¿Qué se hizo de las masas?


Por María Pilar Carrera

El concepto "masa", central en las teorías sobre los medios de comunicación durante décadas, parece haber desaparecido del repertorio de conceptos útiles para explicar el funcionamiento de los medios de masas en las democracias capitalistas contemporáneas. Sin embargo, consideramos que este silenciamiento poco tiene que ver con la pérdida de sentido teórico del concepto "masa" o con su superación y consecuente sustitución.

La imaginación es la capacidad de
desensualizar los objetos sensibles.
H. Arendt

-¿Tus amigos te llaman Tasi?
-No tengo amigos.
-Todos tenemos amigos.
-Soy de pueblo.
-Eso lo explica todo.
A. Kaurismaki, «Ariel»

La manriqueña pregunta que da título a este texto responde a la evidencia de que la «masa» como uno de los conceptos centrales de las teorías mediáticas parece haber quedado relegada a un segundo plano (así como los conceptos que la constelan: cultura de masas, sociedad de masas…) en los tiempos que corren. La mayor parte de las veces, los conceptos no son arrinconados por haber perdido su potencial heurístico, sino por motivos que poco tienen que ver con la aparición de otros conceptos supuestamente capaces de aprehender mejor lo real. ¿Acaso han dejado de reflejar la realidad conceptos tales como «masa», «sociedad de masas» o «cultura de masas”? No, no se trata tan sólo de una cuestión de adaptación a los hechos y los tiempos, de adoptar nuevas formas conceptuales para nuevos contenidos –los tiempos cambian…–. El abandono de determinados conceptos para abordar un objeto de estudio responde en muchas ocasiones –y creemos que éste es el caso– a razones que poco tienen que ver con la pérdida de potencial teórico de dichos conceptos.

Consideramos que el concepto «masa» sigue siendo teóricamente pertinente y fructífero. Con mayor razón si tenemos en cuenta que las sucesivas declaraciones de bancarrota teórica que acerca del mismo se formulan y han formulado “en nombre de los hechos” prescinden olímpicamente de esos mismos hechos, a los que ponen por testigo en nombre de un cualitativismo deslocalizado y monádico (el receptor soberano a la espera de su reino, igual que Sancho Panza esperaba su ínsula).

Althusser (1967) definía el discurso teórico como «Un discurso que tiene por resultado el conocimiento de un objeto, de un objeto concreto, real, singular». Buena parte de los discursos teóricos acerca de los medios de comunicación y en especial acerca de los nuevos medios, prescinden de todo comercio con lo concreto y postulan la «destrucción de los hechos” y la «pérdida de la facticidad» en la harmonized network society. Y, a consuno, se anuncia el advenimiento del sujeto «creador»: «Los flujos de información han reemplazado los mundos material y espiritual como base de la referencialidad (…) un modelo autopoiético de comunicación se convierte en el más característico –esto es, la comunicación como el camino en el que los elementos de un sistema participan creativamente en la formación de ese sistema y en sus interacciones con otros sistemas» (Braman, 1993). La única razón por la que se debería «reconectar la sociedad informacional con el mundo material», no sería, según Braman, teórica, sino… medioambiental (¡!): «Para salvarnos de la destrucción del medioambiente». El mismo medioambiente que se ha convertido en acogedor refugio del espontaneismo universalista que no sabe de ideologías y simplemente cree en la bondad –igual que los treintañeros que se disparan en sus vídeos promocionales los diarios españoles Público y El País–. Frente al «calentamiento global» sólo cabe apelar a la «naturaleza humana» y al humanitarismo sin fronteras, a la pan-acción. ¿Quién necesita teorías? Y, sobre todo ¿quién necesita ideologías?

No hay que olvidar cuánto de políticamente correcto hay en el abandono del concepto «masa». Echemos la vista atrás, ya que está de moda ser memoriosos. En lo que concierne a la teoría de la comunicación, la «masa» ha sido siempre mucho más que el «otro» estúpido y alienado, el eterno «otro» que ha engrasado el mecanismo de teorías que han hecho época. La «masa» ha sido y es materia teórica, el bastión tras el que ha sobrevivido un concepto de lo político ausente en la adición de privacidades «creativas» en la que se han fundamentado buena parte de las ya ruinosas Telépolis con sus efectistas decorados funcionalistas ( 1).

Pero determinados conceptos son, en el marco de la Teoría de la Comunicación, como el ave fénix, están siempre dispuestos a renacer de sus cenizas porque en ellos nunca se ha agotado del todo el fuego. Eso es lo que ocurre con la masa.

La masa comunicativa

La masa que, en primer lugar, se acostumbra a considerar superada desde hace ya algunas décadas en innumerables artículos y enunciados hipotéticos, y se dice desmentida por los hechos y los tiempos, es la masa “física”, que implica la contemporaneidad de los cuerpos en el espacio. En segundo lugar, la masa “comunicativa” –receptores de un mismo mensaje– que, se dice, quedaría anulada desde el momento en que los públicos receptores se fragmentan –ampliación del menú de los medios clásicos– o la recepción misma se convierte en un mosaico y el espectador clásico accede a la emisión. Pero más allá de lo relativo a estos dos dépassements, que admitirían sin duda numerosas apostillas e incluso desmentidos en toda regla, la masa había sido concebida por algunos autores como una cuestión ya no física sino de velocidad: la masa (el hombre-masa) no sería exclusivamente un concepto de orden físico o de recepción simultánea, sino, esencialmente, como sostenía McLuhan (1977), «Un fenómeno de velocidad eléctrica, no de cantidad física». Y como bien recordaba Ortega y Gasset (1930), tampoco es el seguidismo lo que caracteriza a las masas, sino su obstinación, su terquedad, precisamente la renuncia a acatar alguna voluntad superior: «(las masas) son incapaces de dejarse dirigir por ningún orden (…) su alma está hecha de hermetismo e indocilidad».

Pensemos que las dos últimas definiciones de masa, la de Ortega Gasset y la de McLuhan, siguen siendo perfectamente aplicables a nuevos medios como Internet. Pero conviene no olvidar nunca, para evitar situarnos en la periferia más baldía del asunto, que la masa como concepto no debe remitir a un «otro» siempre ajeno al enunciador, al crítico, al intelectual, al que la enjuicia severa o compasivamente. Sólo admite una teorización “desde dentro”. La masa es un nombre, no un hombre o un conjunto de ellos, y el «hombre-masa» un concepto, no el vecino de enfrente. Verdades de Perogrullo que a veces conviene recordar.

Si tomamos la velocidad en la transmisión de mensajes como elemento constitutivo de la masa, el nuevo medio ( 2) habría contribuido a afianzar precisamente el concepto de masa, más que a negarlo. En el caso de la «indocilidad» orteguiana, precisamente a los nuevos medios se les aplaude por promover cierta «indocilidad emancipatoria» en el clásico receptor pasivo. Lo patético excede con mucho a lo teórico en estas epopeyas de los “sin tierra” del tipo: «Los media electrónicos no sólo debilitan la autoridad permitiendo a aquellos peor situados a nivel jerárquico en la escala social acceder a mucha información, sino también permitiendo incrementar las oportunidades para compartir información horizontalmente. El teléfono y el ordenador permiten a la gente comunicarse sin pasar a través de canales. Este tipo de flujo horizontal de información es otro argumento disuasorio significativo para el liderazgo centralista totalitario» (Meyrowitz, 1985 –más de veinte años más tarde, reconocemos perfectamente la letanía–).

El concepto “masa” está ligado al de comunicación; o, para ser más exactos, a la capitalización de la comunicación. La masa resulta inconcebible sin la imbricación del relato y el capital. Pero al mismo tiempo, pone de manifiesto los límites del propio concepto “comunicación”. La masa apunta a la superación de las formas comunicativas in praesentia –del padre al hijo, del maestro al alumno, del cura a los feligreses, del orador a un público limitado– vinculándose claramente con las formas in absentia. Es el fruto de la mediación técnica –de la reproductibilidad técnica, en términos benjaminianos– aplicada a la transmisión de mensajes. Tarde sostenía a principios del siglo XX que el público –comunidad de recepción más o menos simultánea de los mismos mensajes– era una creación de la prensa.

El concepto “masa” ha sido tradicionalmente asociado a la imagen de un receptor heterónimo y manipulable, un concepto que remite a lo desprovisto de la actualización conformadora del espíritu, o bien a un conjunto de breves extensiones indiferenciadas u átomos que, por su carencia de elementos privativos, permiten ser abstraídos como un todo, como una superficie lisa y especular, camaleónica, que se convierte en lo que contempla ( 3). La masa es la instancia en la que el principio mimético se cumple rotundamente. Se sitúa en las antípodas del yo creador, del sujeto exclusivo. Es la parte de mimesis, de otredad que nos toca a cada uno de nosotros. El hombre-masa no suplanta al hombre a secas, no abarca la totalidad del hombre, apunta simplemente a cierta configuración de su ser social, en buena medida independiente de su voluntad. O como Bateson (1991) indicaba: «Lo que ocurre en nuestro interior es poco más o menos lo mismo que lo que ocurre afuera».

Con anterioridad nos hemos referido al hecho de que algunos autores –los menos, dicho sea de paso– que a lo largo del siglo XX se han encargado de definir a la masa, no lo han hecho exclusivamente en términos contenutistas –aunque sea ésta la acepción más común, puesto que se adapta a la perfección al razonamiento de tipo causalista aplicado mayormente a la hora de dar cuenta de, por ejemplo, la influencia que sobre el público ejercen los fenómenos publicitarios o propagandísticos, que han constituido uno de los campos de estudio más vistosos en lo que se refiere a la masa afectada que asimila determinados contenidos y es manipulada–, sino también en términos formales o de mediación, independientemente de la recepción simultánea de un mensaje concebido en términos esencialistas ( 4).

La relación entre medios de comunicación y “masa” es una relación de reciprocidad. Como ya se ha dicho, la masa es una abstracción, un concepto, y por lo tanto sólo puede ser representada por algún tipo de mediación. Nadie se encuentra con la masa cara a cara. Puede encontrarse con una multitud, pero no con la masa. En palabras de Bunge (1960), se trata de uno de esos famosos “hechos inexperienciales” o “inobservables distinguidos”, entre los que citaba a la otra cara de la Luna, las ondas luminosas, los átomos, la conciencia, la lucha de clases y la opinión pública. La masa puede determinarse comunicativamente por la recepción de los mismos mensajes, es decir, en términos de contenido; pero en la misma o aún en mayor medida por participar de lo mediado, de las formas de mediación técnica que suponen la liquidación del concepto de «origen» ( 5) (original) como instancia comunicativamente significante. La masa es un vástago de la copia, de lo que no es origen, y el «hombre-masa» –que obviamente entendemos aquí no como el sempiterno «otro», sino como una de las aristas de cualquier occidental– puede ser definido, enfrentándolo al contemplador de originales –actividad que siempre tiene algo de ritual o de extático, de promesa de iluminaciones y estados de gracia sectoriales o al menos así hemos sido educados para enfrentarnos con el Origen, con el original –como un usuario profano de reproducciones varias–.

El bibliotecario que llevamos dentro

Hemos oído y oímos hablar, de manera más o menos insistente, del potencial advenimiento de una Sociedad del Conocimiento, en la que la instancia masiva se desagregaría definitivamente, para dar paso a una adición de individuos autónomos y dotados de una envidiable capacidad de discernimiento. Parece quedar implícito la mayoría de las veces que dicha sociedad sería aquella donde la misión de purga del bibliotecario orteguiano (Ortega y Gasset, 1940) se habría consumado al fin y la información preservada o archivada sería la «esencial», lo cual plantea problemas ciertamente peliagudos acerca de la naturaleza del susodicho bibliotecario. ¿O acaso se trataría de fomentar el bibliotecario que llevamos dentro para enseñarnos a separar la semilla de la paja en un universo informacionalmente colapsado o saturado? Pero el concepto mismo de “información esencial” resulta difícilmente manejable, cuando no contradictorios ambos términos, ya que la información, como bien habían visto Shannon y Weaver, poco tiene que ver con las esencias ( 6). Y por último, ¿cuál es el papel que se supone les toca jugar a los medios en ese alumbramiento de la Sociedad del Conocimiento, que se diferenciaría de su predecesora, la Sociedad de la Información y su tótum revolútum informativo, por la aplicación de un principio jerárquico sustentado en la calidad del contenido frente a la cantidad ( 7), con el subsiguiente ajardinamiento de la selva de mensajes?

Un elemento recurrente y dudoso en la conceptualización actual de la comunicación y la información es la fortaleza de lo simbólico ( 8). La progresiva desmaterialización de ambos conceptos supone la anulación de los mismos, en tanto conceptos que permitan ser asociados a praxis concretas y circunscritas económica, política y socialmente. Y su permanencia únicamente como conceptos liberados al parecer de todo comercio con los hechos: la «pérdida de la sensibilidad de lo concreto» en palabras de Otl Aicher. El progresivo hundimiento conceptual de la acción comunicativa concreta y masiva, y su sustitución o supeditación a un concepto naturalizado y universalista de comunicación, manifiesta la irresistible tendencia al concepto puro, inocente como un recién nacido o lo que Aicher (1991) denominaba «La fascinación del Templo».

Aunque supuestamente se haya abandonado aquella poderosa imagen de la masa receptora y se la haya sustituido por un miembro de pleno derecho de la Sociedad de la Información –cuya inconmensurabilidad subjetiva como emisor e intérprete es dada por supuesto– el mecanismo, el esquema causal sigue en pie, inserto en el discurso mismo de los que supuestamente lo niegan y afirman el cambio radical de las relaciones sociedad-comunicación. Por otra parte, es más que probable que si algo caracteriza a la teoría de la comunicación de masas sea precisamente su irreducible vínculo con lo concreto, su capacidad de repeler hasta las más pertinaces cosmogonías teóricas. Cosmogonías que no son en muchas ocasiones sino disfraces que ocultan, entre otras cosas, la última vuelta de tuerca del funcionalismo, que habiendo abandonado el leviatán sistémico convierte a cada ciudadano en un pequeño arácnido laborioso que aporta –voluntarioso y gratificado– su granito de arena a la construcción de la gran red relacional.

Para dilucidar el aserto según el cual la Sociedad de la Información –y su culminación, la Sociedad del Conocimiento– habrían sustituido esa forma precaria de relacionarse con la técnica caracterizada como «sociedad de masas», al haber alcanzado los ciudadanos occidentales un estadio que podría denominarse «emancipación tecnológica», es necesario remontarse a la arqueología de estos conceptos en su relación con los medios de comunicación de masas. De esta forma se puede apreciar en su justa medida esta sustitución conceptual que tanto predicamento parece alcanzar, fundamentada en relegar el término “común” para postular una interacción individual y directa, entrópica, que remeda el ideal del liberalismo económico, redentora respecto a la clásica conceptualización política y en cierta medida hobbesiana de los medios, que establecía un flujo comunicativo jerárquico y restrictivo (al sujeto alienado, receptor pasivo, común, se opone el sujeto emisor, activo, exclusivo, sujeto que se hipostasia sin necesidad aparente de ofrecer ningún argumento constatativo, sin necesidad de aportar pruebas ni demostrar nada). Es lo que algunos postulan como el “retorno al sujeto” –aunque todo retorno merezca ser acatado con justificado recelo–, como si se hubiese consumado el viejo sueño liberal del vínculo social emergiendo triunfal de la entropía de las querencias individuales.

La gran cuestión moral del feedback planteada desde el inicio de la comunicación de masas ha hecho que Internet con su capacidad de retroalimentación y, en principio, un mayor potencial entrópico en la emisión que el resto de los media, haya redimido a la comunicación mediática del estigma secular de la comunicación unidireccional. Ahora bien, eso no quiere decir en absoluto que Internet, como medio, esté más cercano de la forma de comunicación interpersonal que el resto de los medios de masas. Aunque esta hipótesis goce de buena salud desde hace décadas ( 9). La forma comunicativa que propician medios interactivos como Internet ha de ser calificada sin ambages como «de masas» –ya que la masa es también orteguiana y mcluhiana, entonces la velocidad, la entropía son tan consustanciales o conformadoras de la masa como la pasividad y la ausencia de feedback–.

El maculado «cara a cara»

Por otra parte, es necesario recordar algo obvio pero que tiende a omitirse intencionalmente: que la manipulación o la persuasión no están menos presentes en el cara a cara que en lo mediado, y que, la mayor parte de las veces, el feedback es condición sine qua non para que la influencia se consume (10); es decir, el feedback, es un elemento esencial en la comunicación persuasiva, una condición para que la misma alcance sus fines.

Hay que ser, por tanto, muy cautos frente a los argumentos que presentan la comunicación interpersonal, enfrentándola a las formas mediadas clásicas del one-to-many, como la comunicación propiamente humana, en su estatuto idealizado de instancias equipolentes, como si la comunicación interpersonal fuese inmune a las relaciones de poder. La Escuela de Frankfurt fue portadora de cierta mística del discurso en el ágora, y su vanagloria de una comunicación interpersonal inmaculada ha tendido a relegar a un segundo plano la naturaleza fuertemente contradictoria de dicha forma de comunicación y su capacidad para generar situaciones de dominio de manera semejante o incluso mayor que la comunicación mediática. La consideración de la comunicación «cara a cara» o alguno de sus sucedáneos más cercanos –Adorno y Horkheimer citaban el teléfono– como la comunicación por excelencia, la auténtica comunicación, es una hipótesis difícil de demostrar y operativizar: «Liberal, el teléfono dejaba aún jugar al participante el papel de sujeto. La radio democrática convierte a todos en oyentes para entregarlos autoritariamente a los programas, entre sí iguales, de las diversas emisoras» (Horkheimer y Adorno, 1947).

Maquiavelo aconsejaba al Príncipe irse a vivir al reino recién conquistado. Dar la cara ante sus súbditos. La fijación con el tipo relacional impuesto por los media (one-to-many y limitadísimo feedback) ha dejado de generar o ha impedido el desarrollo de una teoría –quizás más necesaria que nunca– respecto a la manifestación de las formas de poder en una relación cara a cara, situación comunicativa que ha tendido a eufemizarse, quedando libre de toda sospecha, y siendo reivindicado su marchamo legitimador más allá de las situaciones interpersonales clásicas (por ejemplo, en la denominada comunicación en organizaciones, la sustitución –nominal– del concepto jerárquico de autoridad por el de comunicación en la que la promoción del elemento interpersonal o de contacto desempeña un evidente papel ideológico con claras repercusiones en la rentabilidad económica).

Fijemos la atención en la siguiente tríada: Sociedad de Masas-Sociedad de la Información-Sociedad del Conocimiento. Entre estos términos se ha establecido una relación de sustituibilidad progresiva que, pretendidamente, reflejaría una gradación de la implicación consciente del receptor en el juego comunicativo a medida que se suceden dichas formas sociales ancladas sobre la comunicación, pudiéndose entender el tercer estadio como el fruto o logro de una información-comunicación adaptadas. Aunque no puede obviarse el hecho de que el concepto de «conocimiento» aplicado ya no a la instancia individual sino a la social resulta de difícil aprehensión; es difícil asumir el concepto conciencia social más allá de un mero índice estadístico y pasivo para concebirlo reflexionando con el fin de adquirir conocimiento del objeto. El concepto de Sociedad del Conocimiento no pasa de ser en este sentido un calambur semántico, un juego de palabras.

Por mucho predicamento que haya alcanzado una axiomatizada sociedad civil en ascenso y en vías de emancipación, consideramos que teóricamente no ha sido superada la multitud solitaria de las primeras teorías sobre la sociedad de masas. Multitud solitaria que portaba la huella de lo urbano. No hay que olvidar que la masa es un concepto estrechamente vinculado al de ciudad y al «estar» que la ciudad administra. Ni la irreducible personalidad ni la revelación de los vínculos relacionales y grupales del individuo en la gran ciudad que atenuarían su aislamiento, introducidos paulatinamente en las teorías de la comunicación como elementos reductores de esa mecánica implacable, han conseguido borrar la huella de aquella “primitiva imagen” de la multitud solitaria en “infinita escucha” (11). Arendt (1959) había definido la sociedad de masas en los siguientes términos: «Una sociedad de masas no es nada más que el tipo de vida organizada que se establece automáticamente entre los seres humanos que están todavía relacionados unos con otros, pero que han perdido el mundo que una vez fue común a todos ellos».

Confesiones de un comedor de aura

Aparejado al de sociedad de masas otro concepto controvertido ha sido el de «cultura de masas». La cultura de masas puede ser definida como la cultura en tanto información, definiendo el momento en que los bienes culturales irrumpen en el circuito económico para convertirse en uno de los principales bienes de consumo y motor económico.

El famoso ensayo de Benjamin «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en el que se ha querido ver un inexistente tono crepuscular y la sonora nostalgia del canto de cisne, daba cuenta precisamente de esta situación, de la inserción radical de la supuesta asepsia e instrumentalidad técnicas en los más profundos y recónditos abrevaderos de la palabra, en un sentido gadameriano, y de la imposibilidad de seguir narrando como si nada hubiese ocurrido. El reinado glorioso del mensaje, el «pretencioso gesto universal del libro» (Benjamin, 1955) tocaba a su fin, puesto que el mensaje es materializado, multiplicado y consumible, es objeto de consumo junto con otros mensajes: «Consumir es la nueva alegría masiva: se consume a Mozart, a un museo, a un sol radiante (….) Consumir es mucho más que el simple hecho de adquirir (…) consumir es, más bien, ejercer una función» (Moles, 1971). La “materialidad de la comunicación», en palabras de Moles: «Si lo que diferencia al hombre del animal es esencialmente la capacidad de comunicarse profusamente con sus semejantes, no es abusivo decir que lo que caracteriza al hombre moderno es el uso de canales artificiales de comunicación (…) la toma de conciencia de la materialidad de la información ha sido un hecho mucho más reciente. Aún no hace mucho, el aspecto ideal de los mensajes interpersonales pasaba tan claramente a un primer plano que dejaba a la sombra el aspecto material: las ideas que se ‘transmitían’ echaban en olvido la transmisión (…) Sólo al inventarse la imprenta descubre lo escrito su materialidad y desecha el valor de respeto para sentar un valor económico que no ha cesado de aumentar» (Moles, 1972).

Una de las primeras definiciones de “masa” en su vínculo conceptual con la representación, la habría ofrecido Platón en su mito de la caverna; caverna en cuyas paredes se reflejaban las sombras o imágenes de las cosas, que podemos considerar una metáfora premonitoria del cine y la televisión si nos atenemos al principio de reversibilidad barthesiano según el cual sería posible hacer una lectura anacrónica y leer por ejemplo a Platón desde Freud. Pero no se acostumbra a plantear la pregunta, en las innumerables exégesis de este relato inagotable, de si aquellos sujetos encadenados no estarían contemplando con cierto goce y placer las imágenes que desfilaban ante ellos. Siempre se les supone torturados o en el mejor de los casos engañados, naïfs. Posiblemente las cadenas que les inmovilizaban hayan contribuido a sembrar la confusión. Aunque cabe la posibilidad de que los propios prisioneros se hubiesen dotado de esas cadenas por alguna desconocida razón.

En la actualidad son muchas las voces que declaran a los conceptos «masa» y «cultura de masas» teóricamente agotados, anunciando su acabamiento y la pérdida del valor heurístico de los mismos, sobre todo tras el advenimiento de medios interactivos, que subvertirían varios tópicos de la sociedad de masas: existencia de una elite emisora reducida y poderosa, y de una masa receptora con un alto grado de heteronomía comunicativa y una limitadísima capacidad de feedback, alto índice de simultaneidad en la recepción… La comunidad contenutista, supuesta en mayor o menor medida en las teorías sobre los media clásicos, es cuestionada por el incremento de la entropía de la fuente y la mayor capacidad del receptor para acceder e incluso generar información. Nadie niega que haya habido cambios y que sea necesaria una reconceptualización. Pero la masa es más que una instancia pasiva y contemporánea en la recepción de un mismo mensaje. La masa es un concepto que remite a las formas de sociabilidad del hombre moderno. Tarde lo veía claramente cuando aunaba sociabilidad y actualidad. La masa tiene poco que ver con la naturaleza de los mensajes emitidos o recibidos, con su contenido unitario o no, e incluso con la simultaneidad en la recepción. Si la masa no se define tan sólo por consumir (los mismos) mensajes, entonces tampoco se suicida (conceptualmente) por el acceso a la emisión en determinados medios del público receptor de los medios clásicos; la masa se define por ser un fenómeno comunicativo directamente proporcional a la velocidad de transmisión de los mensajes. De manera un tanto caricaturesca, pero no menos ilustrativa, podría decirse que mi condición de hombre-masa se afianza a medida que aumenta el ancho de banda.

Bartleby, el escribiente, el inquietante personaje de Melville –inquietante quizá porque algo nos dice que en todos nosotros hay un posible Bartleby–, representa la única salida de emergencia de esa condición «masiva». Bartleby es un copista que se niega tanto a seguir generando copias como a «comunicar», limitándose a dar una enigmática y monótona explicación de su actitud renuente e improductiva: «Preferiría no (hacerlo)». Bartleby es la otra cara del hombre-masa. Pero podemos remontarnos aún más en la arqueología de este sin duda apasionante prototipo –nos referimos al hombre-masa, claro está–. Don Quijote, en frenética cruzada contra el mito, es una buena metáfora para el hombre moderno, que no es sino un frecuentador de textos, el mayor en la historia de la humanidad. Alonso Quijano lo dispone todo para, siguiendo los preceptos de Silesius, convertirse él mismo en libro, y se da por nombre Don Quijote de la Mancha. Esa entrada quijotesca en lo vicario es posiblemente el incipit de una reconstrucción teórica del objeto de comunicación mediática.

El abate Dinouart y Melville ofrecieron en su momento los únicos antídotos posibles. La renuncia a interpretar y explicar resumida en la monótona letanía de Bartleby, o el silencio metódico que Dinouart proclamaba en esa especie de retórica inversa que es El arte de callar. Fuera de estas dos determinaciones extremas e improbables que rompen el ciclo comunicativo y atacan a su raíz misma, no hay más opción que declarar que seguimos siendo, todos y cada uno de nosotros, miembros de pleno derecho de una sociedad de masas, fundada sobre la promoción de la comunicación como valor supremo.

Paraísos plenamente presentes: lo banal

La comunicación de masas, aunque esta opinión parezca paradójica y contradiga un lugar común, posiblemente haya constituido un gran revulsivo frente a la espectacularización de la cultura. ¿Qué son los paraísos publicitarios al lado del Paraíso? Es decir, los medios de comunicación de masas habrían propiciado precisamente el ocaso de esa milenaria sociedad del espectáculo. Defendemos la hipótesis de que la tan denostada mercantilización de la cultura es precisamente lo que impide que el espectáculo sea. Hemos de considerar, por lo tanto, la posibilidad de que la reproductibilidad técnica en su forma mediática haya convertido por primera vez al espectador en un auténtico autóctono, y no, como se pretende, en un alienado turista de lo imaginario. El fenómeno definitivamente enigmático y quizá el único que pueda ofrecerse como hilo de Ariadna, sustraído a toda crítica en nombre de lo elevado, lo trascendente y lo universal, es precisamente lo banal. Ha sido necesaria la plena inserción del factor técnico en el universo de la producción cultural para hacer emerger lo banal como el elemento central de una cultura. Lo banal, fenómeno genéricamente reconocido, por críticos y apologetas, no ha encontrado todavía el lugar de honor que le corresponde en la teoría de la comunicación, al ser visto o bien como negación de lo elevado, o bien como legítima cultura popular con la consiguiente elevación de lo banal. Pero es éste un concepto que hay que afrontar de manera total, que no se deja arredrar ni por la mirada despectiva ni por la acogida condescendiente. Esa es la gran labor teórica todavía en sus inicios y especialmente respecto a la comunicación de masas.

La recuperación del disenso como festividad del punto de vista en numerosos escritos sobre los medios de comunicación, contribuye a falsear, naturalizándolo por así decirlo, el concepto de comunicación. Hasta el punto de que a algunas de las teorías sobre la Sociedad de la Información les sería aplicable lo que Brecht escribía en su «Teoría de la radio» (1927): «Tenemos la vieja costumbre de ir hasta el fondo de las cosas, también de ir hasta el fondo de los charcos menos profundos» (12). En cuestiones teóricas es peligroso equivocarse de abismo. En cuestiones prácticas hasta los más absurdos teologemas pueden cumplir con su cometido.

La progresiva “espiritualización” de lo comunicativo, patente en la plétora de discursos cielunos y angélicos sobre los nuevos medios, aparejada al solipsismo tecnológico, han de ser considerados, más allá del componente demagógico que se quiera ver en ambos, como una declaración de impotencia, una declaración de bancarrota teórica en lo que atañe al estado actual de la teoría de la comunicación. Buena parte del discurso obsesional acerca de la desmaterialización del mundo por obra y gracia de la información no revela sino la incapacidad para lidiar teóricamente con dicho mundo y con la información, la insolvencia teórica desde una perspectiva comunicativa y la solvencia en otros órdenes demasiado humanos: «La verdad es el sentimiento de la concordancia que nace de la confrontación del mundo teórico y del mundo de las sensaciones en el momento en que uno quiere actuar sobre éste mediante aquél. La verdad expresa el valor operativo del concepto que, de aquel modo, se ha puesto en acción» (Moles, 1957).

Podemos negar a la masa, pero no podemos sustituirla, desde el punto de vista teórico, por ninguna modalidad de subjetivismo romántico informacional. Ningún ciudadano del ciberespacio y su miserable simbología es digno substituto del ciudadano de a pie como punto de partida teórico. Como bien decía Bateson (1991), «Estar plenamente presente en el presente (…) es algo extrañamente difícil». La teoría no tiene nada que hacer con lo inconmensurable ni con el petit affaire privé. Si decretamos que el concepto de «masa» ya no es operativo, habrá que especificar cuál es el concepto que pasa a ocupar su lugar. Y consideramos que este concepto no ha sido explicitado.

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Artículo extraído del nº 74 de la revista en papel Telos

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