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Presencia hispana en los Estados Unidos de América


Por Francisco A. Marcos Marín

Aunque tradicionalmente ha sido negada u ocultada, existe en la historia de los Estados Unidos de América una herencia hispana que se refleja, entre otros ámbitos, en el terreno lingüístico. De manera que el español hablado en ese país presenta muchas influencias de las variantes dialectales que las comunidades hispanas allí asentadas han mantenido como señal de identidad. En este artículo se presenta el perfil sociodemográfico de los hispanos de Estados Unidos, al tiempo que se abordan otros temas como la evolución de la cultura chicana, la influencia de la inmigración hispana en el ámbito escolar o las características del spanglish.

Un libro tan clásico como History of Texas de H. Yoakum (1855) comienza con este inequívoco aserto: «Los primeros emigrantes europeos a Texas fueron conducidos allí por Robert Cavalier, el Sieur de La Salle, quien llegó a la parte oeste, cerca de la entrada a la Bahía de Matagorda, el 18 de febrero de 1685. La Salle fue un valiente y galante caballero de Luis XIV».

Una herencia hispana negada

Yoakum sabía, sin embargo, que El Paso, al menos, había desempeñado un papel esencial en todo lo relacionado con la conquista de Nuevo México y el Oeste de Texas. Su aseveración debe situarse en un contexto obsoleto: el de tratar de diversificar las aportaciones de otros pueblos europeos en la construcción de los Estados Unidos de América, reduciendo su relativa importancia. Esta idea sigue manteniendo cierto peso, aunque por fortuna está más debilitada. El transcurrir de los siglos va deshaciendo esa pueril concepción y cada vez es más necesario reconstruir una historia de los EEUU inseparable del pasado hispánico de una enorme parte de su territorio. Tampoco es un empeño nuevo. Recuérdese que ya en 1883, Walt Whitman, en The Spanish Element in Our Nationality (escrito con motivo del 333 aniversario de la fundación de Santa Fe, en Nuevo México) había dicho inequívocamente: «Los norteamericanos tenemos todavía que aprender nuestros propios antecedentes y ordenarlos para unificarlos. Serán más amplios de lo supuesto hasta ahora y de fuentes ampliamente diversas. Hasta aquí, llevados por los escritores y maestros de Nueva Inglaterra, nos hemos abandonado a la noción de que nuestros Estados Unidos se conformaron sólo desde las Islas Británicas y forman esencialmente sólo una segunda Inglaterra, lo cual es un grandísimo error. Se demostrará con certeza que muchos de los rasgos destacados para nuestra futura personalidad nacional y algunos de los mejores proceden de un fondo distinto del británico. Tal como están, los rasgos británicos y alemanes, por valiosos que sean en lo concreto, ya amenazan exceso. O mejor, diría yo, han alcanzado ya ese exceso».

La situación creada por la coincidencia de la recuperación de la herencia hispana y del nuevo peso del español en el mundo se ve afectada también por el cambio en la perspectiva de los mercados, por la presencia del consumidor hispano. La reacción es vender en español al hispano o latino, sin preocuparse de la calidad del español que se utiliza; con que entienda, basta. La variante norteamericana del español tiene una fuerte componente de fragmentación. Aunque no esté físicamente separado del resto de la koiné hispánica, el español de los EEUU se diferencia de ella estructuralmente. Frente a la coherencia lingüística y la intención de unidad muy claras en los países hispanoamericanos, esas preocupaciones no siempre se pueden percibir en el español de los Estados Unidos.

El encuadre

Un diccionario enciclopédico proporcionará una definición de los Estados Unidos de América como ésta: «República norteamericana con costas en el Atlántico y el Pacífico, compuesta por cincuenta Estados, cuarenta y ocho de ellos contiguos en Norteamérica, más Alaska en el noroeste de ese continente, las Islas Hawai en el Océano Pacífico y varios territorios isleños en el Caribe y el Pacífico. Logró su independencia en 1776».

De hecho, la creación de un gentilicio, como ya trató con humor Julio Camba, ha sido siempre un problema: ‘americanos’ son todos en el continente, ‘norteamericanos’ son también los canadienses (si los mexicanos son centroamericanos), ‘estadounidenses’ es aplicable también a los ciudadanos de los Estados Unidos Mexicanos o de los Estados Unidos del Brasil, entre otros. ‘Usanos’ no deja de ser una propuesta irónica. ‘Gringos’ es una palabra española del siglo XVIII, recogida en el tomo II del Diccionario Castellano de Esteban de Terreros y Pando en 1767: «Gringos llaman en Málaga a los extranjeros, que tienen cierta especie de acento, que los priva de una locución fácil y natural castellana; y en Madrid dan el mismo, y por la misma causa con particularidad a los Irlandeses». Pero ni se aplica exclusivamente a los norteamericanos ni es un gentilicio. Sería una deformación de ‘griego’, como ‘lengua ininteligible’, igual que hoy se dice «esto para mí es chino» (en alemán, curiosamente, para que nadie se agrande, «das kommt Spanisch mir vor»).

Ese mismo diccionario enciclopédico seguirá explicando que las colonias que se independizaron lo hicieron de Gran Bretaña y señalará como los dos momentos fundamentales de su historia la Guerra Civil, en el siglo XIX, y la Gran Depresión, en el siglo XX. No recordará que más de la mitad del territorio norteamericano nunca fue colonia británica, sino en parte francesa y –sobre todo– parte del virreinato de la Nueva España, que se independizó como México.

Este último país perdió más de la mitad de su territorio original, cedido a los EEUU de Norteamérica por el Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848 y ampliado el 16 de noviembre de 1854 mediante la compra por diez millones de dólares del territorio de La Mesilla, al sur de Arizona –entonces Nuevo México–, en el área de Tucson: más de 888.000 millas cuadradas, unos 2.300.000 km2, el equivalente a la superficie conjunta de Portugal, España, Francia, Reino Unido, Alemania, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Hungría, Suiza, Croacia e Italia. Una superficie que se reparte entre los siguientes estados (tras cada uno se da su fecha de ingreso y el número de estado según está): California (09.09.1850, 31), Nevada (31.10.1864, 36), Utah (04.01.1896, 45), Arizona (14.02.1912, 48), Nuevo México (6.01.1912, 47), Tejas (29.12.1845, 28), y parte de Colorado (01.08.1876, 38) y Wyoming (10.07.1890, 44).

Sólo los hispanos que viven en EEUU y que se mueven en las esferas de decisión saben lo que realmente cuesta hacer que los anglos admitan de manera espontánea –no por reflexión intelectual o convencimiento político– cosas tan naturales como que antes del primer alcalde anglo de San Antonio, Texas –y se podrían poner aquí cientos de nombres de lugares–, hubo otros muchos alcaldes, durante más de cien años en muchos casos, igualmente legítimos pero que no eran anglos, sino hispanos o, mejor, españoles de Ultramar (Almaraz, 1979 y 1989). Los territorios cedidos en el Tratado habían formado parte del México independiente durante menos de treinta años, en muchos casos de modo nominal, y antes fueron parte de los reinos de España (nunca colonias, como se dice también por influjo anglo, sino virreinato) durante otros doscientos.

Los hispanos en los Estados Unidos

La información existente para identificar la demografía de la población hispana es abundante. En el cuadro ( 1) (Velásquez, 2007) se resumen sus rasgos más destacados.

Este cuadro general está sufriendo un permanente proceso de cambio, en el cual hay que señalar dos rasgos generales: 1) la población puertorriqueña se desplaza por el resto del territorio, hacia el Sur y el Suroeste, de manera que alterna con los cubanos de origen en Florida y empieza a constituir núcleos importantes de población; 2) la población hispana general sigue también –en menor escala– ese movimiento migratorio interno y se distribuye de manera más regular en esas regiones, además de extenderse al resto del territorio.

Pachuco y caló de rasquachis, gonzos y zoot-suiters

Los lenguajes o usos jergales espontáneos y profundos del Suroeste están unidos a dos grupos sociales y económicos muy diversos. El campesino ambulante que se gana la vida con improvisaciones y chapuzas se designa precisamente con la palabra de ese significado: es el rasquachi, el ser desvalido, desamparado, que sirve también de objeto de humor y burla y se contrapone al pachuco, vestido como zoot suiter, con una levita y unos pantalones abombados y se caracteriza con una larga cadena de dos vueltas que cae de la cintura hasta más debajo de la rodilla.

El movimiento literario y periodístico –el cultural, en general– no se expresa en español sino en inglés, con una gran cantidad de elementos españoles o, mejor, del caló, que es el nombre que corresponde al habla de los pachucos, con indudable y nítida coincidencia en su denominación con el de la jerga de los gitanos. Hay un interés por la identificación de éstos como marginados. Puede elaborarse hasta el estilo gonzo, que aparece en reportajes escritos o filmados en los que el escritor o filmador se mete dentro de la acción, abandonando la postura de observador y que se inició con el artículo Extraños retumbos en Aztlán, como consecuencia de la colaboración entre Óscar Z. Acosta y Hunter S. Thompson, según propone Gregg Barrios (2005).

La revolución mexicana hizo emigrar al Norte, poco después de 1910, a un gran número de mexicanos que se instalaron en ciudades fronterizas como El Paso o San Antonio (Texas) o, especialmente, Los Angeles (California). Allí crearon sus propios barrios, aunque la segunda generación –la de 1940– estaba ya en el ámbito del inglés y de la sociedad norteamericana.

El Chuco es el nombre que dan a El Paso los nacidos en esa ciudad. Los pachucos (nombre que acabó extendiéndose a todo el grupo, con notables consecuencias en la dramaturgia chicana, el teatro y el cine) son los ciudadanos marginales de la gran urbe, L.A., Los Angeles (sin acento en inglés), que pasarían a la posteridad por los tristes motines (los Zoot Suit Riots) de 1943 como consecuencia del ambiente creado por los sucesos de Sleepy Lagoon y el juicio posterior; pero todo ello retomado y reinterpretado sobre todo después de 1970 (Marcos Marín, 2006, pp. 138-148).

Para comprender el interés de estas figuras, reales, frente a invenciones posteriores y supuestos lingüísticos de mesa de despacho, es preciso entender la evolución de la cultura chicana, como consecuencia de las protestas –tras la aprobación de las leyes de braceros en California– que culminaron con la huelga de los vendimiadores en Delano en 1965, con el éxito conseguido gracias a los esfuerzos de César Chávez y sus compañeros, como Rodolfo ‘Corky’ González, en favor de la unión de los trabajadores. El fenómeno no tuvo sólo alcance hispano, sino que se extendió a las otras minorías.

En 1965, Luis Valdez, joven aspirante a dramaturgo que trabajaba en la San Francisco Mime Troupe, se unió a César Chávez en el movimiento de los campesinos y, para difundir sus ideas y conseguir fondos, creó un movimiento artístico, El Teatro Campesino ( 1), que marcaría el arte chicano desde sus representaciones iniciales en los campos y los pueblos hasta su desarrollo casi inmediato en núcleos urbanos.

En 1968 El Teatro Campesino se trasladó a escenarios ciudadanos y se convirtió en el estandarte de la reforma artística chicana. Empezó a ganar premios, se consolidó y en 1970 alcanzó el nivel paradigmático del teatro chicano, en el que se combinaban una concepción basada en la Commedia dell’Arte con el teatro ambulante, las compañías de revistas del Oeste y los rasgos populares del teatro mexicano. Un año después, en 1971, El Teatro Campesino evolucionó para dar lugar a La Carpa de los Rasquachis, donde se amalgamaba música, baile y teatro. Este nuevo modelo cultural chicano, tras el éxito en su periplo por el interior de los EEUU, recorrió ocho países europeos en 1976 y en 1977, con el nombre de El Corrido, se convirtió en un programa de la televisión pública.

En 1978 Valdez presentó Zoot Suit, éxito total en Los Angeles pero menor en el Este, donde se representó en Broadway. La obra seguía vigente en 2005, con su inglés dominante, si bien entreverado de palabras españolas y giros jergales y su impacto sobre amplios públicos, porque, en realidad, identifica los problemas de todas las minorías étnicas en Norteamérica. El Pachuco, un personaje mítico, camela a Henry Reyna para que se oponga a la desigualdad social de un juicio injusto y luche por su comunidad. Así lo hace, pero no hay resolución en la escena. Es, claramente, un planteamiento ‘brechtiano’ que establece un nuevo estándar teatral y conduce, en 1981, a la película del mismo título, protagonizada por Edward James Olmos, en el papel de El Pachuco, y el hermano del autor, Daniel Valdez, quien ya había representado a Reyna en las tablas ( 2).

El caló es un fenómeno predominantemente léxico; su fonética y su sintaxis no se diferencian de las variantes de la zona y de las alteraciones propias de la conmutación de código entre lenguas en contacto en un medio culturalmente limitado, salvo en los usos literarios artificiales (Weinreich, 1968 y Blom & Gumperz, 1972). Está presente en los dos lados de la frontera, como habla fronteriza, por tanto (Ornstein-Galicia, 1995), su rasgo predominante es su colorido léxico, innovador, florido, imbuido de elementos jergales, entre los que tienen lugar tanto términos carcelarios como también muestras del caló propiamente dicho –el gitano–, que preserva características de la lengua histórica de ese pueblo, el romaní, una lengua indoeuropea del subgrupo indo, emparentada por tanto con el sánscrito. Es también un fenómeno predominantemente oral, que aparece por escrito como incrustación local en obras literarias chicanas; pero no como un dialecto destinado a la escritura.

El rasquachi, el pachuco y su manifestación lingüística –el caló– adquieren de esta manera un rasgo cultural y literario propio, que es realmente representativo de una estética, lo que no significa que la población hispana o latina se sienta totalmente identificada con él; pero, en cualquier caso, despierta un sentimiento de grupo, de identidad, algo que no existe en el caso del spanglish. El primero es hispano, provoca confianza; el segundo no, el spanglish produce incomodidad, si no hostilidad directa.

El spanglish inventado

El spanglish es un problema del inglés y no del español, aunque éste se halle en sus cimientos. El autor hizo ya esta observación en 2001 en el marco del Instituto Cervantes, que ha sido seguida y apoyada por los principales organismos normativos del español y –de manera especialmente honrosa para el proponente– por el profesor Humberto López Morales: se trata de un fenómeno marginal, afín a los procesos de ‘guetización’, que afecta a la expansión del español, pero no a su estructura en lo que son sus territorios originarios. En otras palabras, el spanglish afecta a las personas que tratan de comunicarse en un medio anglo, sin dominar el inglés, y a quienes se quieran comunicar con ellos, desde el inglés, sin dominar el español. Si, en un futuro tan teórico como poco probable, el spanglish desplazara a una lengua en los Estados Unidos, esa lengua no sería el español, que no es la lengua del país, sino el inglés, que ya desplazó en su momento al español histórico de los territorios del Suroeste y de Florida.

El spanglish no es un proceso del español histórico, es un proceso de lenguas modernas en contacto en situaciones concretas vinculado a déficits culturales. No debe confundirse tampoco con los resultados de un mal conocimiento, unido al descuido –y en el fondo, al desprecio cultural– que se refleja en las malas traducciones al español que son características de muchos lugares, incluidos documentos oficiales de municipios o estados. Además, no hay ’un‘ spanglish, no sucede que exista un tipo de habla en la que se puedan comunicar personas de Nueva York y de Los Angeles de manera estable, sino múltiples manifestaciones de interferencias dialectales del español con el inglés. Ni existe un spanglish general, ni tampoco dialectos: no puede hablarse de un spanglish puertorriqueño o uno cubano o uno mexicano; son individuales, sujetos a modas u oscilaciones. No está en marcha un proceso de ‘criollización’ del spanglish, que haría que en ciertos hogares se hablara ese inexistente criollo anglo-español y los niños lo aprendieran y usaran como lengua del hogar. Un individuo, en un momento determinado, a falta de una palabra, o por juego, con frecuencia, introduce una palabra de la otra lengua. Así tomó el inglés del Suroeste muchos términos del español, como ‘rodeo’, ‘patio’ o ‘fiesta’.

Spanglish es, en general, para la mayoría de la población, más un modo de vida que un comportamiento lingüístico, aunque, en el mundo del español haya predominado este aspecto. Cualquiera que haya disfrutado con la película del mismo título de James L. Brooks (2004) sabe que lo definido (también en lo que concierne a la lucha lingüística de la protagonista) no es la lengua, sino un modelo cultural, espléndidamente expresado en la escena de Adam Sandler (John), Paz Vega (Flor) y Shelbie Bruce (Cristina) como intérprete de las palabras de ambos, que acaba con el comentario «culpa, guilt, yes, we know, we are Catholics» ( 3).

La amenaza hispánica

En 2004, un artículo del profesor de Harvard Samuel P. Huntington titulado El reto hispano, provocó duras reacciones dentro y fuera de los Estados Unidos: «El flujo persistente de inmigrantes hispanos amenaza con dividir los Estados Unidos en dos pueblos, dos culturas y dos lenguas». En realidad, sólo se trata de una reacción de identidad, posiblemente favorecida por las numerosas veces en las que los escritores latinos se refieren a un futuro latino de los EEUU.

En ambos casos hay una sensación de amenaza. El cambio en el origen de la población inmigrante, según Huntington, ha tenido consecuencias determinantes sobre la población escolar y sus resultados. Las consecuencias económicas de la inmigración hispana son notables, porque un mercado interno de cerca de cuarenta millones de personas (no todas las cuales hablan español; pero se sienten dentro de una cultura, de la ‘raza’) es un atractivo innegable e impone, en varios aspectos, un sello distinto.

Nótese que la discusión de Huntington se centra en los hispanos, a pesar de existir diferencias culturales mucho mayores con indios, filipinos y chinos. Por cierto, éstas no impiden los magníficos resultados en la escuela de indios y chinos. En el año 2000, el 86,6 por ciento de los nacidos en América se graduó en la High School. De los no nativos, los africanos alcanzaron el 94,9 por ciento, los asiáticos un 83,8 por ciento, los latinoamericanos en general el 49,6 por ciento y los mexicanos el 33,8 por ciento. Parece que los latinos, en conjunto, tienen menor interés o menores posibilidades de terminar su educación preuniversitaria. En lo que concierne a la educación universitaria, la brecha es mucho mayor.

Situada en el exacto contexto de la inmigración, la acusación de que los inmigrantes hispanos no tienen interés por aprender el inglés es directamente falsa. Hay un matiz, sin embargo, que afecta a la valoración de la educación bilingüe: si se compara con el total de los inmigrantes (de los que un 32 por ciento es partidario de que algunas clases de la escuela pública se impartan en las lenguas maternas de los alumnos), que el 45 por ciento de los mexicanos sea partidario de esa fórmula representa un fuerte incremento. Casi el 90 por ciento de los inmigrantes en general está convencido de que el inglés es imprescindible para tener un buen trabajo y más del 65 por ciento considera que es natural que los inmigrantes aprendan inglés. Pero, frente al 37 por ciento de los inmigrantes que afirman tener un buen conocimiento del inglés a su llegada a los EEUU, sólo un 7 por ciento de los mexicanos declara tener ese nivel.

Debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades

¿Dónde está entonces –centrados en la lengua– la posibilidad de acción? En la escuela, en la educación, en lo cultural, ampliamente considerado. Nótese, para evitar triunfalismos, que si bien las cifras del español en la educación secundaria –e incluso primaria– norteamericanas crecen, las tesis doctorales y las últimas etapas de la educación superior no registran movimientos significativos.

Un avance cuantitativo que no vaya acompañado de uno cualitativo interesa poco. Ninguna ganancia es despreciable, pero el prestigio es un elemento comercial de mucha importancia y en el comercio de la lengua es mucho más importante, porque se trata de un intangible. En el terreno cualitativo, las bases del español en los EEUU son tres: los restos del español virreinal, las variantes caribeñas (Puerto Rico y Cuba, históricamente) y las hablas mexicanas, sobre todo de los dialectos del norte. En el terreno cuantitativo, el español en los Estados Unidos, con su polimorfismo y sus numerosas variantes, muy lejanas de un spanglish inventado por publicistas avivados, depende de México. Si desde México se lograra que esa cantidad se acompañara de calidad, si se cuidara el español con acento espiritual, no fonético, mexicano, ésa sería la línea de futuro. De momento, no es así. La voz cantante la sigue llevando el conjunto de la comunidad hispanohablante, en la que tiene mucho que decir la España cultural en el más amplio sentido, es decir, también industrial, comercial, económica (ver cuadro ( 2)).

Algunas líneas concluyentes

El español de los Estados Unidos es un haz dialectal, como el de cualquier lugar, con sus especificidades, por su imprescindible y difícil relación con el inglés. Pero el hablante de un dialecto tejano o neomexicano tiene tanto derecho a expresarse en su dialecto como el salteño, el andino o el canario, por poner sólo unos ejemplos. Claro que su dialecto tendrá algunos rasgos diferenciadores, pero no hay que confundirse y verlo tan diferenciado del resto. Hay que vigilar su deriva hacia un lenguaje especial en el que se vaya mezclando con palabras y giros –ingleses, en este caso–, o de las jergas de contacto entre las dos comunidades, las hablas mixtas que vayan surgiendo, hasta quedar definitivamente diferenciado, distinto ¿Es eso lo que pretenden quienes tratan de presentar fenómenos esporádicos o contingentes, como el spanglish, como si fueran tendencias generales incluso deseables? ¿Hay grupos para quienes el desarrollo de un dialecto hispánico tan diferenciado que no fuera intercomprensible con el español general –tal como se habla en México, en Cuba o en el resto de la América Latina– supondría alguna ventaja?

Es posible que el único rasgo común a todos los dialectos del español de los EEUU hoy sea la posposición “p’atrás” (“se lo doy p’atrás”: se lo devuelvo”; “lo llamo p’atrás”: “le telefoneo de nuevo”). Quizás haya algún otro o se estén formando otros, es secundario. Lo único necesario es entender que este español es plural, es fuerte demográfica y económicamente, tiene un buen mercado, pero tiene debilidades culturales y sociales que exigen del resto del mundo hispanohablante un esfuerzo, primero de aceptación de esas características propias y, segundo, de convencimiento de que se puede conseguir mantener la cohesión de todo el idioma, explicando y reforzando con acciones de prestigio, no coercitivas ni discriminatorias, la importancia de la norma hispánica. La vieja tarea de la escuela es hoy también parte de la responsabilidad de los medios de comunicación, a los que los norteamericanos acceden ad libitum, puede decirse que sin limitaciones. Los mecanismos de la libertad son siempre ventajosos para las lenguas.

Bibliografía

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Artículo extraído del nº 78 de la revista en papel Telos

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