I
Industrias culturales en clave postindustrial


Por Raúl Rodríguez Ferrándiz

Se repasa la evolución del concepto ‘industria cultural’, se alerta sobre los peligros de su dilución en fórmulas más brumosas y se apuntan nuevos retos para la investigación, teniendo en cuenta la dimensión actual de dicho concepto, que hace referencia a la explosión comunicativa y cultural de toda producción industrial convenientemente publicitada, así como al empoderamiento crítico y coproductivo del receptor.

Cumplido de largo el medio siglo de vida y alcanzada su consagración académica e institucional, actualmente el término ‘industria cultural’ precisa de una especie de sacudida epistemológica y crítica que lo libere de automatismos, sobre todo cuando otras etiquetas más equívocas –como ‘industrias creativas’ o ‘industrias del entretenimiento’– parecen querer imponerse.

De la estigmatización a la institucionalización

Al igual que la fórmula contemporánea y rival ‘cultura de masas’, la ‘industria cultural’ fue fruto de la decepción y el recelo, como conjuros que nombran lo que temen y todavía confían en poder neutralizarlo. Sin embargo, los nombres también tienen su propio destino, y quien los impone pierde el control sobre el mismo.

Con independencia del juicio que le mereciera, quien forjó el concepto ‘cultura de masas’ sin duda pretendía sorprender con la reunión de un término añejo junto a uno novedoso. Cierto es que, siendo las ‘masas’ un fenómeno relativamente nuevo, la tentación inmediata fue combinarlo con otros términos de las Ciencias Sociales y Humanas, con similares efectos ‘extrañadores’ o incluso perturbadores.

Antes de ‘cultura de masas’ se habían acuñado las fórmulas ‘soberanía de masas’, ‘producción de masas’, ‘entretenimiento de masas’, ‘ocio de masas’, ‘sociedad de masas’ y hasta ‘civilización de masas’. Pero la expresión ‘cultura de masas’ no era un caso más de la declinación de ‘masas’, sino que poseía un ingrediente añadido: debía provocar primero hilaridad y luego estupefacción, pero también inquietud; había algo en esas masas, por fuerza, refractario a la cultura.

Hoy ‘cultura’ se dice de muchas maneras, y muchas cosas –muchas más que hace tan sólo medio siglo– se representan mediante ese término. Quizá por eso nos cueste trabajo entenderlo, pero para una concepción restrictiva y exclusiva de la excelencia creadora e intelectual del término, es evidente que la expresión ‘cultura de masas’ era algo intrínsecamente contradictorio y hasta monstruoso: un verdadero oxímoron, que en griego quiere decir precisamente ‘locura aguda’. ‘Cultura de masas’ fue, en los tiempos de su acuñación, algo tal absurdo como podría ser ‘hípica azteca’, ‘oceanografía helvética’ o ‘aduaneros sin fronteras’, por poner ejemplos a cada cual más disparatados.

Términos excluyentes

‘Industria cultural’ posee de entrada un rasgo común con ‘cultura de masas’: también aquí encontramos la reunión de dos términos que parecen negarse mutuamente; es decir, otro oxímoron. Si las masas parecían refractarias a primera vista a la cultura en sentido estricto, también lo parece la industria, pues la cultura, cuya punta de lanza son las Bellas Artes y las ‘Bellas Letras’, se diría incompatible con la industrialización. Las musas inspiradoras o el genio creador casan mal con la producción en serie, planificada, con la división del trabajo y con la búsqueda del rendimiento económico y la ampliación de mercados. De manera que ‘industria cultural’ y ‘cultura de masas’ parecen dos maneras de referirse al mismo fenómeno, dos fórmulas que pretendían denunciar, más que disimular, la anomalía que contienen y que, en todo caso, se diferencian en que la primera pone el acento en la producción y la segunda en la recepción.

Pero los teóricos de Francfort se percataron de que el término ‘cultura de masas’ era tan insuficiente y equívoco como lo era el sustantivo ‘masas’ (Adorno, 1975, pp. 12-19; Morin & Adorno, 1967, pp. 9-10). Adorno justificó la acuñación de la etiqueta Kulturindustrie precisamente para evitar cualquier benevolencia con el fenómeno, cualquier flaqueza o tentación que no estaban del todo conjuradas con la denominación ‘cultura de masas’: por un lado, la única ‘base de masas’ de tal cultura era la suma ingente de receptores, necesitados al tiempo de desahogarse y de reponerse, sin arte ni parte en la confección de la cultura que les era administrada. Y por otra, el término ‘masa’ tenía la diabólica virtud de enmascarar el sistema de diferenciación y de jerarquización de colectivos en la sociedad industrial; es decir, la división de clases, que supone distribuciones no equitativas del poder y de los privilegios.

Ese proceso de disolución de los antagonismos de clase es todavía más efectivo en una sociedad de consumo que en un capitalismo exclusivamente de producción: los ‘estilos de vida’ son el eufemismo para la desigualdad.

Las jeremiadas de los de Francfort, tan lúcidas como sombrías (valga la contradicción), se debilitaron en el último cuarto del siglo XX, cuando se instaló en la crítica un cierto revisionismo de corte etnosociológico y semiótico en los Cultural Studies, en la economía de la comunicación y la cultura. En contra de lo que pensaban Adorno y Horkheimer, sí era cierto que la cultura había perdido su potencial crítico y se había hecho engranaje solidario o lubricante óptimo del mecanismo social; es decir, había asumido un carácter afirmativo que reforzaba y legitimaba las estrategias de la producción. Ello no suponía necesariamente que los consumidores de cultura aceptaran acríticamente las eventuales consignas; contra dichas estrategias productoras, las tácticas de ingeniárselas, que suponen revoluciones minúsculas, subversiones incruentas, lecturas aberrantes o resistencias a través de rituales. El consumo en general, y el de cultura de forma más eminente, eran el lugar de una genuina construcción de significado –o al menos de una re-apropiación para fines acaso no previstos y difícilmente anticipables–, y no de una mera epifanía de los significados dispuestos allí arteramente por el productor de cultura (Hall & Whannel, 1965; Hall, 2005; De Certeau, 1999; Fiske, 2001; Silverstone, 1996 y Millar, 1987).

Sin voluntad polémica

Por otra parte, el artista que ‘sucumbía’ a la mercantilización de su creación –y por lo tanto a satisfacer una demanda rentable– no era un monstruo que traficaba con su don, sino sencillamente alguien sometido a las constricciones y servidumbres de la vida en sociedad. No podemos escandalizarnos de que la promesa indefinida de una posteridad a costa de sacrificios sin cuento no sea subyugante, ni sentenciar que la creación en el mercado y para el mercado es, por fuerza, abominable y efímera. Ello no supone renunciar a la perspectiva crítica y proclamar que Anithing goes si el consumidor así lo bendice, sino desplazar el foco de interés del estudio sobre industrias culturales del polo filosófico-ético y estético al polo socioeconómico (Huet, 1978; Flichy, 1980; Miège, 1986 y Zallo, 1988).

Es decir, las industrias culturales devinieron un término descriptivo más que valorativo, incapaz ya de violentar ni el buen gusto ni el espíritu libertario. La sofocación de su voluntad polémica se lograba no desterrando el término y arrumbándolo en el desván de las antiguallas, sino precisamente haciendo de él una herramienta incluso más ajustada que el de ‘cultura de masas’. Mientras éste sugería una alternativa (fuera una cultura de élites o una cultura popular) que escaparía a la planificación de la todopoderosa industria del entretenimiento, aquél, en cambio, decretaba la naturaleza industrial de toda producción de cultura. Y ello incluía, por supuesto, no sólo la cultura con vocación masiva, sino también la de ‘élites’ e incluso la ‘popular’, fabricadas ambas para sus correspondientes nichos de mercado y envueltas en su celofán y su lazo dorado o en su rústica arpillera, según el caso.

Hasta la contracultura tendría su industria (contra)cultural, pues la subversión de los valores dominantes del mainstream no sería más que otra casilla, la última pero quizá la más trascendental, aquélla que puede legitimar a todas las demás, la secreta coartada del encasillamiento mismo, que se pone un límite ficticio, una frontera ilusoria que en realidad prevé, abarca y domestica. Es decir, el devenir de la cultura parecía dar irónicamente la razón a Adorno y a Horkheimer: las industrias culturales son un instrumento de la voluntad totalizadora del sistema. ¿Y qué?

Un escaparate atemporal

Por otro lado, la postura sumamente crítica de los intelectuales ante el auge de la cultura industrial (Carey, 1992; Carroll, 2002) se fue agotando una vez comprobada la irreversibilidad del proceso de deslegitimación de su magisterio y de sus patrones de gusto (Bauman, 1997). Y con la proliferación de los púlpitos desde donde pontificar sobre la cultura, se llegó a la relativización de todo juicio y a su irrelevancia final, panorama anárquico ante el que todavía le fue más fácil al mercado devenir en único árbitro.

Además, las industrias culturales consumaron la indistinción de los productos propiamente culturales y los comunicativos, en un continuum en el que se vuelve crecientemente fungible y efímera la vida de los monumentos culturales de otrora, episódicamente resucitados y vueltos a enterrar al compás de modas culturales y en el que la comunicación de actualidad, los formatos y contenidos de ocasión pueden conectar de alguna manera con un público que los consagra casi como atemporales, perpetuándolos en los catálogos.

El presentismo que recorre la cultura y la comunicación revuelve la información en un escaparate de proporciones inmensas, mezcla la ‘crónica’ con la ficción o la ‘creación’, pero también a los clásicos con los modernos, a los universales con los locales, a los generalistas con los especialistas (Ortiz, 1997; Sodré, 1998; Warnier, 2002; Yúdice, 2002; Bustamante, 2003; Aparici & Marí 2003) y, desde luego, a los titulares de medios tradicionalmente diferenciados, que se funden en conglomerados multimediales (Quirós & Sierra, 2001; Díaz Nosty, 2001; Gámir Orueta, 2005; Miège, 2006; Segovia & Quirós 2006) y a las tecnologías respectivas, que convergen en la era de la digitalización y de las redes telemáticas (Miège, 2000; Bustamante, 2002, 2003 y 2004).

Cobertura total

Ese revuelto es el líquido amniótico de la cultura actual, donde sin duda algo nuevo se mueve. Las industrias culturales en su fase posindustrial apuntan rasgos de todo posindustrialismo, aunque adaptados a ese objeto proteico que es la cultura. Por un lado, las políticas de la multiculturalidad, que reivindican cuotas de visibilidad y de poder, se oponen al fantasma que recorre el mundo –la globalización–, que a menudo se nutre de ellas para sus fines: no se trata tanto de que esas ‘racionalidades locales’ tomen la palabra (Vattimo, 1994, p. 84), sino de que una industria cultural pantagruélica, necesitada de tramas, sensibilidades y personajes novedosos, les da calurosa venia siempre que no muerdan más que simuladamente la mano que las alimenta. Es decir, la industria cultural tardocapitalista ha mostrado una excepcional capacidad para absorber y rentabilizar lo que permanecía en los márgenes (‘músicas del mundo’, cines de otras latitudes, ajenos hasta hace poco a la dinámica del mercado y la difusión masivas) y para mimar, maquillar y explotar su diferencia ( 1). Por otro lado, las antiguas angustias (y esperanzas) de un fordismo o un taylorismo cultural se metamorfosean ahora en angustias (y esperanzas) biotecnológicas: la ‘clonación’ cultural o la ‘reprocultura’, los ‘memes’ informativos culturales como unidades de contagio entre sujetos, lo vírico o lo viral como modelo que pretende explicar el fenómeno de la moda, del éxito, de la circulación de los mensajes (Achille, 1997; Dawkins, 2000; Sloterdijk, 2003).

Y finalmente asistimos a la ambivalencia desconcertante del alcance inusitado, la intrusión incluso de la producción cultural en nuestras vidas, capaz de colonizar hasta el más recóndito espacio o el más extemporáneo momento que podamos imaginar, y al tiempo el inaudito ‘empoderamiento’ crítico y creativo del consumidor de cultura, que ya no es sólo consumidor en el sentido devorador o entrópico –como quien ramonea apática e indiscriminadamente el pasto cultural que le sirven delante de sus narices (televisivas)–, sino que curiosea, investiga, prueba, compara, recomienda o desaconseja, todo ello al alcance de un clic.

¿Cómo caracterizar las industrias culturales en una era que es ya posindustrial? Esto lleva aparejado cambios de perspectiva, de metodologías de investigación y hasta de objetos de estudio, que vamos a intentar clarificar.

De cultura industrializada a industria culturalizada

En escritos de Adorno ya desde finales de los años veinte se va fraguando una imagen fordista de la producción de la cultura: sus trabajos sobre la fonografía industrial, el jazz, la música radiada o el cine pergeñan una industria cultural cuyo rasgo fundamental es la estandarización (Adorno, 1976 y 2002; Gendron, 1986; Cook, 1996). Es decir, la industria cultural puede ser llamada así porque en esencia aplica a los productos del espíritu, a los bienes simbólicos, la misma dinámica de concepción, fabricación, distribución y comercialización, los mismos principios económicos de mercado (la inversión de capitales, la reproducción mecánica, la división del trabajo) y las mismas rutinas productivas (la minimización de costes mediante el empleo de patrones o estándares constituidos por un armazón de invariantes y un número limitado pero generoso de partes intercambiables) que a otros bienes de la industria capitalista. Para preservar una diferencia específica con éstos, en realidad ilusoria, fraudulenta, la industria cultural emplearía, al decir de Adorno, la estrategia de la ‘pseudoindividualización’: destilar en cada producto cultural concreto la ilusión de una impronta original, personalizarlo, concebirlo como emanación del ser más íntimo e inimitable de su autor.

Es decir, mientras la industria en general no escondía las tácticas de estandarización (diríamos más bien que incluso hacía gala de ellas), en el caso de la industria cultural estas tácticas se disimulaban bajo el aura de la obra personal, inspirada, del logro artístico, de la inmediación o espontaneidad tanto de la creación feliz de un autor como del sentimiento del goce de la fruición de un espectador en misteriosa armonía. El producto cultural se reproducía, difundía, publicitaba, distribuía, comercializaba como los de cualquier otra industria de bienes y servicios, pero parecía quedar en el origen un reducto inexpugnable de la individualidad, a salvo de las acometidas de la estandarización: como los ángeles aquinatas, cada espécimen cultural pretendía ser el individuo que agotaba su especie, el vaciado de un molde definitivamente roto tras su primer uso. Para Adorno, esa individualidad creativa que el patrón de la industria cultural promueve, mima y publicita, no sólo es espuria, sino que está en sí misma no menos estandarizada; de ahí el énfasis cansino en lo personal, genuino, novedoso u original.

Pero bien pensado, esa pseudo-individualización es lo que hace ahora (acaso desde hace ya mucho tiempo) toda la industria de bienes y servicios, no sólo la industria cultural. Es decir, en cierto modo es la industria cultural la que ha enseñado al resto de las ramas industriales a (pseudo)individualizarse para ganar competitividad, diferenciación y sobreprecio por los valores añadidos al producto. La cultura podrá haberse industrializado, pero no es menos cierto que en este proceso también la industria se ha ‘culturalizado’ de alguna manera, si por tal entendemos que los productos y las marcas que los recubren deben convertirse en encarnaciones del deseo que se elevan, digamos, sobre el pedestre mundo de las meras necesidades que a todos igualan, y en tanto tales son capaces de vestir tantos disfraces y encarnar tantos papeles como los del propio deseo. En otras palabras, los productos y servicios reputados de utilitarios fungen también como bienes sobre todo simbólicos y se aproximan a esos otros bienes reputados de simbólicos sin aditivos, pero a su vez también industrializados, como son los bienes culturales.

La construcción del sentido de los productos culturales

Este proceso de construcción del sentido de los productos no se limita a un dispositivo publicitario que vendría a otorgárselo al final de la cadena de montaje. Mucho antes, desde las propias rutinas productivas, rodeando la actividad toda de planificación, diseño y fabricación, ¿no parece evidente que toda producción industrial ha adquirido una dimensión innegablemente comunicativa, según la cual la acción comunicativa de la empresa y en la empresa tiene más peso que el producto hecho y puesto en el mundo? El papel de la comunicación ha crecido tanto en el seno de la empresa que produce, como ante la sociedad entre la que se encuentran, sus accionistas y sus clientes. Es decir, las industrias culturales, en su dimensión ‘espectacular’, han contagiado el papel de la acción comunicativa (y no sólo y no tanto la producción en sí) al resto de la industria, de manera que: 1) en el seno del trabajo asalariado adquieren un valor desconocido las aptitudes comunicativas (el trabajo ya no es una actividad silenciosa –¡silencio, se trabaja!– sino cooperativa, y se valora la ductilidad, la informalidad y los reflejos ante lo imprevisto; el ‘virtuosismo’ comunicativo en suma, y 2) más en general, la producción de comunicación se ha convertido en la industria esencial, en la auténtica ‘industria de los medios de producción’; es decir, las industrias culturales hoy son los equivalentes a las fábricas de maquinaria para otras fábricas de la era fordista, con la diferencia de que ya no son industrias pesadas, sino industrias extraordinariamente ligeras y versátiles.

La industria cultural crea, experimenta e innova los mecanismos comunicativos que son destinados después a funcionar como medios de producción aun en los sectores más tradicionales de la economía contemporánea (Virno, 2003, pp. 56-62) ( 2).

La publicidad como industria cultural total

Si esto es así, si asistimos desde hace ya décadas al giro comunicativo de las prácticas de la producción industrial, si esa comunicación cada vez más invasiva atañe por igual al producto utilitario y al producto simbólico –ambos arrastrados por las mismas urgencias de visibilidad y notoriedad–, y si a esa comunicación especializada en comunicar productos convenimos en llamarla ‘publicidad’, entonces resulta extrañísimo que los estudios sobre industrias culturales la hayan preterido sistemáticamente.

En efecto, dichos estudios, en particular los de economía política de la comunicación y la cultura, aunque también los de sociología de la cultura, antropología social y cultural, semiótica o los Cultural Studies, han obviado casi completamente cualquier referencia a una industria cultural publicitaria. Por lo general, practican un análisis sectorial que distingue, por ejemplo, las industrias editorial, discográfica, cinematográfica, televisiva, radiofónica, de la prensa, y desde hace poco de los videojuegos y las creaciones multimedia; también son frecuentes los estudios transversales a esos sectores, como por ejemplo el impacto reciente de la digitalización y las nuevas tecnologías telemáticas, o los problemas candentes –vinculados a estas últimas– de los derechos de propiedad intelectual, o bien la concentración empresarial que ha deparado grandes conglomerados multimedia (Rouet, 1989; Bustamante, 2002, 2003 y 2007; García Canclini & Moneta, 1999; Vogel, 2001; Towse, 1997 y 2003).

Sin embargo, casi nunca se dedica un epígrafe específico a la publicidad como producto: a) gráfico, sonoro, audiovisual o multimedia; b) elaborado por industrias especializadas que dan trabajo a creadores y técnicos; c) distribuido masivamente y, debido a su elevada obsolescencia, sometido a incesante renovación, y d) con influencia sobre los valores socialmente vigentes, que son al fin y cabo los rasgos más comúnmente asociados a la etiqueta ‘industria cultural’ (Zallo, 1988, p. 9; Lacroix & Tremblay, 1997, pp. 41-45; Bustamante, 2003, p. 21).

El ocio frente al negocio

La declinación del término ‘industrias culturales’, que a menudo se vierte últimamente como ‘industria de la cultura y del entretenimiento’, o su variante, ‘industria de la cultura y del ocio’ o bien ‘industrias creativas’ (Vogel, 2001; Caves, 2000; Blythe, 2001; Roberts, 2004), no corrige completamente la omisión de la publicidad, que sigue siendo generalizada aunque con alguna excepción (García Gracia et al. y otros, 2000, 2001 y 2003; Hesmondhalgh, 2007), sino que más bien permite explicarla mejor. Cultura, como ocio o entretenimiento, parece asociada a creaciones, contenidos o actividades simbólicas que tienen un fin en sí mismos, es decir, a una especie de alimento del espíritu o de recreación (Hirsch, 1972, pp. 641-642), mientras que la publicidad, o bien es asimilada a información –y ése es un tic de la economía clásica– o bien es juzgada como mensaje que declaradamente apunta más allá, a un producto o servicio cuya compra o contratación debe promover: el ocio frente al negocio ( 3).

En cierto modo, la publicidad parece concebirse así como ‘lo otro’ que se opone al consumo cultural, lo que recorta y lo perfila por contraste: la sesión cinematográfica frente a los spots que la preceden y que alargan la espera; la teleserie y el telefilme frente a los bloques publicitarios que los interrumpen fastidiosamente; la radio-fórmula que pincha los éxitos musicales del momento o del pasado frente a las cuñas publicitarias entre canción y canción que las enmarcan y las pautan. Y esto es así, entre otras cosas, porque el producto está en venta, mientras que la publicidad no lo está. La publicidad es gratis para los públicos de los productos que publicita; es el resultado de una actividad económica consumada previamente; sus clientes son clientes especializados, entre los que se encuentran los productores y los programadores culturales, pero no los públicos de los productos culturales. Esa perspectiva estrechamente mercantil es paradójica: se desestima la dimensión industrial-cultural de la publicidad, sin negar en el fondo que sea una industria y que sea cultural. Lo que sucede es que los clientes de su faz industrial y mercantil no son los mismos que los consumidores de su faz cultural, como si una no amortizara la otra, como si la dimensión cultural fuera un efecto colateral del efecto genuino, la promoción de las ventas. Como si, en fin, el éxito o fracaso de su dimensión cultural no fuera la cifra de su éxito o fracaso industrial y económico ( 4).

Un objeto de investigación olvidado

Pero omitir la publicidad del catálogo de intereses de la investigación sobre las industrias culturales parece más que nunca inapropiado. Por un lado, cada vez es más evidente que se ha difuminado la frontera entre el producto cultural en sí y la publicidad que de él se hace. En efecto, la publicidad es constitutivamente homogénea, homosustancial con respecto a los productos culturales. Frente a otros bienes de consumo, los productos culturales circulan por los mismos canales, están hechos de la misma sustancia (palabras, imágenes, voces, músicas) que la publicidad que los promociona ( 5). Las series de televisión se anuncian en televisión, el disco superventas se promociona en la misma radio que lo pincha, la película de cine se exhibe en la sala donde proyectan su avance, además del efecto combinado de los cruces, donde la televisión actúa desde luego de ‘metamedio’ industrial-cultural. ¿Qué son el promo, el clip, el tráiler? No son sólo spots del sector cultural, sino también verdaderos géneros cultural-publicitarios. De ahí el estatuto ambivalente que escandalizó tanto a los francfortianos de toda producción cultural (Horkheimer & Adorno, 1994, pp. 206-207). Los productos culturales llevan su publicidad ínsita, se autoprescriben enfáticamente y, a la vez, la publicidad de los productos culturales nos los da de alguna manera resumida o trivializada. La externalidad de un dispositivo publicitario que tendría como objeto un producto cultural previo, exento, cerrado, es sumamente confusa, ambigua y frágil ( 6).

Pero, por otro lado, si la publicidad lo es también de productos que no son en línea de principio productos culturales, ¿no es la publicidad, in genere, la traducción o versión o manifestación cultural de toda producción? ¿Acaso no es el spot la película de la mercancía, el jingle la canción de la mercancía, el anuncio en prensa el cuadro o la fotografía (¿artística?) de la mercancía? ¿No es, si queremos, la publicidad la industria cultural total, la que otorga al repertorio de los bienes y servicios, de los consumos y los usos un espesor cultural?

El receptor “empoderado”

Con mucha perspicacia, Walter Benjamin (1973, pp. 15-57) estableció un punto de inflexión no tanto entre artes –digamos– quirográficas y artes tecnográficas, como entre artes cuyo fin era la producción de un original y artes en las que la noción de original decae en favor de una multiplicidad de ‘ejemplares’ que salen al encuentro del público, no tanto con vocación ecuménica cuanto económica, bien entendido. El quid de la cuestión está en el avance y refinamiento de las tecnologías y las destrezas de la reproducción y de la difusión –todas las técnicas reprográficas en sentido amplio, desde la imprenta a la impresora láser, fotográficas, fonográficas, la radio, el cine, la televisión, el vídeo, Internet– que parecen deparar una convergencia o solapamiento con las destrezas y las tecnologías productivas.

Paradójicamente, la reproducción precede a la producción, es su causa final: se produce algo con el objetivo de ver cómo quedará una vez reproducido y atendiendo siempre a los requerimientos de los aparatos, los soportes, los formatos reproductores, con perfecta conciencia de que, de lo que se produce, sólo cuenta lo que pasará a reproducirse (el ‘reproducto’, llamémosle así): los negativos que serán positivados y ampliados, las tomas de la película que se convertirán en planos efectivos de la misma, los acordes y las ejecuciones vocales grabados que constituirán el track correspondiente del disco compacto.

Por otro lado, las mismas técnicas de reproducción suponen no sólo una selección o recorte meditado y medido de la totalidad de lo situado ante la cámara o ante el micrófono, sino también un arsenal de recursos expresivos que alteran (estilizando, hiperrealizando, dramatizando, caricaturizando, limpiando, ecualizando, sintetizando, ‘sampleando’) lo producido como carrete fotográfico, bobina cinematográfica, cinta magnetofónica o archivo digital.

Ahora bien, entre Benjamin y nosotros se ha producido una mutación cualitativa. Ahora no se trata solamente de la confusión entre la producción y la reproducción, sino también la de ambas con la propia recepción. El aficionado a la música ya no sólo reproduce cuantas veces quiera las piezas del producto que adquirió, sino que también selecciona sus tracks preferidos, los renombra y compila a su gusto, produciendo un conjunto de piezas inédito; incluso las puede editar, ‘samplear’, es decir, posproduce el producto para hacer una grabación personalizada, a medida, incluso incorporando su propia voz (a modo de un karaoke) o sus propios arreglos instrumentales; el aficionado a la pintura captura en la Red o escanea una reproducción impresa y la retoca a su gusto, apropiándosela; y de igual manera puede proceder el aficionado a la fotografía que recurre a fotos ajenas o a un banco de imágenes y aplica sobre ese material tecnologías infográficas; el cinéfilo y videoaficionado no sólo reproducen películas y graban vídeos domésticos o DVD, sino que editan, sonorizan, introducen carteles o subtítulos, efectos visuales, confeccionan sus propios tráilers, compilan antologías de escenas preferidas (por directores, por actores, por géneros, por asuntos); el lector de libros electrónicos o, en general, de textos literarios en soporte digital, muestra una tendencia irrefrenable hacia la interpolación, la glosa y la crítica de esos textos que adjunta a los originales, ampliándolos y haciéndolos proliferar, y ello no sólo mediante citas de otros textos –precursores, deudores, apologistas, contradictores– que invita a cotejar con el texto en cuestión objeto de su desvelo, sino también por medio de aportaciones propias que teje y que ofrece a su vez al tejido de otros, pues la herramienta informática consiste precisamente en facilitar esa labor hipertextual; y los bloggers, ápices de toda esta babel electrónica, compaginan todas las destrezas multimediales antedichas y multiplican su circulación. Hasta el telespectador, ejemplo en tiempos de la desidia casi catatónica ante el estímulo catódico, diseña su propio pasto televisivo en tanto zapper, de manera que no hay dos veladas televisivas rigurosamente idénticas para dos conciudadanos ni convecinos, ni siquiera para quienes comparten vivienda, incluso: producto, ‘reproducto’ y finalmente, ¿coproducto?, ¿posproducto?, ¿transproducto? (producto no sólo en tránsito, sino rehaciéndose mientras transita y porque transita).

Tiempo de reconstrucción

La producción detecta y favorece este prurito de intervención: a partir de una materia ya elaborada pero no terminada, abierta, se alcanza a un público heterogéneo, que obtiene una fruición esencial no en tanto mero contemplador, sino confeccionador que concluye (provisionalmente, siempre con la posibilidad de recuperar el estado inicial y optar por otra reconstrucción distinta) lo que le ha sido presentado al tiempo como figura y con posibilidad de configuración, como piezas acabadas y como manual de instrucciones para construir a partir de ellas algo inédito o, al menos, indeterminado, previsto pero no actualizado.

El consumidor de cultura se apropia de la obra no simplemente comprándola en una especie de lote cerrado –esencialmente idéntico al de otros muchos compradores–, sino concluyéndola, en una apropiación –por tanto– no sólo mercantil que presupone (y es parte del negocio) acceder a similares instrumentos de producción de los que disponen los emisores. Aquello de la ‘obra abierta’ no es sólo apertura interpretativa (mental, por tanto), sino también participación física, intervención; desde las instalaciones y el videoarte interactivo hasta las tecnologías del entretenimiento popularizadas (el karaoke, los videojuegos, la realidad virtual) y en general todas las experiencias culturales en las que interviene el digitalismo, la computerización dotada de interactividad y de interfaces avanzadas. Si añadimos la conexión en red, esa apertura se multiplica exponencialmente, y todavía es más evidente: a) que toda recepción y todo consumo se vuelven de alguna manera productivos, creativos; b) que esos productos, sin embargo, no son de una vez por todas, es decir, no se congelan o acrisolan en una forma estable que permita su comercialización (y el fetichismo de la mercancía consecuente), sino que circulan en incontables versiones, y c) que, en fin, el acrecentamiento de la propiedad cultural del otro no mengua ni amenaza la propia, sino que la refuerza en intercambios cooperativos (las licencias creative commons y los copy–lefts, los protocolos P2P de intercambio de archivos y la circulación de software libre). Ni creación (y fruición) ni producción (y consumo), sino co-producción, con-fección; por ambas partes.

El gesto de la elección

Pero no se trata sólo de matar al autor en el sentido fuerte y que sea llegada la hora del lector, del espectador o del oyente, que asumen en parte su papel. Se diría que la idea de creación no designa ya el acto positivo de imposición de un nuevo orden, sino más bien el gesto negativo de la elección, con todo lo que supone de limitación de posibilidades, de privilegio de una opción sobre las otras. Es como si nadie asumiera la responsabilidad de tomar resueltamente, en el jardín desconocido, uno de los senderos que se bifurcan –por recordar el cuento borgiano– y todos quisieran poder recorrer narrativamente todas las alternativas. Que esa perspectiva pueda ser tan estimulante (por una especie de narcisismo autoral que recae en el destinatario, ‘empoderado’ creativamente) como, en ciertos aspectos, también frustrante (pues sin destino irreversible se hacen imposibles tanto la identificación como la catarsis, y la copresencia constante de las alternativas resta credibilidad al relato y limita más –paradójicamente– lo que podemos esperar de él), es algo que no podemos abordar ahora.

Es posible, además, que ese consumidor participante que por un lado se estimula, indaga, tantea, crea y comparte, por otro puede en cierto modo llegar a enorgullecerse de su propia trivialidad, sin conciencia clara de lo que debe y de lo que deja en herencia, impulsado por un presentismo que confunde la Red, en cada instante de su acceso, con los límites de lo cognoscible, lo inteligible y también lo usable, en tanto bricoleur ( 7).

La distancia crítica en crisis

Entre los ensayistas más críticos, las industrias culturales han pasado del diagnóstico de enfermedad aguda al de enfermedad crónica, lo cual implica pasar de la intervención terapéutica urgente, de la militancia activa, al escepticismo o al nihilismo. Apuntemos de paso que muchos críticos culturales siguen acercándose a las turbias aguas de la cultura de masas no para darse un baño, sino para calibrar su grado de contaminación y sorprenderse una vez más de cómo hozan y gozan en ella los salvajes culturales. Actitud que no suele deparar ninguna ética ni ninguna pedagogía, sino más bien un ejercicio de estilo con ribetes de sadismo aristocrático (Rodríguez Ferrándiz, 2001).

En el ensayismo apologético hemos atravesado varias etapas: el impulso por la democratización de la cultura de la década de 1950, la dinamización de esa democracia cultural en los sesenta (mediante el privilegio otorgado a la actividad artística de todos frente a la excelencia creativa de unos pocos), la obsesión por el desarrollo cultural de los setenta y ochenta (transposición al campo de la cultura de ese desarrollismo presente en otras categorías de lo económico y lo social, con la brega final para posibilitar que fuera sostenible) y la noción de identidad cultural como fuente de legitimidad política para cualquier comunidad, garante a la vez de su pervivencia y de su cambio, propia de los noventa. Y ahora la noción de diversidad cultural y las medidas tendentes a asegurar su salvaguarda, como en zoología o en botánica se busca preservar la biodiversidad (Vidal Beneyto, 2004).

Se trata de que la globalización, que arramblaría con los matices y las diferencias en pos de la maximización del beneficio y la concentración empresarial, con las consecuencias de uniformidad y extinción de ciertas especies culturales poco aptas para la selva global, sea frenada e incluso revertida por políticas de la excepción cultural, un especie de declaración de ‘especie (cultural) protegida’ (Frau-Meigs, 2004; Prieto de Pedro, 2005). Pero también se trata, en aparente contradicción, de desvelar las insidias de una globalización que, en cualquier caso, tampoco garantizaría el acceso global de eso que globaliza –sea cual fuere su calidad o su sensibilidad a la diversidad– y que mantiene, de otra manera, formas de exclusión cultural.

En cualquier caso, parece escasamente productivo seguir insistiendo en el malogro de la cultura y en la necesidad de refundarla anclándola en unas presuntas raíces infalsificables: las artes. Como si al compás de la ‘elefantiasis’ de la cultura no se hubiera producido también la de las artes, puntas de lanza, quintaesencia de aquélla. Como si la explosión de la cultura a un equipamiento antropológico ‘de serie’ no hubiera ido acompañada de la promoción de unas artes ‘utilitarias’ (el diseño, la comunicación audiovisual, la publicidad, la infografía) de unas artes ‘artesanales’ (las antiguas artes menores) y hasta unas ‘artes de hacer’, como quería Michel de Certeau –el consumo, la lectura, las artes de la memoria y la ocasión, las propias relaciones interpersonales y la negociación, el desenvolverse en el espacio que se habita y que se recorre, la gastronomía– (De Certeau , 1999).

Conclusiones

Son cuatro, en definitiva, las propuestas tendentes a revisar el marco de investigación sobre las industrias culturales, que evidencian las mutaciones acaecidas en su fase posindustrial y que atañen a las instancias básicas de la producción, la difusión, la recepción y la intermediación crítica.

Sobre la producción

Estudiar la producción de cultura, evitando dar curso a la asunción –implícita pero omnipresente– de que la cultura es, a fin de cuentas, aquello que no sirve para nada; entiéndase bien: aquello a partir de cuya recepción y disfrute se supone que no hemos de hacer nada al respecto (un fin en sí mismo, que se mueve entre el goce de la alta cultura y el entretenimiento o la diversión en su perfil más lowbrow); aquello que cierra de alguna manera la cadena de valor con una especie de consumo cuya gratificación es sumamente intangible, privada y de insondables efectos.

Ese cordón sanitario en torno a la cultura es pernicioso porque abona los argumentos que permiten de hecho, dialécticamente, disolverla en un magma experiencial donde impone su ley el libre mercado, escudándose en una nueva economía creativa y en la subjetividad inconfiscable del receptor (Garnham, 2005). La cultura industrial es también cultura material o cultura textual, y ello con independencia de que sea un bien físico, tangible, que se posee, o un flujo que se recibe o al que se accede, y que sin duda sirven para algo. La ‘escasa funcionalidad’ del producto cultural, uno de sus rasgos generalmente reconocidos, parece demasiado expeditiva y precisa de una severa revisión, como no se cansan de mostrar los estudios de sociología y semiótica del consumo (Ewen, 1977; Miller, 1987 y 1995; Storey, 1999; Marinas, 2001; Barman, 2001, pp. 161-175; Fabris, 2003; Minestroni, 2006).

En cuanto a la difusión

Estudiar específicamente los modos en que la cultura se publicita, en especial esos formatos cultural-publicitarios que podrían ser el promo, el tráiler, el clip. Hemos hablado de una continuidad, a menudo sin solución explícita, entre el producto cultural y su publicidad, pues se trata, si queremos, de entidades homosustanciales, homomatéricas, que circulan además por los mismos canales. Más allá: parece evidente que los productos culturales están más cerca de la publicidad (de ellos mismos en primera instancia, de la publicidad como discurso en general también, que incluye por supuesto productos y servicios de otros sectores) que de otros productos industriales. Esa continuidad promueve la confusión, sin duda, pero también puede entenderse como complementariedad: la industria cultural vende productos que se autoprescriben; la publicidad prescribe productos, pero es ella misma consumida como producto –cultural– en sí. Revertir pues el enunciado también: estudiar los spots de producto y servicio no cultural, digamos, como si de promos, tráilers o clips se tratara; es decir, como si no se refirieran principalmente a perfumes, automóviles o vaqueros, sino como si fueran los avances de historias, tramas, situaciones que los incluyen pero los trascienden.

Sobre la recepción

Más aún: investigar la sorprendente contigüidad, solapamiento y hasta confusión del acto del consumo y el del disfrute cultural. Por un lado, las ocasiones del consumo se multiplican: los horarios de apertura extendidos y las aperturas de los días festivos, las máquinas expendedoras y las tiendas automáticas, las teletiendas y las ventas por catálogo, la proliferación de comercios o de puntos de venta en sitios insospechados, incluyendo los sitios electrónicos,… Por otro, todo momento y lugar devienen fácilmente escenario, auditorio o sala de lectura –es decir, se ha acabado en gran medida con la ritualidad asociada a la fruición cultural– y además todo es susceptible de ser enmarcado, provisionalmente al menos, y presentado como degustable: la audición musical personalizada acompaña al usuario del metro o al viandante; la cámara de fotos o la de vídeo, ubicuas desde que se han vuelto accesorios habituales del teléfono móvil, encuadran porciones del mundo, arrebatándoselas a la contingencia y al devenir; la pantalla de cualquier ordenador conectado a Internet se convierte en biblioteca inagotable, más laberíntica que en las imaginaciones de Borges o de Eco, o bien en sala museal inacabable, como anticipó Malraux. Nos preguntamos entonces si eso de lo que predicamos que es cotidiano, ubicuo y accesible no estará compuesto en esencia de los mismos fenómenos, si no serán las dos caras de la misma moneda: la consumibilidad de la experiencia estética y la estetización fruitiva de los bienes de consumo. Pero es necesaria una ‘estética de la recepción estratégica’, por decirlo de algún modo, que no por estratégica deje de ser estética ni al revés, pues quizá lo más característico de la recepción común en la era posindustrial sea el no renunciar ni al deleite (que es el requerimiento de la crítica experta) ni al cálculo (como pretende en exclusiva el mercado), ni a la contemplación (que es la actitud prescrita por la estética idealista para el espectador), ni a la intervención o la participación (por las que el consumidor/usuario deviene actor y autor).

Respecto a la intermediación crítica

Alentar una crítica cultural alejada de los maximalismos, más pedagógica que elegíaca (la musa prostituida) o panegírica (el éxito es la medida del mérito y el valor). Esa regeneración de la crítica parece sumamente complicada, pues se diría que no es posible hallar un equilibrio. Hemos pasado de la crítica moderna al mercado en nombre de la autenticidad a la crítica posmoderna a la autenticidad en nombre del mercado. Para que la diversidad no sea una cuestión de cuotas reivindicadas en tanto tales –y en absoluto ajenas a la rentabilidad–, para poder fundarla todavía en un juicio de gusto que admita y convalide jerarquías de calidad y no campe a sus anchas el relativismo (Sebreli, 1992), para que lo nuevo en la cultura no sea interesadamente confundido con lo diferente, sino con lo diferente y a la vez valioso (Groys, 2005), es necesario reivindicar la figura de la crítica cultural, tan desprestigiada por el acoso de otras instancias y también por méritos propios. Una crítica cultural por lo menos de intérpretes solventes, no de legisladores a la antigua usanza (Barman, 1997).

Bibliografía

Abril, G. (2003). Presunciones II. Salamanca: Junta de Castilla y León.

Achille, Y. (1997). Marchandisation des industries culturelles et développement d’une ‘reproculture. Sciences de la Société, 40, 195-206.

Adorno, Th. W. (1975). Culture Industry Reconsidered. New German Critique, 6, 12-19.

—– (2002). Essays on Music. Berkeley: University of California Press.

Adorno, Th. W. & Eisler, H. (1976). El cine y la música. Madrid: Fundamentos.

Aparici, R. & Marí, V. M. (Eds.) (2003). Cultura Popular, Industrias Culturales y Ciberespacio. Madrid: UNED.

Bauman, Z. (1997). Legisladores e intérpretes. Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.

—– (2001). La posmodernidad y sus descontentos. Madrid: Akal.

Benjamín, W. (1973). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Discursos interrumpidos I, (pp. 15-57). Madrid: Taurus.

Blythe, M. (2001). The Work of Art in the Age of Digital Reproduction: The Significance of Creative Industries. International Journal of Art & Design Education, (20)2, 144-150.

Brea, J. L. (2007). Cultura_RAM. Mutaciones de la cultura en la era de su distribución electrónica. Barcelona: Gedisa.

Bustamante, E. (Coord.) (2002). Comunicación y cultura en la era digital. Barcelona: Gedisa.

—– (Coord.) (2003). Hacia un nuevo sistema mundial de comunicación. Barcelona: Gedisa.

—– (2004). Cultural Industries in the Digital Age: some provisional conclusions. Media, Culture and Society, (26)6, 803-820.

—– (Coord.) (2007). Cultura y comunicación para el siglo XXI. Diagnóstico y políticas públicas. La Laguna: Ideco.

Carey, J. (1992). The Intellectuals and the Masses: Pride and Prejudice among the Literary Intelligentsia (1880-1939). Londres: Faber & Faber.

Carroll, N. (2002). Una filosofía del arte de masas. Madrid: Visor.

Caves, R. (2000). Creative Industries. Contracts Between Art and Commerce. Cambridge: Harvard University Press.

De Certeau, M. (1999). La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana.

Cook, D. (1996). The Culture Industry Revisited. Theodor W. Adorno on Mass Culture. Lanham: Rowan & Littelfield.

Cortina, A. (2002). Por una ética del consumo. Madrid: Taurus.

Dawkins, R. (2000). El gen egoísta. Barcelona: Salvat.

Díaz Nosty, B. (2002). El estado de los medios 2001 [en línea]. Disponible en: http://www.infoamerica.org

Ewen, S. (1976). Captains of Consciousness: Advertising and the Social Roots of the Consumer Society. Nueva York: McGraw-Hill.

Fabris, G. (2003). Il nuovo consumatore: verso il postmoderno. Milán: FrancoAngeli.

Fiske, J. (2001). Understanding Popular Culture. Londres; Nueva York: Routledge.

Flichy, P. (1980). Les Industries de l’imaginaire. Grenoble: Presses Universitaires de Grenoble.

Frau-Meigs, D. (2004). Excepción cultural, políticas nacionales y mundialización: factores de democratización y de promoción de lo contemporáneo. Quaderns del CAC, 14: Globalización, industria audiovisual y diversidad cultural, 3-17.

Gámir Orueta, A. (2005). La industria cultural y los grupos multimedia en España: estructura y pautas de distribución territorial. Anales de Geografía de la Universidad Complutense, 25, 179-202.

García Canclini, N. (1990). Culturas híbridas. México: Grijalbo.

—– (1995). El consumo sirve para pensar. En N. García Canclini, Ciudadanos y consumidores: conflictos multiculturales de la globalización, (pp. 57-71). México: Grijalbo.

García Canclini, N. & Moneta, C. (Coords.). (1999). Las industrias culturales en la integración latinoamericana. Buenos Aires: Eudeba.

García Gracia, Mª. I., Fernández Fernández & Zofío Prieto, J. L. (2000). La Industria de la Cultura y el Ocio en España y su aportación al PIB. Madrid: SGAE; Fundación Autor.

—– (2001). La evolución de la industria de la cultura y el ocio en España por Comunidades Autónomas. Madrid: Datautor.

García Gracia, Mª. I. & Zofío Prieto, J. L. (2003). La dimensión sectorial de la industria de la Cultura y el Ocio en España (1993-1997). Madrid: Datautor.

Garnham, N. (2005). From cultural to creative industries: an analysis of the implications of the ‘creative industries’ approach to arts and media policy making in the United Kingdom. International Journal of Culture Policy, (11)1, 15-30.

Gendron, B. (1986). Theodor Adorno Meets the Cadillacs. En T. Modleski (Ed.), Studies in Entertainment, (pp. 18-36). Bloomington: Indiana University Press.

Groys, B. (2005). Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural. Valencia: Pre-textos.

Halls, S. (2004). Codificación y descodificación en el discurso televisivo. Cuadernos de Información y Comunicación, 9, 215-236.

Halls, S. & Whannel, P. (1965). The Big Baazar. En The Popular Arts (pp. 313-337). Nueva York: Phaendon.

Hesmondhalgh, D. (2007). The Cultural Industries. Londres: Sage.

Hirsch, P. M. (1972). Processing Fads and Fashions: An Organization-Set Analysis of Cultural Industries System. American Journal of Sociology (77)4, 639-659.

Horkheimer, M. & Adorno, Th. W. (1994). Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta.

Huet, A., et al. (1991). Capitalisme et industries culturelles (2a. ed.). Grenoble : Presses Universitaires de Grenoble.

Jameson, F. (1991). El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona: Paidós.

Lacroix, J.-G. & Tremblay, G. (1997. The Information Society and Cultural Industries Theory. Current Sociology, (45), 4.

Larrabee, E. & Meyersohn, R. (Eds.) (1958). Mass Leisure. Illinois: The Free Press.

Marinas, J. M. (2001). La fábula del bazar. Orígenes de la cultura de consumo. Madrid: Visor.

Martín Barbero, J. (1987). De los medios a las mediaciones. Barcelona: Gustavo Gili.

Miège, B. (2000). Les industries du contenu face à l’ordre informationnel. Grenoble: Presses Universitaires de Grenoble.

—– (2006). La concentración de las industrias culturales y mediáticas (ICM) y los cambios en los contenidos. CIC, 11, 155-166.

Miège, B., et al. (1986). L’Industrialisation de l’audiovisuel. París: Aubier.

Millar, D. (1987). Material Culture and Mass Consumption. Oxford: Blackwell.

Minestroni, L. (2006). Comprendere il consumo. Milán: FrancoAngeli.

Morin, E. (1966). El espíritu del tiempo. Madrid: Taurus.

Morin, E. & Adorno, Th. W. (1967). La industria cultural. Buenos Aires: Galerna.

Ortiz, R. (1997). Mundialización y cultura. Buenos Aires: Alianza.

Prieto de Pedro, J. (2005). Excepción y diversidad cultural [en línea]. Disponible en: http://www.lafactoriaweb.com/articulos/prieto28.pdf

Quirós Fernández, F. & Sierra Caballero, F. (Dir.) (2001). Crítica de la economía política de la comunicación y la cultura. Sevilla: Comunicación Social.

Rodríguez Ferrándiz, R. (2001). Apocalypse Show. Intelectuales, televisión y fin de milenio. Madrid: Biblioteca Nueva ; Alicante: Universidad de Alicante.

Rodríguez Ferrándiz, R. & Mora, K. (2002). Frankenstein y el cirujano plástico: una guía multimedia de semiótica de la publicidad, Alicante: Universidad de Alicante.

Roberts, K. (2004). The Leisure Industries. Basingstoke: Palgrave Macmillan.

Rosenberg, B. & White, D. M. (Eds.) (1958). Mass Culture. The Popular Arts in America. Glencoe : The Free Press.

Rouet, F. (Ed.) (1989). Économie et culture vol. 3: Industries culturelles. París : La Documentation Française.

Sebrelli, J. J. (1992). El asedio a la modernidad: crítica del relativismo cultural. Barcelona: Ariel.

Segovia, A. & Quirós, F. (2006). Plutocracia y corporaciones de medios en los Estados Unidos. CIC, No. 11, 179-205.

Silverstone, R. (1996). Televisión y vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu.

Sodré, M. (1998), Reinventando la cultura: la comunicación y sus productos. Barcelona: Gedisa.

Storey, J. (1999). Cultural Compsumption and Everyday Life. Londres: Arnold.

Towse, R. (Ed.) (1997). Cultural Economics: The Arts, the Heritage and the Media Industries (2 vols.). Cornwall: Edward Elgar.

—– (2005). Manual de Economía de la Cultura. Madrid: Fundación Autor.

Vidal Beneyto, J. (2004). Artes y cultura como vanguardia de la sociedad. El País, 8 de mayo de 2004.

Virno, P. (2003). Gramática de la multitud. Madrid: Traficantes de Sueños.

Vogel, H. L. (2004). La industria de la cultura y el ocio. Madrid: Fundación Autor.

Warnier, J. P. (2002). La mundialización de la cultura. Barcelona: Gedisa.

Williams, R. (1976). Keywords. Londres: Fontana.

Yudice, G. (2002). El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona: Gedisa.

Zallo, R. (1988). Economía de la comunicación y la cultura. Madrid: Akal.

Artículo extraído del nº 78 de la revista en papel Telos

Ir al número Ir al número


Avatar

Raúl Rodríguez Ferrándiz

Comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *