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La Administración Pública en la Sociedad de la Información


Por Guiomar Salvat

Se analiza la llamada administración electrónica desde la vieja imagen de la burocracia. Partiendo de las nociones de distancia y de complejidad, se intenta averiguar si en la Sociedad de la Información (SI) termina su clásica imagen perversa o si ésta reaparece bajo nuevas formas1.

La Administración digital, también llamada e-Administración o Administración on line (Galván & García, 2007, p. 24)2, en sentido amplio y en su definición más simple, es aquella forma de Administración mediada por las Tecnologías de la Información y la Comunicación (a partir de ahora TIC), es decir, aquella en que las relaciones entre la Administración y los administrados, o entre las Administraciones entre sí, se hacen mediante la aplicación de estas nuevas tecnologías propias de la Sociedad de la Información (SI).

En ocasiones se confunde con la llamada ‘democracia digital’, en la medida en que los procesos electorales mismos pueden verse afectados por las nuevas tecnologías. Sin embargo, del mismo modo que se distingue entre la actividad política y la actividad administrativa, cuando hablamos de la Administración digital no nos referimos a la llamada democracia digital y sus problemas, sino a las relaciones entre las Administraciones y los ciudadanos en la prestación de los servicios o en el cumplimiento de las obligaciones o incluso, en otra dimensión, a la relación de las Administraciones entre sí. No estamos, por tanto, ante las posibilidades de participación que habitualmente se asocian a las TIC, problema que afecta a la dimensión política, a categorías como la representación, la soberanía, el espacio público y otros. Como tal, la emergencia de las TIC y su implantación no modifican ni los presupuestos del sistema político ni la definición de lo que se entiende por la Administración.

Sin embargo, igual que la SI ha modificado el marco general en el que se desarrolla la vida ciudadana, introduce también algunas novedades que acaban por afectar a la propia vida de la Administración, como ocurre en todos los órdenes sociales. Si la amistad, la actividad académica, las relaciones económicas más elementales, por no mencionar las comunicaciones o la cultura, se han visto afectadas por la nueva tecnología, no menos importante es la repercusión de la SI en las relaciones de los ciudadanos con el Estado y las Administraciones.

 

Condicionantes espacio-temporales

Una de las características que los teóricos de la SI destacan habitualmente es la modificación de las condiciones espacio temporales, mediante un nuevo espacio (Giddens, 1994, p. 27) y tiempo (Castells, 2004, p. 66), que es la realidad virtual determinada por el universo en Internet. La otra característica, muy vinculada a la anterior, es la emergencia de lo que Castells ha denominado sociedad red (Castells, 2004, p. 73).

Obviamente, las Administraciones públicas no podían ser ajenas a esa nueva realidad, que tiene inmediatas consecuencias en algunos de los problemas característicos y casi ancestrales de lo que se llama desde hace mucho tiempo burocracia. Esta última ha sido considerada tradicionalmente, al menos desde los análisis de Max Weber a comienzos del siglo XX, como consecuencia de las dimensiones del poder frente a un ciudadano individual inerme3. Es clásica en este sentido la imagen de una especie de engranaje infernal frente al que el ciudadano siente una considerable impotencia. Esa impotencia es vista siempre en parte como una anomalía inexplicable, toda vez que el aparato del Estado está, o debería estar, teóricamente al servicio del ciudadano, al menos en las sociedades democráticas.

La inquietante atmósfera que describe Kafka en obras como El Proceso o El Castillo puede considerarse, al margen de otras interpretaciones, como una expresión del desasosiego que causa el gran aparato del Estado y de sus oficinas frente al ciudadano común. Ciertamente, hay toda una apariencia de arbitrariedad y de cierta forma perversa de entender el poder en esos casos. Pero en parte la descripción de Kafka puede desvincularse de ese modo perverso de ejercicio del poder y asociarse sin más a la dimensión misma del aparato del Estado, una gran maquinaria con procedimientos rígidos cuya magnitud y requerimientos son los que finalmente determinan esa opresión característica que asociamos a la burocracia, inseparable de la administración de las necesidades de las sociedades modernas de masas (Weber, 1964, p. 178). Es el procedimiento en sí mismo, casi convertido en un fin, el que determina que el fin último, el servicio al ciudadano, quede diluido y se muestre incluso como todo lo contrario de lo que debería ser y de lo que es.

Las Administraciones de las sociedades democráticas han venido luchando tradicionalmente frente a este tipo de arbitrariedades, estableciendo garantías, oficinas de reclamación o instituciones como el Defensor del Ciudadano, el Ombudsman de los países del norte, llamado aquí Defensor del Pueblo, una oficina pública dependiente de las Cortes Generales y cuya función es tutelar los derechos de los ciudadanos frente al funcionamiento del Estado y de los distintos servicios públicos.

Tales garantías e instituciones son sin duda el resultado de una preocupación básica y contribuyen a mejorar el funcionamiento de las Administraciones, pero no dejan de ser, a su vez, parte del Estado y pueden incurrir inevitablemente en el mismo problema que tratan de solucionar: acumulación de escritos y papeles, largos plazos para la resolución de los expedientes, procedimientos tediosos y lentos que finalmente acaban por ello siendo ineficaces o dañando los derechos e intereses de los ciudadanos en muchos casos. Es por este motivo por el que su eficacia se ve limitada y por el que muchos ciudadanos prescinden de esos servicios y oficinas, por no caer de nuevo en la maquinaria burocrática, en un nuevo laberinto de papeles, de impresos, de expedientes. Sin cuestionar, desde luego, la validez de las instituciones y garantías que velan por el buen cumplimiento de los servicios del Estado frente a los ciudadanos, parece indudable que la propia estructura de éstos, en la medida en que no deja de ser Estado, los atrapa en un círculo vicioso de difícil solución.

Es como si la burocracia y sus efectos perversos fueran inseparables de la imagen del Estado moderno, dada su magnitud y la cantidad de servicios, oficinas, dependencias y organismos de que dispone.

Pero ese hecho debería llevarnos a una reflexión: si las propias instituciones nacen para paliar los excesos de la burocracia y mejorar los servicios a los ciudadanos, entonces la burocracia no es el efecto perverso de un Estado perverso, sino el resultado de una estructura. O, dicho de otro modo, según nuestra hipótesis, el efecto perverso e indeseable de la burocracia no depende del carácter arbitrario del poder, que en las sociedades democráticas está prohibido. Nuestra Constitución así lo establece en el artículo sexto, donde se excluye la arbitrariedad de los poderes. Por tanto, parece claro que parte del problema está en la propia magnitud de la empresa a realizar y en la relación entre los costes y los medios de que se dispone. La tradicional imagen de las colas y las ventanillas tiene más que ver con la inadecuación de medios personales, técnicos y humanos para determinadas tareas y no tanto con una voluntad perversa de la Administración y sus funcionarios. La clave de la mayor parte de las incomodidades -o incluso de las dimensiones siniestras de lo que llamamos burocracia y de su imagen tópica- depende de las condiciones mismas en las que se ejerce la tarea: de las condiciones espacio temporales para atender a los ciudadanos y de la falta de coordinación de los distintos órganos que intervienen, literalmente una completa red en ocasiones de muy difícil coordinación, también por cuestiones de espacio y tiempo.

Pues bien, las dos características de la SI, la reducción de las condiciones espacio-temporales y el trabajo en red tal vez permitan revisar el problema y en su día confirmar si la burocracia depende de un arcano instalado en lo profundo del Estado racional moderno, en el sentido weberiano, o simplemente de unas condiciones históricas que podemos dar por superadas en la SI. La posibilidad de que el ciudadano pueda operar frente a la Administración prácticamente sin limitaciones espacio-temporales, sin desplazarse de su domicilio, sin necesidad de acumular papeles, visitar ventanillas, sin depender según los casos del humor del funcionario de turno hubiera hecho inimaginables las tribulaciones de Joseph K. en El proceso de Kafka.

Podemos imaginar un mundo sin las colas, sin la sensación de los grandes edificios donde los ciudadanos se pierden entre montañas de documentos archivados, una sociedad sin ventanillas, sin las limitaciones temporales, con la consiguiente amenaza de que tras la larga espera se cierre la ventanilla. Y no sólo lo podemos imaginar, sino que sencillamente la prensa a comienzos del año 2009 así lo trasladaba (Andreu, 2009). ¿Realmente la Administración electrónica será capaz de obrar el milagro? En lo que sigue analizaremos en primer lugar las condiciones teóricas que permitirían ese milagro, así como la plasmación práctica, legal y material de ese planteamiento en la Administración General del Estado español4 y finalmente nos haremos cargo de las nuevas amenazas que se pueden cernir sobre el ciudadano en el ámbito de lo que cabría llamar, en su caso, la burocracia electrónica.

 

Distancia y complejidad en la burocracia

Un análisis literario de la noción dominante en la obra de Kafka nos llevaría a la distancia y a la complejidad como dos de los elementos fundamentales para producir ese efecto desazonante que describimos. Son la distancia y la complejidad las que determinan la sensación de desvalimiento del ciudadano. Es el recorrido casi inabarcable entre la proclamación de un derecho en la Constitución y su aplicación concreta en cada acto administrativo lo que determina ese poder anónimo en el que el derecho va perdiendo fuerza hasta convertirse, en su caso, en un vacío opresivo o en una tardanza ineficaz o en una respuesta que deja inerme al ciudadano, incluso aunque finalmente consiga que el derecho se haga eficaz. Esos efectos no dependen, por tanto, de la ley que lo proclama ni de los sucesivos funcionarios que hacen posible el proceso, sino del proceso mismo, de la distancia inevitable que ha de recorrer el derecho entre su proclamación abstracta en el papel y su realización material mediante la prestación correspondiente. Esa cadena, que puede ser más o menos larga, es la que domina el proceso mismo, un recorrido por oficinas, documentos, plazos, requisitos, personas, que en sí mismos considerados carecen de mala voluntad, que incluso pueden tener la mejor voluntad.

Todos ellos están sometidos a ese proceso cuyas condiciones espacio-temporales y cuyas limitaciones materiales acaban por subsumir a cada uno de los elementos y pueden incluso con ellos, en parte los dominan. Pero no los dominan porque exista una voluntad explícita en este sentido, sino que lo hacen inevitablemente para cumplir el fin previsto.

 


1 Este trabajo forma parte del proyecto de investigación titulado Las políticas públicas de impulso a la Sociedad de la Información en España, financiado por la convocatoria del Plan Nacional de I+D+i del Ministerio de Ciencia e Innovación, para el periodo 2009-2011, de referencia CS02008-005871SOCI y dirigido por Dr. Marcial Murciano.

2 Un estudio detenido y estadístico de los términos y sus usos en el idioma inglés puede encontrarse en Andersen (2004, pp. 77-79).

3 Si bien no deja de ser interesante constatar cómo para Weber la burocracia que analiza tiene como condiciones los medios de comunicación de entonces y el saber mismo, pues la considera como ‘dominación por el saber’ (Weber, 1964, p. 179).

4 En cuyo marco desarrolla iniciativas y reglamentaciones propias cada Comunidad o incluso cada Administración local, que exceden con mucho el espacio que le podemos dedicar aquí. Una exposición amplia se puede encontrar en Galván & García (2007), así como en Barriuso (2007). Un panorama internacional en Norris (2008).

La etimología de burocracia es bien explícita: poder de la oficina. El momento perverso de la burocracia se da en el hecho de que la oficina, que es el medio, alcanza en ocasiones la dimensión del propio fin. Cuando esto ocurre, la oficina -entendida ahora en su sentido amplio como el conjunto de relaciones, elementos y personas que median entre el poder soberano del ciudadano y el ciudadano usuario y titular individual del derecho- se convierte en la materialización misma de la distancia entre el derecho y su ejercicio. Y a su vez, esa distancia se hace mayor a medida que hay más complejidad en el proceso, de manera que distancia y complejidad se alimentan mutuamente y de esa unión es de la que nace el efecto perverso habitual de la burocracia.

Todas las Administraciones de Estados democráticos son conscientes de ello y desde siempre han establecido principios y criterios para evitarlo en la medida de lo posible. La SI y la creación de un espacio virtual que elimina las barreras de espacio y tiempo parecen ofrecer finalmente la vía para resolver el problema.

En ese sentido no es de extrañar que la nueva legislación sobre el Derecho de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos señale como uno de sus principios el principio de proximidad. En un estudio de la OCDE, E- gobierno para un buen gobierno, se afirma a este respecto que «el gobierno electrónico se basa en el principio de habilitar a los usuarios el acceso a la información y a los servicios de la Administración cuando y como ellos quieran (24 horas al día y 7 días a la semana), mediante diversos canales, Internet inclusive» (OCDE, 2008, p. 27). No es casual entonces que en ese mismo informe se tenga al gobierno digital como un gobierno orientado al usuario.

En un sentido análogo, en el ámbito europeo la Comunicación de la Comisión al Consejo y al Parlamento y al Consejo Económico y Social y al Comité de las Regiones sobre el papel de la Administración electrónica en el futuro de la UE define lo que denomina Administración digital como «Un sector público abierto y transparente, un sector público que está al servicio de todos y un sector público productivo que ofrezca un valor máximo a cambio del dinero del contribuyente» (COM, 2003).

 

El caso español: la Ley de Acceso Electrónico

A lo largo de la última década todos los países de nuestro entorno parecen haber asumido el reto que suponen las TIC en orden a las relaciones de la Administración con los ciudadanos. Nosotros nos vamos a centrar en el caso español y en particular en el análisis de los principios que inspiran la llamada Ley de Acceso Electrónico de junio de 2007, precedida por un complejo entramado de planes y programas impulsados desde varios ministerios (Galván & García, 2007, pp. 45-72). En ese marco, los trabajos para la elaboración de la Ley comenzaron en la primavera de 2006 y en ellos participaron representantes del sector privado (a través del Consejo Asesor de Administración Electrónica), ciudadanos (en los espacios de participación de 060.es), partidos políticos y miembros de otras Administraciones públicas.

La Exposición de Motivos de la Ley combina la constatación de la revolución en el ámbito de las tecnologías y las comunicaciones y la existencia de las comunidades digitales con el precepto contenido en el artículo 103 de la Constitución, donde se impone el principio de eficacia en la actuación de las Administraciones públicas. A partir de ahí, el legislador afirma que el sentido mismo de la Ley es un mejor servicio al ciudadano y considera que la clave de esa mejora debe estar basada en la proximidad y la transparencia, tal como lo menciona en la Exposición de Motivos y lo explicita en el artículo 4 como uno de los principios que inspira la Ley. Con ello parece haber acertado a identificar el núcleo mismo de eso que más arriba considerábamos consustancial a la burocracia.

Es llamativo que sitúe los fines de la Ley en el mismo orden que la descentralización política, uno de los pilares del Estado y cuyo fruto fueron las Administraciones autonómicas y locales, consideradas como uno de los medios para lograr la proximidad deseada. Sin embargo, es notable que el legislador reconozca los límites que el principio de proximidad tiene a partir de la mera descentralización política y administrativa.

En efecto, el legislador es plenamente consciente de que lo que denomina principio de proximidad va mucho más allá de éstas: estamos ante un nuevo reto y ante una nueva realidad. Cuando afirma que la verdadera barrera es el espacio y el tiempo reconoce que estamos ante un salto cualitativo en la noción de proximidad y, consiguientemente, admite que la distancia y el tiempo no tienen hoy razón de ser, confirmando así que «esas condiciones permiten también a los ciudadanos ver a la Administración como una entidad a su servicio y no como una burocracia pesada…». Este es el reto que asume la Ley. La nueva legislación había sido precedida en esa misma voluntad por el artículo 45 de la Ley del Procedimiento Administrativo Común, en el que tibiamente se permitía el uso de medios telemáticos cuando las posibilidades técnicas lo permitieran.

Después, una reforma de la legislación mediante la Ley 24 de 2002 amplió y generalizó el uso de registros telemáticos, permitiendo la práctica de notificaciones telemáticas a los usuarios. Sin embargo, el gran salto en lo que a esta materia se refiere fue la Ley General Tributaria de 2003, mediante la que se generalizaron estos usos y sobre todo tuvieron una aplicación efectiva entre los ciudadanos, que pudieron presentar electrónicamente declaraciones, correcciones y demás actos vinculados con esa Administración.

 

Desmontando la burocracia

Pero la Ley de Acceso de 2007 ha ido mucho más allá al afirmar el reconocimiento de un derecho por parte de los ciudadanos o, lo que es lo mismo, la obligación por parte de las Administraciones de la prestación del servicio, siempre que el ciudadano disponga de los medios adecuados para el mismo. Como nos recuerda la Exposición de Motivos, la incorporación de este principio y los consiguientes servicios determina una serie de transformaciones y problemas técnicos de diversa naturaleza.

La misma noción de una Administración electrónica, que como sabemos implica una transformación en lo espacio temporal, exige en primer lugar la definición de la llamada sede electrónica. Es en torno a esa noción de sede electrónica como es preciso redefinir la identificación, el acceso, la disponibilidad, la autenticación y otra serie de aspectos que la Ley recoge detalladamente. Por lo mismo, el proceso administrativo, lo que tradicionalmente llamábamos expediente administrativo, sufre considerables cambios que obligan a definir lo que se conoce como el expediente administrativo electrónico, el documento electrónico, el registro electrónico.

El artículo 8 establece una organización en red estructurada a partir de un punto de acceso general de las Administraciones, a través del cual se coordinará con otras sedes electrónicas y en el que se contiene toda la información y servicios disponibles para los ciudadanos, cada uno de los cuales es una sede electrónica. Por su parte, el artículo 10 define la sede electrónica como «aquella dirección electrónica disponible para los ciudadanos a través de redes de telecomunicaciones cuya titularidad, gestión y administración corresponde a una Administración Pública, órgano o entidad administrativa en el ejercicio de sus competencias».

Conviene detenerse en este punto, porque tal vez sea esa noción de sede electrónica la más expresiva desde el punto de vista de la burocracia que aquí nos interesa y de la desaparición de sus efectos perversos, pero también en su momento puede constituirse en la clave de nuevos conflictos o nuevas formas de burocracia. Una dirección electrónica, atendiendo a la propia definición que da la Ley, no deja de ser un punto de acceso, frente al viejo edificio más o menos modernizado. Como tal, no está ubicada ni en el espacio ni en el tiempo convencional, sino en la estructura digital de una dirección electrónica.

La clave de la nueva realidad, por tanto, se desplaza ahora hacia la posibilidad misma de acceso, que da nombre a la Ley y que es sin duda uno de los rasgos distintivos de la nueva era, como supo ver bien en su momento Jeremy Rifkin (2000). Y sabemos que un punto de acceso lo es a una red, a la Red, en la medida en que la Red es en sí misma un tipo de estructura (Castells, 2004, p. 27). No sólo ha desaparecido la distancia asociada a los límites espacio temporales, sino que también desaparece la complejidad, al menos aparentemente.

Lo característico de la estructura en red es precisamente la coordinación casi instantánea de los distintos elementos de la misma, una horizontalidad. Todos sabemos que habitualmente los errores o las demoras son debidos a que en un procedimiento intervienen distintas oficinas, cada una de las cuales tiene que corroborar, autentificar o validar datos o comprobaciones. El tópico deambular por los pasillos de ventanilla en ventanilla no obedecía sino a esa dimensión crucial.

La Administración electrónica puede obviar eso mediante la estructura en red característica del mundo digital. Cada punto de acceso puede ser en el fondo un punto de acceso instantáneo a la totalidad de la información, por muy descentralizada que esté, o precisamente por estarlo, porque justamente la red carece de centro o más bien el centro está en cada punto sin existir como tal.

Así lo establece la Ley al exigir que cada punto de acceso debe mantenerse coordinado, al menos, con los demás de la Administración General del Estado5. En todo caso, el artículo 9 abunda en la necesidad de coordinación entre Administraciones, especificando las condiciones y, sobre todo, las garantías para los ciudadanos en términos de protección de su derecho a la intimidad y confidencialidad.

Si la etimología de burocracia procedía de la palabra oficina, del poder asociado a la oficina, hay que entender que hemos avanzado mucho en orden a la superación de lo que se llama burocracia en su sentido más negativo. Pero con la oficina desaparece el límite de almacenamiento de los documentos, el penoso modo de consulta que exige espacios y que a su vez obliga a consultas en ocasiones en espacios muy alejados entre sí al desaparecer la distancia entre oficinas, y con la distancia se elude también la dilatación temporal que acarrea, vinculada a la participación de distintos intermediarios.

Los artículos 24 a 32 de la Ley regulan ese objeto inevitablemente asociado a la oficina y a la imagen tópica de la burocracia, que es el archivo. Tal vez junto con la ventanilla y las colas, ninguna imagen está tan asociada a la burocracia como la de las carpetas de papel amarillento, atadas con cordel, si son antiguas, o en archivadores si son más modernas, acumuladas en estanterías rebosantes, a veces ocupando los pasillos del edificio, como todavía puede verse, por ejemplo, en muchos juzgados españoles o en otras dependencias públicas. La tarea de registro y archivo de la documentación es tal vez una de las primeras manifestaciones del poder del Estado y una vez más su configuración material era lo determinante para su conservación en términos espacio-temporales.

En cierto sentido cabría decir que el archivo es una lucha contra el espacio y el tiempo, un proceso mediante el cual se trata de preservar la información frente al transcurso del tiempo y en las condiciones materiales determinadas por el espacio que ocupa el soporte del documento.

Si la sede electrónica sustituye a la oficina como el nudo en el que se produce el encuentro entre el ciudadano y las Administraciones, por lo mismo el viejo archivo tiende a desaparecer y las labores habituales de recepción y almacenamiento de documentos encuentran una versión digital. Los artículos 24 a 32 de la Ley se dedican precisamente a esa cuestión.

 

El archivo electrónico

Dos son los aspectos más llamativos, dentro de la gran novedad que supone el abandono del soporte clásico de papel, que ha dado nombre de hecho, en la imagen y en la cultura popular, a la expresión hacer papeles, papeleo o similares. El primero es, desde luego, la obligatoriedad para las Administraciones de creación de archivos electrónicos o la automatización de aquellos otros físicos, estableciéndose como principio general que podrán almacenarse electrónicamente todos los documentos utilizados en las actuaciones administrativas. La Ley de las Administraciones Públicas de 1992, en su artículo 38.3 (modificado por la Ley 4/1999), establecía ya que «los registros generales, así como todos los registros que las Administraciones públicas establezcan para la recepción de escritos y comunicaciones de los particulares o de órganos administrativos deberán instalarse en soporte informático». La Ley de acceso remite ahora a ese mismo precepto y recuerda la necesidad de automatizar los registros a efectos de asegurar la interconexión entre las Administraciones, es decir, a fin de asegurar la estructura en red.

El segundo aspecto más llamativo en cuanto a la actividad de recepción y archivo de documentos está en el artículo 26.2, donde se establece la posibilidad de presentar documentos válidamente las 24 horas del día y todos los días del año, ello sin perjuicio del cómputo de plazos, pues en el caso de festivos u otros inhábiles para cuando el cómputo sea de días hábiles, el documento en cuestión se tendrá por presentado el siguiente día hábil a la fecha de presentación.

 


5 Cabe la duda de si la norma, al establecer la fórmula ‘al menos’, que remite a la posibilidad de coordinación con otras Administraciones pero que no la exige, se ha quedado corta al dejar fuera esas otras Administraciones, que serían las locales y autonómicas. Es como si el mismo principio de proximidad que inspiró en parte la descentralización política y administrativa se viera frenado ahora por esta última en la medida en que una barrera política y administrativa impide ahora que la red, la instantaneidad, la superación de lo espacio temporal, se lleve a cabo plenamente.

La sede y el archivo, dos de los elementos consustanciales a la burocracia, parecen haber sido conjurados por la ley. ¿Qué decir del proceso mismo, de lo que se llama expediente, del ítem que se inicia en el momento en que el ciudadano accede a la sede y que termina mediante la correspondiente resolución o prestación? En realidad el proceso estaba mediado por la propia definición de los otros elementos, por el espacio físico, por esa distancia y en su caso insuficiente descoordinación, en suma por la tantas veces mencionada limitación espacio-temporal. Lo que en el ámbito de la Administración electrónica se llama expediente electrónico no es ya entonces ese conjunto de papeles, sino un conjunto de conexiones almacenadas en términos digitales, disponibles en el espacio virtual (art. 37) y aptas para el fin perseguido en cada caso: la declaración de hacienda, la tramitación de una subvención, el pago de una multa o de un servicio, la solicitud de una prestación o declaración, etc.

 

Nuevos riesgos

Pero cuando Max Weber hablaba de burocracia no sólo se refería a la del Estado, sino también a la de las grandes compañías. Era la concentración de poder de éstas, sus dimensiones y sobre todo la dependencia que generaban respecto del ciudadano y del usuario las que permitían que el aparato de racionalidad se impusiera sobre éste en términos de burocracia. La clave entonces, a comienzos del siglo XX, era la concentración de poder de las compañías.

En el cuadro que hemos ofrecido hasta ahora al referirnos a la normativa sobre Administración digital nos hemos referido únicamente al Estado y a la burocracia propia de la Administración. Nada más obvio, en apariencia, puesto que de lo que se trata es de eso, de la Administración digital. Sin embargo, hay un aspecto del que no hemos hablado aún y al que la ley dedica un considerable espacio, en el que las raíces de esa forma de burocracia de la gran empresa pueden reaparecer y hacerlo en el seno del Estado. Ese aspecto al que remitimos es precisamente el de la identidad o el de la identificación del ciudadano y usuario.

La identidad es uno de los problemas básicos en el universo virtual, toda vez que en el universo analógico los medios para establecerla son naturales, es decir, el propio soporte físico de los agentes, ayudado de la firma, la foto y otros medios de identificación. Las cosas cambian cuando el soporte se traslada al universo virtual, en el que el ciudadano o usuario está detrás de los medios digitales y éstos -es decir, la tecnología- se convierten en el vehículo de la identidad.

Desde el punto de vista técnico, los problemas de identificación parecen resueltos. Pero no del todo desde el punto de vista político. Lo característico del acceso es que la tecnología se constituye en mediadora, es decir, la tecnología es el nexo que hace posible el acceso. A diferencia del universo analógico, lo propio de la identidad digital es que el usuario no existe al margen de la tecnología, de los aparatos y de los programas que permiten operar con ellos. Sin unos y otros no existe ni la Administración digital ni el usuario digital. Por expresarlo gráficamente, en el ámbito de la Administración electrónica surge un problema nuevo: tanto la Administración como el usuario, para existir, necesitan de la intermediación de las empresas productoras y proveedoras de aparatos y programas, dependen de ellas. Se trata de una nueva instancia depositaria de un poder indudable y que es ajena a los intereses de la Administración y del usuario, pues los criterios por los que se rige son los criterios del mercado.

 

La identidad digital

El problema fundamental de la identidad y autenticidad de las relaciones lo resuelve la Ley en el Capítulo 2 del Título II mediante el sistema de autenticación, admitiéndose todos los medios previstos y sujetos a la Ley 59 de 2003, llamada Ley de firma electrónica. Se menciona, en primer lugar, la firma incorporada al Documento Nacional de Identidad digital; en segundo lugar, además, otro sistema basado en el certificado electrónico reconocido por las Administraciones y cualquier sistema de claves mediante el registro previo como usuario. El más importante parece sin duda el DNI electrónico, cuya implantación será universal en pocos años.

En su fase de elaboración, la Ley recibió considerables críticas, parte de las cuales fueron incorporadas posteriormente a la redacción final de la norma que entró en vigor en el año 2007. En una nota de prensa conjunta firmada por casi medio millón de profesionales, se afirmaba que la Ley no recogía las recomendaciones de la ONU sobre software libre y estándares abiertos. Esas críticas se dirigían especialmente a la previsión en la que se afirmaba que ‘en su caso y de forma complementaria’ utilizarían además de los estándares abiertos también aquellos formatos, protocolos o interfaces que, siendo exclusivos, secretos o patentados, ‘están ampliamente extendidos’, quedando finalmente sustituido por la fórmula ‘de uso generalizado’. Aquella previsión era considerada como un sometimiento a la posición dominante de determinadas multinacionales y que los autores de la nota tenían como contraria además al art. 31 de la Constitución (Nota de prensa, 2007).

Asimismo, criticaban que el Estado no pusiera a disposición de los usuarios la tecnología necesaria para acceder a los servicios y finalmente instaban «a modificar la Ley General de Telecomunicaciones para que el acceso a Internet sea un servicio universal y neutro independientemente del medio, y sea atendido por operadores de telecomunicaciones como tal. De esta forma toda la ciudadanía estará efectivamente en igualdad de condiciones a la hora de acceder a los Servicios Públicos electrónicos». Con ello ponían énfasis especialmente en dos de los problemas más característicos de la Administración electrónica: la neutralidad tecnológica, recogida finalmente en el artículo 4 de la Ley, y la brecha digital.

Aunque el concepto de brecha digital fue acuñado por la Administración norteamericana durante la presidencia de Bill Clinton y referida sobre todo a un contexto geopolítico y en un sentido considerablemente amplio y complejo, creemos que desde luego puede aplicarse también en el interior de la población de cada país y tiene que ver con los distintos obstáculos que impiden el acceso de determinadas personas a partir de limitaciones de distinta clase: económicas, de formación u otras. En este sentido es notable, por ejemplo, que las personas de cierta edad o los inmigrantes, por poner dos ejemplos, apenas tienen la capacidad de acceso del ciudadano medio. Si bien esa situación será remediada con el transcurso del tiempo y en un medio plazo, tanto la formación de las jóvenes generaciones como la propia evolución de la tecnología permiten pensar que ese obstáculo se irá reduciendo al menos en países industrializados como el nuestro.

 

Tras la neutralidad tecnológica

Más complejo, sin embargo, es el problema de la neutralidad digital, porque en él está en juego precisamente una correcta aplicación del principio de proximidad y en ese sentido puede acabar por poner en peligro el fin perseguido por la Ley.

El concepto de neutralidad tecnológica se usa especialmente para referirse a los proveedores de la Administración en relación con los bienes y servicios informáticos y es una variante, aplicada en este caso a la Administración electrónica, del concepto más amplio de network neutrality. Se le conoce también como principio de neutralidad y está recogido por las Naciones Unidas en el artículo 8 de la Convención sobre el uso de las comunicaciones electrónicas (Boss & Kilian, 2008, p. 389).

En el aspecto que a nosotros nos interesa, está estrechamente vinculada con la noción de monopolio, pues en la práctica es una forma de expresar el hecho de que la Administración presta sus servicios mediante tecnologías de alguna o algunas empresas que tienen posición dominante y que limitan entonces la libertad de acceso del usuario, al obligarle al uso de determinadas mercancías en formas de programas y equipos. Por expresarlo de un modo gráfico, es como si a la hora de relacionarse con la Administración en la época predigital, se obligara al ciudadano a escribir con una determinada clase de bolígrafo o a usar determinadas máquinas para hacer fotocopias.

Están en juego dos aspectos: la constricción de la libertad ciudadana, por un lado, y la injustificable prevalencia otorgada por el Estado a una determinada empresa privada frente a otras, incluso independientemente de los costes, o lo que los autores de la nota a que aludíamos llamaban cautividad tecnológica. La cuestión tiene múltiples dimensiones y afecta a numerosos principios y derechos recogidos en la Constitución que nosotros no podemos abordar aquí, pero desde el punto de vista de nuestro análisis, en estas páginas hay una dimensión en la que queremos detenernos brevemente.

En sí mismos, considerados cada uno de esos aspectos, la limitación de la libertad ciudadana y la cautividad tecnológica, es criticable; pero su combinación tal como se puede producir en la Administración digital resulta especialmente perversa.

Las Administraciones han normalizado tradicionalmente los procedimientos y formatos de los documentos. Interminables modelos de formularios, sellos, papeles timbrados, han sido modos que, tanto por razones impositivas como por necesidades de racionalización, exigían a los ciudadanos someterse a determinados procesos homogeneizadores. Una parte de lo que hemos llamado burocracia y de su imagen tópica ha tenido que ver tradicionalmente también con eso.

Pero en la cuestión que nos ocupa hablamos del vehículo de la identidad digital, del modo de comunicarse y todo lo que eso conlleva en un mundo en red. La simple exigencia de usar un determinado navegador, lo que de hecho se podía dar bajo la denominación antigua de ‘estándares extendidos’ o bajo el actual uso generalizado, determina no sólo una dimensión económica, sino también modos configurar las identidades, que quedan en manos de entidades mercantiles. Sería una forma de burocracia internalizada en la que el ciudadano, más allá de los problemas concretos que pueda encontrar en cada caso a la hora de operar con la Administración, puede ser introducido en un universo que no ha elegido o que esos modos se introduzcan en el salón de su casa, en las formas mediante las que se relaciona en todos los ámbitos.

La burocracia podría entonces salir de los pasillos de los grandes edificios e introducirse de forma perversa en forma de navegadores o de ‘ventanas’, y contribuir a su manera a configurar las conciencias. Porque el usuario ciudadano que se ve obligado a adquirir un determinado equipo o a usar un determinado software se ve invadido por él más allá del acto puntual para el que se lo exigió la Administración. Programa y equipo terminarán por ser una prolongación de su personalidad, al menos en esa dimensión digital que la SI ha introducido, ya irreversiblemente, en nuestras vidas.

El viejo modelo de la burocracia como laberinto incontrolable y distante puede reaparecer incluso de un modo más agudo y de formas hasta ahora desconocidas. El medio, el vehículo, puede convertirse ahora de nuevo en fin, pero en un fin que puede amenazar otras dimensiones de la vida y no sólo a la hora de solicitar a través de estos medios la vida laboral, realizar la declaración de la renta, solicitar la prestación económica por hijo, consultar los puntos del carné de conducir, gestionar la prestación por desempleo, solicitar becas, etc.

Bibliografía

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Artículo extraído del nº 84 de la revista en papel Telos

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