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En torno a la sociedad de control


Por Alberto Pacheco Benites

En un contexto de exceso y saturación de la información, la idea del conocimiento como producto de una apropiación (y operaciones de procesamiento) de la misma parece reemplazarse por las lógicas del acceso y el flujo indiscriminado. De ahí que la institucionalidad educativa (de cuño moderno y disciplinar) enfrenta su crisis respecto al modelo de transmisión en red de dicha información, que no es para lo que estaba diseñada.

Tanto los objetos de uso cotidiano como el tropélico aumento de información en la Red se orientan hacia una lógica de la instantaneidad (Virilio, 1999). Puede decirse que, frente a la omnipresencia de las pantallas, se funda una ubicuidad de la información y que, frente a la velocidad de las emisiones en la Red, se instituye la inmanencia de las apropiaciones.

Nuevas lógicas de razonamiento

Allí donde los estudiantes actuales forman sus maneras de aproximación a los discursos en el marco de la velocidad instantánea de la emisión multimedia (que los caracteriza desde sus años más tempranos), el esquema de enseñanza en el que están inscritos -todavía tributario de otra lógica- atraviesa una bien conocida crisis. El formato de la educación tradicional, al enfrentarse en los últimos años con el régimen de transmisión propio de las plataformas digitales (y el ‘estándar’ vertiginoso de estimulación y atención que estas conllevan) parece, pues, rezagado de algún modo, en el marco de una ralentización que no sintoniza con la aceleración general.

Se trata de una dimensión de la educación en la que se enfrentan una camada de nativos digitales con unos -más viejos- hijos de lo analógico que, sobre la marcha y en el marco de su subsistencia profesional, buscan adaptar sus métodos, técnicas y herramientas. De ahí, quizás, que algunos esfuerzos por una supuesta modernización de la enseñanza[1] no hayan respondido a la velocidad del cambio experimentado desde el lado del alumnado y, por el contrario, hayan reafirmado las brechas.

Sin embargo, lo que está en juego supera la forma (o el formato) de la dinámica entre profesor y alumno. Y es que, más allá de las implicancias en cuanto a soportes, lo que el nuevo régimen de la tecnología ha propiciado es un cambio en las propias lógicas del razonamiento. El eco de la tecnología se siente, sobre todo, en el modo por el cual se entienden y se manejan el tiempo, la duración, la profundidad, la memoria y el conocimiento. De ahí que -y teniendo en cuenta la amplitud de este campo de estudio- nos centraremos, a modo de inicio, en este último concepto.

La información como producto simbólico volátil

Bien se ha dicho que ‘el vocabulario perdido’ de la educación está conformado por la comprensión, la crítica, la interdisciplinariedad y la sabiduría (Barnett, 2001). Y es que se trata de nociones que remiten a operaciones de apropiación de una información que, sometida a la escalada educativa tradicional[2], generará conocimiento. Pero dicha escalada parece no sintonizar con las lógicas -más bien inmediatistas- que caracterizan al alumnado contemporáneo y que se relacionan con las ya referidas ubicuidad y omnipresencia de la información.

Esto ocurre porque tal escalada tradicional, tal proceso, corresponde a un momento en el que la información presentaba, por un lado, una dificultad de acceso y, por otro lado, tenía un valor ligado a la institución que la respaldaba. El criterio para juzgar el valor de dicha información era, por así decirlo, la fuente de la que provenía; en el caso de un aula de clase, la institución educativa que la circunscribía y su figura más cercana: el profesor-autoridad. De igual modo con el acceso, respecto al cual era determinante la lógica propia de la institución, así como las circunstancias particulares de cada alumno con respecto a sus opciones para acceder a mayor o menor información.

Sin embargo, a partir de la apertura general de la información en Internet y de la instantaneidad de acceso que promulgan las plataformas ofrecidas por el mercado tecnológico, el valor de la información ha cambiado en la línea de lo que se denominan ‘transacciones entre las obras y el mundo social’ (Chartier, 2007, p. 59). Desde dicho concepto, los soportes de los textos (y cabe hacer la extrapolación hacia toda la información) forman parte del sentido que los circunscribe. Así, la materialidad del soporte supone una relación estrecha con la textualidad del texto, tal como también se relaciona con la visualidad de la imagen, la audibilidad del sonido y la informabilidad de la información.

Al no ser trascendente a las lógicas de sus soportes y al verse sujeta principalmente a la primacía del flujo indiscriminado y la ‘velocidad absoluta de emisión’ (Virilio, 1997, p. 49), la información ocupa el lugar de un producto simbólico que se agota y se desvanece en la inmediatez de su acceso.

En esta línea, hay que considerar también que la apertura general de la información no necesariamente representa -como señalan los más entusiastas del entorno on line– la panacea de la democratización del acceso. En cambio, cabe rescatar un planteamiento desde el cual es precisamente dicho acceso a la información (o más bien su exceso) una vía segura para la neutralización operativa de los sujetos. Se trata, pues, de una idea que supone que la neutralización buscada por operaciones como la represión o la censura se alcanza de manera más efectiva -aunque parezca irónico- desde la apertura y permisión de todos los accesos.

La inoperancia como consecuencia de la saturación

Así, podría decirse que «hoy el medio más seguro para neutralizar a alguien no es el de saberlo todo sobre él, sino el de darle los medios para saber todo sobre todo» (Baudrillard, 1990, p. 36), puesto que esto supone una suerte de condición extasiada, de fascinación cancelatoria, centrada por la única -y constante- necesidad de la pantalla. Así, es mejor para paralizar al sujeto, el exceso de información sobre todo que la privación de la misma[3]. Y es que la inoperancia se presentaría como una respuesta a la lógica de saturación que caracterizaría a la información. Una inoperancia que daría cuenta, además, de la carencia de procesos respecto a ella (a la no apropiación, a la no reflexión, etc.), ya que toda relación con la información se agotaría en su acceso. Es pues, a partir de este nuevo valor de la información (y de su lógica de acceso y apertura generalizada), que ocurre con el proceso encargado de transformar dicha información en conocimiento, algo similar a lo que ocurre con la propiedad en el plano económico contemporáneo.

Hoy en día, la noción de propiedad atraviesa un pase de la lógica de la apropiación de objetos materiales en el espacio, al flujo de la experiencia en el tiempo, es decir, al acceso a esa experiencia (Rifkin, 2000). Dicha situación obedece al hecho de que, en el escenario actual, la velocidad de los cambios en los productos o en el mismo mercado deja rezagada cualquier cuota de constancia. Pues bien, en el campo de la información esta lógica también se manifiesta, sobre todo considerando que el flujo de los contenidos es mucho mayor que el de los productos de mercado.

De ahí que, tal como ocurre con la inversión del dinero en la materialidad, la inversión del tiempo y esfuerzo que suponen operaciones como la abstracción (base para la formación del conocimiento a partir de la información ‘cruda’) son de una demanda que excede lo que el estudiante promedio -formado en una lógica distinta- está dispuesto a dar. Sobre todo, considerado el estado de saturación inoperante, de éxtasis frente a la apertura total de los contenidos.

Por el contrario, en la misma lógica de tener un ‘flujo de experiencia en el tiempo’, el solo acceso a determinado saber ya ‘colocado’ en la Red ocupa el lugar de lo que se consideraba tradicionalmente como conocimiento. Y es que, al ya no operar con la información (al no abstraerla, profundizarla, complementarla, etc.), porque cualquier operación supone la superación de la inmanencia y de la saturación, el acceso se constituye en una suerte de no-operación, en la transacción por excelencia con la información.

En otras palabras, se hace un tanto obsoleta (por un tema de velocidad y exceso de acceso) la idea del conocimiento como resultado de una operación intelectiva, demandante de la inversión no solo de esfuerzo, sino de -y más importante aún- tiempo. En cambio, en el marco de una inmediatez que es norma, el acceso mismo (carente de abstracción y dotado de conectividad) ocupa el lugar que el conocimiento tenía antaño. Podría decirse que se trata del cambio del saber por el saber encontrar (esto, además, porque hoy encontrar es acceder), en el marco de una saturación general de la información que neutraliza todos los procesos.

Un punto de inflexión en las bases de la institucionalidad de la educación

De modo que, tal como se dijo al inicio, la crisis educativa no (solo) es la de una vieja institución respecto a la inclusión de unos nuevos soportes en sus ‘métodos’, sino que acontece a nivel de lógicas y discursos que sustentan su actual funcionamiento, tal como ocurre con las bases que legitiman la institucionalidad educativa y su dinámica de enseñanza. O, dicho de otra manera, es la puesta en cuestión general del proceso educativo. Así, junto al viraje ya descrito que supone al acceso como fórmula del conocimiento, cabría dar luces entonces sobre qué ocurre con el rol de la institución que aún asume a este último desde las perspectivas de la profundidad y la abstracción, desde la comprensión y la apropiación del saber.

Lo cierto es que dichas nociones remiten a una dinámica netamente procesual de la educación, un escenario en el cual -con la lógica disciplinar de la sociedad moderna- el individuo iniciaba ‘desde cero’ un proceso dentro del circuito cerrado de la institución educativa, que además funcionaba en la lógica de un centro de encierro (Deleuze, 1996). Un escenario que garantizaba el acceso a determinada información (y su conversión en conocimiento) a través de las estructuras graduales que eran impartidas dentro de dicha institución.

Hoy, sin embargo, esa dinámica no se plantea institucionalmente, así como la lógica del conocimiento no es la de una aproximación jerárquica o procesual. El modelo de transmisión en nuestros días -es harto sabido- se da en red y su lógica es la conexión; es más un rizoma que una figura arbórea. De ahí que entre sus principios se consideren la conexión, la heterogeneidad y la multiplicidad; finalmente, en su dinámica «no hay unidad que sirva de pivote en el objeto» (Deleuze, 2010, pp. 13-14).

Así, mientras que el proceso de educación pretendía (en su visión tradicional) precisamente la constitución orgánica y unitaria (no en tanto única, sino en tanto un corpus dotado de unidad) del saber, hoy, la lógica rizomática de la información y de los saberes desplegados en (la) Red parecen dejar sin piso a tal prometeica finalidad.

Es una inflexión situada en las bases de la institucionalidad de la educación. Mientras esta (en tanto proceso de generación de conocimiento) enfatizaba el rol de la institución veladora de los saberes, hoy se instaura (pero no se institucionaliza) una lógica de relaciones y conexiones correspondiente a una apertura de la información, cuya mera capacidad de acceso la entrona como conocimiento. Así, frente al modelo orgánico y unitario del conocimiento se despliega la dispersión y multiplicidad de la lógica en red, que da acceso al conocimiento; frente a la idea de profundidad aparece la conectividad a nivel de superficie; frente al proceso (que supone su duración y trascendencia), el acceso (inmanente y propio de la conectividad).

Google, el ejemplo perfecto. Qué mejor muestra de esto que el funcionamiento de Google. Y es que, a falta de un criterio más óptimo para el ordenamiento de sus resultados indexados, a los creadores de dicho motor de búsqueda -y en ello reside su genialidad- no se les ocurrió mejor idea que definir a la referencia (es decir, a los vínculos o links, finalmente a las conexiones) como criterio para la prioridad. En otras palabras, decidieron que sería prioritario -es decir, que aparecería en los primeros lugares de su lista de resultados- aquello que fuera más referido desde otros websites. Esto le otorgaba a dichos contenidos mayor cantidad de links asociados o, mejor dicho, más conexiones con otra información (Baricco, 2008).

Considerando que dicho buscador es quizás la mayor referencia cuando se trata de acceso a la información (y teniendo en cuenta la mutación del acceso como conocimiento), podría afirmarse que el mundo contemporáneo (o, al menos, en gran parte las generaciones más jóvenes) ha aceptado dicho patrón como criterio para evaluar el conocimiento. Ya no la verdad, ni la confiabilidad de la fuente; ya no la profundidad reflexiva ni la capacidad de abstracción que evidencian determinados contenidos, sino su capacidad para compartirse -su cantidad de links– como criterio para determinarlo como un conocimiento válido. A modo de resumen, el acceso como conocimiento y la cantidad de conexiones como criterio para juzgarlo.

Es allí donde la institución educativa y su proceso hallan otro frente de su crisis. Y es que sus lógicas (al menos las tradicionales, mantenidas todavía por la mayoría de instituciones académicas) no están diseñadas para esa perspectiva. Por el contrario, sus criterios son precisamente los de esas nociones que parecieran haber cedido el podio de la predilección intelectiva a la conexión (es decir, la verdad, la profundidad, la abstracción, el respaldo de la fuente, etc.). Allí donde la institución ‘poseedora del saber’, la ‘gran casa del aprendizaje’, se levantaba intocable, hoy han aparecido múltiples hoteles ‘de paso’ donde acceder a la información y -por ende, desde la óptica que describimos- al conocimiento.

La docencia desubicada

De modo que, mientras el rol de la institución (lenta y aburrida en comparación con la pantalla omnipresente) todavía gira en torno a la idea de la transmisión a través del proceso, el acceso instantáneo a la apertura digital de todos los contenidos termina -por aceleración y saturación- poniendo en cuestión sus lógicas. Y además, en un plano más micro, descolocando la figura del encargado de transmitir conocimiento. Y es que, al no ser susceptible de la velocidad que el zapping multimedia demanda a sus estímulos, el profesor tradicional a veces se descubre en una suerte de autismo, donde se consuela con el sonido de su propia voz diciendo lo que ha dicho siempre, en tanto fuente confiable, amparado además en la verdad y en la profundidad de sus propuestas. Una suerte de ceremonia, si se quiere, en honor de un momento anterior en la lógica de la enseñanza.

Vale enfatizar, sin embargo, que no se trata aquí de anunciar una catástrofe, pero al menos sí de intentar hacer un mapeo de lo que ocurre en las instituciones. Y es que en ellas -y lo sostienen quienes han sido docentes a lo largo de varios años- enseñar es cada vez más difícil y el nivel general de los alumnos da lástima en comparación a épocas anteriores. Pero, hay que decirlo, dan lástima en el marco de un criterio de evaluación de una época anterior, también.

Así que no se trata aquí de optar por un tufo fatalista al comparar este momento con los que lo precedieron; solo de dar cuenta de que, en tiempos en los que ya nadie posee la información, pues prolifera como un virus -al extremo tal de la saturación- y en los que su inmediatez colocó al acceso como forma de conocimiento, las instituciones académicas no han cambiado y siguen con estructuras y procesos diseñados cuando eran las fuentes por excelencia del conocimiento.

Hay que decir, además, que un escenario como este no significa tampoco -como de seguro algunas voces casandrianas intentan anunciar- el epílogo a la propuesta aristotélica según la cual todos quieren saber. No es este el momento en el que el saber dejó de ser preponderante y en el que la condena sea la de una perpetua ‘ignorancia de acceso digital’.

Cambio de paradigmas

La búsqueda de conocimiento sigue vigente, quizás más que nunca; pero es vigente desde su nueva perspectiva y no solo a modo del eslogan Sociedad del Conocimiento. Lo que ha cambiado en la ecuación es el lugar que ocupa la institución educativa (y su proceso, otrora consagrado). A modo de evidencia, podría mencionarse la inconmensurable cantidad de foros que pululan on line (y el éxito que tienen cuando se trata de consultar sobre problemas determinados y ciertos saberes), así como los procesos de autoaprendizaje a través de la Red (muchas veces más eficientes que formaciones amparadas en una institución), e incluso el hecho de que algunos de los campos más rentables del mercado tengan, entre sus figuras más reconocibles, a gente muy joven formada al amparo de la pantalla y sus posibilidades, para quienes sus conocimientos académicos institucionales, son más bien complementarios.

Así, sin pretender -a partir de esto último- caer en el entusiasmo naif por el entorno tecnosocial, queda decir que quizás desde el lado institucional se deberían plantear otras lógicas que, en lugar de negarlos, se aproximen a estos fenómenos. De modo que no se tenga que seguir a la caza de parámetros que, por su rigidez, solo buscan perpetuar las lógicas consolidadas (tanto en instituciones como discursos), para ampararlas en el sentido que las legitima. De no darse el caso, es probable que una favorable aproximación a la mutación educativa quede convertida en una añoranza nostálgica -y antiproducente- en torno a una supuesta extinción de los saberes.

Bibliografía

Abruzzese, A. y Miconi, A. (2002). Zapping. Sociología de la experiencia televisiva. Madrid: Cátedra.

Baricco, A. (2008). Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Barcelona: Anagrama.

Barnett, R. (2001). Los límites de la competencia. Barcelona: Gedisa.

Baudrillard, J. (1990). Videósfera y Sujeto Fractal. En A. Abruzzese (Ed.), Videoculturas de fin de siglo. Madrid: Cátedra.

Benjamin, W. (1973). Discursos Interrumpidos I. Madrid: Taurus.

Chartier, R. (2007). La historia o la lectura del tiempo. México D.F.: Gedisa.

Deleuze, G. (1996). Conversaciones. Valencia: Pre-Textos.

– y Guattari, F. (2010). Mil Mesetas. Capitalismo y Esquizofrenia. 9a. ed. Valencia: Pre-Textos.

Finkielkraut, A. (2001). La ingratitud. Conversación sobre nuestro tiempo. Barcelona: Anagrama.

Renaud, A. (1990). Comprender la imagen hoy. Nuevas imágenes, nuevo régimen de lo visible, nuevo imaginario. En A. Abruzzese (Ed.), Videoculturas de fin de siglo. Madrid: Cátedra.

Rifkin, J. (2000). La era del acceso. Barcelona: Paidós.

Virilio, P. (1997). El golpe de Estado mediático. En P. Virilio, Un paisaje de acontecimientos. Buenos Aires: Paidós.

– (1999). El cibermundo. La política de lo peor. 2a. ed. Madrid: Cátedra.

Notas

[1] Estos esfuerzos se traducen, en su versión más puntual, en la inclusión de cierta tecnología en el aula (audiovisual primero y digital después) o en la preponderancia de formatos como el Power Point para el dictado de clase o el uso forzado de las plataformas digitales del aprendizaje (e-learning, Moodles, Aulas virtuales, etc.).

[2] Por esta escalada se entiende aquí el proceso intelectivo que atraviesa la información al ser apropiada por el alumno. Comprende, en un primer momento, la atención, luego el entendimiento y finalmente la comprensión.

[3] Cabría recordar a Flaubert (citado por Finkielkraut, 2001, p. 156), quien en 1867 escribía, con referencia a la exposición mundial de París: «El hombre no está hecho para engullir el infinito».

Artículo extraído del nº 103 de la revista en papel Telos

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