19 de noviembre de 2025

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Tecnología y participación, un binomio para la democracia

por Javier Pérez
Ilustrador Daniel Montero Galán

La tecnología puede revitalizar la democracia mediante herramientas participativas que superen la desafección ciudadana. España debe aprovechar su potencial digital para crear canales de participación, evitando el tecnosolucionismo“1”. La clave pasa por apostar por modelos de tecnología abierta, transparentes y basados en una cultura democrática sólida.

 

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¿Cómo usar la tecnología para que la democracia vuelva a resultar sexy, sobre todo para la población más joven? ¿Cómo aprovechar el potencial de la digitalización para redefinir y mejorar la relación entre la Administración y la ciudadanía? ¿Cómo pueden servir los entornos digitales para que la gente tome parte en las decisiones sobre asuntos que les afectan? No es un reto fácil.

En España, el 91 % de la población usa internet a diario, un 57 % compra online habitualmente y un 86 % cuenta con un perfil público y activo en redes sociales, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y de IAB Spain. Al mismo tiempo, el 80 % de los jóvenes menores de 30 años y el 65 % de los mayores de 60 consideran que la clase política no les escucha lo suficiente. Paradójicamente, la mitad de los ministerios apenas recibe 40 respuestas cuando consultan a la ciudadanía su opinión sobre una nueva normativa.

El derecho de las personas a participar de los asuntos públicos, ya sea directamente o por medio de representantes libremente elegidos, es un pilar de nuestro sistema democrático. Se encuentra en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y es reconocido como derecho fundamental por todas las constituciones de las democracias liberales actuales. Está estrechamente vinculado con otros derechos y libertades, como el acceso a la información pública y a una información veraz, la libertad de expresión o el derecho de reunión, sin los que no se puede garantizar su pleno ejercicio.

Algunos de los derechos específicos a través de los que se manifiesta este derecho de participación, como es el derecho de petición, hunden sus raíces en la Edad Media. Ya en el siglo XIV, las Partidas de Alfonso X el Sabio garantizaban el derecho de acceso al rey para solicitar justicia o exponer un problema. En el siglo XVII, la Bill of Rights británica reconoció explícitamente el derecho de los súbditos a presentar peticiones al rey con la garantía de protección a los peticionarios frente a represalias o procesamientos injustificados.

Ni el paso del tiempo ni la irrupción de la tecnología digital en nuestras vidas han modificado la esencia de los derechos de participación. La ciudadanía sigue teniendo, básicamente, derecho a elegir a sus representantes y a proponer iniciativas a las autoridades públicas. Así lo reconoce explícitamente la pionera Carta de Derechos Digitales de España cuando señala que: “No se trata necesariamente de descubrir derechos digitales pretendiendo que sean algo distinto de los derechos fundamentales ya reconocidos o de que las nuevas tecnologías se erijan por definición en fuente de nuevos derechos […]”. Aunque advierte de que “el desarrollo y progresiva generalización de estas tecnologías y de los espacios digitales de comunicación e interrelación que ellas abren dan lugar a nuevos escenarios, contextos y conflictos que deben resolverse mediante la adaptación de los derechos y la interpretación sistemática del ordenamiento”.

Esta necesaria adaptación del ordenamiento jurídico a los entornos digitales se ha realizado, en el caso de los derechos de participación, situando el foco en la agenda de protección. Así, la lucha contra la desinformación en entornos digitales ha cobrado gran protagonismo, bajo la lógica de que no es posible participar sin recibir información veraz.

A su vez, el temor a interferencias externas y sabotajes explica la preocupación por garantizar elevados estándares de ciberseguridad en cualquier proceso que implique votaciones online. En el caso de la infancia y la juventud, los recientes desarrollos legislativos en España han sido abordados para protegerles frente a los peligros y riesgos de los entornos digitales, sin explotar las potencialidades que estos presentan para promover la participación política y la formación democrática de niños, niñas, adolescentes y jóvenes.

Pero, para que la tecnología pueda contribuir a dar respuesta a la desafección ciudadana con la democracia, esta agenda protectora debe ser complementada con una agenda expansiva y propositiva. Se trata de plantear y desarrollar cómo la tecnología y los entornos digitales pueden redefinir la relación entre la Administración y la ciudadanía. El objetivo es abrir el camino de la corresponsabilidad y el protagonismo de la gente de a pie en el diseño de políticas públicas y en la resolución de los problemas colectivos que les afectan. Debemos lograrlo, además, garantizando los derechos de todas las partes involucradas y la sostenibilidad del planeta.

Maridaje de los derechos

Los derechos de participación han encontrado, en maridaje con el entorno digital, una dimensión que supera sus límites tradicionales. Esta evolución no responde únicamente a factores tecnológicos, sino también a cambios sociales y políticos que demandan canales más inclusivos y accesibles para la participación ciudadana. Pero una ciudadanía acostumbrada a los estándares de usabilidad de las grandes plataformas tecnológicas y a los usos de interacción de las redes sociales, difícilmente va a aceptar y usar unas herramientas de participación cuyo diseño se quedó anclado en los albores del nuevo milenio. La revolución digital en la participación ciudadana es ineludible.

En algunos lugares, dicha revolución ya ha comenzado y la tecnología está facilitando formas más orgánicas de participación ciudadana. Por ejemplo, la plataforma de peticiones electrónicas del Parlamento Británico ha canalizado más de 50 millones de firmas en los últimos diez años y ha propiciado importantes debates parlamentarios sobre las cuestiones que más han preocupado a su ciudadanía en cada momento (como la revocación del Brexit, la inmigración o la protección de los derechos de los animales).

También, desde fuera de las instituciones, plataformas como Change.org o Avaaz permiten movilizar a grandes audiencias en torno a causas concretas, logrando un impacto social y político real, inimaginables en un entorno analógico. Sirva de ejemplo el caso de Carlos San Juan, que a sus 78 años logró recabar 650.000 firmas para forzar al Ministerio de Economía de España a pactar con los bancos un protocolo de atención a personas mayores.

La «ola deliberativa»

Por otro lado, la inteligencia artificial permite superar los cuellos de botella que estaban lastrando algunas de las principales innovaciones democráticas de los últimos años, como son las asambleas o convenciones ciudadanas. Este fenómeno, tan extendido en el mundo que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) lo ha calificado como “ola deliberativa”, encuentra su principal limitación en el pequeño número de personas que participan directamente dentro de la experiencia (en torno a 100 ciudadanos) y en la cantidad de recursos necesarios para su adecuada organización, moderación y seguimiento. Una serie de herramientas tecnológicas disruptivas ya están permitiendo escalar estas experiencias deliberativas (en número, en calidad y en eficiencia), respetando las dinámicas necesarias para mantener la esencia democrática del proceso.

Pero esta perspectiva expansiva en las relaciones entre tecnología y participación no está exenta de dilemas y peligros. ¿Qué pasa cuando las capacidades de la tecnología dejan de ser compatibles con la esencia de los valores y principios intrínsecos de la democracia? ¿Son aceptables mejoras democráticas en términos de eficiencia si se logran a cambio de sacrificar la deliberación, el debate, el compromiso público o la diversidad sobre las que se cimenta la legitimidad democrática de las decisiones públicas?

Estos escenarios distópicos no están sacados del guion de la próxima temporada de Black Mirror, sino que ya son una realidad. La tecnodemocracia, un sector nicho dentro del universo tecnológico, no es ajena a la ola de tecnosolucionismo predominante. Desde países tan democráticamente exóticos como los Emiratos Árabes Unidos, nos llega la creación de la primera Oficina de Inteligencia Legislativa del mundo, con la que prometen transformar, a golpe de IA, la forma en la que se hacen las leyes. Este sistema “integrará la legislación estatal y local, las sentencias judiciales, los procedimientos ejecutivos y los servicios públicos para crear un marco legislativo continuamente actualizado, acelerando el proceso legislativo en un 70 %”.

Este tipo de propuestas ofrecen hacer más eficientes los procesos democráticos, sustituyendo o reduciendo al máximo la genuina deliberación política y participación ciudadana. Van a ir en aumento y deben ser críticamente cuestionadas y evaluadas; debemos examinarlas según criterios de transparencia (¿cómo funcionan los algoritmos?); libertad y rendición de cuentas (¿quién controla que el sistema no vaya contra los derechos y libertades reconocidos?); diversidad y pluralidad (¿sus insumos incluyen diversidad de perspectivas e intereses?) y eficacia (¿el sistema es capaz de legislar mejor o solo más rápido?).

En su relación con la democracia, la tecnología ofrece nuevas rutas, pero no atajos. Está demostrando ser especialmente transformadora cuando cataliza procesos participativos sólidos y consolidados, donde ya existen una ciudadanía activa, un marco jurídico habilitante, unos funcionarios públicos conocedores y sensibilizados y unos responsables políticos comprometidos con orientar su acción política hacia la voluntad de la ciudadanía. Los 1.5 millones de ciudadanos que participan activamente en la plataforma Brasil Participativo del Gobierno brasileño o el 50 % de los vecinos de Reikiavik que participa en la iniciativa Better Reykjavik, son extraordinarios mimbres con los que la tecnología puede desplegar su magia.

Comunes digitales

Los comunes digitales son el resultado de la aplicación del concepto de procomún“2” a aquellos bienes pertenecientes al ámbito de la información, las comunicaciones y las nuevas tecnologías. Son creados por una comunidad que también se implica en la toma de decisiones sobre el gobierno del bien en cuestión. Un ejemplo es la experiencia participativa de Taiwán. A través de una cuidada colaboración público-social-privada, han logrado poner en marcha un exitoso espacio de participación ciudadana: el 80 % de los casos sometidos a este proceso que recoge las inquietudes y necesidades populares han resultado en algún tipo de medida gubernamental. Además, el proyecto se basa casi íntegramente en tecnologías comunitarias y abiertas. Estas, a diferencia de las soluciones “llave en mano” que ofrece el sector privado, permiten soluciones personalizadas al contexto de cada territorio y a las necesidades, capacidades y deseos de los colectivos participantes.

En Europa, también varios países están apostando por este camino para fortalecer la democracia, como Francia con La Suite Numérique, Estonia con e-Estonia o Reino Unido con la herramienta Consult de su incubadora de IA.

La Administración española aún no forma parte de ese grupo puntero de países que están usando la tecnología para promover una participación ciudadana relevante. Habrá que dar seguimiento, sin embargo, a la evolución del HazLab que, según el compromiso del Gobierno, “se va a consolidar como un referente en innovación democrática y participación ciudadana en la formulación de políticas públicas, a través de una estrategia integral que combine metodologías deliberativas avanzadas con herramientas tecnológicas innovadoras”. Los datos del inicio del artículo nos demuestran que en España existe el caldo de cultivo propicio: apetito de mayor participación y un potencial de ciudadanía digital aún por explotar.

Reconforta saber que, cada vez en más lugares del mundo, hay experiencias exitosas e inspiradoras donde se sitúa la tecnología al servicio de la democracia, y no al revés. Es un reto colectivo —de gobiernos, empresas y ciudadanía— que esta tendencia se convierta en la regla y no en la excepción.

 

Este número de TELOS ha sido realizado en colaboración con:

Logos institucionales Telos 128

Notas

 1El término tecnosolucionismo fue popularizado por el especialista en el análisis crítico de la tecnología y la política digital Evgeny Morozov en 2013. Alude a la creencia de que los problemas sociales y políticos pueden resolverse exclusivamente mediante soluciones tecnológicas, sin atender a sus dimensiones estructurales.

 2El procomún (commons) alude a los recursos gestionados colectivamente, más allá de la lógica estatal o privada, orientados al acceso compartido y la sostenibilidad comunitaria (Elinor Ostrom, Premio Nobel de Economía en 1990).

Bibliografía

Boletín Oficial del Estado (BOE). Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de Protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia. Madrid. Núm. 134, 2021. Disponible en: https://www.boe.es/eli/es/lo/2021/06/04/8/con

Gobierno de España. V Plan de Gobierno Abierto de España 2025-2029. Madrid, Portal de la transparencia, 2025. Disponible en: https://transparencia.gob.es/transparencia/transparencia_Home/index/Gobierno-abierto/planes-accion/VPLAN.html 

McKinney, S. y Chwalisz, C. Five dimensions of scaling democratic deliberation: with and beyond AI. La Haya, Democracy Next, 2025. Disponible en: https://www.demnext.org/uploads/DemocracyNext-Five-dimensions-of-scaling-democratic-deliberation-paper-June-2025.pdff 

Montiel Márquez, A.El derecho de petición: ¿instrumento de participación directa de los ciudadanos, o manifestación de la función de control?” en Cuadernos constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol (2000, 30-31, pp. 137-168).

Simone Noveck, B.Global AI and Democracy Watch: UAE’s AI-Powered Legislative Office: An Experiment Worth Watching” en The GovLab (2025). Disponible en: https://rebootdemocracy.ai/blog/UAE_AI_lawmaking

TELOS 128 - Derechos digitales - Portada revista

Artículo publicado en la revista Telos 128


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Autor

Economista y jurista por la UC3m de Madrid y posgrado en Tecnologías para el Desarrollo Humano por la UOC. Fundador y director de Political Watch, un centro de investigación-acción que trabaja por la mejora de la calidad democrática a través del desarrollo de tecnologías cívicas, la investigación y la incidencia colaborativa.

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