Este artículo aborda las diversas expresiones del sufrimiento en las redes sociales como catalizadores simbólicos del miedo, la incertidumbre y la precariedad de nuestro tiempo, que trascienden desde el punto de vista social la compulsión narcisista por exhibirse o la voyeurista de mirar sin ser visto.
«Entre la tristeza y la nada elijo la tristeza»
(William Faulkner)
En el siglo XX, la televisión y el cine recrearon de múltiples formas los padecimientos humanos colectivos e individuales de forma realista, intimista o apocalíptica. Ante nuestros ojos desfilaron sin cesar imágenes y relatos de pobreza, discriminación, guerra, exilio, catástrofes, muerte, tortura, abandono, separación, desintegración, tortura, enfermedad, locura, incomunicación, angustia, soledad, decadencia o fracaso, que nos volvieron propia e íntima la experiencia de compartir el sufrimiento de los otros -reales o ficticios-, en la sala de cine o en el seno de nuestro hogar.
Observar y protagonizar el dolor en la Red
Con la llegada de Internet no solo podemos ser testigos, sino también protagonistas del dolor propio y ajeno. El despliegue y la actuación de diversos padecimientos en la Red permiten ventilar el dolor y al mismo tiempo, junto con el celular, constituyen una poderosa fuente de consuelo disponible, permanente e instantánea, para aliviar el sufrimiento social y personal que provocan las enfermedades físicas y mentales, la precariedad social y laboral, la amenaza de disolución familiar y el riesgo de fragmentación biográfica (Winocur, 2009).
También nos brindan la posibilidad de recrear y nombrar permanentemente los vínculos afectivos, generando realidades paralelas donde se multiplican los escenarios que nos confirman una y otra vez que existimos y que los otros existen para aliviar la incertidumbre del presente y del futuro. Por eso nos produce tanta angustia olvidar o perder el celular o la laptop más que cualquier otro objeto, porque apreciamos profundamente no solo la posibilidad de cargar, guardar o recuperar nuestra biografía, sino la de rehacerla y manipularla (Winocur, 2009).
Con un solo clic podemos acceder a todo lo que hemos olvidado o extraviado en el camino: amigos de la infancia, compañeros de la secundaria, novios de la adolescencia, parientes en el extranjero, el árbol genealógico, amores platónicos, recetas familiares, imágenes de la niñez o canciones de moda en nuestra juventud. Con varios clics más, la identidad y el cuerpo pueden ser objeto de recomposición y la biografía puede rehacer su sentido individual y social, reinventándose a sí misma: «Practicar el arte de la vida, hacer de la propia vida una obra de arte, equivale en nuestro mundo moderno líquido a permanecer en un estado de transformación permanente, a redefinirse perpetuamente transformándose (o al menos intentándolo) en ‘alguien distinto’ del que se ha sido hasta ahora […], Para exponer al público a un nuevo yo y admirarlo en un espejo y en los ojos de los otros, uno necesita sacar de su vista y de la vista pública al viejo yo y, posiblemente, también de su propia memoria y la de los demás. Cuando emprendemos una ‘autodefinición’ y una ‘autoconfirmación’ practicamos una ‘destrucción creativa’. Día tras día» (Bauman, 2009, p. 93).
En el sentido expuesto, Internet constituye el recurso más popular y aceptado para experimentar con nuestro yo, sin que eso tenga -en la mayoría de los casos- consecuencias determinantes sobre las relaciones afectivas y laborales, ni los lugares que ocupamos socialmente. Y eso nos ofrece una oportunidad inédita de jugar a ser otro -o muchos otros- impensable en el pasado, donde cualquier ‘actuación’ fuera de lo esperado y aceptable en la condición social de los sujetos hubiera sido inmediatamente estigmatizada, censurada o tachada de demente.
«En el pasado, ese rápido merodear por diferentes identidades no era una experiencia fácil de conseguir […] ahora en los tiempos posmodernos las identidades múltiples ya no están en los márgenes de las cosas. Hay muchas más personas que experimentan la identidad como un conjunto de roles que se pueden mezclar y combinar, cuyas demandas diversas necesitan ser negociadas» (Turkle, 1998, p. 228).
La angustia de estar conectados: adicción a las TIC
En el mismo sentido, el dolor ha diversificado su anclaje en la experiencia del yo cuando puede desdoblarse en diversas actuaciones on line y off line. Internet nos ofrece una plataforma simbólica con múltiples escenarios y máscaras para la actuación performática del dolor. En estas nuevas condiciones de producción del yo, donde todos tienen la posibilidad de trascender públicamente y diversificar su yo, la actuación del sufrimiento, como otras expresiones de nuestra intimidad, se ha vuelto un acto de naturaleza profundamente reflexiva, no solo porque producimos performances destinadas a alimentar nuestra ‘intimidad pública’, sino también porque, a diferencia de lo que ocurría antes, donde ciertos espacios y tiempos nos indicaban que aquí comienza el reino de la intimidad y aquí se acaba -como el adentro o afuera de la casa o de las habitaciones, el cuerpo desnudo o vestido, o el cuerpo sano o sufriente-, han perdido mucho de su eficacia simbólica para marcar las fronteras.
La intimidad, en ese sentido, no puede darse por hecha, ya no forma parte de los ‘como si’ de la vida diaria, ni de lo que tradicionalmente se entendía por privacidad. La intimidad es algo que voluntaria y permanentemente hay que construir y administrar: estamos obligados a decidir cuándo estar visibles y cuándo no, qué decir, cómo hacerlo, quién será el destinatario aparente y quién el verdadero, quién debe quedarse y quién eliminarse de nuestra lista de contactos y cómo cuidar que los que mantenemos separados en la vida fuera de línea no se mezclen en la vida on line (Winocur, 2012, p. 84).
Y este esfuerzo de administración de nuestras intimidades ‘públicas’ y ‘privadas’ constituye una fuente de ansiedad permanente que se manifiesta en comportamientos compulsivos y adictivos al uso de las TIC. Estar desconectados nos genera mucha angustia porque nos sentimos invisibles y excluidos, pero estar conectados también nos provoca mucha ansiedad porque nos sentimos perentoriamente convocados a tener un lugar visible en la vida de los otros y, sobre todo, a ‘mirar’ la vida de los otros: «Las ofertas tecnológicas en su multiplicación exponencial ofertan a las pulsiones amplias y fuertes fantasías de realización. A la mayoría de los seres humanos los domina impetuosamente la voracidad, el mirar disecante, la escucha de lo que se les rehúye […] Como puede relatar cualquier habitante de barrio, pueblo chico, casita de villa o edificio de departamentos, la mirada y el oído curiosean filosamente rasgos de los prójimos y de los otros en general. A todas esas pulsiones les dan nuevo alimento las nuevas tecnologías. El sobrepeso de su consumo es así resultado de cómo se articulan con la red pulsional que, a la vez que nos energiza, nos esclaviza» (Rodríguez, 2007, p. 6).
No es solo un síndrome de abstinencia digital lo que sufren los sujetos cuando por alguna razón quedan desconectados, sino un trauma de separación, una angustia de invisibilidad y una amenaza de exclusión (Winocur, 2009). Giddens (1992) nos ofrece una explicación interesante, donde la adicción a las nuevas tecnologías podría actuar, al igual que en el caso de otras adicciones, como un recurso de sustitución para afrontar la orfandad en la que nos deja el quiebre de las certezas que nos proveían los grandes relatos colectivos que le daban sentido a nuestras biografías individuales y que también encarnaban en el pasado familiar. La adicción, en ese sentido, nos dice Giddens (1992), es sintomática de la ‘autonomía congelada’, entendida como la dificultad de ejercer los márgenes de autonomía que nos habilitó la modernidad para independizarnos de la tradición y asumir la cuota de riesgo e incertidumbre que lleva implícita como una impronta cultural: «Una sociedad que vive al otro lado de la naturaleza y de la tradición […] exige tomar decisiones, tanto en la vida cotidiana como en el resto de las esferas. El lado oscuro de eso es el aumento de las adicciones y compulsiones […] Como la tradición, la adicción tiene que ver con la influencia del pasado sobre el presente; y como en el caso de la tradición, la repetición tiene un papel crucial. El pasado en cuestión es más bien individual que colectivo, y la repetición está impulsada por la ansiedad. Veo la adicción como autonomía congelada. Todo contexto de destradicionalización ofrece una mayor libertad de acción de la que existía antes.
Hablamos aquí de emancipación humana de las ataduras del pasado. La adicción entra en juego cuando la elección, que debiera estar impulsada por la autonomía, es trastocada por la ansiedad. En la tradición el pasado estructura el presente a través de creencias y sentimientos colectivos compartidos. El adicto también es siervo del pasado, pero porque no puede romper con lo que al principio eran hábitos de vida libremente escogidos» (Giddens, 1992, p. 59).
La Red como escaparate del sufrimiento
Hasta la aparición de Internet, muy pocos privilegiados, como los novelistas, filósofos e intelectuales, podían producir un discurso que hablara desde distintos registros literarios del malestar existencial, del sin sentido de la vida, del terror a la muerte, de la incertidumbre por el presente y el futuro, de la soledad, del abandono, de las pérdidas, del sufrimiento físico y psíquico o de la angustia de vivir sin certezas.
«Hablemos hoy del dolor, porque en definitiva, es lo que está en la base de toda obra literaria. Más aún: de todo arte. Más aún: de toda actividad humana. El dolor incomprensible de morir, el dolor literal de sufrir físicamente, el dolor enloquecedor de constatar que el Mal existe y no puedes ser entendido, explicado, justificado […]. Las novelas no los vencen (son invencibles), pero consuelan el espanto: nos proporcionan chispazos de belleza y nos comunican con el resto de los humanos. La literatura nos hace formar parte del todo y, en el todo, el dolor individual parece que duele un poco menos» (Montero, 2012, p. 19).
Pero la Red habilitó un espacio para que cualquier sujeto que lea y escriba y tenga acceso a Internet, pueda comunicar, exorcizar y ventilar el sufrimiento cotidiano desde su propia perspectiva de hombres y mujeres comunes y corrientes que hablan sin giros literarios ni eufemismos acerca de la experiencia diaria con los pequeños y grandes padecimientos que los atormentan:
– «Cansada de tener días de mierda… de estar angustiada, rabiosa, impotente…» (Fabiana, 31 años)
– «Pero qué día de mier…» (Inés, 31 años)
– «FUCK! Que injusticia la re puta madre… Como que ya fue, no? No será hora de que manden algo bueno? Satán? Dios? Buda? El karma? El destino? Doña María? Qué tienen conmigo? Púdranse todos y dejen vivir de una maldita vez!» (Marcos, 25 años)
– «Q año de mierda q termine de una vez. No quiero seguir perdiendo gente» (Gustavo, 33 años)
– «Necesito un poco de paz. No resisto más este sufrimiento» (Josefa, 35 años)
A pesar de que la mayoría escribe para sí mismo, donde lo que cuenta es ‘la mirada’ de los suyos, hay ciertas formas de la circulación del sufrimiento individual que trascienden el círculo más cercano de amigos y familiares para convertirse en grandes observatorios colectivos, como el caso de lo que denominaré ‘suicidios performáticos’, en referencia a un conjunto de actuaciones que algunos sujetos preparan cuidadosamente para protagonizar su propia muerte y que tienen una gran capacidad de volverse espejo de proyecciones, fantasías y terrores colectivos.
Suicidarse antes y después de Facebook
Una fría mañana de 1935, Lito, a la edad de 14 años tomó un revolver cargado con dos balas de un escritorio y se pegó un tiro en la sien en un parque en la más completa soledad(1). Lito no dejó ninguna carta ni pista que permitiera realmente conocer los motivos que lo impulsaron a tomar tan terrible decisión. Y lo único que podemos aventurar es que padecía un gran sufrimiento y que la causa más probable se debiera al acoso y las burlas que sufría en la escuela porque prefería estar con las niñas en lugar de con los varones. También podemos especular que Lito, al igual que la mayoría de los suicidas, estuviera fantaseando con la idea de quitarse la vida desde tiempo atrás y que esa fantasía fuera acompañada de otras donde podía imaginar que su muerte no solo lo liberaría del dolor, sino que provocaría una enorme culpa de por vida en todos aquellos que lo acosaron, lo agredieron o lo ignoraron y una gran compasión en el resto de su conocidos y familiares. Y también podemos suponer que la anticipación imaginaria de dicho castigo y compasión le produjera cierto gozo que en parte le ayudaba a aliviar el sufrimiento y en parte lo animaba cada día a continuar con sus planes.
Setenta y siete años después, otro adolescente, Jamey, también de 14 años, tomó la decisión de ahorcarse en su casa en los suburbios de Buffalo en los Estados Unidos. Pero a diferencia de Lito, dejó testimonio en su blog, en una página de Facebook y en un vídeo de YouTube de las razones que lo llevaron a quitarse la vida. Jamey también era objeto de burlas desde la escuela primaria porque siempre estaba con las niñas. La persecución se incrementó notablemente en la escuela secundaria, a pesar de que ya había tomado estado público y era permanentemente denunciado por sus padres y amigos. Antes de tomar la fatal decisión, Jamey se había hecho muy popular hablando sobre su situación en un vídeo de YouTube subido como parte del proyecto de It Gets Better del columnista Dan Savage para dar voz a los jóvenes y adolescentes homosexuales que son acosados y discriminados por sus compañeros. El vídeo fue visto más de un millón de veces (Thompson, 2011).
Momentos antes de quitarse la vida, Jamey se despidió de su ídolo, la cantante Lady Gaga, en su blog y en Twitter. Luego de enterarse de su muerte, la cantante, muy conmovida, le dedicó una canción durante un concierto en Las Vegas mientras en una pantalla se proyectaba una foto del adolescente. Amigos, familiares, activistas y simpatizantes de Jamey organizaron diversos homenajes y el tema fue una de las noticias más comentadas durante varios días en los medios electrónicos y digitales en EEUU.
A pesar de los setenta y siete años transcurridos, no creo que haya diferencias sustantivas entre el sufrimiento de Lito y el de Jamey, pero Internet le dio al suicidio del segundo unas posibilidades inéditas de actuación previas y posteriores a su muerte. Mientras el suicidio de Lito fue silenciado en el seno de la familia, Jamey montó en la Red la crónica de su muerte anunciada, mientras Lito se llevó las razones a la tumba, Jamey pudo ‘ventilar’ su dolor en las redes sociales, preparar cuidadosamente una versión mediática de los motivos en un blog, despedirse de su cantante favorita con un tweet sabiendo que ese acto seguramente atraería su atención -como efectivamente ocurrió- y montar una performance de su padecimiento en un vídeo que vieron más de un millón de personas antes del suicidio.
Lito murió en la más profunda y angustiante soledad de un parque, James lo hizo acompañado de sus seguidores y detractores en las redes sociales y gozando de una gran popularidad que se multiplicó tras su suicidio. A Lito nadie lo recuerda; y de los pocos que podían hacerlo, casi todos murieron. De Jamey difícilmente se olvidarán, no solo porque dejó una profunda huella mediática en su generación, sino porque cada vez que alguien busque en un explorador ‘suicidio, adolescente, bullying, sufrimiento’, les saltará enseguida la foto angelical de James que proyectó Lady Gaga en su concierto de las Vegas, o el vídeo donde habla de su acoso en YouTube, o las dolorosas palabras finales que dejó publicadas en su Twitter poco antes de quitarse la vida: «@lady gaga:Adiós, madre-monstruo, y gracias por todo. Paws up forever! (¡Gracias al aire para siempre!)». Imágenes, fotos y palabras que lo revivirán una y otra vez, porque como una vez me dijo un niño, refiriéndose a la cantidad de veces que había visto cómo el avión secuestrado impactaba sobre las torres gemelas: «Parece que los muertos de la tele nunca acaban de morirse»; y los de Internet tampoco.
No obstante, la exhibición total del dolor en la Red y el acompañamiento mediático no pudieron calmar el sufrimiento ni evitar el suicidio de Jamey. «El dolor es un sufrimiento para escapar del sufrimiento. Un sufrimiento parcial inserto en un fantasma, para escapar a un sufrimiento desmesurado y peligroso. Extraño alivio, porque ese dolor satisface una fuerte necesidad de castigo» (Nasio, 2009, p. 157). Y el instante final previo a tirar del lazo que le apretaba la garganta, no debe haber sido muy distinto al de Lito antes de apretar el gatillo. Pero Jamey, a diferencia de Lito, contaba con la mirada ávida de los otros tal como se imaginaba ser mirado, que estuvo presente todo el tiempo mientras diseñaba la performance de su muerte.
Claire Lin, una taiwanesa, llegó más lejos todavía al montar el espectáculo de su muerte en vivo y en directo en Facebook. Claire se suicidó inhalando gases tóxicos mientras chateaba con sus amigos el día que cumplía 31 años de edad. Lin explicó en su perfil que estaba triste porque su novio no había vuelto a casa para estar con ella en su cumpleaños. Las últimas publicaciones de Lin en su muro muestran que conversaba con nueve amigos a quienes avisó sobre su asfixia gradual. En una foto que subió a Internet desde su teléfono celular muestra una parrilla de carbón encendida, en otra se aprecia el cuarto lleno de humo. Algunos de los que conversaban con ella trataron de detenerla y de averiguar dónde estaba, pero ninguno llamó a la policía. Las últimas palabras de Lin fueron: «Es muy tarde. Mi cuarto está lleno de humo. Acabo de subir otra foto. Aunque me estoy muriendo todavía quiero FB (Facebook). Debe ser veneno de FB. ¡Ja, ja!»(2).
El sentido social de la exhibición y del consumo del sufrimiento
Pero más allá de las diferencias y coincidencias en las circunstancias personales de los tres jóvenes, lo que queremos resaltar aquí es el sentido social de la exhibición y del consumo del sufrimiento. Hace 77 años, cuando Lito tenía 14 años, el suicidio era un asunto privado que afectaba profundamente el pudor de las familias y cuya publicidad había que evitar a toda costa. Hoy es un asunto mediático y viral en las redes, un espacio hiper publicitado, que la familia de James utilizó sin pudor para apoyar a James y ventilar su propio sufrimiento. ¿Qué motivó la diferencia de comportamiento entre ambas familias? Obviamente las costumbres y los códigos morales han cambiado mucho en los últimos 70 años, pero respecto al papel de los medios como plataformas simbólicas para participar y/o expresar el dolor, se produjo una transformación fundamental.
En los años 30 del siglo pasado, la familia acomodada de Lito solo escuchaba la radio y muy rara vez iba al cine. En la primera década del nuevo, siglo la familia de James, una típica familia de clase media norteamericana, vive inmersa en la comunicación mediática, que es profunda y radicalmente constitutiva de su vida cotidiana, del mismo modo que ahora lo hacen los descendientes de Lito. Pero unos y otros no llegaron a Internet como una hoja en blanco, o cayeron simplemente seducidos por las posibilidades inéditas de las TIC de exhibir la intimidad, sino con la sensibilidad adiestrada por la radio, el cine, y la televisión de ver y compartir tanto sufrimiento en los noticiarios, telenovelas, series en el seno de su hogar, donde proyectaron calladamente sus deseos, terrores y fantasías. Solo necesitaban una oportunidad para poder expresarlas públicamente, y esta llegó con Internet.
Pero la Red no solo actúa como catalizador simbólico del sufrimiento cotidiano, sino también como defensa frente al olvido. James también quería asegurarse que podía trascender su muerte cada vez que alguien lo convocara directamente o indirectamente en un buscador, erigiendo, como señala Huyssen, «un recordatorio público y privado de su paso por el mundo […] Sin embargo, el miedo al olvido y a la desaparición opera también en otros registros diferentes. Es que cuanto más se espera de nosotros que recordemos a raíz de la explosión y del marketing de la memoria, tanto mayor es el riesgo de que olvidemos y tanto más fuerte la necesidad de olvidar. Lo que está en cuestión es distinguir entre los pasados utilizables y los datos descartables. En este punto, mi hipótesis es que intentamos contrarrestar ese miedo y ese riesgo del olvido por medio de estrategias de supervivencia basadas en una ‘memorialización’ consistente en erigir recordatorios públicos y privados. El giro hacia la memoria recibe un impulso subliminal del deseo de anclarnos en un mundo caracterizado por una creciente inestabilidad del tiempo y por la fractura del espacio en el que vivimos. Al mismo tiempo, sabemos que incluso este tipo de estrategias de memorialización pueden terminar siendo transitorias e incompletas» (Huyssen, 2002, p. 9).
La complicidad de la mirada entre sufriente y voyeurista
En la Red no se puede comprender el sentido de los que exhiben su sufrimiento sin las grandes mayorías que lo contemplan. Armando Silva, en su sugerente ensayo sobre los imaginarios urbanos hace dos décadas desplegó una hermosa metáfora sobre la función simbólica de los escaparates o vidrieras en las ciudades, que es perfectamente adecuada para entender el juego cómplice de las miradas en las redes sociales, pero que también nos habla de una continuidad y resignificación de la experiencia urbana de la convivencia y la indiferencia, de la individualidad y el anonimato on line: «La vitrina es una ventana. En ella construimos un espacio para que los demás nos miren, pero también miramos a través de ella. Y, aún más, de la manera como nos miran podemos comprender cómo nos proyectamos y de la forma que la vitrina se proyecta podemos entender cómo dispone ser vista. De esta manera la vitrina se constituye en un juego e miradas, unos que muestran, otros que ven, unos que miran como los ven, otros que se ven sin saber que son vistos» (Silva, 1992, pp. 63-64).
La mayoría de los que están en las redes sociales son observadores y eventualmente consumidores de los que unos pocos publican (fotos, vínculos, vídeos, música, frases célebres, estados anímicos, crónicas de fiestas o fines de semanas o vacaciones, etc.). Es decir, la mayoría se comporta como la audiencia de la televisión: miran, curiosean, hacen zapping entre las decenas de eventos que aparecen en la columna de noticias de Facebook, se enteran, bajan y comparten los que les interesa, pero sobre todo, como bien lo señala Silva para la vitrina, nutren y calman el ‘impulso voyerista‘ del goce de la mirada: «Si acaso algún placer nutre esta pulsión será el impulso voyerista; el placer de mirar oculto en el anonimato y gozar en la intimidad los deseos que se fraguan con nuestra descarga afectiva […]. Por todo ello la vitrina es un espacio de deseos; su composición, el diseño, construye un escenario de posibilidades que sobrepasa lo realmente conseguible. La vitrina por principio psicológico nos muestra más de lo que puede darnos, es decir, vemos más de lo que podemos obtener» (Silva, 1992, p. 64).
Como ya vimos en el caso de los jóvenes suicidas, siempre contaron con la mirada de los otros mientras imaginaban el teatro de su muerte; y también pensaron en cómo esos otros, conocidos y desconocidos, podían ser ‘provocados’ para establecer un pacto de complicidad que trascendiera su muerte: «[…] quién está detrás de la vitrina, el sujeto real que busca vender el objeto observado, ha tenido primero que imaginar cómo los posibles mirones pueden ser provocados. Son en definitiva, dos típicos cómplices los que construyen este suceso de acontecimientos públicos» (Silva, 1992, p. 65).
Las redes son profundamente endogámicas. Casi todas las relaciones que cultivamos cotidianamente en Internet o en el celular, son con personas ‘conocidas’, con las que tenemos (o tuvimos en el pasado) un contacto diario u ocasional fuera de la Red, o con ‘conocidos’ de nuestros ‘conocidos’: «La vitrina corresponde a un paisaje local; sus protagonistas se conocen y la prueba de ello es que ‘se reconocen en sus miradas’. En cuanto local, su radiación simbólica es primaria, no se muestra al extranjero, a aquel imposibilitado de reconocerla, sino a este o aquel, al compadre, ese particular sujeto de la comunidad que puede haber cabido en la imaginación de quién construyó el teatrino» (Silva, 1992, p. 65).
La comunicación del malestar cotidiano o del sufrimiento, ya sea eventual o crónico, en la mayoría de los casos no ofrece detalles sobre los motivos o las circunstancias del mismo. De las frases publicadas, ‘los ajenos’ solo podemos estar seguros de que quien las escribió tuvo un mal día, padece un malestar transitorio, una insatisfacción permanente, sufrió una pérdida o está atravesando un episodio amoroso doloroso. Pero lo más importante es que el mensaje no tiene un destinatario claro: pueden ser todos los de la lista de contactos que se comportan como el público del teatro que mira y escucha pero que no se supone que opine ni intervenga (aunque durante el drama, pueden eventualmente aplaudir o abuchear a los actores). Puede ser una persona en particular, quien no necesariamente se siente aludido porque el mensaje no lleva su nombre, o por el contrario, sabe que es el único destinatario porque interpreta el sarcasmo, la ironía o la metáfora de su contenido, o pueden ser los amigos o familiares más cercanos quienes conocen y comparten las circunstancias de la confidencia (Winocur, 2012, p. 85).
Una reflexión final e inacabada
Como hemos visto a lo largo de este artículo de manera fragmentaria y preliminar, la expresión y circulación de diversas formas del sufrimiento en Internet, particularmente en las redes sociales, tiene varios registros posibles que claramente trascienden desde el punto de vista social y cultural la compulsión narcisista por exhibirse o la voyeurista por mirar sin ser visto. Uno de esos registros alude a una suerte de condensación de la experiencia urbana del sentimiento de soledad y anonimato en la multitud que los sujetos intentan contrarrestar en los márgenes de sus pequeñas localidades reales e imaginarias; y en ese sentido, las redes sociales operan como una extensión del ‘vecindario’.
Otro de esos registros pone de manifiesto que el esfuerzo de administración de nuestras intimidades ‘públicas’y ‘privadas’, como parte de nuestro proceso de individuación tan caro a la modernidad, constituye una fuente de ansiedad permanente. La angustia de invisibilidad y exclusión que se expresa en la compulsión de estar permanentemente conectados, en la ansiedad de ‘mirar’ o ‘ser visto’, o de no ser olvidado pese a la necesidad colectiva de olvidar, hace que algunos lleven esa experiencia al límite de la muerte, como vimos en el ejemplo de los suicidas.
En cualquiera de estos casos, también observamos que los sujetos contemporáneos no se entregaron a la adicción por Internet como quien descubre una nueva y poderosa droga, sino que la Red posibilitó un espacio largamente deseado -consciente e inconscientemente-, de destrucción y recomposición imaginaria de la frágil y errática experiencia humana, que previamente fue creado y ensayado en la producción y apropiación de las diversas narrativas que ofrecieron los medios de comunicación impresos y electrónicos en el último siglo.
Bibliografía
Bauman, Z. (2009). El arte de la vida. Buenos Aires: Paidós.
Giddens, A. (1992). La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas. Madrid: Cátedra.
Huyssen, A. (2002). En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización. México D. F.: FCE; Instituto Goethe.
Montero, R. (2012). Hablando del dolor. El País. Babelia, No. 1079, 19 [en línea]. Disponible en: http://cultura.elpais.com/cultura/2012/07/25/actualidad/1343212344_667763.html
Nasio, J. D. (2009). El libro del dolor y del amor. Barcelona: Gedisa.
Rodríguez, S. (2007, 30 de agosto). Los malestares de época y las nuevas tecnologías. Página 12, Sección Psicología [en línea]. Disponible en: http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-90497-2007-09-02.html
Silva, A. (1992). Imaginarios urbanos. Bogotá: Tercer Mundo.
Thompson, C. (2011, 5 de noviembre). Suicidio de joven trae nueva atención a acoso estudiantil en EEUU. AP [en línea]. Disponible en: http://mx.noticias.yahoo.com/suicidio-joven-trae-atención-acoso-estudiantil-eeuu-165048823.html
Turkle, S. (1998). La vida en la pantalla: la construcción de la identidad en la era de Internet. Madrid: Paidós.
La Jornada (2012, 28 de marzo). Taiwanesa se suicidó mientras chateaba en Facebook con nueve de sus amigos. La Jornada. Sección Espectáculos [en línea], 11. Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2012/03/28/espectaculos/a11n1esp
Winocur, R. (2009). Robinson Crusoe ya tiene celular. La conexión como espacio de control e la incertidumbre. México D.F.: Siglo XXI México; UAM I.
– (2012) Transformaciones en el espacio público y privado. La intimidad de los jóvenes en las redes sociales. Telos, 91, 79-89 [en línea]. Disponible en: http://sociedadinformacion.fundacion.telefonica.com/seccion=1266&idioma=es_ES&id=2012042611530001&activo=6.do
Notas
(1) El nombre verdadero y algunas circunstancias de la vida de Lito fueron omitidas o cambiadas a petición de uno de sus hermanos.
(2) Véase: http://mx.noticias.yahoo.com/mujer-se-suicida-mientras-chateaba-en-facebook-133021844.html
Artículo extraído del nº 93 de la revista en papel Telos
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