6 de abril de 2018
por
Rafa Rubio
La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. No se trata sólo de que la política democrática considere aceptables ciertas dosis de mentira en pro de un valor superior, la libertad de opiniones. También los regímenes autoritarios tienen poco respeto por la verdad, porque no admite ser manipulada. Como apunta Hannah Arendt: “Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan la coacción”.
Si bien Aristóteles nos advertía que “la palabra es el fundamento de la práctica política”, la sacralización fetichista de las palabras ha constituido siempre el más cómodo mecanismo utilizado por los antidemócratas para, desde la mixtificación previa de la realidad, transformar luego, espuria e interesadamente, la lógica de la democracia en un razonamiento político esperpéntico. Los regímenes totalitarios son los que mejor han entendido que el que controla la semántica controla la realidad, y así lo resumía Stalin: “el arma esencial para el control político será el diccionario”, no en vano el principal medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamaba precisamente Pravda (la verdad).
Existe toda una tradición en esa misma línea, comenzada por Platón, que justifica la necesidad de que el gobernante mienta al pueblo sobre los fundamentos de la vida común, por el propio interés del pueblo, como una exigencia ineludible de la vida en democracia. Ante la dificultad de conocer la verdad, y de buscarla, se crea una falacia por la que todas las ideas son igual de válidas y por tanto de verdaderas, independientemente de su conexión con la realidad. De esta manera la ausencia de la verdad se presenta como base del nuevo pacto social y fundamento de la democracia. Sólo si la verdad no existe podremos entendernos. La verdad se presentaría como un obstáculo para la convivencia y las categorías de verdad y mentira serían, desde esta perspectiva, peligrosamente totalitarias.
En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia; no es un elemento accesorio o nocivo sino que forma parte esencial de la misma
En tiempos de representación todo el edificio democrático se apoya sobre la opinión pública, opinión que para ser tal debería ser verdaderamente autónoma y del público, y sobre la formación de esta opinión pública impacta especialmente la verdad.
En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia. La comunicación no es un elemento accesorio, o incluso nocivo, para la democracia sino que forma parte esencial de la misma, hasta el punto de que la representación política sólo es explicable desde la publicidad (Habermas), “la traducción a nivel político y parlamentario de la opinión pública burguesa concebida como producto de la discusión entre particulares en el seno de la sociedad” (De Vega).
En un mundo en el que las técnicas de la comunicación permiten una manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública, como último criterio definitorio de la verdad democrática, sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señalaba como “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja. Definida por Covarrubias como la adecuación de la información transmitida con la realidad, “la relación, oral o escrita, de la verdad y la justicia de algún negocio o caso”.
La verdad sería básicamente una, la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras podrían tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto se añadiría que la información falsa tiene mucha más probabilidad (70%) de ser compartida que la verdadera.
A esto contribuye la tecnología. Aunque esta ofrece grandes oportunidades a la democracia no podemos ocultar los peligros que se plantean, hacerlo supondría caer en una actitud reduccionista y, como tal, falsa.
La creación de nuevas desigualdades, en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, la raza y la educación; el aumento de control de las libertades individuales; la mayor concentración, que oculta el fin de la intermediación, y que ha sustituido la de los medios tradicionales por la de plataformas sociales y buscadores y que permite silenciar sistemáticamente a grandes sectores del público en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no conllevaría una auténtica involucración ciudadana. Son algunos de los riesgos que la tecnología plantea a la democracia.
La desvinculación entre democracia y verdad se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia
A estos se une la desvinculación entre democracia y verdad, que en los últimos tiempos se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia contemporánea, provocando que incluso aquellos que inicialmente minimizaron su influencia hayan pasado a reconocerla.
La democracia requiere una base de racionalidad, que se realiza y se expresa principalmente en el diálogo parlamentario, en la que radica el último fundamento y la mayor grandeza de la democracia representativa, conforme a la cual la democracia bien podría ser definida como un enorme diálogo. Este diálogo requiere de un lenguaje común ya que como advertía Thomas Hobbes en Leviatán: la lengua es para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella “no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos”.
El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político, que Pedro de Vega caracterizó como «mandarinesco», cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca la tan denunciada como peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.
Esto también favorece la suplantación absoluta del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar en su núcleo más profundo el sistema de valores y principios en los que fundamentó su grandeza la democracia representativa. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón, hacia el lado del sentimiento. La democracia sentimental, que ha hecho a algunos autores lamentarse por lo que consideran el fin de la ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más sentimental y esta mutabilidad fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.
El emotivismo, en expresión del filósofo escocés MacIntyre, que asume “que las diferentes elecciones morales carecen de todo fundamento que no sea algún tipo de emoción. Ello – continua el pensador- determina la imposibilidad de dar razón de dichas elecciones, por cuanto éstas -careciendo de fundamento racional- serían, de hecho, injustificables por arbitrarias. Consecuentemente, el debate sobre temas éticos no podría jamás llegar a conclusiones definitivas y sería, por lo tanto, estéril”.
La espectacularización amenaza la democracia: la política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana
La política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…» La espectacularización también amenaza la democracia, al ir desgastando la credibilidad de los actores políticos, la dependencia del pulso político de los grandes eventos de masas, como elecciones decisivas o manifestaciones y la apelación constante a una retórica de ruptura y cambio, que contrastan con la gestión diaria de la política y provocan la fragmentación de la ciudadanía.
Esta fragmentación, favorece el aislamiento de los políticos, ,“post-truth politicians”, que desarrollan su labor en sociedades democráticas con esferas públicas robustas pero que operan dentro de una realidad paralela retroalimentada por medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esta fragmentación del sentido de comunidad y el principio de legitimidad que sostiene los gobiernos centralizados produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos; acelerando la polarización de la política; y haciendo más rudo el debate público.
La volatilidad es otra de las consecuencias de los cambios en la información que afectan a la democracia. Además de los problemas que esto genera a la hora de predecir resultados electorales, la población es cada vez más impulsiva a la hora de tomar decisiones, de salir a la calle, de pedir cambios legislativos o demandar fuertes cambios sociales y esto dificulta la elaboración y adhesión a políticas públicas que, además de reflexión, requieren tiempo para ser exitosas.
Junto a estos efectos, que inciden directamente en la democracia, la consecuencia más relevante de “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Arendt). Frente a esto, como denuncia Fernando Vallespín, la reacción “no se traduce en la búsqueda de la verdad, sino todo lo contrario”, que lleva a los ciudadanos a acercarse con muchas reservas al debate político, cuando no a permanecer al margen del mismo.
Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento en la existencia de la verdad, y se pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo lo convierte en una representación falsa, sin contenido. Cada persona se construye su universo ético particular y se pierde primero la unicidad del lenguaje, y las referencias comunes después, desapareciendo esa base común (common ground) imprescindible para el diálogo.
Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia
Dialogar deja de ser una búsqueda mancomunada, cooperativa de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiendo la opinión propia a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón de encontrar la verdad.
“El relativismo, templado por la razón, acaba con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto” 1. “Si no existe una medida racional desde la que se justifiquen o evalúen nuestras inclinaciones subjetivas –un telos objetivo-, éstas quedan despojadas de un referente, más allá de la satisfacción de los deseos del sujeto” 2. Si no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos, un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que sólo hay un ganador posible. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, a la verdad, acaba por prevalecer el interés del más fuerte, a través de la guerra, aunque sea de posiciones.
La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Si bien es cierto que la mentira forma parte estructural de la política, hasta muy recientemente su papel en la conformación de la opinión pública se veía compensado por otros elementos como la diversidad de actores políticos, la defensa efectiva del derecho a la información y el papel de los medios de comunicación, que permitían mantener un equilibrio imprescindible para el desarrollo de la democracia. El impacto de la tecnología, y su transformación de las lógicas comunicativas, rompe en gran medida estos equilibrios, poniendo en cuestión una serie de pilares democráticos.
Las estrategias de desinformación inciden no sólo en la capacidad de distribución, sino también en el tiempo de la misma, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas polarizadas, y su consiguiente polarización, la ausencia de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. Todo esto pone en peligro la democracia más allá de los periodos electorales.
Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia. Como señalaba Claudio Magris: “Muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias.” Hoy más que nunca la verdad, como componente esencial para la formación de la opinión pública, más que una obligación moral (Kant) es una necesidad política, un requisito indispensable de la democracia.
1Marco, J.M. (2005): «La política como servicio público” en Alfa y Omega, número 472.
2Simón, F. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC. Pág. 20
Arendt, H. (1993): “Verdad y política”, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Península, Barcelona.
Arias Maldonado, M. (2016): Democracia Sentimental: política y emociones en el siglo XXI. Página indómita.
Aristóteles (1985): La Retórica. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.
Covarrubias, S. (1674) Tesoro de la lengua castellana o española, 1611. Edición de 1674, con adiciones de Noydens. Madrid: Melchor Sánchez [impresor]. folio 77v.
De Vega, P. (2017) «Significado constitucional de la representación política» en Obras escogidas de Pedro de Vega» (ed. Rafael Rubio), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC).
Habermas, J. (1999): “Tres modelos de democracia. Sobre el concepto de una política deliberativa” en La inclusión del otro. Paidós, Barcelona.
Kant, I. (2010): Fundación de la metafísica de las costumbres, Encuentro, Madrid.
Magris, C. (2001): Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad. Anagrama.
MacIntyre, A. (2001): Tras la virtud. Crítica, Barcelona.
Platón La República. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid.
Simón Fernando. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC.
Doctor en Derecho Constitucional, Profesor Titular y Director del Grupo de Investigación sobre participación y nuevas tecnologías en la UCM. Investigador visitante en las Universidades de Georgetown, Harvard, George Washington, Navarra y Scuola Superiore Sant´Anna. Ha asesorado a organismos internacionales, gobiernos, partidos políticos, fundaciones, e instituciones sociales, educativas, religiosas y deportivas de todo el mundo. Más información en www.rafarubio.com
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