6 de abril de 2020
por
Ramón González Férriz
En 1978 Thomas Schelling, un peculiar economista que, tras trabajar para el Gobierno del presidente Truman, había estudiado a fondo las estrategias negociadoras de las grandes potencias nucleares, publicó un libro titulado Micromotives and Macrobehaviour. En él, explicaba cómo decisiones individuales aparentemente intrascendentes acababan teniendo importantes consecuencias no deseadas para toda la sociedad. En su momento, el ejemplo de Schelling que más llamó la atención fue el de la segregación racial en las ciudades estadounidenses. En él, mostraba cómo ciudadanos blancos que tenían una ligera preferencia por tener vecinos de su misma raza, aunque no fueran en absoluto racistas, acababan mudándose de sus barrios mixtos, lo que hacía que, con el tiempo, el vecindario que abandonaban se segregara y sus únicos residentes acabaran siendo ciudadanos negros. No era en absoluto lo que pretendían, pero era lo que ocasionaban.
Un pasaje aún más explícito explicaba que, en un edificio en llamas, era racional que la gente pensara que debía correr para salvarse, sobre todo si veía que los demás lo hacían. Pero posiblemente eso provocaba que hubiera más víctimas. Las motivaciones que nos hacen tomar determinadas decisiones, cuando se agregan a las de los demás, pueden producir el efecto contrario al pretendido. Schelling recibió el Premio Nobel de Economía en 2005 por su estudio del comportamiento humano.
Es interesante tener en mente los modelos de Schelling sobre los micromotivos y sus resultados macro en el comportamiento humano al pensar, por un lado, en la dramática proliferación de infectados por la COVID-19 y, por el otro, en la proliferación de información sobre ella, en ocasiones falsa y dañina, en las redes sociales e incluso en los medios tradicionales.
Cuando tuiteros, políticos o periodistas hacen lo mismo al mismo tiempo, la conversación pública se convierte en el equivalente moral de un edificio en llamas
Seguramente, desde un punto de vista individual, era racional huir de Madrid hace unas semanas, al principio de la situación de alarma, para buscar refugio lejos de la ciudad. Pero es probable que el hecho de que muchas personas pensaran lo mismo provocara un empeoramiento de la situación general.
De igual manera, puede entenderse que un tuitero semidesconocido quiera expresar su exasperación por el confinamiento con exabruptos, o que un periodista o un político aprovechen la situación para vindicar su posición ideológica, pero cuando todos los tuiteros, políticos o periodistas hacen lo mismo al mismo tiempo, la conversación pública se convierte en el equivalente moral de un edificio en llamas.
La arquitectura original de la World Wide Web se concibió de acuerdo con un impecable principio ilustrado: la eliminación de fricciones para el intercambio de información permitiría a todo el mundo acceder a un conocimiento verdaderamente libre y sería una herramienta cada vez más importante para que los ciudadanos adoptaran comportamientos virtuosos. Agregados, sin una autoridad central, sin discriminación ni censura, que generarían una sociedad mejor.
En parte, esa promesa se cumplió. Ahí están algunos prodigios de cooperación social inteligente como Wikipedia, una parte notable de YouTube o incluso la transmisión de memes brillantes e irreverentes. “En general, la red ha dado sorpresas agradables con respecto al potencial humano”, dice Jaron Lanier, que asistió de primera mano al nacimiento de la web y de la inteligencia artificial, en su libro Contra el rebaño digital (Lanier, 2011). “El surgimiento de la red a principios de los noventa se produjo sin líderes, ideología, publicidad, comercio ni otra cosa que una sensibilidad positiva compartida por millones de personas”, añade.
Había, asegura Lanier, “una gran fe en la naturaleza humana. Creíamos en que si le conferíamos el poder a los individuos se obtendría más bien que mal”. Y seguramente hemos obtenido mucho más bien que mal. Pero, añade Lanier, “resulta realmente perverso el modo en que Internet se viene deteriorando desde entonces. La fe central en el diseño inicial de la red fue desbancada por una fe distinta en la centralidad de entidades imaginarias cuyo símbolo más claro es la idea de que Internet en su conjunto está cobrando vida y convirtiéndose en una criatura sobrehumana”.
Hoy la viralidad digital tiene el potencial de agravar, en la esfera pública, las consecuencias de una pandemia ya de por sí dramática
Esa criatura sobrehumana es, en parte, la viralidad. Se podría pensar que para quienes diseñaron la arquitectura original de la web, el objetivo definitivo era crear el mejor agregado posible de las motivaciones de todo el mundo. Pero Internet, en cierto sentido, ha acabado replicando la vida real, en la que no solo hay gente que grita “fuego”, sino que el resto tendemos a correr cuando lo oímos. O, como dice Lanier, el cambio de rumbo de Internet “ha favorecido hasta cierto punto a los sádicos, pero el peor efecto que ha obtenido es la degradación de la gente corriente”. Tal vez no se trate de una degradación sino que, una vez más, olvidamos de manera interesada que nuestras decisiones individuales tienen consecuencias sociales que no suelen tener relación con la motivación que las impulsó en un principio, o son incluso abiertamente contrarias.
La COVID-19 ha sido un dramático recordatorio de este hecho. Y aunque las enfermedades nunca son metáforas de nada, esta nos ha recordado que la viralidad, de la que con tanta frecuencia hablamos para referirnos al éxito de un vídeo, una noticia o un simple bulo, debe su nombre a los virus. Hoy esa viralidad digital tiene el potencial de agravar, en la esfera pública, las consecuencias de una pandemia ya de por sí dramática. No son solo las reivindicaciones sectarias, el rechazo absoluto de la autoridad intelectual o la creación de propaganda por medio de la falsificación. Es la sensación, acuciada por el miedo en el ambiente, de que las redes sociales están llevando al extremo la oposición entre las motivaciones personales y los efectos sociales resultantes que explicaba Schelling.
Ante esta situación, últimamente vemos con frecuencia dos apelaciones. Una es la llamada a aprovechar este inmenso drama para ser mejores personas, más conscientes del daño que puede causar nuestro comportamiento físico o digital, o para pensar bien los efectos de lanzar una noticia que confundirá o engañará a los demás generando aún más caos. La segunda es, sin renunciar a la primera, intentar poner orden en el caos mediante la limitación de las libertades individuales y la creación de mecanismos que, aunque no sean censura, pueden suponer una invasión notable de la libertad de expresión o la privacidad. La primera es bienintencionada pero no funcionará, dada la arquitectura actual de Internet —y el contagio parcial que han sufrido unos medios de comunicación que también premian la viralidad—. La segunda, la más indeseable, es uno de los mayores riesgos que viviremos socialmente en los próximos tiempos.
Únicamente mediante la observación del comportamiento de los individuos podremos entender de qué manera sus motivaciones se traducen en patrones, y si estos se ajustan a las primeras
Hay una tercera apelación cuyo objetivo puede resultar inalcanzable en términos prácticos pero que, a pesar de todo, tiene una clara utilidad. “Lo que te pido que te asombre, y no necesariamente que admires —sugería Schelling a los lectores de Micromotives and Macrobehaviour—, es la enorme complejidad del sistema colectivo de comportamiento, un sistema del que los individuos que lo conforman no tienen por qué saber nada o del que ni siquiera son conscientes.» Únicamente mediante la observación del comportamiento de los individuos podremos entender de qué manera sus motivaciones se traducen en patrones, y si estos se ajustan a las primeras. Como advertía Schelling, es probable que esa correspondencia no se produzca, y eso es seguramente más cierto que nunca en tiempos de virus y viralidad, cuando parece imposible un debate ya no sereno, sino mínimamente concertado, sobre lo que nos está pasando.
La viralidad convierte lo racional en irracional y viceversa: comprar papel higiénico es racional, pero solo hasta cierto punto. Lo mismo puede decirse de contar el último chisme recibido. Si de esta situación aprendemos lo necesario para identificar las instituciones diseñadas para romper estos procesos —de los medios a los gobiernos— y reforzarlas sin fortalecer el autoritarismo, tal vez podríamos decir que la crisis ha servido, tristemente, para algo.
Grimes, W. “Thomas C. Schelling, Master Theorist of Nuclear Strategy, Dies at 95” en The New York Times, 13 de diciembre de 2016. Disponible en: https://www.nytimes.com/2016/12/13/business/economy/thomas-schelling-dead-nobel-laureate.html
Lanier, J. (2011): Contra el rebaño digital. Barcelona, Debate.
Schelling, T. (2006): Micromotives and Macrobehaviour. Nueva York, Norton & Company.
Periodista y autor de varios libros, el último "La trampa del optimismo. Cómo los años noventa explican el mundo actual" editado por Debate.
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