El derecho al olvido significa autodeterminación informativa para decidir sobre la cancelación de datos personales y episodios de vida en los motores de búsquedas y en las redes sociales. Este nuevo derecho es necesario para la tutela de la intimidad.
La aparición de informaciones y datos en la Red que conciernen a la vida privada concede una publicidad que suscita diversas cuestiones desde el punto de vista jurídico y de la deontología periodística. Se ha generalizado la práctica del uso de Internet como fuente informativa y parece como si su disponibilidad equivaliese a una autorización a todo usuario para hacer lo que desee con los contenidos de la Red[1].
Una primera cuestión, de carácter educativo, concierne a instruir a la ciudadanía en el respeto de la vida ajena, tarea a la que debería contribuir un entorno mediático que evite el manoseo de las vidas ajenas como un modo de entretenimiento. Sin embargo, sería ingenuo presuponer este tipo de conducta en los internautas. Por el contrario, Internet favorece un modelo de consumo informativo atomizado, cada uno desde su terminal, en el que a partir de una noticia el usuario puede ir rebotando de un enlace a otro, con la tranquilidad de hacerlo desde una posición anónima que le permite dar rienda suelta a su curiosidad. Estas tareas, además, pueden derivar en actuaciones de ‘espionaje cibernético’ de la vida de los otros para conocer, almacenar y transmitir cuestiones que conciernen a asuntos de la vida privada. Habría, pues, que preguntarse si todos los contenidos de Internet tienen carácter público o si podrían tratarse en ocasiones de comunicaciones oficiales o interacciones privadas hechas a través de una calle transparente, como es la web, pero que conservan una naturaleza propia en función de las finalidades con las que fueron emitidas.
En este sentido, cabría diferenciar la difusión de un hecho personal a través de un soporte compartido y al que pueden acceder terceros de lo que sería la naturaleza informativa de un acontecimiento que revistiese interés público y por el que pudieran verse afectados los intereses de otras personas. Así, comunicaciones públicas que entrañan de manera inevitable desvelar circunstancias próximas a la intimidad de las personas deberían ser susceptibles de ser eliminadas de los motores de búsqueda a petición de los interesados.
Este derecho a reclamar la cancelación de datos ha sido denominado ‘derecho al olvido'[2], que vendría a ser una prolongación del derecho a la intimidad para controlar que ciertos episodios no obtengan una difusión permanente en la web y ocasionen un perjuicio gratuito a las personas una vez producido el efecto de publicidad administrativa. Por tanto, se puede convertir en un agravio contra la intimidad la exposición pública y permanente de informaciones que conciernen a la vida de la persona y que podrían afectar a su devenir profesional y social.
¿Libertad de expresión o derecho al olvido?
Respecto a esta colisión entre el derecho a la intimidad y la libertad de expresión existe un debate encontrado entre la legislación de la Unión Europea y la de Estados Unidos, esta última más propensa a reconocer el derecho a la libertad de expresión frente al derecho a la intimidad (Tene y Polonetsky, 2012). En cualquier caso, parece razonable que el uso de Internet como un arma de información masiva puede constituir también un instrumento al servicio de la difamación y de una molestia impertinente que se eleva como la espada de Damocles sobre la intimidad de las personas, que permanecerían atadas a cualquier episodio de su pasado por la labor de estos motores de búsqueda que almacenan la vida de mucha gente en su memoria.
Por otro lado, no debemos olvidar que Internet se ha convertido ya en un medio, en su sentido más literal, de intermediación para obtener información de determinadas personas. Instituciones, empresas y particulares suelen conocer a las personas por la información que obtienen de ellas directamente en la Red. La denominada identidad digital y la reputación que de ella se obtenga en la Red pueden constituir un factor decisivo sobre decisiones que afectarán a la persona de carne y hueso. Este perfil digital se crea a partir de los propios datos que introducen los usuarios en las redes sociales o por la información que puede volcarse sobre los ciudadanos desde los portales institucionales o los boletines oficiales. Una vez que se produce dicha diseminación informativa será difícil poder controlar su difusión y el posterior uso que se pueda hacer de ella. Así, informaciones de carácter personal que son compartidas en el ámbito de redes sociales llegarán a empresas que las utilizarán con fines comerciales. Además, la información compartida perdurará en el tiempo y llegará a ser conocida por otras personas desconocidas. El efecto será un modelo de sociabilidad elástica que permitirá fácilmente acceder a información de personas anónimas, miembros de una red social, que convierte la intimidad en una cáscara social. Se pueden adoptar medidas restrictivas en el acceso a nuestro perfil social, pero nada impedirá a nuestros contactos utilizar imágenes o informaciones de las redes y reenviarlas.
Estas notas de una información personal fuera de las relaciones que las originaron y del tiempo en el que ocurrieron, producen un efecto de enajenamiento o cosificación del propio relato vital, como si la vida fuese robada en sus elementos para ubicarlos en un orden distinto a su propio proceso cronológico, originando una percepción distorsionada de la identidad de las personas a partir de las ‘presencias’ cibernéticas. El resultado de ello es una disparidad entre el orden vital y el orden digital que puede generar una rémora en las aspiraciones de las personas a superar ciertos episodios de su vida y proseguir sin estar condicionadas por las informaciones que puedan permanecer en Internet.
En consecuencia, la Red, que se ofrecía como un potencial para la comunicación, puede convertirse en una trampa en la que el individuo quede ‘enredado’ y su biografía digital solo se haga cargo de aquellos episodios que justamente desea olvidar. Sería inadecuado, como sostiene Barendt (1992).
En relación con el derecho al honor, que la difamación pueda combatirse con el derecho a más libertad, dejando que el individuo pueda dar explicaciones de los actos que se le imputan, pues en el caso de la intimidad, esta práctica solo conduciría a hurgar precisamente en el daño que se pretende denunciar: la violación de la intimidad.
El derecho al olvido como derecho a la autodeterminación informativa
El derecho al olvido se concreta en la facultad del individuo para solicitar la cancelación de datos referidos a circunstancias personales cuyo domino público supone un perjuicio contra su derecho a controlar y decidir lo que desea que los demás puedan conocer de él. Este derecho a ser olvidado (to be forgotten) sería la versión adaptada a los tiempos digitales del derecho reclamado por Warren y Brandeis (The Right to Privacy, 1890) en sus primeros alegatos a favor de la intimidad como un derecho a ser dejado en paz, es decir, a no ser molestado en ese castillo inexpugnable que supone la propia vida. El derecho al olvido constituye una expresión de la intimidad entendida como un derecho a la autodeterminación informativa, dirigido a inhibir la difusión de informaciones que desvelen circunstancias personales que carecen de interés público.
El derecho a la autodeterminación informativa encuentra su origen en el Bundesverfassungsgericht (Tribunal Constitucional alemán), que tamizó el artículo 1.1 de la Grundgesetz (Ley Fundamental de Bonn), donde se proclama el derecho a la intangibilidad de la dignidad humana en el artículo 2.1, que consagra el libre desarrollo de la personalidad. Esta postura estaría en consonancia con la doctrina del Tribunal Constitucional acerca del derecho a la intimidad, cuando la define como «la existencia de un ámbito propio y reservado frente a la acción y conocimiento de los demás, necesario, según las pautas de nuestra cultura, para mantener una calidad mínima de la vida humana» (STC 77/2009, de 23 de marzo, FJ 2), facultad que para ser operativa implica tanto un resguardo de dicha parcela como la posibilidad de intervenir en la decisión de terceros para divulgarla sin su consentimiento.
En el caso de las informaciones que circulan por la Red, se trataría de establecer el derecho de las personas a gestionar los datos personales, lo que incluiría también su derecho a interponer medidas conducentes a cancelar información publicada que, sin relevancia para el interés público, pueda desvelar alguna circunstancia concerniente a su privacidad que provocase la obstaculización del posterior desarrollo en su vida social, profesional o afectiva. Sería un nuevo derecho subjetivo que vendría a tutelar la autonomía de la persona en un entorno en el que se muestra especialmente vulnerable como es Internet. El profesor Artemí Rallo (2010) comenta algunas de las circunstancias en las que queda de manifiesto esta afectación de parcelas de la privacidad ocasionada por informaciones derivadas del ámbito laboral, como puede ser un despido, o bien por actuaciones de la propia Administración que afecten a los derechos de los ciudadanos, tales como sanciones o incluso subvenciones por razones que respondan a circunstancias personales que no se deseen desvelar, como, por ejemplo, el tratamiento de una determinada enfermedad.
Por tanto, la lectura de cierta información fuera del propósito para el que fue publicada puede conducir a divulgar circunstancias de la vida privada que deberían evitarse. Por esto se deberían adoptar medidas para que dicha publicidad pudiese cesar en el tiempo en el espacio digital, como si el paso del tiempo surtiera un efecto a favor de la caducidad de la información.
Educación cívica como primera medida para preservar la intimidad
Por supuesto, esta tutela de la propia identidad debería venir presidida por una educación cívica que permitiera a los individuos reconocer los riesgos de un medio que de manera inmediata expande la información y la puede multiplicar exponencialmente en función del interés subjetivo que terceras personas pueden mostrar por ella.
De este modo, las personas han de saber que esta especie de diálogo fluido a través de la Red puede solidificar por el empeño de terceros de ejercerlo como una pieza de entretenimiento, ya sea en el caso de una fotografía, de un comentario o del relato de unos determinados hechos. De este modo, el sujeto pierde el control sobre una información que puede ser almacenada por terceros y que podrían volver a subirse a la Red en momentos posteriores y desde otras ubicaciones geográficas. Por eso, la mejor protección de la intimidad ha de comenzar por no exhibirla gratuitamente y advertir la importancia de diferenciar las coordenadas espacio-temporales dentro de las que transcurren las relaciones humanas, aquellas que se producen en un espacio virtual en el que el uso de cualquier dato o imagen que se ofrezca puede tomar derroteros imprevistos.
Otro de los efectos indeseables de este espacio es que las diferentes parcelas que el individuo puede delimitar en el ámbito de su vida física, como sus relaciones afectivas y laborales, son expuestas igualmente en la Red, creando una identidad en la que lo público y lo privado pueden ser mezclados y produciendo ciertas distorsiones sobre los intereses propios en cada una de esas esferas, pues la información disponible de terceros puede exceder los usos convencionales y originar prácticas que terminen finalmente siendo perjudiciales para su derecho a la intimidad. La responsabilidad objetiva que se pueda imputar a esas terceras personas siempre resultará más rebajada cuando la propia información transmitida tuvo su origen en la propia persona que, con el paso del tiempo, desea que sean retiradas determinadas imágenes o informaciones de su biografía digital.
A este respecto, si bien hay que reconocer el derecho a cancelar ciertas informaciones pasadas que pueden constituir en otro momento de su vida un perjuicio, el sujeto no podrá reclamar que el reguero de alusiones y reenvíos que haya tenido la noticia pueda ser del todo eliminado, por lo que podría ocurrir que dicha información reapareciera a pesar de haber sido cancelada en la Red a instancia del interesado. Estamos ante prácticas que resultan difusas por responder a contextos sociales que no están tan claramente delimitados, circunstancia que vendría a justificar la pertinencia del laissez faire en el ámbito de la Red, pues se trataría de que los individuos aprendieran a conocer las características de un medio mucho más espinoso de transitar para la intimidad. En otras palabras, resulta difícil actuar sobre la tutela de la intimidad a posteriori, una vez que el propio interesado ha publicado ingenuamente cuestiones sobre su vida que pueden ser comprometedoras en otra etapa de la misma.
¿Qué ocurre con la información emanada de los poderes públicos?
Este tipo de observación resulta pertinente para la información alojada por los propios usuarios en las redes sociales, pero no así para aquellas comunicaciones oficiales que han optado por convertir la comunicación electrónica en una vía establecida para informar de sus propios actos y resoluciones.
Se presupone que los poderes públicos son garantes de los derechos de la personalidad y a este respecto han de prevenir los efectos perjudiciales que sobre los derechos pueda originar esta vía de comunicación que ofrece un acceso fácil e indiscriminado a cualquier usuario y tiene una permanencia en el tiempo que puede afectar al recorrido natural del propio devenir de la vida de las personas afectadas por dichas decisiones. En estos casos, no se presume la existencia de un consentimiento por parte de los interesados para que la comunicación que debían obtener de la Administración acabe por ser de dominio público. Por este motivo, parece razonable que sea la propia Administración la que adopte las medidas necesarias para evitar la permanencia de informaciones derivadas de boletines oficiales u otras comunicaciones que puedan afectar a los derechos a la intimidad de las personas. Por eso, el profesor Marc Carrillo considera fundada y legítima la reclamación de quien desea que sus datos sean borrados cuando no se ha prestado el consentimiento: «Es legítima en los casos en los que su aparición en la misma no ha sido por voluntad propia, sino como consecuencia de figurar en un archivo, público o privado, y el motivo de ello carezca de interés público» (Carrillo, 2009)[3].
Evidentemente, esta pretensión no se puede sostener si se trata de actos que por su naturaleza revisten un interés público y la sociedad tiene derecho a conocer las decisiones adoptadas sobre conductas que afectan a los intereses generales, como ocurre con una sentencia firme por un delito. Tampoco parece razonable que el sujeto pueda reclamar la eliminación de informaciones dispersas a través de las redes sociales que tuvieron su origen en su propia voluntad al hacer partícipes a terceros de determinados episodios.
Otra modalidad distinta de la que puede derivar la violación de la intimidad se origina cuando alguien incluye alusiones o imágenes que afectan a la vida privada de una tercera persona y de manera casi viral se transmiten inmediatamente por la Red y son almacenadas por otros usuarios, que posteriormente pueden volver a publicar su contenido. En primer término, habría una responsabilidad directa de la persona o medio de comunicación que produce este daño contra la intimidad, pero también sería pertinente analizar hasta qué punto los motores de búsqueda tendrían una responsabilidad jurídica en la propagación de un daño a la intimidad cuando así haya sido advertido por la persona afectada. Parece razonable que, comprobada la ilicitud de dicho comportamiento, también recaiga sobre el responsable del soporte que permite dicha difusión una medida de cancelación de la información en cuestión; de lo contrario se podría obtener una compensación resarcitoria, pero no se lograría el objeto de impedir su difusión en la Red.
Por otro lado, el tipo de comunicación que de manera interpersonal y generalizada se produce a través de las redes sociales, en las que los individuos se apuntan con facilidad a hacer leña del árbol caído aun sin tener elementos de juicio necesarios para pronunciarse sobre la veracidad de una noticia, debería dar lugar a individualizar dicha responsabilidad, de manera gradual y en función de ciertos criterios sobre la repercusión que cada caso pueda generar. Pero habría que acabar de una vez por todas con la idea de que conductas generalizadas parecen excusar la responsabilidad individual de quienes por ciertas tendencias sociales reenvían informaciones que pudiesen vulnerar la intimidad de terceras personas. Además de establecer medidas jurídicas, habría que insistir en una educación cívica que no convierta la intimidad de los demás en un objeto que se manosea a través de mensajes electrónicos.
Personas y personajes: la reputación on line
Esta especie de conocimiento que tenemos unos y otros de la vida ajena produce una especie de semiestado de fama cibernética, conocido también como ‘reputación on line‘. Quisiera hacer una reflexión más filosófica al respecto basada en un tratado de García Morente sobre la intimidad (2001, pp. 107-108), quien advirtió que la fama era una especie de costra de la personalidad, en la que las personas creían conocer a alguien por los datos que sabían de ella. Este autor lo definía como una vida sin yo.
Este desdoblamiento entre persona y personaje es pertinente para entender lo que ocurre en el ámbito digital, pues cuando el personaje termina por devorar a la propia persona y la reputación on line condiciona las posibilidades en la vida real, se produce una especie de cosificación de la identidad.
Para ilustrar esta metafísica de la intimidad, este autor se refiere a dos sentidos distintos de conocer: el referido al conocimiento de una cosa, por un lado y, por el otro, el que se refiere al conocimiento de las personas. Mientras que en lo primero el objeto permanece ahí y el conocimiento por parte del sujeto no genera una tensión en él, en el conocimiento de otra persona estamos, no ante un objeto, sino ante un sujeto, quien hace su vida y su identidad se va configurando de acuerdo con ese vivir. Por eso, comenta García Morente: «[…) no puede haber, en realidad, conocimiento de las personas, puesto que las personas son pura subjetividad, mundos totales que, al entrar en mi mundo, se alteran esencialmente, y cuyo ser va siendo y va creándose al hilo del tiempo en el vivir activo y fecundo».
Por esta razón, la permanencia biográfica de la vida como una cosa ofrecida en un orden diverso de su estructura vital corresponde a un modo de muerte social, al someterla a una presentación estática de su identidad, sin reconocer que el conocimiento en el ámbito de las relaciones constituye al propio tiempo un cambio producido por la dialéctica de las relaciones.
Medidas de protección del derecho al olvido
Además de estas medidas correctoras de los comportamientos sociológicos que ha impuesto la extensión de las nuevas tecnologías, hay sobre todo que fijar la atención en las medidas preventivas que pueden adoptar las propias empresas que se lucran con esta libre circulación de la información ajena. Así, por ejemplo, cabría adoptar medidas como la de preguntar si todas las personas que figuran en determinadas imágenes han dado su consentimiento para que sean publicadas, por ejemplo, a través de e-mail o algún otro sistema electrónico, pues las empresas y los poderes públicos deben asegurarse especialmente de que los progresos tecnológicos no constituyan un retroceso en la protección de los derechos. Así, quedaría también más clara la responsabilidad de quienes difunden imágenes sobre terceros sin consentimiento del titular de las mismas.
Se lograría así cribar al menos el complejo ámbito de las imágenes, que supone con frecuencia uno de los elementos más comprometedores para la intimidad de las personas. Se trataría de buscar alternativas para que los propios usuarios puedan decidir sobre lo que los demás pueden o no conocer de ellos, pues, si una vez publicado, el control se convierte en una tarea ingente, al menos debe procurarse que en el momento de introducir dicha información pueda contar con su consentimiento. Por eso somos partidarios de regular la responsabilidad de las empresas que favorecen esta difusión universal y atemporal de los datos alojados en la web y no dejarlo solo a la responsabilidad de los usuarios, como parece decantarse más la Administración americana[4].
Por otro lado, en asuntos que conciernen a datos que revelan cuestiones como la edad, domicilio, trabajo, estado civil, asuntos familiares, enfermedades, situación económica o patrimonial de las personas o pertenencia a grupos políticos, religiosos o de otra naturaleza, convendría ponderar si la comunicación debería realizarse en formatos que permitiesen un acceso más próximo a las personas interesadas y evitar que su volcado en la web concediese una publicidad que pudiera ocasionar posteriores molestias. Con una simple búsqueda en Internet, cualquier persona puede conocer el traslado de puesto de trabajo de una funcionaria, que tal vez lo solicitó a causa de una relación difícil con su pareja, o conseguir el móvil de una persona que en su día lo publicó por motivos laborales.
En este sentido, se ha de garantizar el principio de publicidad de los actos de la Administración, pero no el de su ‘publicación’, entendido esto como una acción informativa dirigida a poner en conocimiento público asuntos que aun estando en documentos públicos pueden afectar a cuestiones concernientes a la privacidad de las personas.
Contra la permanencia atemporal de los datos personales en los motores de búsqueda
Sin embargo, asistimos a un panorama en el que las filtraciones de informaciones ‘públicas’ o privadas son publicadas sin que alberguen ningún interés público, en perjuicio de la intimidad personal. El resultado es una especie de vigilancia mutua y perniciosa que nos ha convertido a todos en seres semipúblicos, pues en cualquier momento podemos observar cómo terceras personas acceden a conocimientos privados sin ser allegados o conocidos de aquellas de quienes se publica.
A nuestro juicio, este proceso desnaturaliza el derecho a vivir en paz de las personas y del que el derecho al olvido sería una reivindicación para darle al ciclo de la vida su propio orden, evitando que informaciones pasadas e impertinentes sean como palos entre ruedas que impidan continuar adelante en la vida, y dejando que el calor del tiempo cierre heridas y borre unas huellas que algún día pudieron ser más o menos profundas. Por eso, aun cuando alguien pueda dar su consentimiento para la publicación de una determinada información personal, o esta pudiera encontrarse en un documento oficial publicado, parece razonable que dicha información no perdure para siempre en Internet. Pasado cierto tiempo y demostrado su carácter perjudicial contra la intimidad de alguna persona, esta tendría el derecho a solicitar su cancelación y restablecer su derecho al olvido.
Las personas no deben soportar que sus datos permanezcan de manera atemporal en los motores de búsqueda. Como cualquier proceso administrativo, este debería también estar sujeto a unos plazos para que, una vez prescrita la información, pudiera cancelarse. Es decir, una vez cumplida la finalidad de la notificación administrativa y transcurridos los correspondientes periodos de recursos y la resolución se firme, parece razonable proceder entonces a eliminar dicha publicación oficial. Un asunto distinto sería que las informaciones adquiriesen relevancia informativa por afectar a los intereses públicos, tratándose de delitos, corrupciones administrativas o cualquier conducta cuyo conocimiento transcienda la mera comunicación pública de una circunstancia del individuo en relación con la Administración.
Desde 1995, en la Unión Europea circula una Propuesta legislativa sobre la privacidad de los datos personales, redactada por Viviane Reding, en relación a los usuarios que a través de las redes sociales recogen datos acerca de nuestra vida privada «[…] sin nuestro consentimiento y, a menudo, sin nuestro conocimiento. Aquí es donde deben intervenir las leyes europeas […] La gente debe tener el derecho de decir ‘no’ siempre que lo desee» (Reding, 2011).
Esta regulación además habrá de hacerse cargo de los notas de permanencia y universalidad con las que vienen difundidos estos datos, propiciando una mayor vulnerabilidad a una privacidad que queda expuesta a los intereses de empresas y terceros indiscretos. Por eso la propuesta legislativa incluye entre sus principales cuestiones la del derecho al olvido, donde sugiere que empresas como Facebook eliminen de manera completa cualquier huella de datos personales de personas que solicitan su baja de esta red social, exigencia que en la actualidad no es atendida por dicha empresa, a pesar de lo dispuesto por la LOPD en España.
Las redes sociales virtuales, al igual que cualquier otro círculo social en la vida real, deberían ser respetuosas con la voluntad del interesado de retirarse de foros, clubes o asociaciones a los que pertenezca sin que tenga por qué darse conocimiento de su vida privada. ¿Por qué, en cambio, esto no es posible en la Red? ¿No será que este amasijo de información privada, además de ofrecer suculentos intereses a las empresas, atrae y potencia el uso colectivo y sociológico establecido de fisgonear en la vida de los demás haciéndolo parecer como una práctica normalizada y concediéndole así el beneficio de la duda sobre qué información de nuestras vidas debe ser consentida y debemos soportar que esté disponible a la mirada ajena? A fin y al cabo, la práctica económica también tiene que crear un homo economicus y social que aprecie más las virtudes que los defectos del espacio virtual.
Redes sociales y el derecho a la autodeterminación informativa del individuo
La regulación de la protección de datos en la Red pone como eje central el derecho a la autodeterminación informativa del individuo como expresión de su derecho a la intimidad, la cual incluye tanto la voluntad de incorporar datos de su vida personal como la posterior voluntad de solicitar su eliminación de las redes sociales. Pues su participación en ciertos círculos virtuales no debe ser una rémora para establecer límites sobre la duración de dichas relaciones virtuales y de los datos que desea cancelar referidos a su vida personal.
Esta facultad de decisión con respecto a la información vertida en el propio perfil de la redes sociales deberá ser completada con otras medidas destinadas a disuadir a quienes hayan almacenado información de terceras personas con un uso no consentido de imágenes o informaciones de su vida privada, una vez que estas han manifestado a través de su propios actos la voluntad de eliminar testimonios de ciertos episodios que puedan ser lesivos para su intimidad.
Por tanto, este almacenamiento de datos, si desde el punto de vista ético era ya controvertido, lo será también desde el punto de vista jurídico a partir del momento en que la propia persona haya mostrado su voluntad de que sean definitivamente eliminados, por lo que cabría hacer extensivo el requerimiento del derecho al olvido no solo frente a las empresas de la Red sino también frente a terceros que de manera indiscreta se hubiesen hecho con materiales comprometedores acerca de la intimidad ajena. A este respecto, cabría traer aquí la doctrina constitucional que establece que «lo que el art. 18.1 garantiza es un derecho al secreto, a ser desconocido, a que los demás no sepan qué somos o lo que hacemos, vedando que terceros, sean particulares o poderes públicos, decidan cuáles sean los lindes de nuestra vida privada, pudiendo cada persona reservarse un espacio resguardado de la curiosidad ajena, sea cual sea lo contenido en ese espacio. Del precepto constitucional se desprende que el derecho a la intimidad garantiza al individuo un poder jurídico sobre la información relativa a su persona o a la de su familia, pudiendo imponer a terceros su voluntad de no dar a conocer dicha información o prohibiendo su difusión no consentida […]» (STC 134/1999, FJ 5º).
Por eso, en la nueva regulación la protección de la intimidad ha de ser un presupuesto acorde con el principio de autonomía personal, siendo la opción que por defecto se active para evitar la exposición de datos, imágenes o relaciones que no sean deseadas por el sujeto. En otras palabras, será el usuario quien deba activar las opciones que desea levantar a una política restrictiva de la protección de su intimidad, a la que estarán obligadas las empresas. De este modo se evita que, por ignorancia o por imprevisión, la incorporación a una red social constituya casi de manera automática un factor de riesgo para la vulnerabilidad de la intimidad.
Conclusiones
Internet ha convertido el mundo en una pequeña aldea y el tiempo en un continuo presente que aparece delante de nuestra pantalla a golpe de teclado. Son indudables las virtudes derivadas de estas posibilidades, pues rápidamente se puede recuperar información que parecía caída en el olvido, pero esta situación puede revertir en contra cuando ese olvido forma parte de la propia voluntad del sujeto y se desea que el paso del tiempo actúe con un efecto reparador sobre experiencias y episodios que se desean cancelar de la propia memoria y, sobre todo, de la memoria y el conocimiento ajeno.
No podemos ignorar que junto a los grandes beneficios que generan los motores de búsqueda en Internet también se producen efectos indeseables para los derechos de las personas. En una sociedad atomizada en la que las relaciones sociales son cada vez menos frecuentes y son sustituidas por hábitos de consumo privado de redes sociales y búsqueda en Internet, parece comprensible que la malsana curiosidad apunte sobre la vida ajena para obtener detalles personales que pueden ser almacenados y posteriormente difundidos.
Estas facultades de la comunicación electrónica dotan a los contenidos alojados en la web de un efecto expansivo extraordinario, que podrán ser utilizados con propósitos muy distintos de los concebidos por su autor. La disposición atemporal de dicha información puede dar lugar a un efecto de contemporaneidad entre lo vivido y el momento presente, al antojo de quien quiera actualizar esa parte de nuestra biografía a través de la web. Por tanto, como suele ocurrir, los avances tecnológicos pueden ir acompañados de ciertos usos deplorables desde el punto de vista moral.
Este ‘Gran Hermano’, siguiendo la fórmula del personaje orwelliano que todo lo recuerda, dota a los episodios vividos de una mayor contingencia y vulnerabilidad, pues como ocurre en el mito de Sísifo, nos volvemos a encontrar en la incesante tarea de cargar una y otra vez con la misma piedra, sin opción de superar esa cima de la memoria para alojarla en esa dimensión de meros recuerdos que serán suavizados con el bálsamo del paso del tiempo. Así, Internet produce un efecto de ubicuidad temporal, pues nos devuelve al pasado como si fuese una sala de espejos donde la memoria queda diseñada al capricho de recuerdos traídos una y otra vez por nuevos y viejos usuarios de la web.
El derecho al olvido es una expresión del derecho a la intimidad como una forma de tutela, no solo de lo vivido sino también de aquello que queda por vivir, que podría permanecer ensombrecido por un pasado insuperable debido a la vigencia informativa de ciertos episodios vitales. Esta sensación de ‘atrapamiento’ de la intimidad resulta un escollo para el desarrollo de la personalidad y de la vida social. Esta cuestión afecta a la dignidad de las personas, basada en la facultad del sujeto de reconducir su vida. Es una especie de reserva moral de la identidad, que deja intacta su naturaleza humana, sus virtudes morales y el deseo de realizar su vida con nuevos horizontes.
Notas
[1] Sobre la problemática del uso de Internet en el ámbito del periodismo, véanse los trabajos pioneros de Dader, J. L. (1997 y 1999).
[2] Desde una perspectiva anglosajona véase el artículo de Rosen, J. (2012). Desde una perspectiva europea, el artículo de Sánchez Valdeón (2013).
[3] Véase también: Gómez (2011).
[4] Martínez (2010). En relación con la posición americana, véase Brandimarte, Acquisti y Loewenstein (2010).
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Artículo extraído del nº 97 de la revista en papel Telos
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