2 de febrero de 2018
por
Mailé Hernández Grave de Peralta
[ ILUSTRACIÓN: DANIEL TORNERO ]
Desde la década de los cincuenta, el desarrollo se asoció con el progreso y el bienestar, representado por la civilización. En esa insaciable búsqueda del avance, muchos arriesgan sus vidas año tras año, cruzan desiertos, muros y mares para vencer las fronteras que los separan de la ansiada prosperidad. El fenómeno de las migraciones modifica constantemente el mapa global y local, como consecuencia de una desigualdad sin precedentes que se acentúa al ritmo de las conquistas tecnológicas y científicas de la llamada Era de la Información.
Elevar la calidad de vida se convierte entonces en un ir y venir constante por las escalas del buen y el mal vivir. Sin embargo, no queda claro aún a los seres humanos que el desarrollo se refiere a las personas y no a los objetos. Para Manfred Max-Neef (1993) la calidad de vida depende de las posibilidades que tengan los sujetos de satisfacer adecuadamente sus necesidades humanas fundamentales. Y sobre ello aclara:
“Cuando la forma de producción y consumo de bienes conduce a que éstos se conviertan en fines en sí mismos, la presunta satisfacción de una necesidad empaña las potencialidades de vivirla en toda su amplitud. Queda allí abonado el terreno para la instauración de una sociedad alienada que se embarca en una carrera productivista sin sentido. La vida se pone entonces al servicio de los artefactos, en vez de estar los artefactos al servicio de la vida. La búsqueda de una mejor calidad de vida es suplantada por la obsesión de incrementar la productividad de los medios”. (Max-Neef, 1993:51)
En opinión de este autor, la situación obliga a repensar el contexto social de las necesidades humanas de una manera radicalmente distinta de cómo ha sido habitualmente analizado por planificadores sociales y por diseñadores de políticas de desarrollo. Ya no se trata de relacionar necesidades solamente con bienes y servicios que presuntamente las satisfacen, sino de vincularlas además con prácticas sociales, formas de organización, modelos políticos y valores que repercuten sobre sus formas de expresión.
En este contexto, bien como herramienta para el desarrollo o entendida como un proceso, la comunicación resulta indispensable para mejorar las condiciones de vida de las personas, democratizar las sociedades y empoderar a las comunidades. ¿El fin último? Convertirlas en artífices de sus propios destinos. A pesar de esto, hablar de comunicación y desarrollo supone descorrer el velo que cubre los actuales desequilibrios entre retórica y realidad.
“A medida que abundan las estrategias para promover un desarrollo sostenible en cada uno de los países del orbe, se multiplican procesos exógenos respaldados por modelos de comunicación unidireccionales, que desconocen a ese “otro” que intentan desarrollar”. (Asociación Civil El Agora, 2006: 7)
El discurso que promueven los medios debe ser atendido cuando se piensan acciones para el cambio desde la comunicación. Conviene mirar a la globalización para contextualizar y pensar el desarrollo. “Reconocer las dinámicas entre lo global y lo local, entre la fuerza de la cultura global y la resistencia silenciosa de las culturas populares en la vida cotidiana” (pp.8). Ello nos permite comprender cómo se articulan la cultura local y los discursos globales que se presentan en series de televisión, películas, telenovelas, géneros musicales o programas infantiles.
Globalización y localización se conciben como procesos interrelacionados y este punto de vista marca un cambio radical en el pensamiento sobre el cambio y el desarrollo. Como observaba Anthony Giddens (1995:4-5), “la globalización no concierne solamente la creación de sistemas a grandes escalas sino también la transformación del contexto local y personal de la experiencia social”.
Hablar de comunicación en el contexto del desarrollo implica reconocer y demostrar una clara intencionalidad por revertir las condiciones actuales que determinan el silencio de amplias mayorías en el mundo y de manera profunda en América Latina. Jesús Martín-Barbero (2002) retoma el concepto de la “cultura del silencio” desarrollado por Paulo Freire, que se remonta a la conquista y caracteriza a amplios segmentos de América Latina. Queda el silencio como respuesta a los siglos interminables de dominio y opresión, como aceptación interiorizada del status quo, como prueba de resignación de las mayorías sin voz.
La comunicación para el desarrollo es una alternativa a los modelos unidireccionales, que impiden a numerosos grupos tomar la palabra y decidir su futuro
¿Pero de qué modo se concreta el silencio y cómo opera en la mente de aquellos que se ven forzados a su ejercicio? María Cristina Mata (s.f.:19) asegura:
“Mientras unos sectores pueden desplegar sus discursos ante el conjunto de la sociedad en distintos espacios y oportunidades, hecho que los cohesiona, los legitima y consecuentemente contribuye a conferirles poder; otros sectores carecen de esa posibilidad. Y lo que es más grave aún, impedidos históricamente de participar en la producción del discurso público, no llegan siquiera a reivindicar su legítimo derecho a hacerlo, no alcanzan a reconocer su capacidad de hacerlo, internalizando de tal suerte su exclusión y naturalizándola, dificultando su intelección como parte de la exclusión económica, social y cultural que padecen”.
Deviene así la comunicación para el desarrollo como alternativa ante los modelos unidireccionales, que impiden a numerosos grupos tomar la palabra y decidir su futuro. Si por un lado las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), promueven la enajenación de los seres humanos, destacan en la práctica como herramienta eficaz para potenciar actitudes comprometidas y la conciencia crítica en torno a elementos decisivos de la sociedad: colaboración, toma de decisiones grupales, trabajo en equipo, solidaridad, educación continua o permanente, cooperación y participación, etc. Actitudes y valores que favorecerán el autodesarrollo de los sujetos, organizaciones e instituciones que gesten este tipo de productos comunicativos.
En el marco del proceso de transformación social a partir de la participación ciudadana y la articulación de diversos actores de la sociedad a través de la comunicación, los profesionales de los medios deben situarse muy lejos de ser intelectuales dóciles. Les compete reflejar la transparencia, alcanzar la calidad informativa, y asumir la responsabilidad cotidiana de incorporar el desarrollo en las agendas temáticas. Sobre esto Garcés Corra (2013:1) señala: «¿Se imaginan que los ministerios del país ofrecieran sistemáticamente conferencias de prensa?, ¿se imaginan que todas las instituciones públicas dispusieran de directivos, cuadros intermedios o funcionarios accesibles, con información y sentido de responsabilidad para comunicar?, ¿se imaginan que pudiéramos analizar frecuentemente, con nombres y apellidos, las fuentes aferradas al secretismo y educarlas —educarnos— en una cultura de la información y la transparencia?»
De acuerdo a los planteamientos del Centro Nueva Tierra, la exclusión comunicativa es parte de un proceso más amplio, enmarcado por modelos de sociedad que también limitan las posibilidades de acceder a derechos económicos, sociales, políticos y culturales entre los que se encuentra el derecho a la información y la comunicación. Por esto, la incidencia como estrategia para lograr su cometido, debe acompañarse de la movilización social, como expresión comunicativa de participación e impacto público. Un proceso comunicativo que permita la movilización a distintos sectores aliados para la demanda de cambios que mejoren sus condiciones de vida y, por consiguiente, los de toda la sociedad.
El principal reto, según Juan Camilo Jaramillo (2004:4), consiste en “presionar las agendas públicas hasta volver el tema urticante, impostergable, responsabilidad de la sociedad en su conjunto y no solamente de una organización o de un sector social”. En el intento por democratizar los procesos comunicativos y favorecer la participación de los receptores en la construcción de los mensajes, surge la comunicación alternativa para el desarrollo y el cambio social, que también se ha llamado: popular, ciudadana, comunitaria, participativa.
Ante numerosos calificativos y la ausencia de una definición concreta, vale preguntarse: ¿qué entendemos por comunicación?
Para Mario Kaplún, «la verdadera comunicación no está dada por un emisor que habla y un perceptor-recipiente que escucha, sino por dos seres o comunidades humanas que dialogan (aunque sea a distancia y a través de medios artificiales)» (Kaplún, 1990:17) Ello demuestra que sin puesta en común de significados nos encontramos frente a simple información, transferencia o difusión unidireccional de contenidos al servicio de intereses espurios.
Los adjetivos que acompañan a los planteamientos de una comunicación alternativa a la hegemónica (bidireccional, equilibrada, para el desarrollo, etc.), según Paquali (1963) resultan tautológicos y prescindibles, en tanto que comunicar, apunta a un diálogo equilibrado y transformador en el que los seres humanos pasan de la existencia individual aislada a la social comunitaria. Para Kaplún los adjetivos constituyen una redundancia impuesta por la apropiación indebida que los medios de difusión han hecho del término comunicación. (Kaplún, 1990)
Las ideas de este autor, describen cómo debe transcurrir el acto de comunicar, a partir de la prealimentación de los receptores, donde el profesional de la información adquiere un contorno más humilde y se convierte en mero facilitador, incitador de procesos y en descubridor y organizador del sustrato participativo y dialógico que subyace en cualquier comunidad. «El emisor es la comunidad […] Es la comunidad la que se tiene que comunicar a través nuestro. Nosotros somos los facilitadores, los organizadores, los animadores de esa comunidad» (Kaplún, 1985: 77)
Si consideramos a la comunicación como una relación interactiva entre los actores sociales que en ella intervienen, es curioso que este elemento se encuentre ausente en el modo en que organizamos el desarrollo. Rosa María Alfaro (1993) plantea que cualquier acción de desarrollo que se emprende implica relaciones intersubjetivas diversas y complejas entre los que participan de ella, que deben considerarse en el momento de su planificación y ejecución.
Acceso, diálogo y participación constituyen el ensamblaje teórico en el que se funda el nuevo modelo de comunicación para el desarrollo
El hecho de proponer un proyecto o de ser receptor de una ayuda delimita ciertos roles y lo que se espera de cada uno en esa interacción. “Habría que indicar, entonces, qué tipo de rol se le asigna a los destinatarios de los proyectos y qué relaciones posibles hay que promover. Y como toda relación, debemos asumir que ésta puede ser asimétrica” (Alfaro, 1993: 28).
Acceso, diálogo y participación constituyen el ensamblaje teórico en el que se funda el nuevo modelo de comunicación para el desarrollo opuesto a la matriz funcionalista de la Mass Communication Research (Investigación de los Medios de Comunicación de Masas). Luis Ramiro Beltrán y Juan Díaz Bordenabe, entre otros teóricos de América Latina, se opusieron al modelo comunicacional dominante, al criticar su carácter vertical y antidemocrático, su feedback ficticio orientado al ajuste del mensaje a favor del emisor, y su promoción de la persuasión como principal función de lo comunicativo. Denunciaron además, el desconocimiento de la estructura social y los contextos históricos, la orientación al cambio individual de actitudes, el determinismo tecnológico y la atención desmedida a lo económico, lo urbano o a la promoción del capitalismo como único sistema viable, todo lo cual contribuye al mantenimiento del statu quo.
“Lo que hace a la comunicación desarrollista es su poder para generar la racionalidad, su capacidad de inducir conciencia e inconformismo, su potencial a dotar a la persona de independencia, con fe en un futuro asible, con el respeto hacia los demás y hacia sí mismo, y una concepción de la vida en la tierra como una aventura noble y que vale la pena, más que como una calamidad inevitable que hay que aguantar a cambio de una vida divina después de la muerte” (Beltrán, 1970: 174).
Múltiples epítetos distinguen a la producción científica y la práctica en torno al desarrollo. “Humano, ecodesarrollo, sostenible, multidimensional, endógeno” como señala Maira Espina (2004:35) se convierten en expresiones críticas de la noción de desarrollo como proceso lineal y homogeneizante.
Habría entonces que velar en medio de disímiles términos y principios para definirlo cuáles, lejos de reverenciar la economía de mercado, se dirigen a promover el bien común emancipador (Riera, 2012). Así se contribuiría a lograr el cambio a través de formas de vida colectivas animadas por la justicia y la equidad social. “Lo comunitario como cualidad del desarrollo entra a desempeñar un rol cardinal en las acciones a favor del desarrollo liberador, como naturaleza del vínculo, de las relaciones sociales con independencia de su locación –el país, el municipio, el barrio, la escuela, la familia, etc.”(pp.127). Con relación al anhelado bienestar que para muchos se traduce en hallar la felicidad, Celia Marta Riera (2012: 128) aclara:
“El avance de la sociedad ha de evaluarse entonces, por la diversidad creciente de las relaciones establecidas por los hombres con su medio y los demás hombres en su pluralidad, así como por el desarrollo ampliado de necesidades vinculadas no a la realización de un objeto, que implica la negación y supresión de toda individualidad y de toda originalidad, sino de necesidades que impliquen el enriquecimiento multilateral de la subjetividad humana, las realizaciones humanas concebidas más allá del sentido de posesión, del tener”.
Urge entonces recontextualizar ese desarrollo a escala humana que propone Max-Neef (1993) y reconfigurar la comunicación en función de satisfacer las múltiples necesidades de los públicos en función del ser y no del tener.
Lograr la justicia, la equidad y la desalienación depende en gran medida de decir adiós a los modelos difusionistas. Los mensajes que se trasmiten no tienen el efecto mágico y multiplicador que le atribuía la bullet theory , están mediados por numerosos condicionamientos psicológicos, culturales y sociales que determinan su apropiación e impacto.
Dotar a los medios de comunicación de profesionales audaces y comprometidos con la realidad social, que sólo faciliten el proceso de comunicación y donde los receptores sean sujetos y no objetos en el acto comunicativo, propiciará la toma de decisiones en los grupos sociales como expresión máxima de la participación. Se impone entonces en las rutinas productivas mediáticas “develar las fórmulas del populismo, de la despolitización de los problemas de una sociedad, como una tarea de importancia táctica y estratégica frente a los discursos vacíos y manipuladores de la participación como vehículo “neutral” del desarrollo comunitario y local. (Riera, 2012:131)
En todos los casos, “cada proyecto de desarrollo debe contener una estrategia de comunicación precisa que defina las relaciones a construir, los métodos, sus etapas, sus posibles conflictos y soluciones, sustentados en diagnósticos no sólo sociales, sino también comunicativos, abordando la ínter subjetividad” (Alfaro, 1993: 39) El reto sería fomentar el diálogo desarrollador desde la educación popular de Paulo Freire, que permita a los medios constituir foros de discusión y lugares de encuentro, donde no existan “ignorantes absolutos ni sabios absolutos: sólo hombres que, en comunicación, buscan saber más” (Freire, 1970: 71)
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Directora de Programas de Radio en la emisora provincial CMHW de Santa Clara (Cuba), Máster de Bioética de la Universidad Católica de Valencia (España) y doctorando en Desarrollo Comunitario del Centro de Estudios Comunitarios de la Universidad Central Marta Abreu de las Villas (Cuba).
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