y es que el sonido produce una emoción especial. Esa emoción está enraizada desde los primeros pasos de la hominización como recurso para la supervivencia. Con los ojos vemos la mitad del mundo, la que tenemos delante; la otra parte es invisible. En cambio, el oído percibe un mundo esférico, envolvente; así que sus señales tienen que producir una rápida impresión para que la mirada se torne a localizar la fuente de ese sonido y la oportunidad no pase o la amenaza no alcance. De manera que un efecto emocional ante lo que llega al oído garantiza una reacción rápida y dispuesta. Esta emoción producida por los sonidos del entorno ha dejado una huella fisiológica en los humanos indeleble, así que hoy el sonido de la palabra emociona.
Saber aprovechar esta sensibilidad natural es clave para la recuperación y reinterpretación de la oralidad. De igual modo que es necesario reavivar la capacidad narrativa en la comunicación de palabra. Las ondas sonoras, que se desvanecen con rapidez y con ellas las palabras, se pueden sostener en el tiempo y en el espacio con la amplificación por la tecnología: pueden tener por la Red alcance planetario y quedar suspendidas en una nube de ceros y unos a la espera de ser escuchadas… Pero no es suficiente con la tecnología: se necesita el arte de la narración. Narrar es saber componer un discurso —por tanto, un continuo— con los arcos de las elipsis, con la adecuada dosificación de la incertidumbre, con las metáforas que iluminen imágenes interiores y no en la pantalla, y levantando escenarios para hacer memoria de lo que se escucha —como enseñó el antiguo arte de la memoria de la cultura oral—. Hoy es un gran reto para los nuevos narradores que necesita la oralidad digital.
La Red no la tendremos delante de nosotros, enmarcada en una pantalla, sino que estaremos inmersos en la Red. Oiremos su voz (voces) y nos oirá a nosotros… Ya comenzamos a experimentar esta ubicuidad e invisibilidad envolvente. Ejercitaremos la capacidad de escuchar —en una sociedad hoy con mucho ruido y disipación— y la de expresarnos eficientemente de palabra—hoy tan descuidada desde la educación—. La oralidad lleva a la conversación: habrá que estar atentos entonces a cómo este modo dialógico influirá en las nuevas narraciones, en el aprendizaje, en la transmisión de información…
Pero, es más, si se concreta este escenario que está despuntando, el mundo digital penetrará en nuestra vida hasta envolvernos y ya no nos asomaremos a él, como hacemos a través de una pantalla. ¿Nos poseerá?: «¡Oigo voces!». Experiencia turbadora porque te habla quien no ves ni sitúas y sabe de ti. Cuando prevemos el mundo que se halla tras el umbral que estamos atravesando, lo imaginamos poblado de robots habitando entre nosotros (¿cabremos todos?). Pero no, cierto que la robótica dará, como ya lo está haciendo, una amplia taxonomía de máquinas con formas rarísimas —como las que ha creado hasta ahora la evolución natural— y algunas humanoides. Sin embargo, la mayor transformación material y mental para los humanos estará en lo invisible, en un entorno sonoro que nos entiende y nos habla y que a nuestro lado, en cualquier lugar, nos asistirá. La oralidad parece así que tiene un largo y apasionante recorrido.
1Lee, J. A. N. (1995): Computer Pioneers. IEEE Computer Society Press, Los Alamitos, California.
Latorre Sentís, J.I. (2019): Ética para máquinas. Barcelona, Ariel.
Rodríguez, J. (2019): Primitivos de una nueva era. Cómo nos hemos convertido en Homo digitalis. Barcelona, Tusquets.
Ong, W.J. (2016): Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra. Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica.
Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director del Instituto de Cultura y Tecnología de la misma universidad. Premio FUNDESCO de Ensayo por el libro Navegar por la información.
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