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El periodismo de calidad


Por Magis Iglesias

El secretario general de la Federación Internacional de Periodistas (FIJ), Aidan White, declaró el pasado mes de mayo en el Congreso Internacional de Cádiz que «el periodismo atraviesa hoy su peor crisis». Es verdad. Lo malo es que cada vez que constato esa realidad compruebo que la situación empeora por momentos y nunca deja de hacerlo, aunque parezca que ya no hay margen para mayor decadencia.

No es de extrañar que nos precipitemos al vacío, puesto que en España padecemos una crisis triple, con características propias que se añaden a los conflictos igualmente planteados en otros países. Por supuesto, sufrimos las consecuencias de la crisis financiera y el desconcierto creado por la vertiginosa evolución de las modernas tecnologías de la información, no solo en el empresariado del sector, sino también entre los propios periodistas.

Pero a los españoles se nos plantea un problema añadido, achacable a la decadencia moral de la profesión y su desprestigio en la sociedad. Son las consecuencias de gravísimos errores que han cometido los empresarios y de otros en los que hemos incurrido los profesionales del periodismo. Quienes -cegados por la fama, el ansia de poder y el dinero- olvidan su responsabilidad como intermediarios ante la ciudadanía y el poder, confunden su papel en la sociedad y perjudican al conjunto del estamento profesional. Los que caen en el amarillismo, el servilismo o la simple escandalera interesada perjudican a todos los demás. Así, están poniendo en peligro la pervivencia de este oficio, que garantiza un derecho esencial en toda democracia avanzada. Un sistema que no existirá nunca como tal sin una prensa libre.

Burbuja mediática

Desde el mundo empresarial, la culpa no es menor. En España soportamos ahora la explosión de la burbuja mediática -no menos perniciosa que la del ladrillo-, que se infló y creció a medida que el periodismo se pervertía y la especulación urbanística aumentaba.

Hubo constructores que invertían su dinero en la creación de medios de comunicación con el único objeto de influir en las decisiones políticas. Cuando el negocio urbanístico dejó de ser rentable, el dinero huyó de los medios dejando a sus profesionales en la calle. Pero, aunque la pérdida de puestos de trabajo es la señal más alarmante de este lamentable proceso, no es la única.

Los poderes públicos contribuyeron también a la decadencia, con subvenciones oficiales incontroladas y excesos en la arbitraria administración de la publicidad institucional buscando una prensa cómoda, acrítica y al servicio del poder. De este modo, prosperó un mercado de medios de comunicación atomizado y con una oferta ficticia que no se correspondía con la demanda.

El balance de todos estos elementos dio como resultado un panorama atestado de periódicos que vivían pendientes de los grupos de presión, los políticos, las instituciones y los intereses particulares de empresarios y periodistas. Prácticamente nadie pensaba en el lector, en la adaptación del producto a las necesidades del público objetivo y la búsqueda de nuevos nichos de negocio. No es de extrañar, pues, que los clientes fieles huyeran y los nuevos potenciales lectores ni se acercaran al quiosco. Naturalmente, de suscriptores ya ni hablamos.

En los tiempos de bonanza, cuando los empresarios de prensa no sabían dónde invertir todo el dinero que entraba a raudales en sus arcas por el creciente auge de la publicidad, no supieron o no quisieron apostar por la investigación y el desarrollo. No se prepararon para el futuro ni cultivaron la calidad del producto con una apuesta decidida por el capital humano, las nuevas tecnologías y la evolución del negocio. La revolución tecnológica -la más vertiginosa que se haya conocido- les cogió por sorpresa y los dejó noqueados.

El cambio de gusto y necesidades de los clientes no tuvo respuesta en los periódicos y, con la crisis financiera, la publicidad despareció. En un principio, los gurús de Internet aconsejaron abandonar el papel para buscar lectores en la Red, pero la publicidad no acudió en volumen suficiente a un medio donde prima la gratuidad de forma, aparentemente, irreversible.

Ayudas a la prensa

Contagiados por las atrevidas medidas de Nicolas Sarkozy en Francia, los grupos de comunicación pidieron al Gobierno ayudas para superar el bache, sin caer en la cuenta de que ya tenían sus cuentas de resultados plagadas de dinero público que fluía desde las tres Administraciones del Estado.

En su mayoría, optaron por tirar la toalla y asumir la desaparición del papel y con ello, el fin del periodismo tradicional. Se dispusieron a soportar la lenta agonía de sus periódicos, mientras buscaban nuevos modelos de negocio o soportes para la información.

Los empresarios preferían destinar el dinero público a tapar agujeros y sanear sus precarias finanzas en tanto enterraban el denostado y desfasado periódico tradicional. Pero no encontraron la fuerza y la fe necesarias para arriesgarse en la aventura de un nuevo proyecto que les permitiera salvar el periodismo de calidad.

Sin más ayudas públicas -la crisis azotó al país con tal crudeza que el gobierno olvidó sus promesas-, las empresas siguieron el camino de la destrucción de empleo, la reducción al mínimo de sus plantillas y el diseño de redacciones bajo mínimos donde no tenían cabida los periodistas más veteranos.

Así las cosas, pocas -por no decir ninguna- son las empresas de prensa que hoy en día arriesgan su dinero en buenas historias, largas investigaciones o desplazamientos costosos. Prefieren redactores adictos al periodismo ‘ratonero’ que, aferrado al ratón del ordenador, busca todo el material de relleno de sus páginas en las tripas del ordenador. Casi nadie piensa en salir a la calle a conocer directamente los hechos, consultar fuentes primarias o palpar personalmente la realidad. Y si a alguien se le ocurre acudir a cubrir una información, sabe que tendrá que hacerlo con la velocidad exigida porque, además de esa noticia tendrá que atender también otras en poco tiempo. Hay muchas páginas y pocas manos expertas. Para colmo, los jefes se atreven a pedir ‘más jamón y menos pan’ en cada historia que se publique y presumen de preferir la calidad al envoltorio.

Este doble lenguaje tiene mucho que ver con la sustitución experimentada en los últimos años en los ámbitos de poder de las empresas de comunicación. Con la creación de grupos multimedia, la concentración empresarial y la salida a bolsa, se perdió la tradicional identificación de las cabeceras con sus lectores, al tiempo que el objetivo periodístico cedía protagonismo a la incuestionable autoridad de los números.

Los directivos financieros y los jefes de personal pasaron a ser quienes tomaban las decisiones en las empresas. Los directores de los periódicos, por desgracia, se convirtieron en una pieza más de la ‘molesta’ redacción y perdieron su autoridad moral y profesional. Los que se atrevieron a desobedecer las órdenes de los nuevos ‘mandamases’ dieron con sus huesos en las listas del paro, en aras de la sagrada reducción de efectivos.

Se busca empresario

Así pues, con redacciones mermadas, desprovistas de moral y capacidades, los periódicos se encaminan irremisiblemente a su desaparición en un futuro más o menos lejano, con la coartada de que el público se informa en la Red y los jóvenes no leen porque consideran obsoleto el soporte de papel.

Hemos llegado, en mi opinión, a un momento crucial en este doloroso proceso de reconversión, cuando urge la aparición de empresarios con coraje y visión de futuro que se atrevan a explorar nuevas posibilidades para hacer rentable el periodismo de calidad. Emprendedores con olfato y sentido común que hayan caído en la cuenta de que el soporte no es el problema y que no se escandalicen si desaparece antes o después el papel. Empresarios con un acertado diagnóstico y que sepan que la dificultad no reside solo en la adaptación a la cambiante tecnología, sino también en la ausencia de una adecuada comercialización de la información, el más moderno tratamiento del periodismo de investigación, la mejor presentación del periodismo literario y tantos otros valores de este oficio que la humanidad ha sabido apreciar siempre a lo largo de la historia.

Afortunadamente, ya se atisban pequeñas luces al final del túnel. Algunos pioneros, en Francia, Alemania, Reino Unido y EEUU, nos están enseñando el camino y todos coinciden en que la solución reside en hacer más y mejor periodismo. Creen haber comprobado que el ciudadano sabe apreciar la calidad y está dispuesto a pagar por ella. Lo que no quiere es gastar su dinero en productos fraudulentos que, bajo la apariencia de periódicos, no son más que almanaques de píldoras informativas o ladrillos intragables.

Acabamos de saber que, en plena crisis mundial de la prensa, el diario alemán Die Zeit ha registrado los dos mejores años de su historia. Su director, Giovani di Lorenzo, declaró recientemente a El País que la fórmula del éxito consistió en analizar en profundidad las aspiraciones y necesidades de los lectores y seguir haciendo artículos largos, documentados, serios e incluso difíciles. Claro que también admitió que tenemos un largo camino por delante, puesto que será necesario recuperarnos de la falta de credibilidad y el abandono de la calidad en los que hemos incurrido.

Credibilidad y rigor

Si culpamos a los empresarios de la pérdida de calidad, los periodistas también estamos obligados a hacer autocrítica. Por nuestra parte, no podemos permitirnos el lujo de quedarnos varados en la complacencia del lamento por la leche derramada. Debemos recuperar la esencia y los orígenes de la profesión que hemos abandonado en los últimos años, con el resultado de una escandalosa pérdida de credibilidad y el desprestigio en la sociedad.

Hemos de aferrarnos a los valores éticos, la honestidad en el manejo de los datos, el rigor, la búsqueda de la verdad, el respeto a la intimidad y al honor de las personas. Solo así -con o sin nuevas tecnologías, con lo que quiera que nos depare el futuro- seguiremos existiendo y seremos necesarios porque supondremos la referencia ética que los ciudadanos están reclamando.

Y esto es válido para todos los canales mediáticos, porque no podemos consentir que el periodismo digital se convierta en una cueva de francotiradores. Ni que las tertulias sean una parodia de los debates parlamentarios con periodistas etiquetados políticamente.

La deontología profesional no puede ser solo una aspiración lírica, sino que debe traducirse en un periodismo valiente, sincero y comprometido. Estoy segura de que en el futuro no faltarán imágenes e informaciones circulando masivamente por la red de redes o cualquier otro soporte. También creo firmemente en el inestimable valor de un instrumento como Internet o el mal llamado ‘periodismo ciudadano’, que pueden ser fuentes o útiles complementarios del trabajo periodístico. Pero -como dice Gay Talese- afirmo que «siempre hará falta un buen periodista que se mueva y salga a la calle a escuchar a la gente, mirar el mundo real y escribir sobre él».

Artículo extraído del nº 86 de la revista en papel Telos

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