10 de diciembre de 2018
por Pablo Rodríguez Canfranc
En los últimos años, el internet de las cosas (IoT) ha conseguido arrancar un gran número de titulares en todo el mundo, que ponen de manifiesto el potencial transformador de esta tecnología digital. En 2017 se calculaba que había en torno a los ocho mil quinientos millones de objetos en red, y, de acuerdo con algunas previsiones, el IoT llegará a superar los veinte mil millones de dispositivos conectados en el mundo en 2020. De hecho, ya constituye un elemento presente en la estrategia de numerosas empresas.
Básicamente, consiste en una red de dispositivos inteligentes dotados de sensores, que pueden comunicarse y coordinarse entre sí a través de internet. Permite el despliegue de estrategias dirigidas por ordenador para llevar a cabo, desde el mero control y la recogida de datos, hasta la gestión de nuevos modelos de negocio, la provisión de cuidados sanitarios, la administración de los recursos municipales y otras muchas tareas más.
El internet de las cosas establece una conexión entre dispositivos, plataformas, acciones y personas. Cuando pensamos en esta tecnología, la primera asociación que nos viene a la cabeza es la de la industria: fábricas y plantas de montaje completamente automatizadas, en las que todas las fases de la cadena de producción cuentan con dispositivos que recogen información para monitorizar todo el proceso.
Sin embargo, los sensores en red tienen muchas más aplicaciones, muchas de ellas que pueden afectar a nuestra vida cotidiana. Por poner unos pocos ejemplos, en el campo de la salud, existe un casco conectado para hacer el seguimiento de enfermos de Alzheimer y recibir un aviso en el caso de que se produzca algún percance. En la misma línea, unas suelas de zapato inteligentes sirven para la localización de personas mayores. Finalmente, en el ámbito de los animales de compañía, la aplicación Dogsens aprovecha la conectividad IoT para controlar el estado y la actividad de las mascotas, transmitiendo la información al teléfono móvil del dueño en tiempo real.
El IoT tradicional parte de la base de que los sensores y dispositivos de los extremos de la red son elementos pasivos, es decir, que su función se limita a recoger información y mandarla a la nube, a centros de datos donde es procesada, analizada y utilizada para tomar decisiones. Sería el caso, por ejemplo, de los sensores para medir la calidad del aire desplegados por una ciudad, que envían sus registros a un centro de control donde se activan las alertas cuando los niveles de contaminación superan los límites establecidos.
Pero ahora todo está cambiando. Frente a esa arquitectura centralista, aparece el Edge Computing, cuya filosofía se basa en dotar de inteligencia a los sensores y dispositivos de recogida de información, para que esos datos sean procesados más cerca de donde se crearon, en lugar de enviarlos a través de largos recorridos hasta los centros de datos y nubes de computación.
El Edge Computing, que se puede traducir como computación en el borde, rompe con el esquema actual, que tiene su modo de ser en la concentración de los recursos de la nube en un número relativamente pequeño de inmensos centros de datos. Se trata de centros localizados en lugares remotos, donde el terreno y la electricidad resultan baratos o las condiciones meteorológicas favorables.
El Cloud Computing ha supuesto liberar progresivamente a los terminales de la necesidad de tener una capacidad de procesado cada vez mayor, pues este se realiza en la nube. Los años 80 y 90 conocieron el boom de los ordenadores personales, en los que todo el hardware necesario para ejecutar programas y aplicaciones estaba en poder del usuario. A medida que el software se hacía más complejo, necesitábamos máquinas cada vez más potentes. No hay más que recordar -los que vivieron aquella época- la larga procesión de microprocesadores de Intel que se iban sucediendo, a cuál más poderoso: 286, 386, 486, Pentium…
Hoy en día, en cambio nuestros terminales –ya sean ordenadores, tabletas, móviles o consolas- hacen uso en gran medida de servicios que están centralizados en la red. Pensemos, por ejemplo, en el correo electrónico, como Gmail de Google, en plataformas para almacenar información, como Dropbox, o en Office 365, la versión online de la popular suite ofimática de Microsoft. Por supuesto, servicios todavía más avanzados, como los asistentes personales o la TV por internet, reciben sus contenidos y la inteligencia artificial que los hace funcionar desde la nube.
Sin embargo, se trata de un modelo que presenta limitaciones. Por una parte, la información tiene que recorrer enormes distancias de cientos y de miles de kilómetros desde los dispositivos hasta el centro de datos. Por otra, cuanta más distancia, mayor es el número de redes que deben recorrer los datos y mayor es la probabilidad de que sufran retrasos por el tráfico.
En un mundo como el actual en el que los ordenadores, las plataformas y los dispositivos se comunican en tiempo real, los retardos en la transmisión de la información son un gran problema. Los datos no pueden viajar más deprisa que la velocidad de la luz, así que cuando tienen que recorrer distancias inmensas presentan un retraso o latencia.
La latencia puede no notarse demasiado cuando interactuamos como usuarios con webs o aplicaciones online –un mínimo intervalo entre que haces clic en un enlace y este se abre-, pero es un concepto muy relevante en las comunicaciones que las máquinas tienen entre sí, que se producen en escalas temporales imperceptibles para nosotros.
En la comunicación entre objetos, la latencia se convierte en un factor crítico. Sin una latencia ultrabaja será imposible mover los volúmenes de datos que produzcan los miles de millones de objetos que constituyen el internet de las cosas. Para hacernos una idea de la importancia de esto con un ejemplo, en un coche autónomo un retraso en la transmisión de información puede implicar frenar demasiado tarde y que tenga lugar un accidente con consecuencias fatales.
Edge Computing supone llevar las capacidades de computación desde el centro de la red –los centros de datos- a los bordes –los dispositivos que recogen la información-, con el fin de mejorar el funcionamiento del sistema, de bajar los costes y de asegurar una mayor fiabilidad de las aplicaciones y los servicios que soporta.
El cómputo en el borde contribuye a reducir la distancia entre los recursos de red y los dispositivos, mitigando de esta manera las limitaciones que se presentan en la actualidad relacionadas con la latencia y el ancho de banda. Parte del trabajo inteligente que antes realizaban los centros de computación recae ahora sobre los sensores y objetos en los extremos de la red, cuya tarea ya no se limitará solamente a recoger y enviar datos.
Los dispositivos en el borde pueden ser cualquier objeto del internet de las cosas, desde un coche autónomo, a un sensor medioambiental, una cámara de seguridad o un semáforo. Algunos de ellos estarán en exclusiva dedicados a recoger y enviar flujos de datos a la red, pero otros se convertirán en pasarelas especializadas para agregar y analizar datos e incluso para realizar alguna función de control de los mismos. Finalmente, existirán dispositivos que podrán convertirse en nodos programables de la red, capaces de ejecutar aplicaciones más complejas.
La cercanía de estos dispositivos al usuario final los convierte en idóneos para realizar tareas que requieren una latencia cercana a cero, pero no una capacidad de procesar compleja. Acciones como el frenado en coches autónomos, por ejemplo.
El Edge Computing presenta, por su propia naturaleza, una serie de ventajas frente al esquema más centralizado de red. En concreto, podemos hablar de:
Conectividad variable y movilidad de los datos. Se trata de un tipo de tecnología capaz de operar en lugares que pueden tener limitada la conectividad a los servicios en la nube o que esta puede ser intermitente. Hablamos de servicios como la computación, el almacenado de información, copias de seguridad y analítica.
Toma de decisiones en tiempo real. Los casos de uso de la computación en el borde suelen requerir el procesado instantáneo de la información, como en el ejemplo del coche autónomo o en máquinas en cadenas de producción. Son sistemas que deben poder acometer análisis sin tener que tener que enviar la información a un centro de datos para su explotación.
Poder computacional localizado. Los dispositivos edge tienen que poder tomar rápidamente y de forma ágil decisiones sin la asistencia de un mayor poder computacional.
Nuevas necesidades de almacenaje y seguridad. A medida que crece el número de sensores remotos y móviles que generan datos, también aumenta la necesidad de almacenaje eficiente que debe ser garantizada en una gran variedad de entornos.
Alimentación intermitente. Las variaciones de las condiciones de alimentación energética y de infraestructura en el borde de las redes están exigiéndole más capacidad y desempeño a las soluciones edge. Por ejemplo, en entornos industriales, lo dispositivos deben poder funcionar con un suministro eléctrico que puede ser esporádico.
En paralelo al Edge Computing aparece otro término, de connotaciones más poéticas -si cabe-, el llamado Fog Computing o computación en la niebla. El concepto que subyace en él es acercar la nube a los dispositivos que alimentan de información el IoT. Está basado en nodos que pueden desplegarse en cualquier lugar que tenga cobertura de red, como en lo alto de una torre de alta tensión, en el suelo de una fábrica o pegados a las vías de tren.
Cualquier objeto con capacidad de computación, de almacenamiento de información y de conectividad a redes puede ser un nodo de niebla, como, por ejemplo, routers, servidores embebidos, conmutadores o cámaras de vigilancia.
Las aplicaciones del Fog Computing pueden ser muy diversas, pero tienen en común que monitorizan y analizan datos en tiempo real procedentes de objetos conectados y que ejecutan una acción en consecuencia. Esta puede ser el establecer la comunicación con otra máquina o interactuar con un humano.
Algún ejemplo de esto puede ser el cerrar una puerta, cambiar la configuración de un equipo, accionar el freno en un tren, dirigir y enfocar una cámara de vídeo, abrir una válvula como respuesta a una lectura de presión o avisar a un técnico para que realice una reparación preventiva.
Los nodos fog trabajan de la siguiente manera: se alimentan de datos procedentes de los dispositivos al borde de la red y luego determinan cuál es el mejor destino de la información.
De esta forma, aquellos datos para los que el tiempo es crucial, se analizan en un nodo fog lo más cercano al lugar donde se generaron. Por otro lado, aquellos que pueden esperar segundos o minutos antes de requerir una acción, se envían a un nodo de agregación para su análisis y elección de la acción a emprender. Finalmente, aquellos para los que el tiempo no es una variable importante se remiten a los centros de datos de la nube para su análisis histórico, la analítica big data y el almacenamiento a largo plazo.
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Economista especializado en el estudio del impacto de la tecnología en la sociedad. Actualmente trabaja en el área de estudios y publicaciones de Fundación Telefónica.
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