24 de noviembre de 2017
por
Antonio Rodríguez de las Heras
Ilustrador
David Sánchez
La evolución nos dotó de la palabra a través de un proceso arriesgado para la supervivencia de este ensayo de vida. Con tenues oscilaciones del aire se consigue intervenir en el cerebro de otra persona: traspasar información, influir en el ánimo, crear comportamientos… La mayor parte de la existencia de nuestra especie la hemos vivido en grupos muy reducidos, como así imponía el modo de subsistencia cazador-recolector. Para ese ámbito, no importaba el corto alcance y el rápido desvanecimiento de esas ondas de aire. Cumplían perfectamente su función.
Con la civilización y, por tanto, con la capacidad de concentración de un gran número de personas -por ejemplo, en la plaza de una ciudad- y el poblamiento mucho más denso que el que imponía el territorio de caza y recolección, la voz no es suficiente para alcanzar esas distancias. Es entonces cuando la evolución cultural va a ingeniar las formas de conservar y transportar la palabra y vencer así la distancia y el tiempo.
Pero la evolución cultural seguirá también la estrategia de la diversidad, para no dejar de ensayar las mejores posibilidades evolutivas. A esta diversidad cultural y lingüística la hemos llamado Babel.
Hoy asistimos a un fenómeno fascinante: la palabra no ondula (solamente) el aire, sino el éter de ceros y unos. En este medio vibra la palabra con unas propiedades físicas muy diferentes a las que proporcionan las moléculas de aire. Imaginamos este medio como una red que envuelve el planeta, porque nos influye para tener esta representación de la malla de artefactos incontables que están conectados; pero esto es solo el esqueleto, lo único tangible. En realidad, el éter digital está confinado por una asombrosa contracción del espacio y del tiempo de la que resulta un fenómeno como el Aleph borgiano: un espacio sin lugares, sin distancias y sin demoras.
Si el medio para la palabra es el aire, es necesario concurrir en un lugar y coincidir en un momento para que este legado de la evolución natural cumpla su función (o, por otros medios, empaquetar y transportar de un lugar a otro la palabra). Pero, en el nuevo medio, la aproximación no se consigue con el desplazamiento -bien sea de las personas o de las palabras-: es suficiente con la conexión continua a este Aleph digital. Esta ubicuidad se consigue haciéndonos seres protéticos. La tecnología nos ha adherido una prótesis -maravilla de la miniaturización- con la que mantenemos esta conexión y que, posiblemente, pase en un tiempo de estar adherida a estar incorporada.
El éter digital está confinado por una asombrosa contracción del espacio y del tiempo de la que resulta un fenómeno como el Aleph borgiano: un espacio sin lugares, sin distancias y sin demoras
La potencia que adquiere la palabra en este medio es impresionante: unas ondulaciones que funcionaban para pequeñas distancias, que el ingenio humano amplificó utilizando otros medios para transportar la palabra de un lugar a otro, ahora son ristras de ceros y unos que se ondulan en un espacio sin lugares. Si la concentración que supuso la ciudad dio la base de lo que llamamos civilización, hay que preguntarse ahora qué va a suponer esta incomparable aproximación que el Aleph digital posibilita.
El lenguaje digital es universal. Aproxima a personas con lenguas que la evolución cultural ha preparado para ser eficaz en lugares reducidos (aunque fuera el territorio de un imperio), pero no para un espacio sin lugares. No tiene sentido en esta situación nueva que una lengua territorial, de algún lugar poderoso, domine sobre las demás y se imponga en un espacio que no tiene lugares. La palabra será la del lugar, pero se hará universal cuando vibre en el espacio escueto de ceros y unos…, para volver a ondular el aire como lo hace otra lengua en su lugar, por reducido que sea. Ha terminado la diáspora de Babel. Ahora llamamos, en sus rudimentos, traducción automática, pero será uno de los factores de la profunda revolución cultural que nos espera.
Curiosamente, el lenguaje digital hizo que se entendieran entre ellas las máquinas antes que los humanos entre nosotros, y constituir el esqueleto de la red. Hoy, cualquier objeto es susceptible de integrarse en el Aleph digital con este lenguaje común y comunicarse con otros objetos, pero también con nosotros. Han dejado de ser objetos inertes.
Más impresionante todavía es que resulta ya posible que los objetos y nosotros nos comuniquemos de palabra. Es decir, que el asombroso logro de la evolución natural, la palabra, para la comunicación entre humanos se haya extendido a las relaciones entre humanos y artefactos. Nos entendemos porque media ese ente invisible que es el éter digital, aunque lo que percibamos con nuestros sentidos sea el aire que da sonoridad a las palabras.
Hasta ahora hemos utilizado principalmente las manos no solo para crear los objetos, sino para que reaccionen a nuestra voluntad. Los empujamos, los arrastramos, los levantamos, los sujetamos… Las máquinas las manejamos con palancas, botones… Resulta, pues, sorprendente que comencemos a mandar instrucciones o preguntas de palabra y escuchemos sus respuestas. Y que esta comunicación oral sea cada vez más compleja, más inteligente, dialógica.
Incluso para artefactos tan sofisticados como los computadores nos venimos relacionando con ellos a través de las manos y de los ojos. Esto ha supuesto que hayamos llegado a un límite en la ergonomía, pues la pantalla absorbe nuestra mirada, desconectándola del entorno y, por pequeño que sea el aparato, como un smartphone, necesita de nuestras dos manos. Así que de las interfaces para nuestros ojos y nuestros dedos estamos pasando a los asistentes de voz, a los bots 1. Cada vez más información se transmitirá en ambos sentidos hablando y escuchando.
Tenemos un cerebro extraordinariamente receptivo: bastan unas vibraciones en el aire para que le afecten, y conecten, desconecten y se activen neuronas. Una parte sustancial del aprendizaje se basa en transmisiones de conocimiento de un cerebro a otro por este medio. Y aunque el cerebro es muy sensible, el aprendizaje es un proceso costoso que necesita tiempo e insistencia. Pero obsérvese que cuando las palabras son ristras de ceros y unos y se transmiten a un robot, la asimilación es mucho más rápida (lo que pueda tardar traspasar un software), aunque esto no excluye que luego el robot siga aprendiendo por observación (como los humanos a través de la imitación) o por intercambio de experiencias con otros robots a través del éter digital. Así que nuestras criaturas empiezan a mostrar que aprenden más rápidamente que sus creadores.
Los artefactos que concebimos, desde una bifaz hasta una computadora, amplifican de alguna manera una función natural que sus artífices tenemos. Puede ser tan solo amplificar la capacidad de golpear del puño o la del cerebro para retener información o calcular. Toda la historia de Homo faber ha consistido en dilatar nuestro lugar en el mundo. Se entiende por lugar el entorno que tenemos al alcance y en el que podemos intervenir. Con los instrumentos -simples o sofisticados-, se ha extendido extraordinariamente el ámbito que las capacidades naturales propias nos permiten alcanzar. De igual modo sucede con las intervenciones en este mundo a nuestro alcance y las transformaciones que podemos hacer. Siempre está un ingenio humano en medio de esta acción multiplicada. Entonces, si una de nuestras actividades fundamentales es la del aprendizaje, es difícil pensar que no haya otro ingenio para que se amplifique.
La función amplificada está en que un robot aprende la realización de tareas con mayor rapidez, y sigue mejorando su aprendizaje con la práctica y con el intercambio de experiencias entre los robots. Esto supone que los humanos nos liberamos de actividades de aprendizaje para tareas concretas y disponemos de ese tiempo y atención para otros objetivos. Beneficio que venimos recibiendo también de los otros artefactos que hemos desarrollado.
El robot como asistente del profesor mantendrá una relación dialógica con el alumno, seguirá con detalle su desarrollo, dirigirá los caminos y ritmos del estudio, y proporcionará los contenidos de acuerdo a esa continua conversación
Pero hay además que interpretar este beneficio del aprendizaje por la posición que van a tomar los robots como asistentes, situados entre el profesor y el alumno. Cada asistente, acompañando al alumno durante su aprendizaje, mantiene una relación dialógica con él, sigue con detalle su desarrollo, dirige los caminos y ritmos del estudio, y proporciona los contenidos de acuerdo a esa continua conversación. Por otro lado, el asistente asimila bien los conocimientos que el profesor proporciona y los transmite al estudiante de acuerdo a la relación que mantienen. La amplificación, por tanto, está en que se busca una educación personalizada, de mentor (menbot) y discípulo. El profesor consigue que el conocimiento, base del aprendizaje, se concrete en cada caso particular del alumno mediante esta relación dialéctica con el asistente, sin que sea obstáculo el que se difunda a un grupo más o menos numeroso.
Puede inquietar que ese artefacto sea un robot, ya que se suele asociar a una criatura cada vez más a nuestra imagen y semejanza. Y, si el robot asimila mediante un aprendizaje mucho más rápido y preciso que los cerebros de sus creadores, abre un escenario de temores de superación y de rebelión que están enraizados en la mentalidad generada por los mitos acerca de nuestra propia creación. Este malestar es el anuncio difuso de la profunda crisis cultural que nos está esperando.
No solo habitarán entre nosotros estas criaturas. La palabra creadora, que pronunciada toma cuerpo, el avatar, la encarnación… el paso de lo intangible a lo material, de lo virtual a lo real, están en muchas culturas. Pues bien, nos iremos rodeando de avatares, de objetos que existen virtualmente en el Aleph digital -espacio sin lugares- y que mediante la palabra hecha de ondulaciones de ceros y unos se le da lugar; por un soplo de esos ceros y unos sobre la materia se le da cuerpo, es decir, se crea un objeto (desde un órgano humano a un puente). Es el fenómeno turbador de creación por la palabra de avatares al que, por el momento, llamamos impresión 3D.
[ ILUSTRACIONES: DAVID SÁNCHEZ ]
1Bot es un acortamiento válido de robot empleado en el ámbito de la informática para referirse al ‘programa que recorre la red llevando a cabo tareas concretas, sobre todo creando índices de los contenidos de los sitios’, de acuerdo con el Glosario básico inglés-español para usuarios de Internet, de Rafael Fernández Calvo.
Floridi, L. (2015): The Onlife Manifesto. Being Human in a Hyperconnected Era. Londres, Springer Open.
Dumouchel, P. y Damiano, L. (2016): Vivre avec les robots. Essai sur l’empathie artificielle. Paris, Seuil.
Broncano, F. (2009): La melancolía del cíborg. Barcelona, Herder Editorial.
Alač, M. (2011): Handling Digital Brains. Cambridge MA, The MIT Press.
Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director del Instituto de Cultura y Tecnología de la misma universidad. Premio FUNDESCO de Ensayo por el libro Navegar por la información.
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