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Telenovela y memoria en familia


Por Jorge A. González

3. ENTRE INDUSTRIA Y MEMORIA: LAS ARRUGAS DEL TIEMPO

4. RETRATO HABLADO Y MEDIA FILIACIÓN DE UN GENERO

5. LA PROGRAMACIÓN TELEVISIVA Y LAS TELENOVELAS

6. EPPUR SI VEDE: DE MITOS Y ESTIGMAS VARIADOS

7. ¿FAMILIAS APANTALLADAS O FAMILIARIZACIÓN DE LAS PANTALLAS?

8. EL SENTIDO Y EL PLACER CASEROS

9. TELENOVELAS Y FRENTES CULTURALES: ¿SIN NOVEDAD EN EL FRENTE?


Las familias y las telenovelas se relacionan en la tensión existente entre las industrias culturales y el goce tradicional del melodrama. Los resultados de una investigación desarrollada en México muestran la complejidad de esta comunicación dialógica, participativa, sujeta a contradictorias lecturas.

1. PRESENTACION

El pulso y los tempos de la vida cultural de nuestras sociedades van cambiando, se mueven, se desincronizan, se desajustan y se vuelven a reajustar para formar de repente otro nuevo tipo de equilibrio más, a veces tenaz y duradero, pero también a su vez, igualmente precario e inestable. Varios son los motivos de ello, pero sin lugar a dudas, con la introducción decididamente industrial del aparato televisor a mediados de este siglo en México, tales fluctuaciones han llegado a adquirir una característica distintiva: como quiera que se le vea, el televisor es una tecnología con dedicatoria especial para ser llevada al seno de los espacios caseros y es precisamente ahí en el centro de las unidades domésticas de la sociedad donde se entrecruzan, retardan y dinamizan diversos procesos culturales dignos de ser estudiados. Será por pequeña, será por barata, será por su movilidad-en-rueditas, será por su moderno diseño, será por la sencillez de las operaciones que requiere para ser usada, etc., pero el caso es que los televisores tienen cada día más presencia en las elecciones y opciones cotidianas que expresan los gustos comunes de la gente común.
Desde aquella innovadora irrupción como tecnología lúdica socialmente accesible, la televisión mexicana ha trazado un abanico de trayectorias cuyo espectro muestra distintos y complementarios aspectos:
a) La consolidación de una estructura organizacional de considerable tamaño económico y peso político.
b) El reclutamiento, selección, capacitación y organización de equipos de profesionales especializados en crear sonidos e imágenes en movimiento a partir de esta tecnología.
c) La experimentación, ajuste, creación y re-creación de diversos formatos especializados para hacer televisión.
El curso de estas trayectorias ha implicado una enorme e ininterrumpida inversión de energía, no sólo física, sino propiamente social (económica, política, cultural). Y toda esta energía social, a lo largo de los últimos cuarenta años, ha resultado en la generación y mantenimiento de un d) público televidente, ciertamente diverso y múltiple, que tiene como elemento en común su afición por la tele y su entretenido entorno que le acompaña.
Así es que para pesar de algunos y para solaz de muchos, la televisión coloca todos los días, desde hace cuatro décadas, en el propio ombligo de los espacios cercanos de la convivencia, importantes noticias, sesudos comentarios, rutilantes variedades, inigualables comediantes, formativos documentales, orientadores comerciales, solidarios avisos, excitantes videoclips, cosmopolitas eventos, soporíferas lecciones, emocionantes deportes, violentas aventuras, inmortales películas y sentidísimas -lacrimógenas, diría algún crítico- telenovelas.
Conocer algunos aspectos relacionados con los modos en que la televisión se vive actualmente en la cotidianeidad, es el objeto de este escrito en el que nos interesa plantear algunas ideas para estudiar la relación de las telenovelas con la vida familiar en México.

2. LA TELENOVELA, SEGUN EL CRISTAL CON QUE SE MIRE

Desde el punto de vista de la organización empresarial, la telenovela es un buen negocio, pues con una inversión relativamente baja es posible obtener considerables ganancias al vender publicidad dentro de la programación nacional. La telenovela además produce ganancias en virtud de sus significativos niveles de exportación mundial sostenida: en los últimos diez años, más de doscientas mil horas de telenovela mexicana fueron transmitidas en prácticamente todo el mundo (González, 1990a; Ortiz, 1990).
Desde la óptica de los profesionales, las telenovelas son la posibilidad de trabajo contínuo y remunerado para un amplio sector de actores, técnicos, escritores, músicos, editores, directores, utileros y escenógrafos implicados en el acelerado ritmo de su producción. Y particularmente dentro del campo del espectáculo mexicano, la telenovela se ha convertido progresivamente desde 1970, en el eje central alrededor del cual gira y se distribuye el carisma, la fama o capital simbólico, que al ser reconocido públicamente, permite o impide el acceso a otros dominios de la industria cultural del espectáculo: teatro, cine, discos, más televisión, radio, vídeos, palenques, cabaret, publicidad, etc.
Vista como un formato o género televisivo la telenovela en México es sin duda alguna el punto de cruzamiento de toda una memoria común de representaciones dramáticas de la vasta experiencia cultural mexicana de la canción ranchera, el bolero, la caricatura, la literatura del corazón, el melodrama teatral, radiofónico, literario y cinematográfico. Precisamente de esos terrenos provino y todavía proviene, una gran parte de sus hacedores cotidianos y los primeros vastos contingentes de sus más asiduos seguidores.
La telenovela parece ser -a todo título- una estrategia de comunicabilidad (Wolf, 1984) desarrollada por la televisión comercial sobre el horizonte de una memoria en la que se encuentran tanto los que la hacen como los que la siguen. Ella es el resultado de una serie de mediaciones (Martín Serrano,1986) que transforman difusas ideologías sociales, criterios y esquemas de clasificación del sentido común, en productos culturales específicos y concretos.
La telenovela es pues un melodrama, que utiliza el moderno lenguaje y la tecnología más avanzada de la televisión para contar de cierto modo, algún aspecto de la vida (Cfr. Thomasseu, 1989:14-ss). Como en cualquier operación de dramatización, la telenovela exagera diversas relaciones y realiza una serie de operaciones que resaltan los objetos de referencia de su normal colocación en la densidad de la vida diaria. Desde aquellas épocas hasta nuestro días, lo propio, lo distintivo, lo menos que se le puede pedir a un melodrama, es justamente que emocione hasta las lágrimas.
En la telenovela, como moderno, industrializado y electrónico melodrama, se trata, pues, de involucrarse para sentir, para poder de veras llorar a gusto y maldecir cuando el momento (un apagón, una mala actuación, una excelente caracterización, un parecido inefable con quien menos te imaginas, un infeliz y predecible comercial, una frase de oro o bien la expresión descarnada de unos ojos de concurso) así lo requiera.
Mirada desde la cultura oficial, desde sus orígenes, al melodrama (e igualmente a su hija predilecta, la telenovela) se le ha formado una pésima reputación. Surgido en un ambiente de clara distinción clasista construida entre lo que era verdadera cultura y todo lo demás, los modos excesivamente naturalistas, sensuales y demostrativos de las pasiones que fluyen entre lo que se cuenta, el modo como se cuenta, el desempeño de los personajes y la consecuente, buscada y necesaria atención irruptiva (¿caótica?) e intermitente de los espectadores a lo largo de la representación, proyectaban la permisibilidad de la conducta del público a los mismísimos límites de la indecencia. Verdaderos aluviones de chiflidos, mentadas, aullidos, aplausos, guarrerías, retruécanos, suspiros, tomas de partido y toda una variada gama de faltas al buen gusto cometidas por la runfla de pelafustanes a la primera provocación (ya fuera de algún actor, el argumento, alguna palabra, alguna postura, algún giro de lenguaje, cierta rima, alguna prenda o gesto del público, etc.), se volvieron parte fundamental de las condiciones de exposición, recepción y reconocimiento de este género. Y de repente, resultó que el compromiso afectivo, expresivo y demostrativo del público era ya un componente esencial de la representación. Los actores lo buscaban y los espectadores lo provocaban, lo exigían, lo deseaban.
Baste tan sólo recordar nuestra experiencia en cualquier función de lucha libre, de cine de barrio, de teatro de carpa, de audición pública o privada de corridos y rancheras (¿quién puede dejar de ayudarle al cantante?) o en nuestro caso de completarle a la telenovela, de juzgar al personaje, de criticar su ropa, de admirar su cuerpo y su rostro, de profetizar el futuro de la acción, o bien de buscar en las revistas especializadas para saber-qué-va-a-pasar. Lo importante, no es sólo saber lo-que-va-a-suceder, sino el disfrutar sabrosa y cachondamente de lo que está sucediendo, de lo que va pasando. Aunado a todas estas faltas, huecos y ausencias y con un lenguaje escénico, proxémico, hablado, musical, llano y natural, de fácil acceso y lectura, el melodrama pasó a ser -al menos inicialmente- un elemento básico dentro de la dieta cultural de las nuevas clases populares urbanas (aunque no sólo de ellas) surgidas en Europa con la Revolución Industrial y en nuestra América con la desfasada experiencia de una razón bastante instrumental, pero eso sí, muy moderna (Cfr. Gubern, 1974 y Martin Barbero, 1987).
Resulta pues, que el melodrama está tan cerca de las emociones del público que se vuelve verdaderamente contradictorio ver sin sentir, oir sin padecer, sentir sin recordar, sin involucrarse en lo representado. Así, el gusto por la telenovela se anida en una experiencia cultural dialógica, de ida y vuelta, que se caracteriza «no sólo por la comunión de un código (de las dos enunciaciones), sino también por la presencia en emisor y destinatario de una memoria común; sin ella el texto es indescifrable» (Lotman, 1980: 192). La telenovela es pues, memoria compartida y experiencia de conversación discursiva, no sólo lingüística, sino también proxémica, posicional y postural. Esto refuerza asimismo las ideas de Da Matta (1986:79) y Bachtin (1979) sobre el efecto de confusión y de porosidad que entre la ficción y la realidad se crea en la fiesta carnavalesca. ¿Dónde empiezan y terminan nítidamente las fronteras del carnaval, de la lucha libre, de la representación carpera? ¿Dónde empiezan y terminan claramente los límites de los afectos cercanos, las humanas emociones y las relaciones familiares en y alrededor de la ficción telenovelesca?

3. ENTRE INDUSTRIA Y MEMORIA: LAS ARRUGAS DEL TIEMPO

Con el concierto de las tradiciones del teatro, las historietas, la canción y la radio, para fines de los años treinta, en México ya podíamos hablar de una promisoria industria cultural del melodrama. Los expresivos sentimientos que se sienten y reviven o incitan con la canción, como por arte de magia se vuelven visibles, accesibles y por tanto, también se vuelven adorables con el melodrama cinematográfico. Sabemos que por causas diferentes a su propia dinámica interna de desarrollo, los años cuarenta y cincuenta conocieron un florecimiento sin parangón de la industria fílmica mexicana:
«de 1930 a 1954 crecen, alcanzan su apoteosis y se extinguen o languidecen o se deterioran mitos y géneros del cine nacional. A semajanza de lo que sucede en Hollywood, durante ese tiempo casi todas las películas mexicanas le resultan a su audiencia vastamente significativas: un público se sorprende, al compartir entusiasmos y catarsis, integrado a una nación».
(Monsivais, 1976: 435)
Esa audiencia, con el retraimiento de la actividad fílmica de Hollywood, abarcaba de repente a casi todo el mundo de habla castellana. Es la llamada época de Oro del cine mexicano que culmina a mediados de los años cincuenta, la época de los mitos sagrados: Dolores del Rio, Joaquín Pardavé, Cantinflas, María Felix, Pedro Armendariz, Jorge Negrete, Pedro Infante y muchos otros paladines del imaginario familiar mexicano y más ampliamente hispanoparlante. Dentro de este marco apenas esbozado, entra en acción la televisión mexicana que cataliza positivamente el florecimiento de un sector de la industria cultural plena de interconexiones (Mahan, 1989) flujos y préstamos entre espectáculos populares (teatro, carpa, lucha libre), folletines o tebeos, canciones, radionovelas, fotonovelas y cine (Carro, 1984), etc.
En el folletín es la época de Santo (1952), luchador que a su vez emerge de los rings y por primera vez, el público de la lucha se expande –ahora sí que «industrialmente»– gracias al milagro de la televisión. No había por qué intercambiar insultos y bañadas de agua de riñón con el respetable. El idolazo (siempre técnico y bueno) de la Arena Coliseo, lucharía ahora en «la comodidad de su hogar». Son recordadas todavía aquellas sesiones familiares en la Ciudad de México, en las contadas casas que poseían un televisor al inicio de los cincuenta, con el salón repleto de invitados y colados para ver (el milagro) y presenciar la transmisión de las funciones de Lucha Libre. La televisión opera así un proceso creciente de hacer privados (pero colectivos) los otrora placeres públicos, de familiarización moderada de la risa colectiva, hogareñización controlada del asombro y vehículo para sacralizar el carisma. Salir en la televisión, era tener la posibilidad de ser públicamente reconocido. Y poseerla, una marca distintiva de modernidad precisamente en la época en que por todo el país, desde la capital hasta los estados más lejanos, crece una conciencia generalizada de modernizarse a toda costa, desde las casas y su mobiliario, hasta las fiestas locales o regionales más entrañables y tradicionales (González, 1989: 25-26).
El melodrama televisivo mexicano, heredero de toda una tradición y arraigado gusto estético, tiene entonces la posibilidad de ganarse un público y por muchas razones su historia, su análisis y en última instancia, la inteligibilidad y comprensión de su éxito arrollador merecen ser abordados.

4. RETRATO HABLADO Y MEDIA FILIACIÓN DE UN GENERO

Cuarenta años de producción se dicen fácil, pero son muchos y en ellos se podría rastrear las diversas mutaciones y ensayos que se efectuaron hasta llegar a lo que hoy presenciamos como una buena telenovela. Desde la primera emisión de un teledrama en 1950, con duración de 15 minutos (HTM, 1989: 61) comenzó un proceso de experimentación sobre las características del formato que variaron de las emisiones únicas a las series de cinco capítulos. Es el lugar de ensayo y error de la puesta en escena mediada por la tele en la que los profesionales del teatro y el cine debieron experimentar hasta adaptarse al medio televisual y debieron asimismo adaptar la mediación electrónica a sus montajes.

Como en otros países, la ficción por televisión comenzó con un larguísimo desfile de teleteatros y piezas únicas, hasta que Angeles de la Calle, del ya famoso (por las radionovelas) escritor cubano Félix B. Caignet, marca una primera diferencia respecto al panorama teledramático anterior, pues propiamente inaugura el formato de serie, con continuidad y memoria argumental que entregó una hora semanal de drama desde 1952 hasta 1955 (Gutierrez, 1988: 90). Más adelante, el formato se afina y es Senda prohibida (1957) la que se reconoce en el país como la primera telenovela, que nos entregó una dramatización diaria de lunes a viernes, con suspenso seriado, producida y patrocinada por Colgate Palmolive -compañía con gran experiencia en los melodramas radiofónicos y televisivos en Estados Unidos y en toda América Latina (Cfr. Cantor & Pingree, 1980: 37; Ortiz, Simoes & Ortiz, 1989: 23-ss)- en 50 capítulos. Más adelante se produjo y transmitió Gutierritos, también ésta con duración de diez semanas al aire. La aceptación del público fue enorme y recuérdese que para 1958 ya había un mercado de televisores en expansión que permitía un acceso más amplio al medio y por tanto al género.
Así, después del éxito de Gutierritos, el formato de la telenovela se conservó entre 40 y 60 capítulos de media hora. Este ritmo fue roto en 1962 por Las momias de Guanajuato con 130 capítulos y sólo hasta dos años después, dos telenovelas peruanas, San Martín de Porres (100) y El derecho de nacer (100) (nuevamente de Don Félix B. Caignet) duraban casi el doble de lo aconstumbrado. Con algunas variantes, finalmente a mediados de los años setenta se llegó a la relativa estandarización de la cantidad de capítulos que prevalece actualmente en la telenovela mexicana: 160 episodios seriados de veinticuatro minutos cada uno más seis minutos para comerciales. Esto hace que hoy en día, una telenovela normal tenga una duración media de ochenta horas al aire, repartidas en 32 semanas a lo largo de ocho meses. Igualmente, numerosos ensayos se realizaron para determinar los horarios más adecuados. Si bien en un principio eran transmitidos sólo por la tarde, a medida que el género se iba construyendo, las telenovelas conquistaron los horarios nocturnos de máxima audiencia. A esas horas de lunes a viernes, la probabilidad de que todos los miembros de una familia mexicana se encuentren en casa era y todavía sigue siendo, muy alta. Memoria, duración, horario y rutinas de vida se cruzaban así en la consolidación de un nuevo formato, un nuevo género y la aparición de un nuevo público.

5. LA PROGRAMACIÓN TELEVISIVA Y LAS TELENOVELAS

La generación y representación de mundos posibles que se objetivan en la narración es, en el fondo, la materia prima de la ficción que nutre al melodrama -sea o no sea televisivo-. Ya Bechelloni (1990) ha destacado la importancia de la función «bárdica» de la televisión como la principal contadora de cuentos, generadora de esos mundos posibles en la cultura contemporánea. ¿Cuál es la presencia de estos mundos en la programación mexicana y cuáles son las formas que adopta?
En 1988 se transmitían 819 programas que acumulaban un total de 815 horas a la semana. En un primer vistazo corroboramos que la televisión ofrece más programas de entretenimiento (45 por ciento) que informativos (30 por ciento) y culturales (24 por ciento). No por casualidad se relaciona de manera común la televisión con la diversión barata.
En esa misma semana, se transmitieron 255 programas de ficción que equivalen al 31 por ciento del total de la programación. Siete de cada diez programas de ficción son importados. Las telenovelas son parte de ese 30 por ciento de producción de ficción nacional. De modo similar, siete de cada diez programas de ficción son transmitidos por canales privados. Las telenovelas ocupan un poco menos del 6 por ciento de la oferta total y la mayor parte de ellas (66 por ciento) se transmite por un sólo canal privado a todo el país.
Ni la ficción en general ni las telenovelas en particular, parecen tener importancia cuantitativa respecto del resto de la programación en general. La relevancia les viene de su fiel, sufrida y nutrida audiencia.
Algunos resultados de nuestra propia investigación de campo permiten romper de entrada con una serie de estereotipos y prejuicios relacionados con las telenovelas y su público.

6. EPPUR SI VEDE: DE MITOS Y ESTIGMAS VARIADOS

Cumbre del mal gusto, del kitsch y de la chabacanería populachera, ver telenovelas no suele ser en ninguna circunstancia una práctica cultural medianamente calificada. Pero ello no merma un ápice la vitalidad y difusión de esta (in)confesable práctica. Siempre se le ataca (con justicia) precisamente por ser de mal gusto, relativa a sensibilidades femeninas (es decir, sufridoras, lloronas y devaluadas a priori), costumbre de viejitas y gente sin oficio ni beneficio, asunto de pobres e ignorantes.


¿Gustos provincianos?: En las seis ciudades en las que realizamos el estudio, las telenovelas son preferidas cuando menos por un poco más de la mitad de las personas y a medida que decrece el tamaño de la ciudad, los porcentajes de preferencia se elevan hasta casi el 80 por ciento. Las telenovelas tienen una vitalidad urbana poco discutible, no son efectivamente sólo para pueblitos (figura 1). Por si fuera poco, a nivel nacional, el género que más gusta es sin duda el melodrama televisivo (figura 2).
¿Cosas de marujas y asuntos de abuelitas?: Cuatro de cada diez varones (que lo reconocieron abiertamente) se encargaron de desmentir que la telenovela sea hoy en día un género exclusivo para las mujeres; asimismo, la preferencia de las telenovelas de acuerdo a la edad nos indica que no sólo son para ancianitas (figura 3).
¿Sólo para vagos y desempleados?: También este primer estudio empírico, permite acabar con el mito de que la telenovela «es sólo para personas flojas y sin ocupación»: son precisamente los desempleados y los jubilados los que menos ven las telenovelas. El 55 por ciento de los estudiantes y casi la mitad de los profesionales y empleados prefieren las telenovelas (figura 4).
¿Kitsch para pobres?: Del mismo modo se derrumbó el estereotipo de que la telenovela sólo es para personas de «baja condición social». El 63 por ciento de los entrevistados de la clase alta, en el nivel más alto (la que menos ve las telenovelas) se reconoce sin tapujos como público constante de las mismas (figura 5).
¿Pastura para ignorantes?: La figura 6 nos muestra que si bien los que más ven telenovelas son efectivamente los menos educados formalmente, no podemos desestimar la importancia de los porcentajes de exposición de las capas más ilustradas por la escuela. Al parecer, las telenovelas no son tampoco sólo para analfabetas funcionales.
Según nuestros resultados, a medida que aumenta el tamaño de la ciudad, disminuye el promedio de telenovelas diarias que se ven. Si vemos la información de manera individual, efectivamente, la telenovela es un género más femenino -cuando menos ante la situación de encuesta- (2.66 TVN/día), que masculino (1.47 TVN/día), y pronunciadamente ligado a las ocupaciones caseras. Pero aunque ambas categorías de amas de casa tienen los más altos promedios de exposición (por encima de tres al día), resulta ligeramente más expuesta la categoría de amas de casa que cumplen precisamente una doble jornada.
Esta información nos basta por el momento para caracterizar a grandes rasgos una serie de relaciones generales, que tenemos en otro espacio que ahondar y esclarecer de mejor manera.
Sin embargo, las regularidades de la estimación cuantitativa y demográfica del fenómeno no nos dan sino muy lateralmente información sobre los modos en que las personas que reconocen seguir y ver las telenovelas, efectivamente se encuentran con ellas, ni de los escenarios sociales en que dicho encuentro se verifica. Para ello tenemos necesariamente que completar nuestra percepción al asomarnos -de cuerpo presente- a los espacios sociales de la circulación y resonancia cultural de la organización de la vida diaria: las comunidades de residencia, las unidades domésticas y más en particular en nuestra sociedad a las familias.


7. ¿FAMILIAS APANTALLADAS O FAMILIARIZACIÓN DE LAS PANTALLAS?

Para efectivamente comprender el papel de las telenovelas en la vida familiar, algunos proponen fijar la atención en la pantalla televisiva dentro del hogar. Sin embargo, no podemos sólo desarrollar empíricamente un atento -pero a nuestro juicio incompleto- acercamiento al papel de la pantalla televisiva en la vida doméstica (Cfr. Silverstone, 1990). Tenemos necesariamente que acercarnos a los ritmos temporales y dimensionalidades especiales de esa vida familiar que dan su verdadero peso a la importancia del televisor.
En su breve esquema, Silverstone propone la pantalla (y no la televisión) como centro de la reflexión desde varios puntos de vista (hogar, tecnología, mediación, regulación, consumo). Refrescante propuesta que puede quizás valer dentro de un entorno social (y en su caso, hogareño) europeo, que ya hace un uso generalizado de tecnologías de información tales como las computadoras caseras, los juegos informáticos, la cultura del videograma, el receptor de satélite, el telecable, el teletexto, etc., pero en México (y en América Latina), nuestra situación es social, cultural y tecnológicamente diferente. Ni qué decir del diferente papel de la familia en la vida social de nuestros países. Por ello, nuestra mirada no puede ser centrada -ni siquiera inicialmente- en la pantalla o en la televisión, sino más bien dentro de una escala particular de las relaciones sociales de «convivencia ideológica» elemental (Fossaert, 1983: 83-144) de la cual la familia, la unidad doméstica, el hogar constituyen el punto de fuga de múltiples trayectorias.
Es la organización de sus relaciones internas y externas, su ubicación dentro de distintos tejidos de redes ideológicas y su relación, estructural e histórica, con diversos campos ideológicos lo que convierte o no a la familia en un determinado tipo de público y lo que funda -se sepa o no, se desee o no- la especificidad de los habitus, esos modos de construcción y reinterpretación semiótica (González, 1990b) que funcionan como esquemas para percibir, actuar y valorar la realidad de los sujetos que conviven en familia (Bourdieu, 1979: 191). De este modo, debemos considerar metodológicamente tres aspectos clave en el estudio de las unidades domésticas y su relación con la telenovela:
a) La ubicación de la familia dentro de un espacio social multidimensional (económico, político, ideológico) de escala mayor que la contiene.
b) La consideración de la familia como espacio social específico, complejo sistema de posiciones que se definen interrelacionalmente unas con otras.
c) La especificidad de la dinámica de la vida familiar a través de la detallada observación de las mediaciones que operan sobre los tiempos, los espacios, los actores, los objetos y las situaciones y que precisamente convierten y transfiguran esos tiempos «reales», esos espacios «físicos», esos actores «individuales», esos objetos «materiales» y esas situaciones «concretas», en significativos y operantemente familiares.
Por las características propias del corte de nuestro acercamiento, así como del género que estamos estudiando, conviene dejar de lado -por ahora- otros tipos de comunidades de residencia tales como los grupos de convivencia (vecindario, barrio, poblado), y los grupos laborales (la oficina, el taller,la fábrica, la plantación, etc.), que se entretejen con las familias, para formar las redes de circulación, lectura, de/construcción, re/construcción y re/creación básicas y capilares del discurso social.
Las reglas y las situaciones de estas lecturas familiares, se hacen habitus a través de múltiples experiencias que dejan huellas a largo plazo. Esto significa que en la interpretación familiar de la telenovela opera un proceso de comprensión diferida (Jitrik, 1982).
En su particularidad como grupo primario, la familia es una especie de nudo en la red ideológica local de convivencia pueblerina y/o barrial, que opera colocada en un doble circuito de flujos de amplios intercambios sociales:
a) Hacia afuera en relación con diversos campos, instituciones, agentes y prácticas de la actividad ideológica, política y económica.
b) Hacia dentro en las relaciones que los miembros ejercen entre sí a partir de su lugar en el sistema de posiciones en la estructura familiar.
Los miembros de una misma familia no se relacionan de igual manera ni con la misma intensidad con su entorno social inmediato. De aquí que la relación diferencial hacia el «exterior» recomponga o refuerce las posiciones «internas». En breve: se requiere ubicar plenamente a una familia en el espacio social (Bourdieu, 1989), entendida primeramente como parte de un complejo entramado mayor y seguidamente determinar el sistema de sus relaciones internas. Por lo mismo, el estudio de una familia nunca resulta de sumar los análisis de sus miembros, pues tiene características que trascienden las cualidades de sus elementos considerados de manera personal, y simultáneamente muchas de las propiedades que se piensan como características de sus miembros, son socialmente generadas y mediadas por la organización familiar.
La relación de la familia con la infraestructura cultural de la sociedad, debilita su autonomía ideológica pero al mismo tiempo la enriquece discursivamente. La familia no es la célula original de la sociedad, sino el vértice nodal donde se entretejen, mediatizan y potencian todas las contradicciones y determinaciones sociales. El producto histórico de esta conflictiva interacción, genera distintos esquemas de organización, nominación y valoración del mundo social que en el seno de la vida diaria, se convierten no sólo en discursos, sino en signicidad somatizada se hacen cuerpo, pues. Y ciertamente,no los vemos ni sentimos, porque precisamente a través de ellos vemos y sentimos.

Este es el principio de la inteligibilidad de la competencia cultural, sistema de reglas para la construcción y de/construcción de prácticas razonables que es la matriz de los gustos y de los juicios estéticos. Esta competencia (que dicho sea de paso, no es sólo lingüística) nunca opera en el vacío hipotético de los llamados códigos culturales, siempre es una competencia-en-situación, social e históricamente determinada. De esta manera, la familia o la unidad doméstica opera como una doble estructura de mediación discursiva (lingüística, narrativa) y ritual (proxémica, objetual, espacial) que posibilita o impide el acceso a la lectura (de/construcción y re/construcción) adecuada o aberrante de ciertos discursos sociales cuya situación se presenta normalmente como independiente de la voluntad o conocimiento de los actores. Así, en familia, se aprende por contigüidad e inculcación no formal a decir (lo que debe decirse, a quién debe decirse, en qué modo decirlo y cuándo se debe decir) y a actuar (lo que debe actuarse, ante quién, de qué modo y cuándo actuar).
Sin embargo, en el trabajo de campo, el panorama no se presenta tan nítido. Dentro de las familias, recordemos, se conforman diferentes tipos de redes de distribución y ejercicio del poder, que nos dan una imagen si bien primeramente configuracional, inmediatamente móvil de las relaciones ternarias (Cirese, 1989: 224) del poder. Una madre puede dominar sobre ciertos tópicos o en ciertos escenarios familiares, pero ante otras situaciones,debe someterse a la autoridad o al dominio de otro miembro mejor colocado que ella. El niño pequeño, generalmente concebido como el polo terminal sobre el que se ejerce todo el poder parental, también encuentra y diseña sus estrategias de dominación intra-familiar en ciertas circunstancias. Cuando ponemos esta imagen móvil del poder dentro de la familia en relación con el uso del televisor y con la exposición a diferentes textos televisivos,particularmente las telenovelas, se vuelven relevantes para la observación etnográfica los lugares, las posturas, las interacciones, las cadenas discursivas que provienen o terminan en un texto que estalla y se fragmenta incesantemente desde y hacia la pantalla. En otro texto (González y Mugnaini, 1986: 160-ss) sostuvimos que la telenovela jamás es sólo lo que sucede en la pantalla durante la emisión cotidiana: la telenovela como experiencia cultural en sus públicos, es vivida como un universo fragmentado que está en la memoria de las familias, precede la emisión, le acompaña en diálogo constante y comparaciones simultáneas y no desaparece con el fin del capítulo, sino que le sobrevive en múltiples textos, objetos, referencias y discursos después de ella.
La complejidad de este mundo, de plano no aparece en la pantalla.
El lector-in-familia está constantemente comparando la telenovela que ve, con la pobre o rica, densa o fútil -según la ubicación de la familia en el espacio social- experiencia semántica y conductual de fruición de otros textos culturales que ha conocido de manera directa o indirecta, de primera, segunda o enésima mano y ese ejercicio de comparación se reticula en los meandros del poder intra-familiar. Ver la telenovela cada día es una experiencia activa, múltiple, cuyas reglas de exposición, lectura y goce están ancladas en una memoria colectiva (herencia y presencia) ligada en este caso con el melodrama, como hemos evocado más atrás.
Ahí se puede gritar, insultar a la mala, chulear y desear sexualmente al galán, criticar a la vecina por su parecido al mover el cuerpo con la rubita-vulgaresa, echarse un cachondeo a la luz de los instantáneos destellos del comercial y la sombra de la suegra, increpar (estando presente y atento durante toda la emisión) a la esposa e hijos por «estar viendo idioteces», condicionar la cena -familiar o del marido que recién llega- «hasta que acabe mi novela», informar a todos de «lo puta que es tal actriz» por el juicio (émico y ético) que se formó a partir de un reportaje sensacionalista en la prensa del corazón, callar inmediatamente al ordinario que dijo la palabrota esa, mirar punitivamente a los que no dejan estar a gusto, competir por el telecomando para husmear (zapping) en otros canales: «ya sabes cómo me molesta que estés cambia que te cambia», mientras la hija remienda, la madre plancha y mira la tele, pero nunca deja de monitorear el hogar, el pequeño hace la tarea con un ojo al gato y otro al garabato (sobre todo en las escenas de sexo), el papá hace como que espera ansioso que termine el culebrón para ver su informativo, «porque la muchachona que ahí sale está definitivamente bien buena», la abuela dormita y ronca todo el episodio, pero al final es capaz de retener lo más esencial, sea porque preguntó en el último bostezo, sea porque la nietecita se encarga oficialmente de darle los pormenores de cada capítulo. El tiempo y el espacio familiar de la telenovela son también a veces el tiempo para la recuperación de un espacio de comunicación afectiva que las diferentes modulaciones del habitus en trayectoria (nivel cultural, educación formal, posición política, religiosa, grupo generacional, preferencia sexual, clase social, etc.) y la rutina diaria se encargaron de cancelar.
Es también a veces, el tiempo del reencuentro del hijo intelectual de izquierdas (que abomina de la enajenación de las masas) con sus padres comunes mortales (que no entienden el refinado lenguaje de su hijo) en la temporalidad y referentes de la telenovela. Tiempos de desfogue, espacios de proximidad, discursos que tocan, personajes que subyugan; algo de todos en familia, pasa por la telenovela.

8. EL SENTIDO Y EL PLACER CASEROS

En forma creciente y veloz, la familia está siendo incorporada a la reflexión sobre la dimensión simbólica de la sociedad. Su estudio ha venido últimamente a redimensionar su papel en la creación, modulación y modelaje del discurso social común. Unos la entienden como situación testigo del comportamiento activo de las audiencias y los usuarios de tecnologías de información. Nosotros la ubicamos dentro de un haz de diversos pactos de lectura. La familia es a todo título, una comunidad hermenéutica de parientes, pues con ella y dentro de ella se negocia el sentido y las interpretaciones verdaderas y válidas de la realidad; desde el punto de vista del placer, es una comunidad de placeres porque con ella y dentro de ella se domestican y negocian las sensaciones, los impulsos, los deseos; es una comunidad afectiva, en la medida en que es el espacio de la aparición primera del otro y de la regulación de los quereres que unen y malquereres que separan; es -dirían algunos, en primera instancia- una comunidad de consumo donde se realiza y recicla el circuito de la producción ampliada de mercancías; es una comunidad de poderes que en lucha desigual pautan y hacen discretos los flujos y las continuidades de los sentidos, los deseos, los afectos, los consumos, los tiempos y los espacios de la vida familiar.
La televisión -tecnología tan cercana- ha sin duda colocado a la familia dentro de una nueva espiral de vectores ideológicos que resuellan a destiempo y sincopadamente en su seno. En lucha y negociación con las otras estructuras sociales objetivas y con los hábitos de clase y de grupo que se inculcan familiarmente (estos sí en primera instancia), tales vectores se amalgaman en los estilos de vida (Bourdieu, 1979: 191). De ellos derivan los gustos expresados en el mobiliario, los adornos caseros, las prácticas de diversión y ocio, los pasatiempos, las preferencias musicales, las lecturas, el lugar de la televisión en el espacio virtual de la casa y definitivamente la preferencia o rechazo por las telenovelas.
Estilos que aun siendo comunes a los miembros de una misma familia, no aplastan las diferencias y matices que marcan las edades y el sexo.
En las telenovelas se escenifica una dimensión temporal que por su continuidad, su eterno retorno, su estructura iterativa, su ritmo casi real las hace deseables y placenteras efectivamente, para el erotismo femenino, para «el sueño de la mujer» (Alberoni, 1988: 27-64). Pero, género mestizo de principio a fin y Aleph (industrialmente elaborado) de múltiples memorias, también la telenovela en su desarrollo y afianzamiento como género para construir su público, contiene elementos para cuando menos entibiar pulsiones más propiamente masculinas. En ellas, se escenifican dramas de la vida al plantear situaciones particulares (de amor, pasión, odio, intriga, muerte, paternidad, maternidad, sexo, miseria, riqueza, más amor, destinos, retornos, ascensos y descensos, abusos, solidaridades, amistad, confianza, de deseo, de risa, de fantasías y de sueños) que son resueltas de diferentes formas. Cuando se analiza el contenido de las telenovelas como un dato sin relación con la especificidad de las comunidades de fruición y lectura cultural y (para seguir con la metáfora) con las comunidades (organizaciones complejas) de su mercantil escritura cultural, se imposibilita el camino para comprender cómo el drama de la vida hace posible la vida del melodrama, cómo el sueño de la vida se convierte en la vida del sueño.

9. TELENOVELAS Y FRENTES CULTURALES: ¿SIN NOVEDAD EN EL FRENTE?

Apenas podemos tocar la importancia de poner el acento en los diversos modos de familiarización de las pantallas, que presumiblemente se adaptan a los estilos de vida de cada clase social, sin embargo resta la constatación de que las telenovelas no son más (si alguna vez lo fueron) populares (Cirese, 1976). No encontramos una relación de recíproca presuposición entre las clases sociales llamadas pueblo y estos textos culturales. Más bien su fruición social tiende a presentarse (bajo el ataque y descalificación constante de una doxa cultural legitimadora) como una práctica cultural transclasista en la que convergen distintos grupos y clases sociales bajo un mismo techo de escenificación melodramática de emociones poco o nada ligadas a una sola franja social determinada.
En las telenovelas (en su escritura cutural) se definen de una cierta manera (esta si históricamente construida, quizás clasistamente determinada, y con toda seguridad organizacionalmente condicionada) situaciones humanas básicas, casos límite, escenarios multi-comprehensivos, placeres mundanos, glorias alcanzables, utopías rasguñables, mundos posibles donde todos cabemos (cuando menos un poquito) de manera nítida, pero que como formato histórico ligado a una memoria, cede y abre siempre un espacio destinado para ser llenado y garabateado, reescrito y borrado en los diversos procesos de sus múltiples lecturas culturales mediadas por la familia. El sentido de la mayor parte de los textos televisivos está rigurosamente pautado y poco se dejan hacer en el momento de su realización. Las telenovelas (y particularmente su degustación social) son precisamente un espacio más abierto y poroso, que deja lugar también a distintos procesos de conflicto y lucha simbólica por la definición de lo que nos une y separa en la densidad ralentada de la organización rutinaria de la vida de todos los días.
Menuda magnitud del combate en este movedizo e industrializado, querido y vilipendiado, negado y estratégico frente cultural (González, 1992) en el que se libra una incesante lucha por definir y redefinir el sentido de la vida, del amor, de la dicha y del placer rigurosamente terrenales.
¿Sin novedad en el frente? Eso quizás está aún por verse.
La vida, el placer, el sueño y las luchas continúan sin cesar. No faltaba más.
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Artículo extraído del nº 34 de la revista en papel Telos

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