Se reflexiona en torno a los cambios que el avance tecnológico, en especial las redes sociales, están operando en los espacios públicos, el mundo de la política y la propia gestión de la democracia.
El cambio tecnológico que recibe el nombre de digital turn ha provocado una reorganización profunda del mundo de la política o, más en particular, de la democracia. Por lo pronto, su efecto más inmediato ha consistido en producir una verdadera convulsión en el espacio público tradicional, constituido hasta muy recientemente por los medios de comunicación tradicionales como prensa, radio y televisión. A ellos se han superpuesto en nuestros días nuevos lugares de debate y comunicación política más o menos espontánea en blogs y redes sociales que están centrifugando la información y, sobre todo, la opinión.
Un nuevo espacio público
La consecuencia inmediata es que los medios tradicionales están comenzando a sufrir un proceso de pérdida de su anterior auctoritas; ya no monopolizan el acceso a la realidad. Siguen siendo quienes ponen el escenario en el que las sociedades contemplan su vida política, pero ya no lo monopolizan; ahora deben compartirlo con la nueva comunidad virtual. En muchos casos, además, porque los medios tradicionales han comenzado a reflejar la imagen que los acontecimientos de la realidad cotidiana proyectan sobre dichas redes sociales. Sus contenidos, el reflejo que en ellas cobra lo que sucede, se han convertido en ‘noticiables’, en parte de lo que ‘hay que dar cuenta’. La realidad virtual acaba cobrando así un estatus similar al de cualquier otra realidad observable.
Se dirá, y es una idea muchas veces repetida, que estas presencias del demos son bastante caóticas y, sobre todo, nos ofrecen un público fragmentado en ‘esferas públicas desorganizadas’ (Habermas, 2008, p. 161 y ss.). Contrariamente a lo que ocurre en el espacio público ordinario, resulta casi imposible que estas se agrupen al mismo tiempo sobre los mismos temas y preocupaciones sociales del momento, provocando un alejamiento y dispersión que impide después concentrarse sobre las cuestiones que merecen una evaluación y ponderación entre toda la ciudadanía. Favorece, pues, la dispersión en una pluralidad de issue publics o chat-rooms donde se reúnen los afines, quienes comparten intereses y objetivos.
Las redes sociales son, además, reactivas; no dialogan o argumentan, sino que se mueven a base de flujos de halago o descalificación (shitstorms, shitshowers) que, como un seísmo, sacuden el espacio público llenándolo de ruido e impidiendo una reflexión serena. Pero su efecto sobre la política práctica es indudable. Puede que esta sea la razón por la que Byung-Chul Han hace la exagerada manifestación retórica, parafraseando a Carl Schmitt, de que «es soberano el que dispone sobre las shitstorms de la Red» (2014, p. 12).
La política ordinaria, en estado de a
El caso es que sin las facilidades de comunicación proporcionadas por estas nuevas tecnologías hubieran sido casi inimaginables movimientos como los del 15-M o el funcionamiento de grupos políticos como Podemos, que se organiza fundamentalmente en la Red y halla el aspecto más original de su actividad política en su maestría a la hora de vertebrarse y comunicarse por este medio. El descrédito que hoy se manifiesta hacia todo lo político ha encontrado también un eficaz altavoz en toda la retahíla de reacciones, más o menos viscerales y expresivas, que se recogen cotidianamente en la Red a medida que se van desvelando casos de corrupción, se narran nuevos desahucios o aparecen nuevas medidas del gobierno.
El descontento, que en los primeros meses de la crisis se trasladó a la calle mediante convocatorias en la web, puede prolongarse ahora en el ciberespacio sin perder ni un ápice de su eficacia. Se dirá, como de nuevo demuestra el caso de Podemos, que sin la televisión no hubieran acabado teniendo el mismo impacto. Y, ciertamente, dicho medio conserva intacta su capacidad de influencia; lo novedoso es que cada una de sus apariciones -de un Pablo Iglesias, por ejemplo- es anticipada en las redes sociales convocando a sus seguidores ante el televisor y da lugar a múltiples comentarios mientras se emite el programa o después de su presentación. El efecto sobre el público deviene así en exponencial.
Es obvio que en este, como en otros casos, estamos ante un ‘efecto rebaño’, cuyo impacto se produce ante todo sobre los ya convencidos. Y en parte es verdad, porque en esta ‘democracia de enjambre’ (Byung-Chul Han, 2014) los grupos se suelen instituir entre afines. Pero hay que tener en cuenta también la repercusión que esto tiene sobre la movilización de los simpatizantes, que introduce la política ordinaria en un estado de a similar al de los periodos electorales.
Como primera conclusión provisional podemos afirmar, por tanto, que la tradicional argumentación pública va dando paso a pautas de comunicación que son mas expresivas, ingeniosas y polarizadas que deliberativas o ‘razonadas’. El ruido muchas veces apaga la fuerza de la argumentación, reducida cada vez más a las grandes marcas de la prensa de prestigio. Pero no es menos cierto que la ‘política seria’ hace tiempo ya que se vio relegada por la banalización de un importante sector de los medios de comunicación tradicionales, más pendientes del espectáculo y el entretenimiento que de las actitudes más reflexivas, aparte de que las redes sociales no solo sirven para emitir gruñidos, insultar o ironizar sobre el adversario; a través de ellas se transmiten también links a sesudos artículos, vídeos de debate político o información sobre nuevos libros. Su efecto es, pues, ambivalente y así es también como debería ser enjuiciado.
Política de la presencia frente a representación política
Desde una perspectiva más teórica, la propia naturaleza del invento hace que pierda fuerza el elemento ‘delegativo’ que subyace al concepto de representación política tal y como lo veníamos conociendo. Recordemos que representar significa ‘hacer presente algo o a alguien que está ausente’. En todas sus dimensiones -estar, actuar o hablar en lugar de alguien- se presupone una ausencia, la del demos, que después de haber ‘autorizado’ mediante las elecciones a sus representantes se retira ya de la primera línea de acción política. Desde luego, siguen presentes en tanto que a los ciudadanos se les encomienda el ejercicio de la accountability respecto del rendimiento de sus representantes, pero solo la volverán a ejercer cuando se les llame a votar de nuevo. De actores en el proceso electoral, los ciudadanos pasaban a convertirse en audiencia; como es lógico, con las excepciones de rigor que nos encontramos en algunos sectores de la sociedad civil que seguían activos en cuestiones de naturaleza política.
Este elemento de la distancia más o menos marcada que presupone siempre la relación representativa es lo que está erosionando la inmediatez que permiten las nuevas formas de comunicación. El público está hoy siempre presente, aunque ello no afecte a la legitimidad de la autorización de la acción representativa y a la capacidad para actuar de los representantes electos. Del mismo modo que los nuevos flujos comunicativos han conseguido desbancar el monopolio informativo de los medios de comunicación tradicionales, presionan también para romper las distancias entre representantes y representados. Y esto es particularmente cierto respecto de la dimensión de estar o hablar en lugar de otros.
Las consecuencias de esta indudable ‘política de la presencia’ de la ciudadanía a través de Internet son difíciles de prever. Por un lado, y por lo ya dicho, ha roto el familiar tempo más o menos pausado de la vida política y la tradicional deferencia hacia los detentadores del poder. Todo se acelera, el cambio de temas es constante; la comunicación se va envejeciendo a sí misma a una velocidad vertiginosa; no hay tiempo para la reflexión o la programación política pausada -«los ordenadores son rápidos, la democracia es lenta» (Barber)-; los liderazgos se asientan en la medida en que son capaces de aguantar y perseverar a pesar de diferentes olas de descalificación a las que son sometidos.
De otro lado, pierden fuerza los habituales canales de mediación entre sociedad y política, como los partidos políticos. Esto forma parte de la crisis de intermediación a la que asistimos en nuestro tiempo, cuando las personas pueden resolver a través de la organización entre ellas lo que antes dependía de toda una serie de instancias intermediadoras.
La reorganización desde la base de funciones que hasta ahora venían delegándose en instancias más o menos corporativas y reguladas -recuérdese el caso de Uber y su efecto sobre las empresas del taxi, por ejemplo- se han trasladado ya también a lo político. Esto no significa que los partidos vayan a desaparecer tal y como los conocemos; pero no es demasiado exagerado afirmar que les espera toda una reinvención estructural de su actividad, en particular en lo que hace a su comunicación con sus militantes y simpatizantes. Un público constituido por yoes acostumbrados a entrar y salir de redes o enjambres y crecientemente complejo y diferenciado no se deja agrupar ya por adscripciones partidistas más o menos prefijadas. Como observan los politólogos, la volatilidad electoral y de opinión está aquí para quedarse.
La cuestión más interesante es, sin embargo, si esta crisis de la representación empujará hacia algo próximo a una democracia directa, a novedosas fórmulas para ir integrando las preferencias de la ciudadanía o si, por el contrario, los dictados de la imprescindible estabilidad política mantendrán el orden institucional y los mecanismos mediadores más o menos como están. Es todavía pronto para pronunciarse sobre esto con un mínimo de capacidad predictiva.
Los imperativos de la división social del trabajo y la creciente tecnocratización y complejidad de la política abogan por la conservación de órganos de representación en manos de políticos profesionales. También las dificultades propias de un aparato político estructurado en diferentes niveles y necesitados de continua asesoría técnica y vertebración partidista. Pero no excluye la paulatina inclusión de formas de democracia directa o intensiva participación vecinal en el nivel local -de esto ya hay experiencias relevantes en muchos lugares- o fórmulas nuevas para trasladar el juicio ciudadano a cuestiones centrales de la vida política.
La nueva fractura: los leftbehinds digitales
¿Qué ocurre, sin embargo, con quienes por voluntad propia, por falta de tiempo o por no haber sido socializados en los nuevos medios, no participan de la democracia digital? Hoy ya es un hecho que su papel a la hora de condicionar la política es secundario respecto a los activistas de la Red. No en lo relativo al valor de su voto, claro está, pero sí en todo lo referente a capacidad de influencia. Esto nos introduce en la curiosa situación de que ya hay ciudadanos de primera (los alfabetizados en las redes sociales e Internet) y ciudadanos de segunda, más pasivos y menos implicados.
Se dirá que es una cuestión de tiempo y que el futuro inmediato acabará con esa fractura. Es posible, pero eso no resuelve este problema, que es básicamente generacional. La experimentación de lo político por parte de los nativos digitales no es igual a la de quienes se socializaron en una época anterior; del mismo modo que no tiene el mismo efecto obtener la información mediante la televisión que por la lectura de la prensa escrita. El medio no solo hace el mensaje, sino que facilita también la naturaleza del acercamiento a lo político. La clave del futuro depende, pues, en gran medida de cuáles sean los usos que hagamos de la Red -más privatista, comunalista o participativa, por ejemplo- y del tipo de contenidos que podamos encontrar en ella o de la propia innovación tecnológica.
Hoy estamos todavía en un momento de experimentación en el que, como decíamos arriba, predominan las ambivalencias. Nada puede afirmarse categóricamente, el futuro está abierto. Por lo que llevamos visto, sin embargo, hay algo que es imposible negar: nada volverá a ser como era y la democracia será uno de los espacios donde nos encontremos con algunas de las mayores sorpresas.
En todo caso, lo más interesante es observar cómo el mismo porvenir de la democracia estará asociado a nuestra propia capacidad para mantener la Red ajena a nuevas formas de control político o comercial, como un lugar de libre interacción y comunicación. Después de Snowden y de la evidencia de algunos usos espurios de los Big Data, esto no es algo que haya que dar por garantizado.
Bibliografía
Barber, B. R. Which Technology and Which democracy [en línea]. MIT Communications Forum. Disponible en: http://web.mit.edu/comm-forum/papers/barber.html
Byung-Chul Han (2014). En el enjambre. Barcelona: Herder.
Habermas, J. (2008). Ach, Europa. Frankfort: Suhrkamp.
Artículo extraído del nº 100 de la revista en papel Telos