Somos afortunados. En los últimos 30 años hemos participado en la creación, perfeccionamiento y universalización de un conjunto de tecnologías que nos han permitido llegar a un número asombroso de personas de una forma sencilla y barata, y compartir acontecimientos y opiniones de forma abierta, libre. Hemos creado el canal para difundir y compartir información más eficiente de la historia, lo que nos ha llevado a generar más mensajes que nunca.
Pero no ha sido suficiente; ahora también contamos con una tecnología que nos permite producir esas comunicaciones de manera automática en base a reglas y pautas que nos habilitan a multiplicar exponencialmente el número de mensajes, incluso a hacer indistinguibles unos de otros, los generados por una persona frente a los generados por una máquina.
Los avances descritos están revolucionando la manera en la que las personas aprendemos a relacionarnos con el entorno que nos rodea, no solo adquiriendo conocimientos sino aplicando estos en nuestra vida social, trabajo, formación y desarrollo. Cada vez nos sentimos más capaces y autónomos, más seguros y rigurosos.
Ante nosotros se consolida progresivamente un proceso de aplanamiento de la cultura
El mundo digital nos acerca al sueño de la eficiencia: llegar a muchos, de forma inmediata, contándoles aquello que deseamos y ellos desean, de forma directa y atractiva. Gracias a ello somos capaces de aprender de profesores y universidades de gran prestigio sin movernos desde casa y, en muchos casos, de forma gratuita. Accedemos a fuentes audiovisuales casi infinitas, donde están los videos y la música que nos gusta, decidiendo si abonar por el servicio u obtenerlo sin coste económico a cambio de interrupciones para la publicidad. Nos mensajeamos con nuestros familiares y amigos, también de forma gratuita e ilimitada, compartiendo tanto las reflexiones e ideas que se nos pasan por la cabeza como las fotos y videos de nuestras vivencias y de los que nos rodean.
Paradójicamente, especialmente en los últimos años, esta nueva realidad también nos está haciendo sentirnos infelices. Primero, porque estamos experimentando cómo superar una era de desinformación por defecto que ha dado paso a otra por exceso, en la que la abundancia no significa mayor conocimiento y visión.
Segundo, porque los grandes jugadores tecnológicos, una lista muy corta de empresas que han universalizado sus plataformas, las han diseñado para que centremos nuestro tiempo en confirmar que lo que nos gusta, nos gusta de verdad. La misma tecnología que nos abrió el mundo de par en par, lo está haciendo cada vez más estrecho de la mano de los algoritmos, está cerrando el círculo alrededor de cada uno en base a lo que somos o creen que somos, sin profundizar en nuestras motivaciones y contradicciones, sobre todo atendiendo a nuestro yo como consumidor, ya sea de productos, ideas o sentimientos.
Y tercero, porque sobre todo en los dos últimos años, una nueva fuerza nos llena de miedo: la denominada inteligencia artificial generativa, un asombroso avance tecnológico que casi todo nuestro entorno nos dice que hace mejor lo que cada uno de nosotros llevamos mucho tiempo haciendo y deberíamos seguir haciendo en los próximos años.
A pesar de que somos plenamente conscientes de este nuevo escenario, apenas encontramos fórmulas para defendernos. Parece que, o bien asumimos las nuevas reglas y convivimos con el filtrado ajeno, o bien abandonamos las plataformas y lo que generan con el riesgo de encaminarnos a un aislamiento no deseado y difícil de mantener en el medio y largo plazo.
Ante nosotros se consolida progresivamente un proceso de aplanamiento de la cultura como el que describe Kyle Chayka n su libro Mundofiltro, o de aburrimiento tecnológico, como el que se analiza en la última edición del Biko Insights, el vehículo de reflexión de la consultora digital en la que he trabajado durante los últimos 16 años. Prima el resultadismo, bien económico, bien de visibilidad e impacto, medido gracias al número de visualizaciones, likes y seguidores.
Nuestro papel queda en gran medida relegado a dos ámbitos: usar los modelos de los que nos proveen las grandes plataformas para encontrar, entre los centenares de casos de uso que surjan, aquellos que nos aporten más valor en nuestro día a día y en nuestras profesiones; o ayudar a depurar dichos modelos para mejorar su precisión, ese crowdsorcing del que tan orgullosos nos sentíamos al inicio de la revolución digital, y que ahora sobre todo se basa en alimentar de interacciones los modelos de predicción y utilizar las herramientas generativas para detectar ámbitos en los que se producen imperfecciones o alucinaciones. ¿Desolador? Puede parecerlo. La realidad es que en nuestra mano reside que no sea así.
A la hora de adoptar la tecnología sigue habiendo un espacio significativo de decisión. En su libro Tecnohumanismo, Pablo Sanguinetti incide al reflexionar sobre la inteligencia artificial en que esta “seguirá incompleta mientras no se la recubra de un diseño narrativo y estético que le dé sentido y la inserte en nuestra cultura”. O lo que es lo mismo, el modo en que narramos una situación importa tanto como la situación en sí, y altera no solo cómo lo percibimos sino el efecto real que tiene en nosotros. Por esa razón, ¿vamos a dejar en manos de empresarios, tecnólogos, publicistas la manera de contar el impacto que tiene la inteligencia artificial y la utilidad de las plataformas? Sin duda, se hace necesario que filtremos todo lo que nos llega y aportemos una visión crítica.
Llevo cerca de 30 años explicando qué es el mundo digital, cómo se comporta y qué evolución ha tenido a lo largo de este tiempo. Lo he hecho tanto a profesionales como a políticos, tanto a familiares como a estudiantes, tanto a personas en países de Europa como de América. Para ello, me he rodeado de muchas personas con un gran dominio de la tecnología que completasen mi formación humanista. Me ha parecido el mejor camino posible: crear un entorno de conversación para que todas esas personas que manejan con soltura el diseño y la programación entendiesen que su trabajo tiene consecuencias decisivas en la vida de las personas, mientras a mí me habilitaban para tener una comprensión de la esencia del estado y posibilidades de internet y sus extensiones que pudiese transmitir con claridad y rigor, alejado de los discursos esotéricos y del determinismo tecnológico.
No es momento para que dejemos a las propias plataformas explicar lo que son capaces de hacer sin que exista un filtro riguroso, tanto en los ámbitos informativos como de educación y formación. Ni para que los itinerarios formativos en institutos y universidades nos lleven a tener que decidir entre una ruta humanista u otra de marcado carácter tecnológico. O para que las personas que se encuentran entre los 20 y 30 años, la década decisiva para el desarrollo personal y profesional según la psicóloga clínica Meg Jay, no sean capaces de entender la lógica con la que las plataformas digitales funcionan y cómo, además de sacar provecho a su uso, deben asegurarse de que amplían su comprensión de su entorno y no estrechan su percepción y mirada.
Porque en función del relato que predomine, el despegue digital se asociará y aplicará mayormente con unos fines u otros. No significa lo mismo apostar por el discurso de la eficiencia y de la sustitución de las personas, que centrar la atención en la resolución de nuestros grandes retos, o el de la capacidad de crear de forma original y enriquecida, por poner unos pocos ejemplos sobre los que la inteligencia artificial y las plataformas percuten en estos momentos.
Al final del día, de lo que realmente hablamos es de poner el foco en las personas y en nuestra responsabilidad. No es solo que una visión distorsionada de una tecnología puede representar un peligro mayor que la tecnología en sí, sino que trasladar la responsabilidad a las máquinas, a una IA o a la IA nos hace evitar algo esencial en nuestro comportamiento, que es responder por nuestros actos. Porque el que algo pueda hacerse no quiere decir que tenga que hacerse y las grandes plataformas no pueden eludir su responsabilidad alegando que se trata de los peajes del progreso.
Dicha responsabilidad no solo resulta relevante en el proceso innovador, sino también en la transmisión y educación del impacto que los resultados tienen en nuestro día a día como personas y como sociedad, comenzando con los términos que utilizamos para identificarlos y terminando en el desarrollo de capacidades que nos permitan compartir una imagen precisa y real de lo que son capaces de hacer.
Lo que veo, leo y consumo no siempre deberá estar determinado por un algoritmo o lo que me ofrece una plataforma. Tendremos que hacernos responsables de lo que consumimos, de poder entrar y salir del mundofiltro para dar una oportunidad a aquellos que no ponen su foco enteramente en adaptar lo que generan a las leyes algorítmicas y de formatos marcadas por las plataformas.
La abundancia no significa mayor conocimiento y visión
Lo que hago, diseño, fabrico, produzco no siempre tendrá un objetivo de aceptación o repercusión lo más amplio posible, traducido y medido a través de likes y visualizaciones. Contemplemos la posibilidad de contribuir al desarrollo de otro concepto digital que nos entusiasmó en su momento: el long tail1 descrito por Chris Anderson en 2008, esos intereses y aficiones diversos y minoritarios que conforman un todo enorme que no puede ser abordado a través de un único camino.
La eficiencia y comodidad será un vector, pero no el único, en beneficio de otros que puede que generen conflicto pero que nos permitan seguir enfrentándonos a las imperfecciones de la vida y apreciando el valor que tiene el proceso, el camino, todo aquello que, en casos como el arte contemporáneo, se ha incorporado al discurso creativo para concederle singularidad y valor, o que películas como El hombre perfecto describen a la hora de concederle significado a los conflictos que cimentan las relaciones personales y de pareja.
De nuevo, no centremos todo nuestro tiempo en confirmar que lo que nos gusta, nos gusta de verdad. Abramos nuestra mirada a la sorpresa. Que nuestras elecciones ensanchen el mundo en el que vivimos, no lo estrechen hasta desembocar en algo plano y limitado, en una medianía donde todo está invadido por lo nice o por lo cute.
Aprovechemos la ventana inmensa que la tecnología ha abierto para disfrutar de la diversidad que nos rodea; es más, entendamos que esta actitud contribuirá a preservarla, e incluso a aumentarla, algo decisivo para mantener nuestra esencia como personas libres y complejas.
1La larga estela o larga cola (en el original en inglés The Long Tail) fue una expresión popularizada por Chris Anderson en un artículo de la revista Wired de octubre de 2004. Más información en: https://www.wired.com/2004/10/tail/
Chayka, K. (2024): Mundofiltro. Barcelona, Gatopardo Ediciones.
Jay, M. (2016): La década decisiva. Por qué son importantes de los veinte a los treinta años y cómo sacarles el máximo partido ahora. Editorial Asertos.
Ordine, N. (2013): La utilidad de lo inútil. Barcelona, Acantilado.
Schrader, M. (2021): El hombre perfecto. Alemania, Letterbox Filmproduktion.
Sanguinetti, P. (2023): Tecnohumanismo. Madrid, Editorial La Huerta Grande.
Licenciado en Ciencias de la Información. Es profesor de emprendimiento en la Universidad de Navarra y managing director de Jakala. Fue director de Transformación Digital del Museo Guggenheim de Bilbao; fundador y director general de las consultoras Biko y New Media Publishing.
Ver todos los artículosLicenciado en Ciencias de la Información. Es profesor de emprendimiento en la Universidad de Navarra y managing director de Jakala. Fue director de Transformación Digital del Museo Guggenheim de Bilbao; fundador y director general de las consultoras Biko y New Media Publishing.
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