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Cinco dudas sobre la televisión cultural


Por Néstor García Canclini

El texto reflexiona acerca de las principales cuestiones suscitadas por la televisión cultural: su definición y atractivo, su naturaleza democrátic y, la diversidad de sus contenidos. Finalmente, se plantea cómo hacer una televisión cultural en esta época de convergencia digital.

¿Cómo hacer una televisión cultural si todos los canales son culturales?

A menudo, la pregunta principal que se suscita a propósito de las televisiones culturales es cómo tener un rating significativo en medio del dominio avasallador de las audiencias por los canales comerciales. Ésa va a ser nuestra segunda pregunta.

Quiero tratar primero la discusión acerca de si puede diferenciarse a algunas televisiones como culturales. Para la antropología, la dimensión simbólica que define lo cultural forma parte de todas las prácticas e instituciones: desde esta perspectiva es fácil argumentar que las televisiones dedicadas a entretenimientos y deportes, series, porno o gastronomía son culturales. En una visión antropológica, la cultura no es un conjunto distinguido de bienes, como las obras de arte o los libros, sino la dimensión que da significado a todas las prácticas sociales. Si la cultura es el campo donde las sociedades forman su sentido, aparece cuando se asiste a un concierto y también en el estilo, el color de nuestro coche y en la asistencia a museos tanto como en la indiferencia hacia ellos.

Algunos investigadores de las llamadas “industrias culturales” han cuestionado que se les dé este calificativo. ¿Por qué llamar culturales a la industria editorial o las audiovisuales y no a las industrias que producen juguetes, vestidos, automóviles o comida rápida? Producir muñecas negras o blancas, juguetes amables o violentos, y jugar con ellos, son modos de organizar las diferencias y los significados, étnicos o de género, de convivencia o de conflicto. La ropa, además de proteger, presenta la imagen que deseamos dar, comunica pertenencia y aspiraciones. Los autos son medios de transporte y a la vez símbolos de estatus o potencia sexual. La comida rápida suele connotar modernidad, prisa, cierto modo de vivir las relaciones entre trabajo y familia. Por tanto, como dice Daniel Mato (2008), «no hay industrias de las que se pueda decir que son culturales per se, ni que sean más culturales que otras». Todas las industrias son susceptibles de ser analizadas en su aspecto cultural si, además del objeto y el proceso material de su fabricación, consideramos los significados que lo acompañan: el empaque, la publicidad y los usos que los insertan en grupos.

Si aplicamos este argumento a la televisión, admitiremos no sólo que todos los canales –no importa de qué se ocupen– son culturales, sino también que aun los mensajes que parecen prescindibles o accesorios, como la publicidad comercial, son cultura. Tampoco sirve pretender que lo Cultural con mayúscula, o de calidad, estaría preservado en los canales que llevan ese apellido, como si en la televisión comercial no aparecieran programas de calidad: Tony Soprano se burla con su esquiva mirada mafiosa y Homero Simpson ni nos presta atención.

¿No tiene valor, entonces, la distinción entre las televisiones culturales y las demás? Si bien la antropología reconoce a todas las manifestaciones simbólicas –altas o populares, de distintas etnias o grupos– como legítimas, no podemos olvidar que en la modernidad ciertos bienes y mensajes se diferenciaron al autonomizar la forma de la función. Postularon un tipo de placer “desinteresado” que logró ponerse en escena en espacios específicos –los museos, las salas de teatro y conciertos–, donde las obras serían valoradas con criterios específicamente estéticos, sin sujetarse a prescripciones religiosas ni controles políticos.

El distanciamiento de los fines comerciales

Las televisiones llamadas culturales intentan preservar espacios semejantes: buscan una escena más autónoma, no tanto frente a presiones religiosas o políticas, sino más bien tomando distancia de los condicionamientos comerciales. En algunos países, y después de muchas batallas, se ha logrado que se destinen unas pocas frecuencias a programas de interés público o cultural, no dependientes del éxito comercial. ¿Vamos a despreciar esos espacios, y la financiación con que cuentan, por una discusión conceptual?

Tal vez el problema podría plantearse de otro modo: la defensa de la autonomía de los medios frente a los poderes políticos y religiosos aún es necesaria, pero dado que la independencia buscada ahora en las industrias audiovisuales se refiere más a la competencia comercial, cabe preguntarse si repetir las estrategias de “autonomización” desarrolladas por las bellas artes y las vanguardias es lo más adecuado para esta etapa.

Me explico. Dos procesos asociados a las batallas por la autonomía creativa en las artes y la literatura fueron la “elitización” o dedicación a públicos minoritarios y la exaltación del artista creador, supuestamente incondicionado. Ambos movimientos de las estéticas modernas se vuelven cada vez más impracticables al industrializarse la producción editorial y musical, reconvertirse los museos en empresas y reformularse la noción del artista creador como productor y comunicador. Sigue habiendo artistas visuales que buscan la innovación y la experimentación, pero muchas instituciones artísticas que antes lucharon por su autonomía ahora hacen pactos con el diseño, la especulación urbana, el turismo y la moda.

Si aquellas concepciones individualistas y autonomistas disminuyen su vigencia en las “artes clásicas”, menos pertinentes son en las industrias comunicacionales que requieren caudalosas inversiones y el trabajo en equipo de muchas profesiones asociadas. La importancia de los factores económicos y de la producción colectiva, incluso en las denominadas televisiones culturales, las aproxima a las comerciales o masivas. No sólo las asemeja el carácter cultural de unas y otras, sino también sus condiciones materiales y sociales de producción. Todos los canales son culturales y todos necesitan un soporte económico, tecnológico y una estructura productiva propia de empresas competitivas en los mercados audiovisuales.

¿Cómo tratar en la televisión dos claves de su lenguaje y su comunicación: el placer y el espectáculo?

Ante la duda sobre cómo diferenciar la televisión cultural del resto, quienes buscan la respuesta en la mercadotecnia piden que nos atengamos a los hechos: la televisión comercial tiene alto rating, mientras el de la televisión cultural es bajísimo. En casi todos los países es cierto, pero los hechos son tan rotundos como opacos. ¿Por qué la mayoría prefiere la televisión comercial, privada y de entretenimiento? Los hechos no hablan, y agrupados estadísticamente dicen muy poco. Hay que interpretarlos. Cada agrupamiento estadístico es ya una interpretación que suma algunos hechos y descarta otros. La Sociología de la Cultura ha demostrado que la organización social del gusto corresponde a la distribución desigual de recursos económicos y simbólicos, a oportunidades distintas de acceso a los lugares donde se forman los estilos de vida.

Las encuestas de rating acostumbran relacionar las cifras mayoritarias con entretenimiento, placer y “lo que a la gente le gusta”, considerando el gusto como un hecho natural. La consagración de lo dado en la sociedad como natural, como resultado de elecciones libres no condicionadas, se vuelve argumento de calidad. Más aún, de ejemplo democrático: si la mayoría prefiere las telenovelas, las series, los reality shows, ¿por qué no respetar sus opciones?

Esta sacralización de lo existente opone para siempre la televisión comercial con rating masivo, que da a la gente lo que le gusta –entretenimiento–, frente a las televisiones culturales que ofrecen programas sesudos, de crítica y aburridos. ¿Cómo superar esta disyuntiva? No hay forma de hacerlo si la encaramos desde un puritanismo aristocrático e intelectual, o sea suponiendo que los canales culturales serán superiores en la medida en que se desinteresen por el dinero, el volumen de rating, y dando por descontado que la crítica y la calidad estética ligada al nivel intelectual deben distinguir a una televisión que merezca el nombre de cultural.

Si bien pienso que la crítica y la elaboración intelectual son componentes necesarios de la vida democrática, prefiero no caracterizar de este modo la tarea de la televisión pública o cultural. Los estudios sobre audiencias televisivas en muchos países muestran que ni los adultos ni los jóvenes, y menos los niños, encienden habitualmente la televisión para ver mesas redondas, conferencias o información intelectual. Existe un porcentaje minoritario de espectadores de televisión que va a clases universitarias, conferencias y conciertos, lee libros y revistas que no son sólo de entretenimiento, pero no frecuenta esas actividades, salvo excepciones (en los programas educativos) en la pantalla televisiva. Los estudiantes buscan material para sus tareas escolares en la Wikipedia, Google o Youtube, y ocasionalmente en algún libro, no en Discovery Channel, ni en History Channel, ni en los Canales 11, 22 o Teveunam.

Hace más de medio siglo, Bertold Brecht sostenía que el principal objetivo del teatro es producir entretenimiento y placer. Él distinguía entre los placeres débiles (simples) y placeres intensos (complejos) y definía a estos últimos como «los más ramificados, más fructíferos, más llenos de contradicciones y más ricos en consecuencias». También esperaba de los placeres complejos que se basaran en la crítica racional y sustentada científicamente. Podríamos adoptar la vocación por ofrecer placer como finalidad clave de la televisión. Tengo reservas, en cambio, con asignar a la crítica el rasgo distintivo de los placeres complejos.

Algunos artistas e intelectuales, como Brecht, supieron divertirse y hacer disfrutar con la crítica. En los estudios comunicacionales, desde los años 70 del siglo pasado, la corriente de análisis llamada de “usos y gratificaciones” y las investigaciones de orientación psicoanalítica sobre el placer en las relaciones entre texto, imágenes y sujetos han mostrado el lugar decisivo del placer en los espectáculos y las interacciones culturales. Pero todavía ciertos cuestionamientos a la televisión, y la pretensión de hacer televisión cultural, la conciben como una televisión sin espectáculo, sin el aprovechamiento de los recursos técnicos y de lenguaje propios de la comunicación televisiva.

La visión problematizada de lo social y lo personal

Uno de los ejemplos más ilustres, y fallidos, fue el de Pierre Bourdieu cuando aceptó dar dos conferencias en televisión en 1996. ¿Qué pensó que podía hacer con la televisión un científico empeñado en guardar la autonomía de su oficio? Explica en el libro en el que publicó las conferencias: «Para poner en primer plano lo esencial, es decir el discurso, a diferencia (o a la inversa) de lo que se practica habitualmente en la televisión, he elegido, de acuerdo con el director, evitar toda búsqueda formal en el encuadre y el enfoque, y renunciar a las ilustraciones –extractos de programas, facsímiles de documentos, estadísticas, etc.– que, además de que hubieran tomado un tiempo precioso, habrían enturbiado sin duda la línea de una exposición que quería ser argumentativa y demostrativa» (Bourdieu, 1996, pp. 6-7). Además de negarse a usar los recursos audiovisuales de este medio de comunicación, Bourdieu dedica la mitad de su primera conferencia a despreciar las obras que son escritas «para asegurar invitaciones a la televisión» (pp. 18-20). El sociólogo, en cambio, busca «volver extraordinario lo ordinario», suspender el sentido común, porque «las producciones más altas de la humanidad, las matemáticas, la poesía, la literatura, la filosofía, todas esas cosas han sido producidas contra el equivalente de la medición de audiencia, contra la lógica del comercio» (p. 29).

Es posible apreciar tramos de las conferencias de Bourdieu, como cuando habla sobre el enlace negativo que existe en la televisión «entre la urgencia y el pensamiento». Pregunta él «si se puede pensar en medio de la velocidad» sin ser repetidor de ideas recibidas, que a su vez fueron antes recibidas por otros, porque en esa prisa del “fast food cultural” no es posible plantear el problema de la recepción. Pero predomina en su análisis, y en las condiciones estilísticas que elige para intervenir en la televisión, un rechazo a usar y problematizar las oportunidades de pensar a través de imágenes electrónicas. No es aceptable trazar un cordón sanitario rígido entre discursos científicos o comunicacionales y espectaculares en un tiempo que ha tendido tantos puentes entre escrituras e imágenes, que ha reflexionado sobre los vínculos entre imágenes para entretener y para conocer (desde la antropología visual hasta Jean-Luc Godard y Wim Wenders).

Como se ha hecho con frecuencia en las televisiones públicas o culturales, Bourdieu coloca en el centro de la comunicación televisiva al “campo periodístico”. Sus ejemplos, tomados de las prácticas informativas de la televisión y la prensa, intelectualizan la comunicación. No estudia las funciones lúdicas o de entretenimiento de los medios. Por tanto, tampoco se pregunta por los problemas específicos del lenguaje televisivo, las interacciones creadoras y recreadoras de las convenciones comunicativas y sociales que pueden generarse en el disfrute de los medios.

Como ésta es la manera en que entienden la crítica y la televisión cultural muchos intelectuales, prefiero colocar en lugar central al placer y postular, en lugar de la crítica, «la visión problematizada de lo social y lo personal» como característica de los placeres complejos.

¿Qué entiendo por visión problematizada y problematizadora? Una perspectiva sobre los hechos históricos y actuales que no ofrezca una sola mirada, que no se guíe con realismo mimético hacia las interpretaciones predominantes ni hacia lo que le gusta a una mayoría construida por la mercadotecnia, sino considerando la variedad de gustos, el valor de diferentes culturas y ayudando a comprenderlas. No sólo mesas redondas con opiniones en serie o estadísticas de la opinión de los ciudadanos congelada en cifras de encuestas, sino también espacios de negociación razonada de los conflictos. Con dos actividades que son muy atractivas en pantalla: narrar con imágenes y dar escena a las controversias.

¿Puede ser la televisión cultural democrática?

La problematización a la que me refiero no va dirigida únicamente a la sociedad, sino también al propio instrumento de comunicación. Al sufrir menos las coacciones mercantiles como compulsión al éxito inmediato, al no estar obligada a usar formatos con éxito probado, la televisión pública puede experimentar con la potencialidad expresiva del medio. No se trata, dice Jesús Martín Barbero, de crear franjas de programación con contenido cultural o político, sino de «darse la cultura como proyecto que atraviesa cualquiera de los contenidos y los géneros». No se trataría de asegurar la calidad transmitiendo la cultura ya distinguida, sino con «una concepción multidimensional de la competitividad: profesionalidad, innovación y relevancia social de su producción» (Martín Barbero, 2001, pp. 15-16). La combinación de estos tres criterios trasciende la restringida noción de “control de calidad”, propia de la reestructuración corporativa de la cultura, como cumplimiento eficiente de estándares técnicos y producción de valor económico. Podemos dar un paso más si incorporamos los debates estéticos de los años recientes acerca de la posibilidad de pensar sobre el valor y la calidad en otro lugar que no sea el mercado, por ejemplo en los movimientos que trabajan por la memoria, la comprensión densa de la significación social y la experimentación de los lenguajes como recurso para decir y hacer de otras maneras.

Voy a introducir este asunto con un debate ocurrido en un coloquio sobre conflictos interculturales, realizado en junio de 2007 en el Centro Cultural de España en México. En una mesa sobre industrias culturales, un estudiante de posgrado, luego de escuchar a los ponentes, objetó dos supuestos que encontraba en las exposiciones: «La primera premisa es que el consumidor, el ciudadano, no es capaz de elegir, tiene que llegar el Estado o el académico a evangelizarlo, alfabetizarlo, educarlo al pobrecito, víctima de los medios, y creo que esa visión paternalista del televidente es una visión que tienen mucho los políticos en América Latina y en España. Habría que darles un voto de confianza a los consumidores, porque son menos tontos de lo que creemos. Hay otra palabra que no escuché y es la palabra calidad. No se oyó en ninguna de las dos ponencias […] Los consumidores pueden escoger y pueden quizá preferir ver programación americana más que nacional porque quizá para ellos lo americano es mejor. En lugar de tener cierta “americano-fobia”, que es muy común en la academia, quizá podemos preguntarnos: ¿Por qué los consumidores prefieren eso? Creo que si llegamos a esas preguntas un poco más abiertas podemos hacer quizá políticas mucho más honestas».

Uno de los ponentes, Emili Prado, respondió: «No tengo ninguna “americano-fobia”, valoro los elementos de excelencia que tiene la industria audiovisual norteamericana, lo cual no obsta para que podamos señalar cuál es su rol en el conjunto de la distribución de productos televisivos en el mundo […] La segunda cuestión a la que usted apela es la capacidad de escoger. Efectivamente, yo soy partidario de que los ciudadanos puedan escoger y para ello hay que ofrecerles diversidad. Dada mi condición de Director de los Observatorios Permanentes de la Televisión en Europa (EUROMONITOR) y en los Estados Unidos de Norteamérica (USAMONITOR), puedo certificarle que tal diversidad no existe. La multiplicación de canales no ha dado como consecuencia la diversidad y eso no hace falta certificarlo con datos como los que yo he demostrado. Llevo en el DF tres días y he visto ya mucha televisión. Toda la que he podido. Le aseguro que he visto lo mismo que veo en todo el mundo. Lo mismo, incluso cuando son productos generados por la industria nacional, porque están haciendo los mismos géneros, con los mismos formatos. Cierto, con un tinte local. En vez de “Operación Triunfo” (España) o “Pop Idol” (Gran Bretaña) o “American Idol” (USA) se llama “La nueva banda Timbiriche”, pero todos son un Reality Game para generar competencias musicales en un grupo de ciudadanos corrientes que aspiran a convertirse en figuras. Es decir, estamos reproduciendo los mismos contenidos en todo el mundo. Yo defiendo la capacidad de elección del ciudadano, pero para elegir hay que tener entre qué optar. Por lo tanto, no es paternalismo decir que hay que multiplicar la diversidad de oferta, y si para conseguirlo hay que hacer políticas públicas tampoco es paternalismo. Por lo mismo que hacemos escuelas u hospitales, podemos hacer una oferta pública de televisión que promueva una diversificación de la oferta, aunque tenga que pagar unos peajes porque sólo cumplirá sus funciones si tiene audiencia, y tendrá audiencia si también es deudora de algunas de las fórmulas de éxito de la televisión generalista comercial. Pero, aun así, hay un espacio para la educación social del gusto, a través de una oferta de calidad. La libertad de elección será efectiva cuando haya un abanico de productos que liberen de la espada de Damocles que pende sobre el producto de consumo de penetración rápida y le demos tiempo a entrar en contacto con el público. Sólo después de probar y probar un producto excelso, un paladar se adapta a valorar sus cualidades; no es diferente en la cultura. Estoy, por eso, a favor de dar diversidad en la oferta. No estoy por el paternalismo sino por el diagnóstico y, una vez hecho el diagnóstico, establecer políticas que posibiliten que efectivamente los ciudadanos tengan diversidad de productos entre los cuales elegir y, como mayores que son, elijan y corran sus riesgos, incluido el de equivocarse» (Prado, 2007).

Diagnóstico para conocer a los consumidores y programación diversa para crear oportunidad de efectiva elección. Sólo agrego que una televisión democrática no se hace sin consumidores que pidan y expresen sus demandas como ciudadanos. La figura del defensor del televidente es útil para que los receptores defiendan sus derechos e interpelen a las empresas, a los locutores, a quienes nos entretienen e informan. Pero esta interacción desde los ciudadanos será limitada si sólo ocurre en canales culturales o públicos y no en los comerciales y, aun cuando logremos que exista defensa del televidente en estos últimos, será ocasional si la mayoría de los receptores ejerce su libertad sólo a través del zapping y el pay per view.

No tengo tiempo aquí más que para señalar un desequilibrio latinoamericano en este asunto. Somos una de las regiones con mayor avance en los estudios de recepción televisiva que han mostrado sofisticadamente que toda recepción es producción e interacción (Orozco, 2002). Pero casi no existen defensores del televidente, ni organizaciones autogestivas de receptores para sostener sus derechos.

¿Televisión cultural o intercultural?

Vivimos en un mundo que se caracteriza a la vez por la creciente multiculturalidad y por su representación muy distorsionada en las industrias culturales. La información periodística en diarios y revistas, así como la circulación de libros y discos exhiben una diversidad más amplia que la que nos traen las películas y la televisión. En el cine, el control monopólico de la cadena de producción, distribución y exhibición por empresas estadounidenses o dependientes de sus políticas, hace que en América Latina y en otras regiones, aproximadamente el 90 por ciento de los filmes sean hablados en inglés y originados en Hollywood. La televisión gratuita expresa, por lo general, la cultura hegemónica del país, en una sola lengua, con mayor producción de contenidos propios en las naciones más desarrolladas. La proliferación de canales que trajo el cable y que ahora crece con la digitalización se dedica en forma casi unánime a reproducir la programación de empresas estadounidenses.

En otros campos de la vida social la diversidad cultural histórica ha acrecentado sus expresiones. Algunos países latinoamericanos, como Brasil, Bolivia o Colombia, se reconocen como multiculturales en sus constituciones y aseguran mayor lugar a las etnias indígenas en la educación, en los servicios públicos, en los derechos y en la representación política. En unas pocas naciones los indígenas y los afroamericanos llegan a diputados y excepcionalmente a los gabinetes gubernamentales. La música, el deporte y las radios son los lugares donde más se manifiesta la capacidad creativa de las etnias no hegemónicas.

Al intensificarse las relaciones internacionales a través de las migraciones, el turismo y la información, se va abriendo nuestro horizonte. La ampliación de la oferta gastronómica es uno de los procesos más elocuentes: en muchas ciudades grandes y medianas hoy podemos elegir entre comida árabe, argentina, brasileña, china, española, francesa, italiana, japonesa, mexicana y de otros países. Hace 20 años hubo pánico en gran parte de occidente por la “macdonaldización del mundo”, y se escribieron libros con este título, que veían en ese proceso el signo de que la globalización sería una “norteamericanización”. Más que los MacDonalds, han crecido los restaurantes de sushi y las pizzerías, pero sobre todo vemos que la oferta gastronómica expresa el “cosmopolitismo” creciente de nuestras sociedades.

La televisión comercial, pese a tener mayores facilidades para el transporte y la traducción de contenidos que otros vehículos culturales, muestra una terca homogeneidad. La representación de lenguas y culturas indígenas es casi inexistente. Pero ni siquiera el castellano, lengua dominante en la educación y la vida cotidiana de casi toda la región, con casi 500 millones de hablantes si sumamos los latinoamericanos, los españoles y los 45 millones que lo usan en Estados Unidos (EEUU), ha logrado generar una industria audiovisual sólida. Los hogares hispanohablantes en EEUU (el 70 por ciento de los cuales dispone de televisión por cable) registran entre las 10 primeras ofertas recibidas en español lo que transmiten Fox Sports, Mtelevisión, Discovery Channel y CNN (Prado, 2007). El manejo de la programación por empresas en las que el capital y los criterios son ajenos a la comunidad hispanohablante acentúa la homogeneización de los hábitos lingüísticos y reduce la diversidad de los grupos mexicanos, colombianos, dominicanos, cubanos, argentinos, puertorriqueños y de otros países que han migrado masivamente a EEUU.

Por otro lado, en España, pese al incremento de los públicos latinoamericanos por las crecientes migraciones, en la temporada 2006-2007 apenas el 1 por ciento de la programación de las cadenas generalistas de ese país procedió de América Latina. Un porcentaje tan raquítico asignado a la producción latinoamericana, en palabras de Emili Prado, «desmiente cualquier ilusión sobre la función de la lengua como vehiculizadora de un mercado televisivo» (Prado, 2007). Esta política comunicacional, ajena a criterios de comunidad lingüística o cultural, menos aún puede ofrecer con ese 1 por ciento una visión de la diversidad de América Latina, ni facilitar afinidades basadas en la comprensión. Si la riqueza multicultural es amontonada y confundida en el embudo de una televisión monolingüe o bilingüe en dos idiomas (español e inglés), queda todavía menos espacio para los conflictos interculturales. En América Latina y en EEUU, con procesos parcialmente distintos, pero debido a la semejante concentración monopólica de las empresas y el predominio del lucro económico inmediato sin regulación pública, la televisión no puede representar la diversidad, la fecundidad creativa y la complejidad de las relaciones interculturales.

¿Cómo hacer televisión cultural en una época post-televisión?

En un mundo tan interconectado, donde a las desigualdades históricas se agregan las nuevas brechas creadas por las migraciones, las industrias culturales y el desequilibrado acceso a la comunicación digital, la pregunta acerca de cómo hacer una televisión cultural debe especificarse con una indagación sobre cómo tratar la interculturalidad. La digitalización de las televisiones va a extender el número de canales por vía hertziana terrestre, por satélite, por cable y nuevas redes. La erosión de las fronteras nacionales controladas por los Estados se acentuará y va a disminuir la eficacia de los actores nacionales. Pero una asociación regional para regular la expansión y la contribución pública a una creación endógena y a la circulación más diversa de muchas voces e imágenes puede hacer de la televisión un instrumento estratégico para comprender y convivir.

Un modo más preciso de formular la pregunta sería: ¿cómo hacer una televisión intercultural en un tiempo de televisión “intermedial”? Quizá la post-televisión comenzó con Mtelevisión. En la televisión anterior prevalecía la comunicación mediante imágenes; los sonidos y los textos tenían papeles secundarios. Mtelevisión, en cambio, concede importancia semejante a las imágenes y los sonidos: «funciona como una “radio visual”», escribe Teixeira Coelho, busca que sus receptores tengan sensaciones visuales análogas a las sensaciones auditivas. Aspira, inclusive, a producir “un ambiente visual”: no se trata de sentarse en un sillón como para ver el fútbol, una película o el noticiero. Cualquier imagen sedentaria, de estabilidad, es descartada por la turbulencia narrativa (visual y musical), que da relatos acelerados, con sobreposiciones y transformaciones constantes de una imagen en otra (Coelho, 2005, pp. 159-171). Quizá no todas las televisiones dedicadas a la música generen iguales interacciones entre ambientaciones visuales y receptores. Sería interesante estudiar estos procesos partiendo de la diferencia sugerida por Roland Barthes entre placer y goce: el placer es confirmatorio de las prácticas confortables, de los modos rutinarios de articular textos y hábitos de lectura y visión; el goce es un placer sensual que suscita emociones, desacomoda, hace vacilar los fundamentos históricos, culturales y psicológicos del lector o el televidente, «la consistencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje» (Barthes, 1974, pp. 22-23).

La convergencia digital llega con una integración radical de todos los medios: radio, música, noticias y televisión se reinventan al combinarse en un solo sistema. Se fusionan las empresas productoras de televisión con las de cine, los servidores de Internet y las editoriales. Los consumidores recibimos en las pantallas –sea del televisor, de la computadora, o del iPhone– audio, imágenes, textos escritos y transmisión de datos, más las fotos y los vídeos que nosotros o nuestros conocidos generaron o descargaron de la Red.

¿Cómo hacer televisión en una época en que somos a la vez espectadores, audiencias musicales, lectores e internautas? Los cambios económicos, culturales y de interacción social que está produciendo esta transformación tecnológica vuelven aún más impertinente la separación tajante entre las televisiones culturales y las demás. Ya no es suficiente salirnos de la anquilosada oposición entre escuela y medios, o entre arte e industria; se necesita “desprejuicio” hacia el uso combinado de los medios, repensar la televisión como un medio infiltrado por los otros.

En relación con el avance de las televisiones públicas, culturales y regionales en México, hay muchos motivos para festejar lo que la han significado en estos últimos años como alternativa a las pantallas de las corporaciones, comunicación de trabajos artísticos y culturales desconocidos en México, oportunidad para que nos desarrollemos como televidentes maduros en medio de una programación masiva que tiende a infantilizar.

Hay que destacar que el desarrollo de los canales culturales se logró en el mismo periodo en que los gobiernos fueron privatizando televisiones y organismos públicos y empequeñeciendo los fondos para la investigación, descuidando el nivel de la educación pública y todo lo que contribuye a crecer como nación independiente, ahogando la capacidad de desarrollo endógeno en las industrias dedicadas a la cultura y en muchas otras. En el mismo periodo en que los tratados de libre comercio facilitan inversiones extranjeras sin impulsar el desarrollo interno, cuando la desregulación de los mercados audiovisuales y las obstrucciones para una nueva legislación de medios y telecomunicaciones favorecen la concentración monopólica y la dependencia de las transnacionales, las radios y televisiones públicas mantienen un intercambio con la producción artística y cultural europea, latinoamericana y asiática y dan micrófonos y pantallas para la creación mexicana independiente.

Una buena manera de celebrar estos logros es exigir una legislación de medios y telecomunicaciones que coloque en el lugar protagónico los intereses públicos y la participación de los ciudadanos y trabajar con los legisladores de todos los partidos para que otorguen más frecuencias a la radiotelevisión pública, gracias a la convergencia digital, y se amplíen los fondos necesarios. Nuestra tarea como comunicadores, investigadores, creadores culturales y audiencias es imaginar un espectro de televisiones en las que la cultura, el debate político razonado y la comunicación plural con el mundo conviertan la televisión, en esta época de “post-televisión”, como algo más que un paquete de entretenimientos digitalizados que simulan el conocimiento, la felicidad y la participación.

Las siniestras noticias de asesinatos, destrucción y gobiernos incompetentes o inverosímiles no son las únicas de nuestros días. Otra sociedad se anuncia en muchos foros de Internet, en blogs que balbucean descontento y ensayan salidas, en las comunidades virtuales de televidentes, de cinéfilos y videófilos, aunque poco organizados, en los partidarios de extender el copyleft. Queremos juntarnos en las pantallas personales y públicas para seguir pensando de qué modo otro mundo es posible, cómo contar otro relato, con otras palabras y otras imágenes, no con los defectos de siempre sino con efectos verdaderamente especiales.

Bibliografía

Barthes, R. (1974). El placer del texto. Buenos Aires; Madrid: Siglo XXI.

Bourdieu, P. (1996). Sur la television. París: Libe.

— (2003). Sobre la televisión. Barcelona: Anagrama.

Brecht, B. (1970). Escritos sobre teatro 3. Buenos Aires: Nueva Visión.

Coelho, T. (2005). A televisión pós-televisión. En Modernos pos moderno. Sao Paulo: Iluminuras.

Corner, J. (1999). Pleasure. En Critical ideas in televisión studies. Oxford: Claredon Press, pp. 93-107.

García Canclini, N. (2007). Lectores, espectadores e internautas. Barcelona: Gedisa.

Martín Barbero, J. (2001). Claves de Debate: Televisión pública, televisión cultural: entre la renovación y la invención. En Televisión pública: del consumidor al ciudadano. Bogotá: Andrés Bello, pp. 35-69.

Mato, D. (2007). Todas las industrias son culturales: crítica de la idea de “industrias culturales” y nuevas posibilidades de investigación. Nueva época, No. 8, jul.-dic., pp. 131-153.

Orozco, G. (2002). Recepción y mediaciones. Casos de investigación en América Latina. Buenos Aires: Norma.

Prado, E. (2007). Comunicación entre hispanohablantes: España, América Latina y Estados Unidos. Conferencia en el Taller Diálogos: Conflictos Interculturales. México: Centro Cultural España.

Artículo extraído del nº 77 de la revista en papel Telos

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Néstor García Canclini

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