[ ILUSTRACIÓN: ENRIQUE FLORES ]
La idea de que la mejor manera de explicar ideas complejas es a través de la palabra escrita no se remonta tan atrás como cabría pensar en la tradición occidental. Las viñetas y grabados siempre han acompañado a la mayoría de escritos medievales. Fueron la Ilustración y teorías como las del pensador alemán Gotthold Lessing las que dejaron establecido que las cosas serias se transmitían con palabras y las imágenes quedaban para simbolismos y adornos, no para transmitir argumentaciones, y mucho menos historia. Una división entre palabra e imagen que duró hasta bien entrado el siglo XIX. Y que saltó por los aires definitivamente a finales del XX, con Maus, de Art Spiegelman: casi 300 páginas de viñetas con animales antropomórficos que narran uno de los acontecimientos históricos más complejos y espeluznantes del siglo: el genocidio de los judíos europeos durante la II Guerra Mundial.
“Todavía se le da mucha más importancia a la enseñanza de la literatura que del arte. Pero la realidad es que nuestro cerebro no piensa en frases largas. Los cómics usan muy pocas palabras de una manera parecida a nuestra forma de pensar: pensamos en iconos, no recordamos las caras de las personas en tres dimensiones sino versiones sencillas de sus rasgos más característicos, lo suficiente para reconocerlos la siguiente vez que los veamos. Lo primero que reconoce un bebé son las expresiones, no los rasgos. Hay algo íntimo en el acto de leer y mirar una viñeta: ofrecen una especie de destilación de la realidad, congelan el tiempo, puedes pararte a analizar lo que ves”.
Quizá por eso, este dibujante neoyorquino recuerda con perfecta nitidez la primera vez que vio una viñeta de cómic: estaba en el supermercado con su madre y cayó en sus manos una portada de MAD. Diseñado como una parodia de la revista Life, el transgresor dibujo abrió las puertas a un mundo fascinante del que inmediatamente quiso formar parte. “El mensaje que me transmitió fue: el mundo de los adultos te está mintiendo. Buena suerte, chaval”.
Con una precocidad asombrosa, Spiegelman publicaba con 12 años en los periódicos locales de Queens tiras y viñetas humorísticas, y, a pesar de la insistencia de sus padres en que se dedicara a una carrera seria, ya que siempre podría “dibujar en su tiempo libre”, nunca le cupo la menor duda de que lo suyo iba a ser esa combinación genial entre imagen y palabra.
Convertido en uno de los miembros más jóvenes de la generación de dibujantes y artistas del underground de San Francisco en los años 70 (un ambiente artístico y creativo semejante, en su opinión, al París de los años 20), el cómic alternativo y transgresor de aquella época le ofrecía liberar sus demonios explorando temas atroces, “cuanto más feos y más violentos, mejor”. Pero al cabo de unos años se dio cuenta de que estaba buscando el horror en el sitio equivocado. Con el impulso autobiográfico de uno de sus mentores, Justin Green, Spiegelman se dio cuenta de que, en realidad, lo “atroz” lo llevaba dentro.
“Realmente, la vida consiste en lo que haces para retrasar y evitar lo que te es más difícil. Era más barato hacer cómics que ir a terapia. No es siempre totalmente catártico, los problemas siguen volviendo, pero al menos te mantiene trabajando. Y de esta manera, encontré, con Breakdowns, mi voz. Llegó un punto en que creé cómics como Prisioner on the Hell Planet, en el que hablo del suicidio de mi madre, porque empezó a ser más complicado para mí no hacerlo que hacerlo. La realización de estos dos trabajos, y los 13 años que dediqué a la elaboración de Maus, me sirvieron para entender cómo funcionaba mi mente, y cómo funcionaba el tiempo y el espacio en los cómics. Era más difícil no hacerlo que hacer historietas con estas preocupaciones obsesivas”.
Proveniente de un matrimonio polaco superviviente de Auschwitz y emigrado a EE. UU., Spiegelman creció con el trauma apenas comunicado del Holocausto. El cisma insuperable que lo separaba de ambos progenitores solamente pudo salvarse hablando, por fin, de esa improbabilidad casi total que fue su llegada al mundo.
“Que mi padre y mi madre salieran de Auschwitz con vida no era comprensible. Mi sola existencia parecía un error. Por eso creo que para mí el humor es dolor sublimado. La carcajada, ese exabrupto, exorciza las cosas más profundas e innumerables. Durante esos breves segundos, con ese sonido que sale de tu boca, experimentas una liberación, aunque no sea permanente”.
De esa relación con el humor tan particular nacen ideas como Edhead, la cabeza sin cuerpo que inventó para la revista Playboy (una revista que, precisamente, estaba dedicada a la exaltación del cuerpo humano). Y aún sigue presente, aunque más sutilmente, en Maus, donde los judíos llevan máscaras de ratón, y los nazis de gato. Esta gran obra, premio Pulitzer en 1992, supuso un hito en la historia del cómic, y fue precursora de novelas gráficas que hoy son la norma pero que en su día no había cómo categorizar. “De hecho, mi Pulitzer es un Pulitzer “Especial”; no lo metieron en ninguna de las categorías habituales”.
“En EE. UU., cualquier cosa que vende bien se celebra. Cualquier obra remotamente popular se convierte en algo a imitar”. Maus, en un ámbito más personal, le sirvió para aprender a relacionarse con su padre, con quien nunca se había entendido. “Durante un año estuve viviendo en Nueva York sin decírselo, y cuando le llamaba por teléfono ponía una toalla en el micrófono para que sonara como una llamada de larga distancia. Finalmente, aprendí a acercarme a él con la grabadora en la mano. Era como mi escudo. Empecé a entrevistarle sobre sus recuerdos y su experiencia en Auschwitz, y ya nunca dejé de entrevistarle hasta que murió”.
Maus fue publicado por capítulos en RAW, la revista fundada por el propio Spiegelman y su mujer, Francois Mouly, que editaban en su apartamento y con la que dieron a conocer al público muchos artistas que forman hoy parte de la historia del cómic, como Jacques Tardi, Charles Burns, o Gary Panter.
“Nunca pensé que sería publicado como libro. De hecho, conseguimos que la editorial Pantheon lo aceptara de casualidad, a través de un amigo; y me advirtieron de que no tuviera expectativas. Cuando lo realizaba, era consciente de que estaba haciendo algo distinto, que no se había hecho antes. Pensaba que quizá iba décadas por delante de mi época. Ahora me doy cuenta de que apenas llegué diez minutos antes. Realmente, el zeitgeist y la suerte hicieron que se convirtiera en lo que fue. A pesar de todo lo que tenía en contra, la gente se lo tomó en serio, lo entendió como quería que se entendiera. Y hoy la idea de transmitir historias, información o propaganda con viñetas es algo común. Los cómics se usan incluso para hacer periodismo”.
Aunque nunca pensó en Maus como una herramienta de aprendizaje, cree que el mensaje, entender cómo fueron posibles los campos de exterminio, sigue siendo importante hoy, a modo de vacuna, o al menos de resistencia. No porque exista el riesgo de que se repita el nazismo tal cual fue, pero sí como resistencia ante otros tipos de fascismo y los intentos de delegar la capacidad crítica en un mensaje totalizador. Aún así, matiza: “Me alegra mucho que sea útil, pero yo dibujé y escribí Maus porque lo necesitaba, fue mi manera de aprender una serie de cosas importantes sobre mí mismo”.