20 de junio de 2023
por
Sergio Sánchez Benítez
Ilustrador
Juárez Casanova
“Todas las familias felices se mienten de forma parecida; las desdichadas lo hacen cada una a su manera”. Con esta frase, adaptada del célebre arranque de su inmortal Ana Karénina, podría haber comenzado Lev N. Tolstói la crónica de su propia vida y de su trágica muerte. Como es bien sabido, a sus 82 años, Tolstói abandonó de madrugada su hacienda de Yásnaia Poliana en compañía de su médico, dejando atrás una nota a su esposa en la que le pedía que no fueran en su búsqueda. Moriría unos días después, en la habitación del jefe de la estación ferroviaria de Astápovo, a unos 200 kilómetros de su hogar, tras una peripecia que los periódicos de la época contaron en sus páginas de forma parecida a cómo la prensa rosa —y no tan rosa— ha narrado las vicisitudes sentimentales del Premio Nobel Mario Vargas Llosa. Minuto a minuto, que diría un comentarista deportivo, y versta a versta. Pero ¿cuánto de realidad y de ficción hay en el relato de la huida de Tólstoi? Nunca lo sabremos1.
Aquello que está detrás de esa supuesta inteligencia artificial es un elemento humano, demasiado humano
Demos un paso atrás en el tiempo hasta el momento del nacimiento de otro gigante de la literatura. Estamos en Fráncfort del Meno, a la sazón ciudad libre del Sacro Imperio Germánico, instantes antes del mediodía del 28 de agosto de 1749, y en el momento exacto en el que suena la duodécima campanada nace Johann Wolfgang Goethe. Nos lo cuenta el propio autor en ese prodigioso joyero literario, repleto de perlas cultivadas y otras directamente falsas, que es Poesía y Verdad2. Invenciones autobiográficas que iniciaron un género, en el que lo que Goethe llamaba “verdad esencial” (das Grundwahre, el relato subjetivo que da significado a la insignificante desnudez de los hechos) se contradice a menudo con la verdad factual. Hoy, en esta posmodernidad en muchos aspectos tan neorromántica, quizá lo llamaríamos truthiness3 o posverdad.
Pero ¿acaso el arte de contar mentiras no es la pieza más esencial en la caja de herramientas literarias? ¿En qué medida la falsedad o la ficción contribuyen a dar sentido al relato de nuestras propias vidas? David Hume supo entrever los aprietos en los que la modernidad, con su paradigma físico-matemático, iba a poner a la identidad humana. Si el sujeto pasaba a ser solo un “haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento”4, ¿cómo podríamos hablar con sentido de un yo o de un individuo propiamente dichos? La respuesta, en una época paradójicamente de nacimiento del individualismo político, estaba en la construcción de una sólida identidad social que pudiese sostener el andamiaje de la subjetividad maltrecha, es decir, de nuevo en pseudorrealidades, en relatos supuestamente no ficticios.
En 1719, pocos años después del nacimiento de Hume, veía la luz un personaje llamado Robinson Crusoe, supuestamente nacido en la ciudad de York en 1632. Hoy nadie duda del carácter ficticio del protagonista de la novela homónima de Daniel Defoe, pero cuando el libro se publicó los lectores pensaron que era el relato fidedigno de un hecho real. Ni el autor ni el editor hicieron nada para sacar a los lectores de su error, y Robinson Crusoe se convirtió pronto en uno de los libros más vendidos de la historia de la literatura hasta el momento. Defoe había ficcionalizado la peripecia de un náufrago real, Alexander Selkirk, embelleciéndola a su antojo para hacerla más verdadera5. La novela de la modernidad creaba nuevos mitos humanos para sustituir a las hagiografías, mientras los incipientes relatos nacionales –entre otros, The History of England, de Hume– ayudaban a sostener la identidad individual cuestionada y sustituían a la idea global de una res publica christiana.
Existen numerosos casos como el de Robinson Crusoe, aunque mucho menos brillantes desde el punto de vista literario, que van desde los falsos testimonios de personas que jamás estuvieron donde dicen que estuvieron —por ejemplo, en un campo de concentración nazi o en el gulag— a fenómenos mediáticos como el superventas Raíces, una combinación de imaginación y plagio, del que Alex Haley vendió nueve millones de ejemplares y que se tradujo a más de 30 idiomas. Pero quizá el ejemplo más sonado, y vergonzoso, sea el de los falsos diarios de Hitler, un auténtico bulo global a la altura en mendacidad de Los Protocolos de los Sabios de Sion, que no solo pretendía ganar dinero con una vulgar estafa sino rehabilitar la figura del líder nazi, intentando desvincularlo del exterminio del pueblo judío.
Frente a estos casos de pseudorrealidad inauténtica, la literatura crea auténticas realidades ficticias que, como pedía Joseph Conrad, nos hacen abrir los ojos y nos introducen, a través de la ficción, en los misterios de la naturaleza humana. Hoy más que nunca la novela es un cruce de caminos entre ficción, autoficción y metaficción, donde los senderos propios y ajenos, reales e inventados, se entreveran sin señales de advertencia. Autores como Karl Ove Knausgård, W. G. Sebald, Jean Echenoz, Vivian Gornick, Annie Ernaux, Enrique Vila Matas o Manuel Vilas, por citar solo algunos ejemplos, han convertido estos juegos de espejos casi en un género literario propio. E incluso algunos autores, como Javier Cercas (El impostor) y Emmanuel Carrère (El adversario) se han atrevido a narrar, en esos cruces entre realidad y ficción, la historia de una impostura.
Nada hay que objetar a esta ampliación del campo de batalla narrativo siempre que el lector quede debidamente advertido del territorio ficticio por el que se adentra. La novela debe ser tan heterogénea como libérrima la imaginación del novelista. Sin embargo, existen señales alarmantes de que la ficcionalización de la realidad afecta, y cada vez más, a ese otro universo literario llamado “no ficción”, que aspira o anuncia un propósito de verdad que a menudo está lejos de cumplirse. Textos en los que se reproducen diálogos entre personajes históricos que el relator de los hechos ni siquiera escuchó, encuentros a los que no asistió, pero que este no tiene reparo en reproducir con la exactitud y frescura de una conversación, con comillas y guiones como notarios tipográficos de su presunta exactitud. Y no solo los diálogos, también los elementos diegéticos, la propia narración, se ve contagiada por el espíritu creativo del autor, que se permite ordenar los acontecimientos de tal forma que resulten más creíbles, pues a veces es más fácil hacer verosímil una invención que una verdad. Muy a menudo se trata de libros de no ficción, incluso de piezas periodísticas, firmadas por escritores o reporteros que han estado muy cerca de los hechos narrados, proximidad que dota a los autores de un engañoso plus de credibilidad.
Es cierto que el ensayo, como su nombre indica, no deja de ser una tentativa, un intento de comprensión, una aportación provisional. Pero cuando se refiere a realidades sobre las que supuestamente aporta información, esta debe ser contrastada y no basarse en hechos y diálogos recreados o ficcionados. Y si la realidad ha sido ficcionada, el lector debe ser advertido. Y lo mismo cabe decir de los pódcast, las emisiones radiofónicas, las series documentales o incluso los espacios publicitarios que contienen supuestas declaraciones de personajes históricos o populares, testimonios falsos a los que la inteligencia artificial dota de la misma voz e imagen que las de aquellas personas, pero que dicen o hacen cosas que nunca dijeron o hicieron. Como en las cajetillas de cigarrillos, en muchos de estos productos comunicativos debería advertirse que la ficcionalización de la realidad puede perjudicar seriamente la salud de la verdad.
La posverdad es un fenómeno complejo alimentado por emociones y creencias ideologizadas que parten, precisamente, de la renuncia a distinguir entre realidad e invención, una renuncia que podemos encontrar también en las páginas de muchos libros. Por ello, resulta exagerado decir, como afirma Byung-Chul Han, que la “actitud nihilista de la verdad” es un “fenómeno patológico de la digitalización”, y que, como tal, “no pertenece a la cultura de los libros”6.
Hannah Arendt nos advertía que el sujeto ideal del régimen totalitario no es el militante convencido, sino aquel que no distingue entre verdad y ficción
Como ya se ha comentado, es posible encontrar ejemplos de esta negación de la verdad en multitud de obras impresas, en forma de libro o de artículo periodístico, aunque, sin duda, la digitalización aumenta exponencialmente los riesgos de tomar por cierto lo que no lo es. Las nuevas tecnologías no solo posibilitan una difusión masiva e inmediata de los bulos, también permiten generar una ilusión de realidad a través de la suplantación de identidad, y no solo con un supuesto afán de verdad, sino, como ocurre con fenómenos como el deepfake o ultrafalso, para propagar noticias falsas o destruir la reputación de una persona.
Pero también es importante entender que los presupuestos ideológicos de esta ficcionalización de la realidad son previos a la digitalización. No se trata de minimizar el impacto de las nuevas tecnologías sobre la ficcionalización, sino de comprender que aquello que está detrás de esa supuesta inteligencia artificial es un elemento humano, demasiado humano. Y, por tanto, es corregible. Como nos advertía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, mucho antes de esta nueva era digital, el sujeto ideal del régimen totalitario no es el militante convencido, sino aquel que no distingue entre verdad y ficción. Por el contrario, la mejor aportación de la literatura a la lucha contra la posverdad será siempre, como afirmó Susan Sontag en su discurso de aceptación del Premio Jerusalén, interiorizar que “la primera tarea de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad… y negarse a ser cómplice de mentiras e información errónea. La literatura es la casa del matiz y de la indocilidad a las voces de la simplificación”7. Una literatura que emocione no para exacerbar las opiniones hasta hacernos negar la realidad, sino para estimular la reflexión y el sentido crítico. Cuando la digitalización aumenta los riesgos de crear una sociedad rendida a la posverdad y a la desinformación, la literatura de ficción y no ficción y el periodismo, el ámbito global de la comunicación humana en su conjunto, deben obrar como un gran escudo verdadero.
1Existen numerosas obras que abordan el relato de los últimos días de Tolstói y las razones de su huida, aunque el escritor falleció dejando muchos de estos enigmas sin resolver. Recientemente se ha publicado la primera gran narración novelada de estos hechos, Tolstói ha muerto, de Vladimir Pozner, que incluye una muy recomendable introducción del escritor, traductor y editor Adolfo García Ortega.
2Johann Wolfgang Goethe, Poesía y Verdad, Alba Editorial, página 25. Aunque existen diversas traducciones al castellano, recomendamos la magnífica traducción de Rosa Sala Rose, en Alba Editorial.
3Para más información sobre este neologismo, véase: https://www.nytimes.com/2010/10/17/magazine/17FOB-onlanguage-t.html
4David Hume: Tratado de la naturaleza humana, libro 1, parte 4, sec. 6. Madrid,
Editora Nacional, 1977, vol. 1, p. 400-401.
5Este y otros ejemplos pueden encontrarse en Bill Fawcett (Ed): You said what? Lies and propaganda throughout history.
6Han, B-C., Infocracia (2022), pág. 76.
7Disponible en: https://www.themarginalian.org/2016/12/19/susan-sontag-the-conscience-of-words/
Arendt, H. (2006): Los orígenes del totalitarismo. Madrid, Alianza Editorial.
Han, B-C. (2022): Infocracia. Madrid, Taurus.
Fawcett, B. (2007): You said what? Lies and propaganda throughout history. New York, HarperCollins Publishers, Inc.
Goethe, J. W. (1999): Poesía y Verdad. Barcelona, Alba Editorial.
Hume, D. (1977): Tratado de la naturaleza humana. Madrid, Editora Nacional.
Pozner, V. (2022): Tolstói ha muerto. Barcelona, Seix Barral.
Sontag, S. (2008): Al mismo tiempo: ensayos y conferencias. Barcelona, Debolsillo.
Escritor y experto en Comunicación y Seguridad. Ha sido director de Comunicación del Ministerio de Defensa, del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y director de Análisis Estratégico de Telefónica. En la actualidad, es director de Comunicación Institucional de Indra.
Ver todos los artículosEscritor y experto en Comunicación y Seguridad. Ha sido director de Comunicación del Ministerio de Defensa, del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y director de Análisis Estratégico de Telefónica. En la actualidad, es director de Comunicación Institucional de Indra.
Ver todos los artículos
Comentarios