2 de junio de 2025
por
Rosa Díaz
Daniel Ilzarbe
Ilustrador
Sr. García
Abro los ojos con el despertador del móvil. Mientras me bebo un café, leo las noticias de la prensa digital, y se me hace un poco tarde contestando los primeros correos electrónicos del día. Atravieso los tornos del metro gracias a la aplicación del abono transporte del móvil. Las ocho paradas que separan mi casa del trabajo pasan volando mientras escucho mi lista de canciones favoritas y contesto mensajes en grupos de WhatsApp.
Llego al hospital y enciendo el ordenador para llamar a mi primera visita. En la sala de espera está Antonio, un adolescente de 14 años, viendo vídeos y sentado entre su madre, que al verme aparecer abandona rápidamente una videoconferencia, y su padre, que aprovechaba para ponerse al día con las noticias.
Los padres entran en la consulta quejándose de que su hijo pasa mucho tiempo “en las pantallas”. “Yo también”, pienso, y les lanzo la pregunta crucial: “¿Y vosotros?”. Tragan saliva mientras el adolescente les mira, esperando la respuesta de sus padres con interés. Lanzamos esa misma pregunta a los lectores: ¿y ustedes?
Por la consulta pasan muchas familias con quejas sobre el uso que hacen sus hijos adolescentes de las pantallas. Algunos tienen serios problemas y otros no tanto. Pero, sin duda, son cada vez más los que sufren las consecuencias de un uso excesivo o inadecuado de los dispositivos digitales con conexión a internet. Así es una mañana en nuestra consulta.
Hace más de un mes que Antonio dejó de ir a clase. Era un buen estudiante hasta que descubrió los videojuegos online. Inicialmente los usaba como una forma de divertirse con los compañeros de clase, pero gradualmente se convirtió prácticamente en su única actividad. Dice que quiere ser gamer profesional, y por eso pasa muchas horas jugando o viendo vídeos para aprender más.
Ha dejado de quedar con sus amigos y se muestra irritable y agresivo cuando sus padres intentan limitar su tiempo de juego. Una vez llegó a romper la puerta de su habitación. En la consulta, Antonio reconoce que siente ansiedad cuando no está conectado. Nos explica que, desde hace tiempo, sus amigos le han ido dejando de lado y se siente solo. Su identidad se ha construido en torno a un personaje virtual femenino (Osaki) y el mundo online es un refugio donde se siente aceptado y le reconocen sus habilidades.
El diagnóstico apunta a un trastorno de juego online, con un trastorno comórbido de ansiedad y síntomas depresivos. No es la primera vez que Antonio acude a los servicios de salud mental. Cuando tenía 5 años, fue diagnosticado con trastorno del espectro autista (en aquel momento, síndrome de Asperger).
Sus padres están pensando en separarse: el padre se pasa el día gritando a los hijos cómo hacer las cosas y la madre ha decidido no gritar más y dejarles hacer. Les pido que, para la próxima visita, acuda también el hermano mayor, que tiene un diagnóstico de trastorno por déficit de atención e hiperactividad, ha sido expulsado del colegio por colgar fotos inadecuadas de otras compañeras suyas en redes sociales, y se pasa el día navegando por internet y escribiendo mensajes en sus redes.
Aunque hagan caso a mi petición, el hermano de Antonio no podrá recibir un diagnóstico específico relacionado con el uso de pantallas, ya que en la actualidad ningún manual de trastornos mentales recoge la adicción a redes sociales como entidad diagnóstica (Clasificación Internacional de Enfermedades; Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Si bien la falta de diagnóstico puede ser una dificultad para la vinculación a los servicios de salud mental, la mayoría de comunidades autónomas dispone de recursos preventivos específicos para asesorar en estos casos.
Antonio sí tiene diagnóstico porque el trastorno por uso de videojuegos está reconocido en uno de los dos manuales citados anteriormente (el CIE-11), y considerado una posible entidad diagnóstica a estudiar en el DSM-5. Pero aún existe debate en la comunidad científica sobre si la adicción a los videojuegos o las redes sociales deben considerarse un trastorno mental.
El caso de Antonio y su hermano pone de relevancia situaciones familiares, escolares y sociales complejas, con niños y adolescentes con vulnerabilidades intrínsecas potenciadas por lo extrínseco, la punta del iceberg. El uso de pantallas asoma por encima de la superficie, pero por debajo está lo relevante: problemas en casa, en la escuela, malestar psicológico independiente o previo al uso de pantallas, etcétera.
Berta, una adolescente de 16 años, suele llegar tarde a las visitas. Cuando vino por primera vez a la consulta sus padres decían que vivía “pegada” a su teléfono móvil, que era “una víctima del scroll infinito”. Lo primero que hacía al despertarse era actualizar sus perfiles y revisar las redes sociales buscando “me gusta” y comentarios de aprobación de los demás. Por la noche, a veces le daban las 2 o las 3 de la madrugada haciendo “el último scroll”.
Todo comenzó durante el confinamiento. Berta, como muchos adolescentes, encontró en las redes sociales y las plataformas de streaming una forma de entretenerse y de mantenerse conectada con sus amigos. Descubrió una forma de obtener atención y validación fingiendo ser feliz y vivir una vida idealizada, como la de sus instagrammers favoritos. Pasaba cada vez más tiempo en las redes sociales, modificando sus fotos, respondiendo a comentarios y pensando qué colgar al día siguiente.
Al terminar el confinamiento y volver al instituto, la relación con sus amigas se había deteriorado. En casa, seguía comiendo sola en su habitación (algo que había empezado como algo temporal cuando tuvo la COVID-19), y apenas cruzaba unas palabras al día con sus padres. Un día recibió un comentario negativo de un seguidor que la afectó muchísimo y empezaron las autolesiones: había visto por redes que otras adolescentes también lo hacían. Los padres ya habían solicitado seguimiento en el centro de salud mental y Berta accedió a ir a consulta después de una conversación con ellos.
Berta pudo explicar que se sentía triste y ansiosa, que le costaba dormir y se sentía especialmente mal por la bajada de rendimiento en el instituto. Pudo reconocer que tenía “dependencia” del móvil. Accedió a comenzar una terapia para explorar su necesidad de validación de los demás, trabajar su autoestima y desarrollar habilidades de relación social más satisfactorias que las de las redes. Aprendió a regular el uso de las plataformas en línea y pudo volver a utilizar algunas de ellas, limitando las que le habían ocasionado más problemas.
La participación de los padres fue clave en el proceso de Berta: les permitió entender la sintomatología que perpetuaba el uso abusivo y desarrollar estrategias para acompañar a su hija, combinando amor y límites. Coordinarnos con el instituto también ayudó a reintegrar a Berta en su círculo social y a reengancharse al curso. El abordaje terapéutico de estos casos requiere, además de la participación de los profesionales de salud mental, de todos los agentes involucrados que rodean a los adolescentes: escuela, actividades extraescolares, amistades y, sobre todo, los padres.
En situaciones excepcionales, como en el caso de Berta, que había llegado a pasar más de 24 horas comprobando publicaciones en redes sociales e internet, se proponen periodos de abstinencia temporales con ingreso hospitalario. Durante estos días sin acceso a los dispositivos, se desarrollan estrategias de regulación, habilidades y búsqueda de otras actividades. Esta abstinencia es siempre temporal porque la abstinencia absoluta no es, ni puede ser, el objetivo. Especialmente en el mundo entre pantallas en el que vivimos en la actualidad.
Hoy Berta pide espaciar las visitas porque se siente mucho mejor, y asegura que ya sabe pedir ayuda, si la necesita.
Adrián acaba de cumplir 15 años. A nivel académico siempre había sido brillante, especialmente en matemáticas y tecnología. Incluso es posible que tenga “altas capacidades”. Sin embargo, a nivel social siempre se ha sentido incomprendido por sus compañeros, percibido a menudo como “raro”.
Al empezar la ESO (Educación Secundaria Obligatoria) fue víctima de ciberacoso. Los mensajes hirientes y las burlas, tanto en formato digital como en la vida real, se extendieron rápidamente por toda la escuela, incluso se difundieron fotos falsas de Adrián creadas con inteligencia artificial. Le afectó mucho y minó su autoestima: se aisló, se volvió desconfiado y acabó manifestando síntomas de ansiedad y depresión.
En 2.º de la ESO encontró refugio en el mundo online. Siempre le habían gustado mucho la programación, el diseño de páginas web, los videojuegos, las películas de anime y los foros de ciencia ficción. Con sus nuevos amigos online, Adrián se sentía aceptado y podía compartir sus intereses. Su intensa dedicación a las actividades en internet afectó a su rendimiento escolar: dejó de entregar trabajos, suspendió algunas asignaturas… lo que le generó una gran frustración. La situación empeoró con la presión del padre, que tenía expectativas muy altas para su hijo, y le reprendía constantemente por su uso de las pantallas, alegando que, si no le dedicaba suficiente tiempo a los estudios, no conseguiría buenas notas ni llegar a la universidad.
Adrián se deprimió profundamente, no podía concentrarse para estudiar y rumiaba constantemente pensamientos negativos sobre sí mismo y el futuro. La frustración se transformó en rabia hacia su padre. Las discusiones en casa se volvieron más frecuentes y tensas, con Adrián mostrándose cada vez más irritable, desafiante y retraído. En la consulta confesó que tenía pensamientos obsesivos y sueños en los que se veía haciendo daño a su padre y a algunos compañeros del instituto con un cuchillo.
La literatura científica ha relacionado el uso de redes sociales con síntomas depresivos, obsesivos y de ansiedad, autolesiones y tentativas autolíticas, así como conductas de riesgo, como puede ser el uso de sustancias. Sin embargo, la evidencia actual no permite establecer causalidad. Algunos autores sugieren que se potencian mutuamente: el tipo de uso que se hace de las redes sociales puede potenciar algunos rasgos de personalidad o síntomas de algunas patologías, y viceversa. En el caso de Adrián, el uso intensivo de internet le hacía aislarse más y aumentaba su malestar, y esto a su vez provocaba que pasase cada vez más tiempo en el ciberespacio.
¿Hasta dónde puede crecer este círculo vicioso? ¿Qué impacto pueden tener en su desarrollo los contenidos a los que tienen acceso los adolescentes en internet? Cada vez más series y documentales, como Adolescencia o Malas influencias“1”, nos ofrecen escenarios, a veces extremos, a los que podría llegar esta situación de retroalimentación negativa: un malestar emocional que provoca uso excesivo de internet, lo que a su vez empeora el sufrimiento y provoca aún mayor uso de internet con riesgo de exposición a contenidos nocivos. Esta espiral impacta en la percepción que los adolescentes tienen del mundo, las decisiones que toman y las consecuencias de salud, familiares, sociales e incluso legales. Detectar este círculo vicioso a tiempo es clave para poder entenderlo e intervenir de forma precoz y preventiva.
En nuestro trabajo diario como terapeutas vemos algunos adolescentes en los que los síntomas de psicopatología pueden llegar a ser graves, con desconexión de la realidad o conductas de riesgo dirigidas hacia sí mismos o hacia los demás.
Para ayudarles, es fundamental realizar una evaluación completa del patrón de uso, los posibles trastornos comórbidos y del contexto familiar y social. De este modo, conseguimos diseñar un plan de intervención individualizado y flexible. Las terapias cognitivo-conductuales, las terapias familiares y los grupos psicoeducativos y terapéuticos son las herramientas imprescindibles para ayudar a los adolescentes y a sus familias a desarrollar estrategias de afrontamiento saludables, establecer límites en el uso de las pantallas, mejorar su autoestima y reconectar con el mundo social presencial.
El mundo digital es una realidad. El aprendizaje sobre él es una necesidad. Los adultos debemos ser ejemplo: mostrar cómo se realiza un buen uso de la tecnología, de forma segura y saludable, complementándolo con las experiencias en el mundo presencial. Es también nuestra responsabilidad como terapeutas. Ahora nos dirigimos a los lectores: ¿acaso no es la de todos?
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Doctora en Psicología por la Universidad de Barcelona y profesora asociada médica del Departamento de Psicología Clínica y Psicobiología de la Facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona. Psicóloga clínica en el Programa de Conductas Adictivas en Adolescentes (UNICA-A) del Servicio de Psiquiatría y Psicología Infanto-Juvenil del Hospital Clínic de Barcelona.
Doctora en Psicología por la Universidad de Barcelona y profesora asociada médica del Departamento de Psicología Clínica y Psicobiología de la Facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona. Psicóloga clínica en el Programa de Conductas Adictivas en Adolescentes (UNICA-A) del Servicio de Psiquiatría y Psicología Infanto-Juvenil del Hospital Clínic de Barcelona.
Ver todos los artículosPsiquiatra infantil y de la adolescencia del programa de Conductas Adictivas (UNICA-A) del Servicio de Psiquiatría y Psicología Infanto-Juvenil del Hospital Clínic de Barcelona. Investigador acreditado del IDIBAPS y el CIBERSAM. Licenciado en Medicina por la Universidad de Zaragoza, especializado en Psiquiatría en el Hospital Clínic de Barcelona y doctorado en Medicina por la Universitat de Barcelona.
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