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Revoluciones en la continuidad…


Por J. M. Nobre-Correia

La observación del desarrollo que ha tenido la prensa escrita desde su nacimiento hasta nuestros días permite pensar que las inquietudes que se manifiestan actualmente sobre la evolución del periodismo no son especialmente originales.

De las censuras a la libertad antes de la masificación

Además, a partir de 1478-79, la prensa sufrió los ataques de la censura eclesiástica (episcopal o papal [5]) y la del poder civil (imperial, real o territorial), ante las cuales todos los textos destinados a la impresión debían someterse previamente. Muy a menudo, el número de imprentas será limitado oficialmente (en 1586, la Star Chamber decidió, por ejemplo, que el derecho de imprenta estaría limitado exclusivamente a las ciudades de Londres, Oxford y Cambridge [Gonzini, 2000, p. 13]) y que sería obligatorio disponer de un privilegio para poderse establecer como impresor. Pues la información es claramente percibida como una herramienta indispensable para que los poderosos puedan ejercer su poder.

Con mucha frecuencia, por otra parte, los primeros periódicos se publicaron por iniciativa del propio entorno de los soberanos: tal fue el caso de La Gazette, en Francia, semanario aparecido en 1631 por iniciativa de Théophraste Renaudot, protegido del cardenal duque de Richelieu, primer ministro de Louis XIII; pero fue también el caso de la Gazeta Nueva, en España, publicada en 1661 por iniciativa de Francisco Fabro Bremundan, secretario de Juan José de Austria, primer ministro de Carlos II y medio hermano suyo.

Habría que esperar hasta 1695 para la abolición de la censura en Inglaterra y hasta un siglo más tarde para que la Revolución Francesa impusiera el principio de la libertad de prensa: «La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del Hombre; por consiguiente, cualquier Ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente, siempre y cuando responda del abuso de esta libertad en los casos determinados por la Ley». Todavía durante un par de siglos, la censura causa estragos en distintos lugares del continente europeo, durante periodos a veces muy largos, especialmente en el caso de conflictos armados, sobre todo si el propio país está implicado, o bajo regímenes autoritarios, incluso dictatoriales, de los que seguimos teniendo ejemplos actualmente en Europa.

Como los mecanismos de las censuras no eran del todo suficientes para limitar la circulación de información, se establecieron nuevos mecanismos para limitar el público que pudiera tener acceso a ella. Así, por ejemplo, en 1712 el Parlamento inglés decidió imponer a los periódicos un ‘derecho de timbre’ en función de su formato, así como una tasa sobre cada anuncio publicado. Disposiciones reforzadas en diversas ocasiones, que hacían que los periódicos resultaran cada vez más caros y estuvieran, por tanto, al alcance exclusivamente de los bolsillos de los sectores sociales acomodados. Disposiciones que no se suprimieron hasta 1855 (Appia y Cassen, 1969, pp. 24 y 31).

La historia se repite. Con la industrialización de la prensa en el siglo XIX, las tiradas aumentaron y los periódicos llegaron a públicos mucho más amplios. Los costes de producción por ejemplar disminuyeron considerablemente y la introducción de la publicidad como fuente de ingresos (además de la venta) permitió bajar enormemente el precio de venta: cuando comienza la publicación de La Presse en París el 1 de julio de 1836, Émile de Girardin -inspirado en la prensa inglesa, pues el precursor en esta materia había sido The Daily Advertiser, fundado en 1730- decide recurrir a la publicidad, lo cual le permite fijar la suscripción a su periódico en exactamente la mitad de lo habitual [6]. De ello se desprende una diversificación tanto de las publicaciones como de los contenidos propuestos a los lectores; los sucesos hacen entonces su entrada en distintos grados en periódicos antes dedicados prioritariamente a la información política y cultural.

Esta diversificación de las publicaciones y de los contenidos se acentúa hasta los años 1950-60. Los diarios denominados populares pasan a ser ampliamente dominantes en difusión y dedican un espacio a veces desmesurado a titulares e ilustraciones, a los temas de sexo y sangre, a los espectáculos y a los deportes, con el fin de suscitar el interés de los lectores y el acto de la compra; mientras que los diarios denominados ‘de referencia’, más sobrios y volcados en la política, la economía y la cultura, tienen que contentarse con tiradas más modestas, muy inferiores a las de los populares [7].

Así pues, la historia se repite en una escala diferente. Entre los siglos XVI y XVIII las tiradas oscilan entre unas decenas y unos pocos miles de ejemplares. Pero en las últimas décadas del siglo XIX se habla ya de centenares de miles, incluso millones de ejemplares desde el paso del siglo XIX al siglo XX [8]. Y se impone la lógica financiera [9], debido a las maquinarias cada vez más pesadas y a equipos de producción cada vez más numerosos [10], lo cual implica una guerra comercial entre periódicos en busca de lectores, que entraña una lógica de ‘exclusivas’ y una multiplicación de ediciones diarias [11]. Se trata de anunciar impactos, adelantarse a los competidores y proponer la información más reciente posible, lo cual provoca exageraciones y sonadas meteduras de pata, como cuando La Presse de París, el 10 de mayo de 1927, anuncia a siete columnas en portada la llegada de los aviadores franceses Charles Nungesser y François Coli a Nueva York, donde habrían sido recibidos por una multitud entusiasta… ¡mientras su avión se hundía en el Atlántico!

El declive de la prensa y el ascenso de los rivales

La prensa era entonces un medio todopoderoso. Pero la aparición de la radio en el periodo de entreguerras supuso un duro golpe para ella, pues al poder anunciar la información con más rapidez, los retrasos de producción de la prensa eran inevitablemente mayores. En circunstancias excepcionales, la radio abordará incluso la actualidad en tiempo real, como sucedió en Bélgica durante los funerales del rey Alberto I, el 20 de febrero de 1934.

El declive de la prensa como medio de información dominante resulta evidente a finales de la década de 1940 y principios de la década de 1950. Poco a poco, la radio se impone como un medio de información eficaz, que sigue la actualidad durante todo el día. En 1947, la radio pública belga francófona [12] tenía cinco ediciones de servicios informativos; en 1952 ocho, en 1960 catorce (Nobre-Correia, 2010, p. 247). Y la televisión da sus primeros pasos y se convierte en el medio al que los ciudadanos dedican la mayor parte de su tiempo libre (la lectura de prensa pierde, por tanto, terreno) y ya en los años 1960-70 será el medio de información dominante.

Paralelamente, radio y televisión recibirán cada vez más ingresos por publicidad en detrimento de la prensa que se debilita, a la vez que, en los años 1960-70, tiene que reconvertirse tecnológicamente con la fotocomposición y la impresión en offset, así como con la cuatricromía.

No obstante, durante medio siglo, lo que ya no era concebible en el ámbito de la prensa, ha seguido existiendo en el caso de la radio primero y en el caso de la televisión después: un control más o menos estrecho del Estado, lo que significa, con matices, un control del monopolio público de los medios audiovisuales por las fuerzas políticas dominantes, detentadoras del poder en cada Estado.

Los años 1970-80 estuvieron marcados no obstante por la desmonopolización del sector audiovisual [13]. Gracias a la modulación de frecuencia, las redes de cable, los satélites geoestacionarios y las antenas parabólicas, se asiste a una enorme proliferación de emisoras de radio y televisión. En cualquier país europeo es posible captar hoy en día decenas e incluso centenares de programas audiovisuales. Esto tiene tres consecuencias muy importantes: la instauración de un feroz régimen de competencia entre medios, la adopción cada vez más frecuente de una práctica de la información en tiempo real y una enorme fragmentación de las inversiones publicitarias entre medios cada vez más numerosos.

De hecho, se ha confundido descuidadamente la proliferación de emisores con el pluralismo, mientras que la multiplicación de las redacciones y la reducción de los ingresos publicitarios supone un hundimiento de los medios humanos y financieros de los que pueden disponer para cubrir la información (Nobre-Correia, 2015). En consecuencia, los medios recurren cada vez más a menudo a proveedores de contenidos exteriores (agencias de información, de fotos, de reportajes, de análisis, de crónicas…), cuyas producciones son ofrecidas a numerosos abonados o clientes puntuales, lo que provoca una importante homogeneización de los contenidos de los medios. Mientras tanto, la práctica creciente de la información en tiempo real lleva a las redacciones a deslices cada vez más frecuentes, que implica un olvido habitual de los principios elementales de la práctica periodística, de su deontología y de su ética.

Cuando los receptores se convierten en emisores

Estas tendencias se acentúan todavía más con la llegada de Internet en la segunda mitad de los años 1990. La proliferación de los medios deviene inconmensurable. Además, nadie se limita ya a ser receptor, sino que todo el mundo puede también convertirse en emisor de mensajes escritos, sonoros y/o visuales. Mientras, el campo de difusión sobrepasa las fronteras geográficas habituales y se extiende ahora por todo el planeta. Se puede así tener acceso a medios de los lugares más lejanos del mundo a los que hace tan solo dos décadas era imposible acceder; pero también se puede, en los lugares más lejanos del mundo, vivir por intermediación en una comunidad lejana a la propia o a la que uno se siente intelectualmente próximo, encerrándose así en su propia condición en el interior de la sociedad en la que se vive.

No obstante, Internet ofrece a los anunciantes formas de interactividad que facilitan enormemente el contacto con los consumidores. Por tanto, aunque los anunciantes prefieren invertir actualmente en soportes no convencionales, la publicidad se aleja progresivamente de los ‘medios clásicos’ (prensa, radio y televisión) en favor de los medios digitales [14] , si bien hay que especificar que, individualmente, los ingresos de los medios digitales son muy inferiores en valor a los de los medios clásicos.

Estas últimas tendencias tienen consecuencias trágicas sobre la información periodística: muchos de los diarios y semanarios en papel dejan de aparecer (los franceses France Soir y La Tribune, el británico The Independent, el español Público…). Los medios clásicos, al ver cómo disminuyen sus ingresos publicitarios y cómo se hunden sus ventas de forma evidente, reducen notablemente sus equipos de redacción; por su parte, los nuevos medios digitales suelen disponer de ingresos muy limitados por la venta de sus contenidos (los lectores están habituados a la gratuidad de la información en Internet) y además sus ingresos por publicidad son muy escasos.

Esto significa que en muchos lugares de Europa hay cada vez más periodistas en situaciones profesionales precarias o sencillamente en situación de desempleo. En consecuencia, los medios transmiten más textos, sonidos e imágenes propuestos por servicios de comunicación de instituciones, empresas e individuos deseosos de ver cómo transmiten temas que los realzan y dan una imagen positiva de ellos. Esta es una práctica desarrollada a partir de los años 1960 y muy extendida en nuestros días, que recuerda extrañamente los contenidos que aparecían en los periódicos nacidos en el siglo XVII en el entorno de los soberanos…

Paralelamente se desarrolla lo que pomposamente se ha dado en llamar periodismo ciudadano. En otras palabras: cualquiera puede informar, interpretar y tomar posición frente a los hechos de actualidad. Y muchos editores acogen con indulgencia este periodismo ciudadano, con tal de llenar gratuitamente páginas del periódico, tiempo de antena y espacio de los medios en línea. Pero ¿sigue siendo periodismo en el sentido estricto de la palabra? Es evidente que la dosis de militancia, humor y egocentrismo es generalmente muy alta, mientras que las nociones de información fáctica y rigor están muy a menudo ausentes, cuando no se pone de manifiesto la total ausencia de aptitud o capacidad respecto de los temas sobre los que estos ‘periodistas ciudadanos’ se pronuncian sin contención alguna…

La aceleración de un proceso

En el fondo, las inquietudes que se manifiestan hoy en día sobre la evolución del periodismo no son especialmente originales. Insuficiencias, deslices y derivas han marcado su historia a lo largo de los cinco siglos de la prensa y más especialmente el siglo y medio de la ‘gran prensa’.

Los medios se encuentran en un momento crucial, como cada vez que cambiaron los soportes y las técnicas de producción: papel de tela, tipos de plomo, prensa a brazo, papel fabricado a partir de la madera, prensa a vapor, composición mecánica, rotativa, telégrafo, teléfono, ondas hercianas, fotocomposición, offset, redes por cable, satélites geoestacionarios, digitalización de signos, Internet…; una serie de momentos cruciales que supusieron en cada ocasión una aceleración del proceso de la información, desde el conocimiento de un hecho hasta su comunicación a los ciudadanos. Una aceleración que, llegado el caso, llevó a una práctica cada vez más extendida de la información en tiempo real, que es, en muchos aspectos, la negación misma del periodismo, pues el oficio del periodista consiste ante todo en la búsqueda de hechos, situaciones y opiniones (seguida de una rigurosa verificación de los datos fácticos avanzados), su selección y jerarquización según los criterios específicos de los medios, su contextualización e interpretación, así como la eventual toma de posición que suponen. Y todo ello de conformidad con los principios deontológicos progresivamente afinados a lo largo de este último siglo y medio, pero también con los principios éticos que caracterizan nuestra vida en una sociedad democrática. Un conjunto de requisitos previos que suponen un retroceso con respecto a los acontecimientos y el tiempo necesario para llevar a buen puerto la sucesión normal de las operaciones que conviene realizar.

En este sentido, la aceleración del proceso de información y la avalancha de noticias que provoca fueron cuestionados ya en 1628, en Gran Bretaña, por Robert Burton, profesor de la Universidad de Oxford, que «deplora el flujo continuo de la noticias, tan rápidamente olvidadas como recibidas» (Chartier, 2012, p. 22).

No obstante, pese a sus derivas y deslices, el periodismo en el sentido pleno de la palabra sobrevivirá, porque los entornos dirigentes de nuestras sociedades necesitarán siempre una información de calidad (desde el punto de vista de la actualidad y del valor añadido en la interpretación y el análisis) y estarán siempre dispuestos a pagar por tener acceso a ella. Por otra parte, eso era lo que sucedía ya tanto en la Antigüedad como en la Edad Media: para hacer posible la gestión de sus dominios, las Administraciones Públicas crearon redes de recogida y difusión de información, en las que especialmente los mensajeros desempeñaban una función esencial en la transmisión, oral o escrita, de las noticias. Pero al margen de las redes ‘oficiales’, los entornos dirigentes, especialmente los entornos económicos, desarrollaban redes privadas, con el fin de estar en condiciones de adoptar las decisiones pertinentes. Para estos últimos se trataba de saber qué mercancías habían llegado a tal puerto o tal feria; qué precios tenían esas mercancías; cuál era la situación política en tal país y si era favorable a los negocios; cuál era la situación financiera de tal cliente; cuál era el estado de las vías de comunicación; cuáles eran los riesgos de los viajes…

Los tres verdaderos cambios

Esta necesidad de información se hizo especialmente evidente «con el florecimiento de una economía monetaria, de las ferias comerciales y de las ciudades» (Gozzini, 2000, p. 4). En otras palabras: «la puesta en marcha de redes comerciales permanentes y florecientes requiere la aparición y circulación de información sobre las condiciones de ese comercio» (Will, 1976, p. 14). Por tanto, «para facilitar sus operaciones especulativas, las casas de banca italianas o alemanas adoptaron la costumbre de enviar de filial en filial una especie de boletines relativos a la situación de los mercados, denominados avvisi o zeytungen» (Trenard, 1969, p. 28). Se encuentran ya registros de la existencia de noticias manuscritas tanto en Inglaterra como en Venecia en el siglo XIII. Y «al menos desde el siglo XIV, las noticias se habían convertido en una verdadera mercancía y los recopiladores de noticias […] organizaban servicios regulares de correspondencias manuscritas para los príncipes o los mercaderes. Esas noticias entregadas a mano […] dejaron sus huellas por toda Europa. Tuvieron un auge considerable el siglo XVI» (Albert, 1996, p. 7; Vázquez, 2000, pp. 54-55) y, pese al ‘descubrimiento’ de la imprenta, siguieron existiendo durante algunos siglos todavía y escaparon fácilmente a los inconvenientes de las diversas censuras (Vázquez, 2000, p. 55). «La difusión de las noticias manuscritas, copiadas por escribas profesionales, dirigidas a una red de suscriptores o bien vendidas en las tiendas de los libreros londinenses es un negocio rentable en la Inglaterra del siglo XVII» (Chartier, 2012, p. 24).

En cambio, la gran mayoría de los ciudadanos reciben y recibirán en el futuro una información gratuita concebida desde una perspectiva de diversión. Si dejamos aparte la cuestión del coste, ¿era esto tan diferente un siglo antes? Además, esta información gratuita o muy barata será suministrada en gran parte por empresas, instituciones y altos dirigentes, de manera que la intervención de los medios se limitará por lo general a operaciones puramente técnicas; pero ¿estos documentos listos para su publicación no han invadido ya progresivamente las relaciones desde hace aproximadamente cincuenta años…?

Los medios de información de calidad siempre han sido, son y serán probablemente cada vez más herramientas destinadas prioritariamente a los entornos dirigentes y, en el fondo, eso no ha cambiado tanto a lo largo de la Historia. Un verdadero cambio hoy en día es la desaparición acelerada de los ‘editores puros’ (aquellos cuya actividad principal se volcaba en los medios y la información periodística) en favor de financieros e industriales poco sospechosos de un amor súbito por la actividad editorial o periodística, un cambio que resulta evidente en los casos de Italia, Francia o Portugal. ¿Se convertirán los medios de información destinados al gran público en simples órganos de comunicación de actividades e intereses de estos entornos financieros e industriales?

Otro cambio que no es en absoluto insignificante: el renacimiento de la información con una sensibilidad ‘progresista’, que en gran parte ha ido desapareciendo de los medios clásicos destinados a públicos masivos. Gracias a la digitalización y a Internet, en muchos lugares de Europa han surgido nuevos medios de información ‘de izquierda’, incluso de ‘izquierda radical’, especialmente en España, Francia e Italia. Pero ¿podrán hacer frente a los imperativos económicos de un medio de información? La desaparición o pérdida de independencia de medios digitales que habían conquistado un público importante (como el francés Rue89, por ejemplo) da lugar a un cierto escepticismo…

Tercer gran cambio: el que consiste en la posibilidad que cualquiera tiene en la actualidad de acceder a fuentes de información numerosas para contrastar así la calidad de la información que se le propone. Contrariamente a lo que sucedía hace apenas un siglo, ningún medio se impone ya a los ojos de un ciudadano como una biblia fiable, indiscutible, de la información: la duda y la confrontación de las fuentes han ganado terreno. ¿Podría el periodismo de los medios destinados al gran público mantenerse indiferente a semejante evolución de comportamiento de los ciudadanos?

Se anuncia un nuevo gran cambio en la historia de los medios de información. Y como en todo gran cambio, se ignora cuál será su verdadero alcance. Pero todo lleva a pensar que la información en el sentido estricto de la palabra (desde el punto de vista de su facticidad, interpretación, análisis y comentario) seguirá siendo una herramienta indispensable para los entornos dirigentes de nuestras sociedades, que se esforzarán, por tanto, cueste lo que cueste, por preservar su pertinencia y su calidad…

Traducción: Antonio Fernández Lera

Tal vez sea necesario situar los movimientos que se producen desde hace años en el mundo de los medios de comunicación y del periodismo desde una perspectiva histórica para poderlos relativizar…

Es evidente que, desde hace ya muchos años, los medios y el periodismo pasan por una zona de fuertes turbulencias. Todos los puntos de referencia tradicionales de ambos mundos se han derrumbado o, cuando menos, se han tambaleado seriamente. En este contexto, han surgido consideraciones contradictorias aquí y allá. Unas, pesimistas, incluso catastróficas, descubren en la situación actual el hundimiento de los medios de información, y en todo caso el de la información de calidad, cuando no la desaparición progresiva del periodismo tal como se concebía a finales del siglo XIX y principios del XX (Nobre-Correia, 2006). Otras, eufóricas, ven en la multitud de novedades tecnológicas actuales los inicios de una nueva era y el nacimiento anunciado de un nuevo mundo, de una nueva manera de vivir en sociedad…

No obstante, a la luz de la historia de los medios denominados ‘tradicionales’ (prensa, radio y televisión), quizá convendría relativizar muchos de los argumentos perentorios que han aparecido en estos tiempos tanto en las conversaciones comerciales informales como en foros más eruditos, especialmente de quienes establecen comparaciones entre la calidad de la información propuesta en nuestros días y aquella a la que los ciudadanos tenían acceso en otros tiempos.

Pero también hay quienes evocan una antigua práctica periodística que se ha convertido en referencia técnica, deontológica y ética, mientras que muchas críticas todavía vigentes se remontan en ocasiones al nacimiento de la gran prensa de información, incluso a la aparición de la propia prensa impresa. Apenas un siglo después del nacimiento de la prensa impresa, en 1626, «se representó en Londres la obra [de Ben Jonson] The Staple of News (La tienda de noticias). Se trata de una sátira durísima contra los profesionales de la información, acusados de tratar los hechos de la realidad como mercancías y no ser escrupulosos en su información. Así, uno de los protagonistas llega a informar de que el rey de España ha sido elegido papa» (Vázquez, 2000, pp. 79-80).

Vender papel para todos los gustos

Aparecida en Europa entre 1435 y 1450, la imprenta [1], «bajo el impulso de un puñado de burgueses capitalistas hambrientos de beneficios», llenó de talleres todo el continente en cuestión de tres décadas, «tejiendo una red de comunicaciones culturales calcada sobre la ya existente en los intercambios mercantiles. [Europa] se constituía así en un mercado donde el pensamiento se vendía y se intercambiaba» (Martin, 1996, pp. 216 y 252).

Ahora bien, aunque la imprenta se utiliza inicialmente para publicar biblias, anuncios, indulgencias, calendarios, almanaques, gramáticas, ya desde finales del siglo XV aparecen publicaciones de carácter periodístico (o paraperiodístico) con ocasión de un acontecimiento importante (y uno solo): batalla, funerales principescos, fiesta, vida en la corte… acontecimientos de los que ofrecían el correspondiente relato. Se los denominaba ‘ocasionales’. Pero, un poco más tarde, se asiste también al nacimiento de los canards [periodicuchos o pasquines, literalmente ‘patos’], dirigidos a un público más popular, que relataban hechos sobrenaturales, milagros, crímenes, catástrofes naturales y todo aquello que hacía referencia a lo monstruoso, lo maravilloso, lo extraordinario, a menudo ilustrados y escritos en un lenguaje simple. Es decir: el suceso y lo sensacional, frutos fáciles de una imaginación más o menos fértil. Más tarde aún, a principios del siglo XVI, aparecen los libelos, centrados primero en la polémica religiosa y después en la polémica política. Se centran por tanto en la expresión de opiniones y el combate ideológico, con la agresividad y la exaltación como condimentos muy valorados [2].

Eso significa que el interés de los editores-impresores por ‘vender papel’ (‘crear público’, podría decirse en términos más amplios y más de nuestros tiempos) se remonta a los orígenes. Informar no es necesariamente su principal interés. Por otra parte, tampoco se preocupaban mucho por la calidad de los contenidos propuestos a los lectores y recurrían de buen grado a la fabulación, incluso a la pura imaginación, a la especulación y al anatema con tal de suscitar el interés del público por las hojas cuya compra se ofrecía. Estimular y profundizar en el mercado era una preocupación presente entre los editores-impresores, que buscaban así diversificar su producción.

En sus comienzos, estos distintos tipos de publicaciones aparecían de manera puntual, ocasional. Cuando se plantea la cuestión de la periodicidad, las publicaciones impresas son en un principio anuales o semestrales. Estas últimas aparecen casi un siglo y medio después de la invención de la imprenta y habrá que esperar hasta finales del siglo XVI para que se produzca la aparición de los primeros mensuales. Con la puesta en marcha de los correos [3] que partían de las ciudades importantes una vez por semana, el correo postal favorece la creación de semanarios a comienzos del siglo XVII. Pero no será hasta 1650, dos siglos después de la invención de la imprenta tipográfica, cuando aparezca el primer diario [4].

Por el hecho mismo de la lentitud de los circuitos utilizados por la información, la composición manual y la impresión a fuerza de brazos, el contenido de las hojas ofrecidas a los lectores no destacaba por su novedad. El primer número de La Gazette (primer semanario francés, fundado por Théophraste Renaudot), del 30 de mayo de 1631, publica informaciones provenientes de Constantinopla (con fecha del 2 de abril), «de Roma (26 de abril), de la Alta Alemania (30 de abril), de Silesia (1 de mayo), de Venecia (2 de mayo), de Viena (3 de mayo), de Stettin (4 de mayo), de Praga (5 de mayo), de Fráncfort del Meno (14), de Ámsterdam (17), de Amberes (24 de mayo)» (Trenard, 1969, p. 87).

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Artículo extraído del nº 105 de la revista en papel Telos

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