26 de junio de 2025

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Enseñar, un equilibrio entre la transmisión de valores y su revisión crítica

por Miguel Ángel Castro Nogueira
Laureano Castro Nogueira

La enseñanza se basa en nuestra necesidad evolutiva de pertenencia al grupo: modela nuestros comportamientos y creencias en función del agrado o rechazo que provocan. Enseñar no es simplemente ayudar al niño a construir su conocimiento, sino transmitir una tradición, una visión del mundo. Una pedagogía lúcida reconoce su inevitable carga cultural, al tiempo que cultiva la distancia crítica.

 

[ ILUSTRACIÓN: NADINEVERESK/ ISTOCK ]

El éxito evolutivo de nuestra especie no se debe tanto a la inteligencia individual como a nuestra capacidad para construir y sostener una cultura acumulativa a partir de una inteligencia colectiva. Esta cultura, compuesta por saberes, técnicas, normas y creencias, ha sido posible gracias a mecanismos de transmisión cultural altamente sofisticados; básicamente, la imitación y la enseñanza. Lejos de ser una conducta común en el reino animal, la enseñanza es extraordinariamente rara y casi exclusiva de Homo sapiens. Enseñar, en sentido estricto, implica modificar intencionalmente la conducta del otro para facilitar su aprendizaje, aun a costa de beneficios personales. Esta práctica, aparentemente sencilla, requiere un andamiaje cognitivo, emocional y social que apenas se encuentra fuera de nuestra especie.

La enseñanza surgió como una solución adaptativa frente a los desafíos que planteaba una cultura cada vez más compleja

La enseñanza surgió como una solución adaptativa frente a los desafíos que planteaba una cultura cada vez más compleja. Por ejemplo, cuando nuestros antepasados comenzaron a fabricar herramientas cuya construcción no podía aprenderse simplemente observando—las hachas en bifaz achelenses—, se hizo necesario un modo más eficaz de transmitir conocimientos. Así emergieron las primeras formas de enseñanza evaluativa, en las que el adulto diestro corregía, desaprobaba o aprobaba los intentos del aprendiz mediante gestos y expresiones. Más adelante, la crianza cooperativa y la necesidad de coordinación en actividades grupales intensificaron estas capacidades, impulsando la evolución de habilidades como la atención conjunta, la comprensión de intenciones y la disposición a compartir conocimientos. Enseñar, desde el comienzo, fue una forma de cooperación: un medio para incluir al otro en prácticas comunes.

En muchas sociedades tradicionales, la enseñanza explícita es escasa, pero ello no implica la ausencia de enseñanza. Como han mostrado etnógrafos como David Lancy (2014), los niños aprenden observando y participando activamente en la vida cotidiana, y reciben correcciones emocionales sutiles: miradas, tonos de voz, gestos de aprobación o censura. Estos indicadores normativos configuran un tipo de enseñanza implícita pero eficaz, que guía al aprendiz sin necesidad de verbalización. Se trata de una enseñanza evaluativa, que permite a los niños interiorizar no solo habilidades técnicas, sino también normas, valores y formas de vida compartidas.

Algo más que conocimientos: valores, normas y pertenencia

La enseñanza no transmite únicamente saberes instrumentales; también transmite formas de ver el mundo, modos de pertenecer y de actuar. Enseñar no es solo transferir información, sino inducir a otro a participar en unas normas comunes, cargadas de sentido cultural. Por ello, la enseñanza no es neutral: está anclada en un sistema de valores buena parte de los cuales son adquiridos culturalmente.

Enseñar no es solo transferir información, sino inducir a otro a participar en unas normas comunes, cargadas de sentido cultural

El adulto que enseña no solo sabe más, sino que ha interiorizado unas normas que le permiten discriminar entre lo correcto y lo incorrecto. A su vez, el aprendiz acepta e incorpora esta guía porque desea la aprobación del entorno: no por recompensa inmediata (por ejemplo: acatar una norma determinada puede suponer la no consecución de un deseo concreto), sino por la fuerza afectiva del reconocimiento social (formar parte del grupo y ser aceptado es más importante que conseguir aquello específico). La enseñanza y el aprendizaje despliegan así una compleja vivencia emocional que justifica el interés por enseñar del que siente que comprende el orden “natural” de las cosas y el interés por aprender del que desea la mirada aprobatoria del otro para incorporarse a su mundo.

Las paradojas de nuestra cognición evolucionada

Este vínculo entre enseñanza y emoción tiene un trasfondo evolutivo. Nuestra especie desarrolló una sensibilidad especial al juicio ajeno, que funciona como sistema de recompensa y castigo. Las reacciones de agrado o rechazo por parte del grupo modelan nuestro comportamiento desde la infancia. Así, los contenidos culturales que aprendemos —aunque sean locales, contingentes o arbitrarios— son experimentados como evidentes, correctos y universales. Este es uno de los secretos del poder de la enseñanza: hace que lo cultural se viva como natural.

La enseñanza, al transmitir creencias profundamente arraigadas, puede fomentar el tribalismo, el dogmatismo y la cerrazón identitaria

Pero esta misma fuerza encierra un riesgo. La enseñanza, al transmitir creencias profundamente arraigadas, puede fomentar el tribalismo, el dogmatismo y la cerrazón identitaria. Lo que aprendemos como verdadero, lo defendemos como incuestionable. Nuestra arquitectura cognitiva, diseñada para aprender con rapidez y fidelidad, nos hace poco proclives a revisar críticamente lo aprendido. Es el precio que pagamos por contar con una herramienta tan potente de transmisión cultural (Castro et al. 2016).

El espejismo de la pedagogía moderna

Esta perspectiva nos ayuda a entender algunas limitaciones del modelo pedagógico actual. La pedagogía moderna, en su afán por promover un aprendizaje significativo y constructivista, ha puesto al estudiante en el centro, haciendo que sea el protagonista de su propio proceso de aprendizaje. En este enfoque, el papel del maestro se reduce a ser un facilitador, y se desconfía de la enseñanza explícita, privilegiando el descubrimiento, la creatividad y la autonomía. Sin embargo, esta visión, por bien intencionada que sea, elude aspectos fundamentales de nuestra naturaleza.

La cultura acumulativa que nos define no puede sostenerse sin mecanismos de transmisión precisa. La mayor parte de los conocimientos técnicos, científicos o normativos no pueden ser reconstruidos por cada individuo desde cero, ni siquiera con la mediación de un docente. Requieren enseñanza directa, corrección y orientación por parte de adultos competentes. La espontaneidad y la exploración son importantes, pero insuficientes.

Lo mismo sucede con la dimensión cultural e identitaria de la enseñanza. Enseñar no es simplemente ayudar al niño a construir su conocimiento, sino transmitirle una tradición, una visión del mundo. Si se desvincula la enseñanza de sus raíces culturales, la escuela corre el riesgo de convertirse en un espacio incapaz de ofrecer sentido a los saberes que transmite.

Tras la Segunda Guerra Mundial, los cambios en la educación occidental consolidaron los valores democráticos e ilustrados como base cultural de una educación moderna. Es importante recordar que estos valores no deben dejarse en manos únicamente de la espontaneidad del alumno o de su progreso cognitivo y moral autodirigido. La espontaneidad y el acompañamiento, por sí solos, no garantizan estos objetivos; más bien, pueden reproducir los conflictos que surgen en las interacciones sociales no planificadas. Añadan a esto una creciente diversidad cultural y tendrán un escenario tan difícil de manejar como el que encierran muchas escuelas.

Una pedagogía lúcida: entre la tradición y la transformación

Enseñar es, siempre, una práctica política en sentido profundo: implica tomar partido por ciertas formas de vida, por ciertos valores, por una manera de habitar el mundo. No debemos aspirar a una enseñanza neutral, porque tal neutralidad es una ilusión. Pero tampoco podemos entregarnos al dogmatismo. Una pedagogía lúcida reconoce su inevitable carga cultural, al tiempo que cultiva la distancia crítica, el diálogo intercultural y la capacidad constante de revisión. Como ha señalado el antropólogo de Harvard Joseph Henrich (2016), el éxito adaptativo de nuestra especie no reside únicamente en la transmisión fiel del conocimiento, sino también en la habilidad para aprender de otros, integrar innovaciones y cooperar más allá de nuestras fronteras tribales.

El objetivo de una pedagogía honesta —informada por lo que sabemos sobre la cognición humana— debe ser encontrar un equilibrio entre firmeza y apertura, entre autoridad y espíritu crítico, entre la transmisión del saber y la innovación transformadora. Una pedagogía que entienda la enseñanza como una dimensión constitutiva de nuestra humanidad: una práctica cooperativa, emocional, normativa y situada culturalmente. Una enseñanza que asuma la paradoja inscrita en su propia naturaleza: que enseñar es, en cierta medida, una forma de imposición, incluso cuando lo que se promueve es la democracia y el respeto por los derechos humanos.

Nuestra manera de aprender tiende a hacernos percibir nuestros conocimientos, valores y prácticas como verdades objetivas. Somos, en gran medida, creyentes naturales, renuentes a reconocer que nuestras convicciones son fruto de aprendizajes emocionales contingentes, que podrían haber sido distintos. Sin renunciar al propósito de transformar el mundo conforme a nuestras convicciones, se trata de usar la razón para señalar inconsistencias y debilidades en las propuestas ajenas, y aceptar que los demás tienen el mismo derecho respecto de las nuestras. En todo caso, se trata de no denigrar ni deshumanizar a quienes piensan diferente. Enseñar esto es tan difícil como necesario.

…Se trata de no denigrar ni deshumanizar a quienes piensan diferente. Enseñar esto es tan difícil como necesario

Como advirtió Pierre Bourdieu (1970), la enseñanza contribuye a la reproducción de las estructuras sociales dominantes. Para mitigar ese efecto, toda propuesta educativa debe explicitar sus principios fundacionales —conscientes de que se derivan, en buena medida, de preferencias aprendidas— y aspirar a construir sobre ellos un consenso social amplio y deliberado.

La enseñanza ha sido, desde el pleistoceno hasta hoy, el motor de nuestra aventura cultural colectiva. Comprender a fondo su naturaleza no es un ejercicio meramente teórico, sino una urgencia práctica: solo así podremos alinear nuestras estrategias educativas con lo que verdaderamente somos y, en esa coherencia, avanzar hacia lo que aspiramos a ser.

Bibliografía

Bourdieu, P., Passeron, J.C. (1970): La reproduction: éléments pour une théorie du système d’enseignement. Paris, Éditions de Minuit.

Castro L., Castro L., Castro, M.A. (2016): ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura: biología evolutiva, metafísica y ciencias sociales. 2ª edición. Madrid, Tecnos. 

Henrich, J. (2016): The secret of our success: how culture is driving human evolution, domesticating our species, and making us smarter. Princeton, NJ, Princeton University Press.

Lancy, D.F. (2014): The Anthropology of Childhood: Cherubs, chattel, changelings. 2nd edition. New York, Cambridge University Press.

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Doctor en Antropología y Licenciado en Filosofía. Autor de tres libros y medio centenar de artículos científicos y divulgativos. Su trabajo se enmarca en el ámbito de la metodología de las ciencias sociales.

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Doctor en Ciencias Biológicas. Autor de tres libros y de un centenar de publicaciones de carácter científico y divulgativo. Su línea de investigación se enmarca en el ámbito del comportamiento humano y de la cultura desde una perspectiva evolucionista.

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