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Los documentales en la Era Digital


Por Llorenç Soler

«El documental es el tratamiento creativo de la realidad».
(John Grierson)

Ha llovido mucho desde que Flaherty filmara Hombres de Arán, esa especie de Capilla Sixtina del documental, objeto de culto y veneración junto a Nanuk el esquimal (Barsam, 1988). Hoy estamos instalados en la gran revolución tecnológica que barrió no solo un modo canónico de producir documentales, sino también una manera de consumirlos. La era digital ha contribuido a una profunda desacralización del género. El documental es actualmente una práctica artística de consumo masivo, que asume las virtudes y defectos inherentes a todo gran cambio, representado en esta ocasión por los sistemas operativos digitales (Soler, 1998).

La imagen electrónica aportó la instantaneidad, y con ello se allanó el camino de los autores. Ya era posible observar en el momento de la grabación la apariencia final de nuestro trabajo. Se acabaron las dudas, los tanteos y las incertidumbres inherentes a la imagen fotoquímica, que no puede ser desvelada sino a través de un proceso industrial. La cámara cinematográfica dejó de ser un arca secreta donde habitaba el misterio y el director de fotografía se vio obligado a abandonar su posición de superioridad como taumaturgo oficiante de un rito que solo él conocía.

Como creador de artefactos documentales, mi transferencia como autor de cine a oficiante de video se produjo de un modo connatural. Un día empuñé por primera vez una videocámara. Mi primera constatación fue un poco infantil: aquella cámara, mientras funcionaba, era totalmente silenciosa y sin vibración alguna. El siguiente descubrimiento fue que la imagen y el sonido se grababan simultáneamente sobre el mismo soporte. Y otra posibilidad que se me brindaba era que podía grabar un plano secuencia larguísimo, sin más limitación que la capacidad íntegra de la cinta utilizada en la cámara. Esta última característica significó una injerencia importantísima en el lenguaje cinematográfico. Recuerdo: mi segundo filme en vídeo contenía un solo plano secuencia que duraba una hora, grabado en el sistema U-Matic ¾«. Acababa de empezar una nueva era en la producción audiovisual. La industria aceptó rápidamente el sistema. El cine en 16 mm, que había encontrado su último reducto en los documentales, fue diluyéndose en el desuso. Se iniciaba un cambio de paradigma. Eran los años ochenta del siglo pasado.

Inevitablemente, la producción audiovisual se democratizó. Las videocámaras invadieron el territorio del cine doméstico. Cada vez más perfeccionadas, fueron a la par más fáciles de manejar gracias a sus automatismos crecientes. El cine de aficionados en película Super-8 y 16 se eclipsó en favor del video. Pero como las fronteras entre el cine amateur, el cine independiente y el cine experimental siempre fueron muy difusas, el video se impuso también en estos territorios de rabiosa independencia, extendiéndose como una mancha de aceite. Los videoartistas y los realizadores independientes de documentales low cost se aferraron a este formato.

Y qué decir de la televisión. En los finales del siglo XX, la aparición de los sistemas digitales de video que sustituyeron a los procedimientos convencionales de la grabación electrónica, fueron un avance técnico gigantesco. La tecnología numérica, exhaustiva combinación de impulsos electrónicos binarios (0/1), genera mosaicos de pixels que componen imágenes no degradables, incluso sometidas a las sofisticadas y machaconas operaciones tecnológicas que sufren hasta llegar impolutas a nuestro televisor de alta definición a través de la red de TDT, nos sitúa actualmente a un nivel de desarrollo tecnológico insospechado treinta años atrás.

Inmersos totalmente en la Era Digital, cabe preguntarse qué recorrido ha seguido en paralelo el género documental, desde el punto de vista de su ontología, de sus valores culturales y sociales, de su capacidad de autogestión, de su independencia, de su empeño experimental, de su ritual y de su difusión. Si por una parte hoy los sistemas de grabación se apoyan en tecnologías muy sofisticadas, ha habido, en cambio, un decidido interés (comercial) en los fabricantes de las videocámaras digitales por simplificar su manejo y operatividad. Cada cámara oculta un alma robótica, informática, compleja, indescifrable para el neófito, pero que, tras una detenida lectura del folleto de instrucciones, unos conocimientos básicos de fotografía y un correcto conocimiento de sus automatismos, permiten al debutante operar con una cámara de vídeo digital. Aunque la inspiración artística, la construcción del discurso narrativo y la necesidad de transmitir un mensaje nunca podrán ser sustituidos por la técnica más evolucionada.

Hoy existen cámaras al alcance de cualquier videoaficionado que han roto la frontera entre los amateurs que se conforman con grabar los primeros pasos de sus niños y los que utilizan videocámaras similares, apenas un poco más complejas (o no), para hacer desde documentales de compromiso social hasta los malabarismos de los videartistas experimentales y rupturistas. En la era digital es difícil discernir cual será el uso futuro de una pequeña cámara salida de las fábricas Sony, por ejemplo. Ha evolucionado tanto la tecnología que hoy es posible grabar una cinta Mini DV, el formato más modesto del video digital, transferirla a película fotoquímica de 35 mm y exhibirla en la gran pantalla de un cine convencional. No es necesario insistir en cómo la ligereza y manejabilidad del equipo técnico facilita el rodaje. Tampoco es despreciable el abaratamiento del coste del material fotosensible. Una cinta de video de una hora de duración puede costar unos escasos euros. Y el valor del transfer vídeo/cine siempre está lejos del coste del negativo fotoquímico en una película convencional.

Hoy cualquier persona con ideas puede lanzarse a la aventura de realizar un documental si dispone de su pequeña cámara digital, de un ordenador con un programa de edición y, sobre todo, de una idea que lo motive. El resultado dependerá, insisto, de su capacidad artística y de su conocimiento de la narrativa cinematográfica (Ledo, 2004).

La tecnología avanza implacablemente. Desde que la informática se alía con el video es posible editar un documental sobre un ordenador doméstico. Con ello se posibilita la práctica de distintas soluciones de montaje, sin necesidad de desmontar el anterior, como ocurría en el cine tradicional. El autor dispone de unas facilidades más extensas para la experimentación. Las mesas de mezclas y efectos empleadas hasta ayer en el video convencional se integran hoy en las computadoras de uso corriente, con gran facilidad de manejo.

La cinta de vídeo es sustituida paulatinamente por tarjetas de memoria con las cuales ya trabajan las cámaras más modernas. Los teléfonos móviles son capaces de obtener y almacenar secuencias en movimiento, lo que ha revolucionado profundamente el periodismo electrónico; surgen por doquier informadores espontáneos, no profesionales, sobre todo en lugares de difícil acceso por causa de guerras y revoluciones (Libia, Siria). Las cadenas televisivas aceptan hoy con naturalidad estas imágenes menos perfiladas, pero transmisoras de una valiosa carga informativa. Uno de los últimos logros de la técnica es la posibilidad de grabar video HD mediante cámaras de fotografiar de alta gama. Con ello se alcanza la producción, cada día más extendida, de un cine electrónico de altísima competitividad (Weinritcher, 2010).

También para la difusión del cine electrónico se han abierto todas las fronteras. Primero fueron las salas de cine, que en gran número trabajan ya con tecnología digital, desterrados ya los proyectores de cine convencional. En otra aplicación, las imágenes en movimiento circulan hoy por las redes con toda normalidad. Podemos transportar electrónicamente nuestros filmes hasta los últimos confines de la tierra con la técnica del screaning. Podemos ensanchar la mirada de nuestros documentales en alianza con la Red, gracias a los docuwebs, que aportan información extensiva que no tiene cabida en el documental tradicional. Podemos entrar en las videotecas de los canales de televisión de todo el mundo para conocer, a la carta, aquellas obras que nos interesen. En cualquier lugar y a cualquier hora, incluso viajando en autobús, nada se interpone hoy entre la obra y su espectador si se dispone de un iPod a mano.

En un espacio tan atiborrado de tecnología digital no está de más que tratemos de reafirmar la naturaleza ontológica de lo que llamamos documental o, más genéricamente, no ficción. En el documental no es que la realidad nos guíe, es que somos nosotros los que guiamos a la realidad y le inoculamos substancia. Somos nosotros quienes infundimos sentido a las imágenes y direccionalidad al discurso. Solo los muy ingenuos o los muy mecanicistas pueden ignorar que un documental es una construcción mental, un artefacto creativo al mismo nivel que un filme de ficción, una novela, una sinfonía o un cuadro. El buen documentalista, como intérprete de una realidad, debe estar tan cerca del poeta como del periodista. Pero existe un peligro acechando a los advenedizos del medio audiovisual ante tanta riqueza tecnológica que se pone a su alcance (Nieto y Company, 2006).

Que el embriagador burbujeo de las tecnologías más hipnóticas no nos haga olvidar la naturaleza radicalmente inquisitiva y social del documental. Que tal irrupción de imágenes generadas con tan excesiva facilidad no nos haga perder el respeto a ese artefacto llamado genéricamente documental, actualmente de compleja taxonomía ante el aluvión de propuestas que nos invaden.

Bibliografía

Barsam, R. M. (1988). The vision of Robert Flaherty: the artist as Myth and Filmaker. Blomington: Indiana University Press.

Ledo, M. (2004). Del Cine-Ojo a Dogma 95. La Coruña: Editorial Paidós.

Nieto, J. y Company, J. M. (Coord.) (2006). Por un cine de lo real. Cincuenta años después de «Las Conversaciones de Salamanca». Valencia-IVAC-Generalitat Valenciana.

Soler, L. (1998). La realización de documentales y reportajes para televisión. Barcelona: Editorial CIMS.

Weinritcher, A. (Ed.) (2010). El documentalismo en el siglo XXI. Festival de cine de Donostia-San Sebastián.

Artículo extraído del nº 96 de la revista en papel Telos

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