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Neofilia y globalización


Por Román Gubern

Se revisa la evolución conceptual de algunos elementos que conforman el nuevo ecosistema de comunicación de masas, tales como globalización, brecha digital o cultura de masas. Se señalan algunos de los efectos de la sobreoferta informativa en Internet y se incide especialmente en el uso de imágenes digitales en el sistema audiovisual, sobre todo en las aplicaciones en el ámbito cinematográfico del fenómeno de la realidad virtual.

Narra un cuento de la cultura zen que un respetado maestro se encontró con su joven discípulo y éste le preguntó con ansiedad de neófito: «Maestro, ¿adónde vamos?». Y el maestro zen le respondió con calma: «Ya estamos». Este instructivo relato puede ser fácilmente aplicable a la pregunta acerca de cuándo entraremos en el futuro, pues hay que responder inmediatamente que ya hemos entrado en él, por muy cierta que sea la aseveración de que las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (NTIC) se hallan todavía en su etapa de Paleolítico Superior, aseveración que suscribo sin sombra de duda.

Superación de la inercia neofóbica

Aunque nuestro hardware actual podrá parecer en la era de las computadoras cuánticas tan primitivo como a nosotros nos resultan hoy las redes de comunicación de la época de Graham Bell, lo cierto es que, en ese campo, el impulso neofílico ha ganado definitivamente la partida a la inercia neofóbica, lo que no era evidente en la época de Bell. Basta recordar que el primer uso del teléfono en Francia fue el Teatrófono, con su flujo monodireccional de música a los hogares y que, poco después, la mayor parte de las familias burguesas que disponían de un teléfono veían con pánico cómo la voz impúdica de algún jovenzuelo desvergonzado se colaba en sus casas sin su permiso para susurrar al oído de sus hijas quién sabe qué procacidades.

En aquella época estaba naciendo también la industria eléctrica, en gran parte gracias a la bombilla incandescente inventada por Edison y que estamos ya a punto de desahuciar por cara y contaminante.

En la actualidad, aproximadamente el sesenta por ciento del mercado mundial de la electrónica de consumo corresponde al sector audiovisual, con los videojuegos como producto estrella; una actividad que por aquel entonces estaba representada únicamente por el gramófono, otro invento del astuto empresario –más que bricoleur– Thomas Alvah Edison.

Los orígenes de la aldea global

Como toda historia tiene su prehistoria, lo mismo ocurre con la globalización. Hasta los colegiales saben que el proceso de globalización se inició cuando Cristóbal Colón se topó con alguna isla del mar Caribe en 1492, instaurando el primer eje de poder del Atlántico Norte. Este eje no fue oficializado hasta que en 1949 se creó, en plena Guerra Fría, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, o NATO en inglés), que consolidó aquel eje como una estructura militarizada.

Cancelada la Guerra Fría, desde hace varias décadas el eje de poder de la globalización se ha desplazado del Atlántico al Pacífico, con las potencias tecnológicas de California, Japón, Corea del Sur, China (que acaba de cambiar su paradigma exportador basado en la cantidad, ya obsoleto, por otro presidido por la calidad), India, Singapur y Australia. En este contexto, nuestra vieja Europa tiende a ser cada vez más lo que Jorge Semprún denomina con agudeza y pertinencia ‘un balneario’.

Antes de que tal eje se consolidara, durante el barullo de los happy sixties, el ingenioso Marshall McLuhan acuñó la aplaudida expresión ‘aldea global’, que le vino inspirada por los satélites geoestacionarios de su época, pues por aquel entonces Internet todavía no había nacido. Esta expresión conoció una gran fortuna periodística y cuando falleció lady Diana Spencer en un accidente de automóvil en París, un periódico serio y respetado pudo publicar un artículo titulado impúdicamente Tragedia en la aldea global. Ya se ha explicado muchas veces que en las aldeas todo el mundo habla con todo el mundo, según un modelo de comunicación desjerarquizado y horizontal. Pero esto no ocurre en la famosa ‘aldea global’, donde los flujos de información del Norte inundan al Sur, mientras que el Sur a duras penas consigue hacer llegar sus flujos al Norte, debiendo añadirse que existe un Norte global, nacional, regional y local.

Ruptura con los esquemas tradicionales

Cuando se afirma que en Manhattan hay más teléfonos que en todo el continente africano se está hablando de un Norte y un Sur global, pero cuando se habla del centro urbano y de sus periferias degradadas estamos hablando de una asimetría local. Una de las consecuencias más perversas de tal asimetría es que el Sur se ve a sí mismo a través de los ojos del Norte, como ocurre cuando las televisiones globales informan a todo el mundo (entre ellos, a los africanos) de las guerras tribales en el África subsahariana. Por no hablar de la famosa brecha digital, a la que luego dedicaremos alguna atención.

Para ser justos, hay que añadir inmediatamente que este sólido esquema tradicional ha empezado a cuartearse. Tras el explosivo desencuentro entre el Islam radical y Occidente en septiembre de 2001, irrumpieron en la escena mediática dos televisiones globales árabes que no existían durante la Primera Guerra del Golfo: Al-Jezira y Al-Arabia. La primera, especialmente aguerrida, ha resultado incluso incómoda para los estados musulmanes más conservadores, como Arabia Saudí, y varios de sus corresponsales tanto en países occidentales como musulmanes han sido expulsados. Esta estridente disidencia de la monocultura occidental intentó ser contrarrestada por los aparatos norteamericanos oficiales de comunicación (léase la CIA) con la creación de la televisión global en lengua árabe Al-Urra (que significa La Libertad), con base en Virginia; pero no ha conseguido siquiera arañar las audiencias de aquellas emisoras genuinas. Entretanto, Al-Jezira ha dado el salto cualitativo que supone emitir también sus programas en lengua inglesa –es decir, la lengua de sus adversarios– e incluso ha fichado a estrellas mediáticas anglosajonas tan prestigiosas como David Frost.

Estos episodios de disidencia ideológica no desmienten la existencia de un Norte desarrollado y dominante y de un Sur precarizado y muchas veces sometido a un régimen neocolonial. En este Tercer Mundo, muchos habitantes analfabetos han saltado de una generación del tam-tam a la cultura de masas tecnificada occidental, específicamente a la radiofónica, a la televisiva y a la industria musical. Pero ése es otro problema, que afecta sobre todo a la configuración de sus imaginarios.

La construcción de los imaginarios

Aunque Theodor Adorno y Max Horkheimer acuñaron, durante el fragor de la Segunda Guerra Mundial, la expresión ‘industrias culturales’ con connotaciones negativas, para expresar la sumisión de la cultura a los bajos intereses mercantiles de los tenderos, la historia ha retorcido su matriz semántica y, con el paso del tiempo, han llegado a ser bendecidas años después como benéficas ‘industrias sin chimeneas’ (es decir, no contaminantes).

Cuando Javier Solana fue ministro de Cultura del primer gobierno socialista, me tocó acompañarle como experto a Berlín, para participar en una reunión del Consejo de Europa sobre industrias culturales. En aquella Alemania –de la que habían huido Adorno y Horkheimer– las industrias culturales se habían convertido por entonces en una bendición de la humanidad, fuente de cultura, progreso y riqueza económica.

Un equívoco parecido ha ocurrido con la expresión ‘cultura de masas’ (masscult, en inglés) como expresión peyorativa o degradante. Se olvida que muchas novelas de Ernest Hemingway fueron best-sellers en su época, que Charles Chaplin gozó de una inmensa popularidad en la pantalla y que se han vendido en el mundo más grabaciones de Richard Wagner que de Madonna y más textos de Shakespeare que de Emilio Salgari. Estos casos evidencian la fragilidad de los criterios cuantitativos a la hora de medir los niveles cualitativos. Pero también es verdad que las telenovelas mexicanas suelen tener más audiencia que los libros de poesía. Es preciso, por lo tanto, manejar este asunto con gran prudencia.

Ciertamente, el vector cuantitativo desempeñó un papel importante en la reflexión pesimista de Adorno y Horkheimer acerca de la reducción de la cultura a la condición de mercancía. Pero, a la vez, la difusión de la cultura para las mayorías sociales ha sido un ideal persistente desde la Ilustración. En este punto, cuando Abraham Moles acuñó en la década de 1960 su célebre expresión ‘opulencia comunicacional’, oteando un futuro de plenitud informativa para la ciudadanía, no hacía más que inscribirse en esa tradición ilustrada.

Pero dicho esto, el horizonte –exaltado por algunos expertos– de la meta/mito de la llamada ‘sociedad de los quinientos canales’, a la que ya hemos llegado gracias a la televisión por cable, por satélite y por transmisión digital, suele desembocar en lo que Herbert Schiller definió ácidamente como «una gran variedad de lo mismo». La respuesta de la programación de pago, selectiva o elitista, no es una novedad. Cuando se habla de la autoprogramación del usuario, suele olvidarse que esa opción ya existía desde hacía muchos años en las librerías, en las tiendas de discos y en los teatros. De hecho, la autoprogramación soberana del usuario contribuye a consolidar y perpetuar la estratificación de la pirámide cultural y del gusto, reforzando la sociedad dual en este campo.

El proceso cíclico de las modas

De un modo esquemático, podemos clasificar las industrias culturales por su contenido, en industrias del conocimiento e industrias emocionales (vulgo entertainment); y desde el punto de vista del poder mediático, en industrias centrípetas (cuya capital es Hollywood) e industrias centrífugas (televisiones locales, videoarte, Internet, etc.). Pero tanto unas como otras suelen producir flujos heteróclitos de cataratas textuales, cuyo modelo más ejemplar lo suministra la programación televisiva.

En estos sistemas de comunicación monodireccional, un genotexto (o matriz arquetípica) origina numerosas variantes circunstanciales (o fenotextos). Un factor fundamental que explica la adicción –término preferible al barbarismo ‘fidelización’– del público a un programa, se basa en la ‘pedagogía de la rutina’ (fundamento de la ‘cultura ketchup’), a saber: el público suele pedir aquello que previamente se le ha acostumbrado a consumir. Pero esta ley tampoco supone un fatalismo determinista. En la historia de las modas culturales (y señaladamente en la moda vestimentaria) las rupturas practicadas por las élites para diferenciarse de lo común generan tendencias, de modo que el llamado efecto bandwagon hace que las mayorías se acaben sumando a la novedad liderada por las minorías, para no verse a sí mismas excluidas o anticuadas. Pero cuando la nueva moda se ha generalizado, otro impulso elitista rompe con la norma dominante e inicia una nueva tendencia.

En los medios de comunicación de masas, como la televisión, este fenómeno cíclico también se produce, pero más matizado, de modo que la hibridación suele primar sobre la innovación. Véase la génesis de “Operación Triunfo” y otros programas similares como síntesis híbrida de fórmulas tan consolidadas en las parrillas como el concurso, el espectáculo musical y el reality show.

Esta somera reflexión sería incompleta si no recordáramos también que la televisión constituye un púlpito que se disfraza de ventana (o una ventana que oculta un púlpito) y que esconde también una tienda que se dedica a vender audiencias, a las agencias de publicidad o a sus accionistas. Y está por ver hasta qué punto el tamaño del pastel publicitario o el apetito de los accionistas podrán soportar el crecimiento descontrolado de la oferta televisiva dentro de unas fronteras nacionales.

Atrapados en la Red

Es conocida la defección de la juventud occidental hacia la prensa en soporte papel, las salas cinematográficas e incluso hacia la televisión, hasta el punto que desde hace algún tiempo se habla ya de una ‘generación postelevisiva’. Y esta evolución ha provocado a su vez una transformación en la escala de prioridades de la industria publicitaria.

La irrupción de Internet ha comportado, en efecto, unas mutaciones profundas en el paisaje mediático. Una estadística publicada a principios de 2007 ya acreditaba que el 67 por ciento de los jóvenes españoles era usuario de Internet y que entre los universitarios el porcentaje ascendía al 97 por ciento ( 1). Esta tasa elevada contrasta con el conjunto de la población española, cuyo volumen de usuarios de Internet no llegaba el año pasado al 50 por ciento ( 2), situándose detrás de los países europeos más desarrollados e incluso de Portugal, Eslovaquia y Estonia. Concordante con este bajo índice de usuarios, también la implantación de la Banda Ancha es todavía muy deficitaria en nuestro país.

Brecha digital y globalización

Este panorama remite a la cuestión de la brecha digital, que suele estar determinada por tres factores: el nivel económico, el nivel educacional y la edad. Que la tasa de conexiones a Internet en África ascienda a poco más del 2 por ciento de la población es cosa que no debe sorprendernos. Y el panorama no es mucho más halagüeño en Haití o en Bolivia, revelando de paso que también es una falacia afirmar que Internet es un sistema global. Cuanto dijimos antes acerca de la brecha entre el Norte y el Sur es enteramente aplicable en este terreno, incluyendo el Norte y el Sur dentro de un territorio nacional. Esto ha dividido a la sociedad en insiders y outsiders, los segundos con menos formación, menos oportunidades laborales y menos ingresos económicos. Esta dicotomía se ha bautizado también como ‘inforricos’ e ‘infopobres’ y perpetúa el antiguo dictum norteamericano que asevera gráficamente que «si no estás dentro, estás fuera».

Pero la brecha digital se ha visto afectada también por un nuevo factor, a saber, por la rapidez del cambio tecnológico, que genera ansiedad y frustración entre los sectores menos jóvenes ( 3).

Como es sabido, Internet es un gran vertedero global de información, de buena y de mala calidad, con una ratio ruido/conocimiento muy alta. Hace años, Umberto Eco pudo calificar a la Red como una gran librería desordenada. Es cierto que desde entonces los sistemas buscadores se han perfeccionado notablemente, pero no hace mucho Jorge Wagensberg, hablando de este asunto, me decía todavía que «Internet es bueno para planear, pero es mucho menos bueno para aterrizar». Opinión perspicaz que comparto enteramente. Y puesto que la sobreoferta de información equivale en muchos aspectos a desinformación y entropía, el nuevo sistema revela que la vieja institución de los opinion leaders sigue vigente en la cultura del ciberespacio.

Los líderes de opinión como reguladores del caos

Me referiré a la institución de los blogs, que en cierto modo son herederos tecnológicamente muy perfeccionados de los viejos periódicos murales (tazebaos) que florecieron durante la Revolución Cultural en China (1966-1969). Su enorme proliferación en el ciberespacio por obra de políticos, literatos, filósofos e incluso ciudadanos rasos requiere que alguien bien informado señale –en un medio menos denso o con información más escasa y selectiva– cuáles son los relevantes y que merecen especial atención por su contenido. Si un senador insulta al jefe de Estado en su blog, lo más probable es que la ciudadanía se entere de ello porque algún periódico o algún programa radiofónico informativo revele tal episodio. De modo que la institución de los ‘líderes de opinión’ no sólo no ha desaparecido en la era de Internet, sino que se ha hecho más necesaria que nunca, debido al extraordinario y frondoso volumen de información que se vierte en la Red, desconocido en épocas pasadas.

Las virtudes y los problemas inherentes al uso de Internet derivan, precisamente, de que se trata de un ágora planetaria desjerarquizada. Esa facilidad de acceso a su vertedero ciberespacial hace que en su seno se codeen, a un mismo nivel, las informaciones valiosas y los detritus semánticos. Episodios desapercibidos pueden ser revelados clamorosamente a través de Internet –como ocurrió con la relación sexual entre el presidente Bill Clinton y la becaria Monica Lewinsky– y entonces pueden agrandarse, ya fuera del ciberespacio, como una arrolladora bola de nieve que se desliza por una ladera.

En algunos de estos casos es pertinente referirse al famoso ‘efecto mariposa’ de la teoría del caos. O, empleando un símil acústico, a un efecto de multieco, que puede llegar a alcanzar una dimensión ensordecedora. Pero un efecto benéfico de este fenómeno puede favorecer a la cultura intersticial y minoritaria, a aquellos segmentos de la producción cultural desdeñados, por poco rentables, por las grandes instituciones dominantes. La afección a esta cultura intersticial por parte de comunidades virtuales o redes sociales puede permitir la consolidación de unas inmensas minorías transnacionales, interesadas por la obra de un poeta o de un videoartista que de otro modo habría pasado desapercibida.

El fenómeno Second Life

Es cierto que, como ya hemos apuntado, los contenidos indiscriminados del ciberespacio pueden crear fenómenos paradójicos muy sorprendentes. Uno de los más llamativos, por su tan rápida expansión como declive, fue el fenómeno bautizado como Second Life, que nació en 2007 y prácticamente se disolvió a lo largo de 2009, con una cadencia propia de una moda vestimentaria frívola y pop ( 4). Me imagino que cualquier psiquiatra diagnosticaría a los clónicos virtuales que viven una existencia alternativa a la del sujeto que los ha creado o impulsado como un mecanismo imaginario de consolación, para poder ejecutar en la esfera virtual aquello que no les resulta posible en la real y vivir con ello una vida alternativa y feliz, desembarazada de las frustraciones de la vida real.

Muchas personas fabricaron sus ‘dobles felices’ para que evolucionaran en el subterráneo virtual del ciberespacio; y este fenómeno generó bastante literatura sorprendente, como la noticia de que la Royal Liverpool Philarmonic Orchestra daría un concierto en Second Life ( 5), o que en ese mundo virtual se prohibió en un cierto momento jugar a ser banqueros ( 6). Pero la noticia más polémica y desconcertante llegó cuando el doble virtual de Gaspar Llamazares, candidato de Izquierda Unida (IU) a la presidencia del Gobierno español, sacó en Second Life su mechero y prendió fuego a una foto de la familia real ( 7). El episodio levantó una polémica considerable y se especuló acerca de la relevancia jurídica y penal de aquel atentado virtual, hasta el punto de que la dirección de IU tuvo que difundir un comunicado en el que aseguró que la escena no pretendía «ser ofensiva contra nadie ni contra nada, sea una persona pública o una institución». Lo que habría que interpretar como si la transgresión –o descortesía– de Llamazares hacia la familia real la hubiera cometido únicamente su subconsciente.

Como antes dijimos, el espejismo de Second Life fue languideciendo a lo largo de 2009, mostrando su naturaleza de moda efímera, aunque no sin antes generar una réplica en el hermético universo de la República Popular China ( 8).

Aplicaciones virtuales a las industrias musical y cinematográfica

Mucho más importante que este juguete virtual resultó la función de Internet como instrumento para descargar música o películas cinematográficas. En Estados Unidos, la venta de música on line superó en 2008 los mil millones de descargas legales, mientras se hundió simultáneamente el mercado de los CD ( 9). Y en España, la venta de música digital pasó de 17 millones de archivos en 2007 a 32 en 2008 (10). Un efecto paradójico de este auge ha sido la reactivación y revalorización de los conciertos “en vivo” (como si pudieran existir conciertos “en muerto”).

En la industria cinematográfica, en abril de 2008 las majors de Hollywood acordaron vender sus productos on line en la tienda iTunes de Apple el mismo día que salieran a la venta en soporte DVD, oferta que antes tardaba un mes en producirse. Esta iniciativa sugería que las majors asestaban un golpe bajo a las salas de exhibición, ya muy dañadas por la competencia del llamado ‘cine en el sofᒠ(que sustituye a la butaca pública), precisamente en el momento en que Hollywood acababa de bendecir como propio el sistema Blu-Ray de alta definición de Sony, descartando la opción alternativa de Toshiba. La estrategia apostaba por la preferencia de los jóvenes por el canal on line, con una interfaz ubicua, lo que para las empresas productoras suponía, además, el ahorro de no tener que confeccionar un soporte físico para sus obras.

Con esta apuesta por la movilidad on line en detrimento de los soportes duros y del sedentarismo de los terminales, Time Warner estimó que podría triplicar sus ganancias en el sector. Y la alta definición del Blu-Ray quedaría circunscrita para las élites de alto poder adquisitivo. Está por ver si la catastrófica crisis económica que hoy vive el mundo afecta a alguna de las propuestas de esta profecía comercial.

La imaginería digital

Este panorama de la tecnocultura contemporánea no sería razonablemente satisfactorio si no mencionáramos las imágenes digitales, mosaicos figurativos de naturaleza constructivista que hoy reinan de modo totalitario en nuestro ecosistema audiovisual, desde la publicidad a los videojuegos.

Las imágenes digitales –que, a diferencia de las imágenes analógicas, pueden mentir sin dejar cicatrices en sus soportes, invulnerabilidad que las hace congruentes con la ‘era de la sospecha’ de la posmodernidad– pueden ser de tres tipos: de función óptico-referencial (como los retratos y las imágenes documentales), de creación (mediante algoritmos de la maquina) y mixtas. Y las dos últimas pueden comparecer como simulaciones –del mundo real visible– o como quimeras –o fantasías ajenas al mundo real visible–.

Pero hay que tener en cuenta que la perfección de la tecnología permite crear quimeras que comparecen ante el espectador con el aspecto veridiccional de las simulaciones. Como señaló Jean Baudrillard (1995) (11), las técnicas de producción virtual pueden cometer el crimen perfecto, pues su eficaz performatividad técnica puede asesinar la realidad y suplantarla, borrando a la vez las huellas de su crimen y de su suplantación.

De la combinación de estos diferentes tipos de imágenes surgen las llamadas hiperimágenes, que son collages o injertos icónicos de diferente naturaleza y que producen imágenes semióticamente promiscuas, muy utilizadas en las industrias del entretenimiento y la publicidad.

Siguiendo la terminología de Peirce, pueden combinarse diferentes imágenes indiciales (como en la práctica tradicional del fotomontaje), pero pueden yuxtaponerse imágenes indiciales con imágenes digitales de producción informática, como ocurría en Parque jurásico de Steven Spielberg (1993), película autorreflexiva que exponía las dificultades de un científico para crear dinosaurios a partir de su ADN fosilizado; una operación que aludía simbólicamente a la dificultad que tuvieron los ingenieros de Spielberg para hacer nacer en la pantalla unos dinosaurios que sólo existieron en la memoria de un ordenador y hacerles interactuar con actores vivos registrados con técnicas indiciales (un tercio del presupuesto de la película se gastó en la creación y animación de sus dinosaurios virtuales).

Y, finalmente, se pueden combinar imágenes digitales no indiciales entre sí, como ocurre en el género que todavía se denomina –de modo anacrónico– ‘dibujos animados’.

Construcciones híbridas

Existen otros ejemplos llamativos de hibridación icónica. Valga el caso del cineasta argentino Leonardo Favio, quien realizó un extenso documental histórico-político titulado Perón, sinfonía de un sentimiento (2000), utilizando imágenes de noticiarios, documentales y fotos fijas; pero cuando se propuso mostrar episodios históricos de los que no existían imágenes, los reconstruyó digitalmente. ¿Puede seguir llamándose documental a esta construcción híbrida?

En el campo de la creatividad estética, el cineasta francés Eric Rohmer realizó un experimento innovador y notable, alejado de la rutina, al producir su película La inglesa y el duque (2001). Como la acción transcurría en la época de la Revolución Francesa, escaneó grabados y pinturas de aquella época que representaban paisajes, monumentos o palacios y los colocó como fondo ante el que actuaban los actores. De este modo efectuó una experiencia transgenérica que combinaba la pintura, el teatro y el cine, sin que ninguna de tales aportaciones perdiera su identidad al fundirse en la obra.

Una de las aplicaciones derivadas de la imaginería digital es la llamada Realidad Virtual (RV), expresión que constituye un oxímoron, pues lo real se opone a lo virtual. Desde el punto de vista de un sujeto observador, la RV puede comparecer como un paisaje exterior al sujeto, que lo contempla, por así decir, en tercera persona. El espectáculo cinematográfico constituye un buen caso de este tipo de fruición.

Pero la RV puede comparecer también para el sujeto como un entorno envolvente, como un entorno sintético de producción informática en tiempo real, como los de las cabinas virtuales para entrenar a pilotos de aviación sin riesgo, que constituyeron una de las primeras aplicaciones de esta técnica. En tal caso nos hallamos ante la llamada Realidad Virtual Inmersiva (RVI).

Realidad Virtual Inmersiva (RVI)

Debemos añadir inmediatamente que en estos casos lo real no sólo parece real, sino que es real en su condición de virtual. Y en las modalidades de RVI más avanzadas, las simulaciones son polimodales, pues afectan a la percepción visual, a la cenestésica, a la cinestésica, a la acústica y a la táctil (mediante guantes especiales o datagloves), produciendo una ilusión integral de suplantación de la realidad desde el punto de vista sensorial.

Como aquí estamos privilegiando la dimensión icónica, vale la pena detenerse brevemente en la función de las pantallas de los dos monitores visuales que se integran en el casco que porta el sujeto de la RVI y que están colocadas ante ambos ojos. Estos dos monitores respetan dos principios fundamentales de la percepción humana, a saber, la visión binocular y la disparidad retiniana; es decir, cada ojo ve un panorama ligeramente distinto debido a su separación y al fundirse ambas imágenes distintas en el córtex visual producen la impresión de profundidad y de relieve. Pero no cumple otro factor que es inherente a la visión humana: la acomodación del cristalino del ojo a las diferentes distancias para enfocar las distintas profundidades (puesto que la imagen del monitor es plana), acomodación que sí tiene lugar, en cambio, cuando contemplamos un holograma.

Lo que percibe y lo que envuelve virtualmente al sujeto experimental de la RVI es un ciberespacio –término acuñado en 1984 por el novelista fatacientífico William Gibson, quien lo definió pertinentemente como «una alucinación consensuada»–. El ciberespacio, a pesar de su apariencia hiperrealista, es en realidad un espacio inmaterial, no euclidiano, sin extensión y abiótico. Por eso quienes se adentran en él son, en realidad, space-makers, gracias a su ortopedia tecnológica. Son portadores de una ilusión que viaja virtualmente con ellos.

Es cierto que el fenómeno de la RVI tiene muchos antecedentes míticos y literarios que abundaron en la confusión entre apariencia y existencia. Por ejemplo, la leyenda acerca del pintor chino recluido a la fuerza en el palacio del emperador para que sólo produjera obras para él, quien –para escapar de su prolongado encierro– pintó un día un paisaje, se introdujo en el cuadro y se alejó hacia su horizonte.

Ortega y Gasset (12) se refirió también al inquietante y equívoco hiperrealismo de las figuras de los museos de cera: «Cuando las sentimos como seres vivos, nos burlan descubriendo su cadavérico secreto de muñecos, y si las vemos como ficciones parecen palpitar irritadas. No hay manera de reducirlas a meros objetos. Al mirarlas nos azora sospechar que son ellas quienes nos están mirando a nosotros».

Son famosos, por otra parte, los viajes de la emperatriz Catalina de Rusia, en compañía del príncipe Potemkin, quien le mostraba las nuevas obras públicas en construcción en los paisajes que recorrían, cuando en realidad eran sólo decorados que se desmontaban tan pronto como la emperatriz se había alejado del lugar. Y el genio de Borges ideó un cartógrafo chino que, incitado por el emperador a confeccionar un mapa cada vez más completo y preciso de su país, acabó por dibujar uno tan grande como su imperio. Ahora sabemos que la fantasía de Borges estuvo a punto de cumplirse por Hitler en su búnker de Berlín, pues cuanto más se acercaban las tropas soviéticas a la ciudad, exigía del servicio cartográfico mapas cada vez más precisos y de mayor escala, poniendo en serios apuros a sus dibujantes. Esta exigencia tenía su lógica militar en un mejor conocimiento de los accidentes del terreno, pero también es cierto que cuanto mayor fuera la escala, más lejano parecería el enemigo que se acercaba peligrosamente.

La RVI como entretenimiento de masas

La RVI maximiza el efecto de ilusión referencial y culmina el proyecto de ilusión perspectivista forjado en el Renacimiento. A la ilusión de tridimensionalidad se añade el efecto decisivo de la eliminación del encuadre o marco de la imagen, la disolución del significante de demarcación que convierte en invisible a la interfaz y genera así un efecto de inmersión en la imagen.

Las industrias del espectáculo llevan tiempo especulando acerca de la explotación comercial de la RVI como entretenimiento de masas, en una era de declive social del espectáculo cinematográfico. En la sala de cine, una masa de espectadores aparece reunida físicamente y cohesionada emocionalmente, al compartir simultáneamente los mismos estímulos audiovisuales y el mismo imaginario. Pero en la experiencia de la RVI, el espectador, al penetrar con su casco visualizador en el ciberespacio, pasa a convertirse en espectador-operador-actor. Gracias a la estructura hipertextual del ciberespacio, si yo penetro en él junto a un amigo, yo puedo dirigirme a la izquierda y abrir una puerta que descubre un tesoro, mientras que mi amigo puede dirigirse a la derecha y abrir otra puerta que custodia un dragón.

De manera que la audiencia unitaria y cautiva de la sala de cine se descompone en itinerarios individuales diferenciados; por no mencionar la discrepancia entre la vivencia del tiempo continuo en contraste con la discontinuidad espacial tan frecuente en el cine, gracias al montaje y las elipsis. En tal experiencia, la sensorialidad prima sobre la narración, la mímesis sobre la diégesis y la sensación sobre la estructura.

En nuestra actual iconosfera expandida, vivimos en un universo regido por la intermedialidad de sus seis pantallas hegemónicas: la fundacional del cine (pantalla de reflexión), la de la televisión (primera pantalla emisora), la del ordenador, la del teléfono móvil, la de los videojuegos y la del iPhone, que interactúan entre sí. Y en esta iconosfera tejida por trasvases y sinergismos, las nuevas ciberestrellas están creando un nuevo Olimpo. Nacen en las novelas (como Harry Potter o El señor de los Anillos) y saltan pronto al cine, al DVD, a la televisión y a los videojuegos. O nacen en los videojuegos, como Lara Croft, y acaban encarnados en las pantallas de cine (en el cuerpo mortal de Angelina Jolie). Lástima que Jolie haya decidido que en el futuro sus desnudos serán injertos de cuerpos digitalizados de otras modelos anónimas.

Lo viejo y lo nuevo

Como acabamos de ver, el ‘sinergismo’ y la ‘intermedialidad’ son dos conceptos clave en el nuevo ecosistema de la comunicación de masas y uno de los soportes esenciales de las estrategias de las corporaciones multimedia. Y en ese ecosistema, la vieja concepción de McLuhan, que percibía a los medios como extensiones del hombre, ha sido desbordada.

Ciertamente, podemos seguir afirmando que la radio es una prolongación del oído o la televisión un alargamiento de la vista, pero en muchos casos las tecnologías audiovisuales han dejado de ser prolongaciones de los sentidos o las facultades humanas para convertirse en verdaderas delegaciones de sus facultades. Considérese un instrumento típico de la ortopedia panóptica el caso de las cámaras automatizadas de videovigilancia, artefactos que suponen una visión sin sujeto, programadas a veces para determinadas respuestas (como activar fuentes de riego en caso de incendio o hacer sonar una sirena en caso de intrusión). Esta delegación de facultades, típica de una era que ha asistido a un desarrollo espectacular de la robótica, sustituye la participación humana por su suplencia vicarial.

Este diagnóstico contribuye a la visión ‘deshumanizada’ que muchos ciudadanos tienen de la actual revolución tecnológica. En otros casos, tal conciencia se eclipsa y, pese a que algunos psiquiatras nos han advertido contra una adicción denominada ‘infomanía’ –como la compulsión a consultar cada pocos minutos el correo electrónico–, el fenómeno de la ‘pantallización’ de la sociedad (basada en las seis pantallas que hemos enumerado en el apartado anterior) no parece suscitar especiales preocupaciones.

Sin embargo, los psicólogos han advertido de que la información interpersonal mediada por pantallas mutila cuatro quintas partes de la comunicación cara a cara (la comunicación gestual, el tono e inflexiones de la voz que pueden delatar una mentira, la mirada, los parpadeos, el rubor del rostro, el tacto, las feromonas…). Uno no puede dejar de pensar en aquella carta de Abraham Lincoln a un senador impertinente en la que le escribía: «Si estuviéramos cara a cara, ¿usted me diría lo mismo?». De manera que uno está en el derecho de sospechar que un rasgo de la actual sociedad tecnificada radica en que tenemos mucha información y poca comunicación.

Por eso Paul Virilio ha podido escribir que se progresa detectando los aspectos negativos o disfuncionales de cada nueva tecnología. Aunque siempre podremos desdramatizar este diagnóstico inquietante con aquella frase cínica que escribió hace muchos años Jacques Prévert para un personaje de Les enfants du paradis: «¿La novedad? La novedad es vieja como el mundo, amigo mío».

Artículo extraído del nº 79 de la revista en papel Telos

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