26 de octubre de 2022
por
María Rubiños
Cualquiera que trabaje o investigue en el ámbito de los asuntos corporativos habrá asistido a una explosión de empresas que se esfuerzan por formular y trasladar su propósito. Superando el concepto de misión — lo que una empresa hace — y de visión — lo que quiere ser — , el propósito se refiere al “porqué” y el “para qué” de su propia existencia. Dicho de manera más sencilla: a la huella que una organización quiere dejar en el mundo. La importancia que ha tomado este concepto se explica fundamentalmente por dos factores: por un lado, el peso de la legislación, que ha hecho que estos temas entren en la agenda de los directores financieros y, por ende, en la de los CEOS, y, por otro, por la exigencia creciente de los consumidores. Sobre lo primero debemos retrotraernos al verano pre pandémico de 2019, cuando la Business Roundtable —organización que reúne a los presidentes de las mayores compañías en Estados Unidos— publicó una declaración sobre el propósito corporativo, señalando que las compañías no pueden mirar sólo por el beneficio de sus accionistas, sino que deben crear valor para todos sus grupos de interés. Una declaración de intenciones que ha demostrado tener consecuencias prácticas limitadas, pero que, simplemente por el foro en que se produce, da idea del cambio que viene.
Con respecto al papel de los consumidores como motor de este cambio debemos ser cautos. La digitalización ha hecho más transparentes las cadenas de valor, haciendo accesible información antes muy difícil de conseguir. Según un estudio de la OCU y NESI realizado en 2019, el 73% de los españoles dice considerar aspectos éticos y ecológicos en sus decisiones de compra. Pero ¿qué ocurre cuando hay que elegir entre precio y compromiso con el entorno? En el mismo estudio sólo el 10% reconoce que estaría dispuesto a pagar un sobrecoste sin condiciones y para cualquier tipo de producto. Estas cifras indican que estamos ante un impacto moderado en la actualidad, pero sin duda creciente. Y sobre todo entre los menores de 35 años: los consumidores que, previsiblemente, ganarán poder adquisitivo en el futuro. Así que si a las empresas les preocupa tener un propósito es, más que por la realidad actual, porque la tendencia es cristalina: cada vez va a ser un tema más necesario para ser aceptado en el mundo que viene.
Esta “era del propósito” supone una evolución de lo que todos conocemos como Responsabilidad Social Corporativa. Pero, en este momentum en el que estamos inmersos, con el planeta jugándose su futuro, surgen varias preguntas: ¿sigue teniendo sentido que, ante la urgencia de las amenazas que afrontamos —con el cambio climático y la desigualdad como grandes frentes— sigamos intentando impulsar estos cambios desde la voluntariedad? ¿O deberían los policy-makers, ante lo lento de los avances, pisar el acelerador del cambio desde la regulación? ¿No deberían tener las empresas que busquen ser parte de la solución ventajas prefijadas frente a las que eligen guiarse exclusivamente por la maximización de sus beneficios? Las políticas públicas suelen ser, tras la oferta, la demanda y el comportamiento del consumidor, el último eslabón en adaptarse al cambio. Pero ¿qué pasaría si por una vez el sector público se decidiera a liderar esta batalla de forma más decidida?
Por tomar algo de perspectiva, en 2001 la Comisión Europea publicaba su Libro Verde para iniciar un debate sobre cómo podría fomentar la Unión Europea la Responsabilidad Social de las empresas. La Comunicación de la Comisión sobre desarrollo sostenible —con el ambicioso apellido de “por un mundo mejor»—, aprobada en el Consejo Europeo de Gotemburgo ese mismo año, indicaba que “debería animarse a las empresas a adoptar un enfoque proactivo en materia de desarrollo sostenible en sus operaciones”. Tras 20 años de animar a las empresas y, a la vista de la lentitud de los avances y de lo que está en juego, ¿no deberíamos apostar por aceleradores más decididos del cambio?
El primer paso para imprimir velocidad a esta transformación sería reconocer de manera específica a aquellas empresas que generan valor social y ambiental más allá del económico. Es decir, que, sin renunciar al lucro, persiguen un impacto positivo. Así, en 2010 surgieron las Benefit Corporations en Estados Unidos. También nuestros vecinos en Italia (Società Benefit) y en Francia (Entreprise à mission) cuentan con formas organizativas que reconocer a este tipo de empresas que trabajan con el “triple balance”. Al otro lado del Atlántico, Colombia, Ecuador y Perú ya cuentan con una ley similar y otros seis países se encuentran discutiendo proyectos de ley en la actualidad, habiendo consenso político para avanzar en el tema. La actual Secretaria General de UNCTAD y ex-SEGIB, Rebeca Grynspan, ha afirmado que Iberoamérica puede convertirse en una región de vanguardia en el impulso de estas compañías “siendo imprescindible contar con el tercer elemento de la ecuación: el apoyo e impulso desde la política pública. Sólo así podremos hacer que estas empresas sean la norma y no la excepción”.
¿Qué pasaría si el sector público se decidiera a liderar esta batalla de forma más decidida?
España no contaba hasta hace muy poco con este tipo de figura, pero parece que algo se mueve en este sentido, después de que hayan sido varios los actores que han reclamado un reconocimiento legal para este tipo de empresas. Por un lado, el Foro NESI junto a otras 70 organizaciones lanzó en 2020 el Plan A, un repositorio de propuestas para la reconstrucción económica y social tras la crisis del Covid-19, siendo una de ellas crear un tipo legal societario de «Empresa Social» o «Empresa de Impacto”, que se definía como “una opción de mercado cuyo fin estatutario sea solucionar problemas sociales a la vez que aportar beneficio para sus accionistas”.
El impulso definitivo ha llegado con el Manifiesto para impulsar un nuevo modelo económico y empresarial inclusivo y sostenible que lanzó el movimiento B Corp y que fue apoyado por economistas, políticos, juristas, periodistas y activistas de la sociedad civil como Iñaki Gabilondo, Ana Pastor, José María Lasalle, Mónica Chao o Toni Roldán, entre otros. La comunidad B Corp, integrada por más de 4.000 empresas en 74 países, cuenta con su propia certificación para reconocer a las empresas que tienen en cuenta el impacto de sus políticas y estrategias empresariales en sus trabajadores, clientes, proveedores, comunidad o medio ambiente. Danone, Central Lechera Asturiana, Ecoalf, Camper, Holaluz o Isdin son algunas de las empresas que ya están certificadas en España. Tras una campaña de movilización y generación de alianzas y tras reunir más de 30.000 firmas en Change.org, el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó en junio la creación de una nueva figura jurídica llamada las Sociedades de Beneficio e Interés Común (SBIC) que reconocerá las Empresas con Propósito en España, mediante una enmienda transaccional que obtuvo un apoyo mayoritario para ser incorporada a la Ley de Creación y Crecimiento Empresas (“Crea y Crece”).
Aunque para que esta ley tenga implicaciones reales es necesario que se desarrolle el correspondiente reglamento —hacerlo con celeridad sería la mejor demostración de que esta cuestión es verdaderamente prioritaria—, su mera promulgación supone un paso de gigante. Sin embargo, la dimensión del desafío hace que miremos ya el siguiente paso, que pasaría no sólo por reconocer sino por incentivar a las empresas de triple balance. Pero ¿qué implicaría esto a nivel práctico? ¿Cuáles deberían ser estos incentivos?
En primer lugar, ir un paso más allá en la Ley de Contratos del Sector Público —que ya exige a las Administraciones Públicas y el resto de poderes adjudicadores apostar por una compra pública social y ecológica— favoreciendo a aquellas empresas que, ya desde sus estatutos, contemplan el triple balance. Esto ocurre a día de hoy en el Parlamento Británico, que ha tomado la rotunda decisión de solo admitir a las denominadas Social Enterprises entre sus proveedores.
El Parlamento Británico ha tomado la decisión de solo admitir a Social Enterprises entre sus proveedores
En segundo lugar, la administración debería contribuir a dar visibilidad a este tipo de empresas para que los consumidores las conozcan y reconozcan, pudiendo respaldarlas a través de sus decisiones de compra. Nuevamente en el Reino Unido, se ha desarrollado la campaña Buy Social para identificar y promover este tipo de empresas ante la ciudadanía, en colaboración con entidades locales.
El paso crucial —y el más audaz— sería plantear un esquema de ventajas fiscales para este tipo de empresas. A pesar del impacto que esto tendría en las arcas públicas ¿no tiene sentido que aquellas empresas que contribuyen de manera verificable a combatir problemas a los que las administraciones ya se están enfrentando vean reducida su carga impositiva? Todo ello sin olvidar la realidad de nuestro tejido empresarial —con un 99,8% de PYMES—, cuyas particularidades no debería obviar una eventual legislación que incentive a las empresas con impacto positivo.
Si hay algo en lo que todos coincidimos, es que queda poco tiempo para pasar de las palabras a la acción. Tras años de animar desde el sector público, articular un plan de incentivos para este tipo de empresas sería un paso trascendental para demostrar seriedad en el compromiso con la tan mencionada Agenda 2030. Un paso valiente, que provocaría un cambio sistémico en el ámbito de la gestión empresarial. Pero, a veces, una revolución es la solución más razonable.
Comisión Europea (2001): Green Paper: Promoting a European framework for Corporate Social Responsibility. Disponible en: https://ec.europa.eu/commission/presscorner/detail/en/DOC_01_9
Molina, M. (2021): Libro Verde de las Empresas con Propósito. Madrid, Fundación B Lab y Barcelona, Fundación Gabeiras.
Secretaría General Iberoamericana (2021): Las empresas con propósito y la regulación del Cuarto Sector en Iberoamérica. Disponible en: https://www.segib.org/?document=las-empresas-con-proposito-y-la-regulacion-del-cuarto-sector-en-iberoamerica-resumen-ejecutivo
Consultora de asuntos corporativos y profesora en diversos másteres (Universidad de Navarra, Universidad Carlos III, INAP). En la actualidad es Representante de la Red de amfori en España, y anteriormente ha sido Directora General de Transparencia, Gobierno Abierto y Atención al Ciudadano de la Comunidad de Madrid como independiente y ha dirigido el área de Reputación e intangibles en la consultora KREAB.
Ver todos los artículosConsultora de asuntos corporativos y profesora en diversos másteres (Universidad de Navarra, Universidad Carlos III, INAP). En la actualidad es Representante de la Red de amfori en España, y anteriormente ha sido Directora General de Transparencia, Gobierno Abierto y Atención al Ciudadano de la Comunidad de Madrid como independiente y ha dirigido el área de Reputación e intangibles en la consultora KREAB.
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