Music Upon a Cloud. Interactive Music Experiences on the Internet
Resumen: El artículo aborda algunos de los cambios introducidos por la computación en nube (cloud computing) y el concepto de streaming (ver o escuchar un archivo directamente desde una página web) en la experiencia y el consumo musicales.
Palabras clave: Música, Industrias culturales, Computación en nube, Streaming, Interactividad, Publicidad, Piratería
Abstract: This article discusses some of the changes in musical consumption and appreciation brought about by Clud Computing as well as streaming (watching or listening to files directly on a website).
Keywords: Music, Cultural Industries, Cloud Computing, Streaming, Interactive, Advertising, Piracy
«Todo lo sólido se desvanece en el aire», decía Marx hace tiempo. Quizá preveía el flujo de informaciones que iba a circular hoy por todas partes, los sistemas de redes en los que vivimos actualmente. La era digital se caracteriza cada vez más por una creciente ‘desmaterialización’ que separa el soporte físico del contenido. Todos los artefactos materiales que en otro tiempo se asociaban a nuestras prácticas de acceso a la información (libros, periódicos, cuadros, discos, fotografías, películas, etc.) ceden terreno ante las herramientas informáticas que los desmaterializan para incorporarlos al mundo digital y hacerlos circular por entre las redes, eliminando su carácter sólido.
Sin embargo, toda esta información tiene que estar almacenada en algún sitio, tiene que rematerializarse de algún modo para hacerse accesible. Más que a la desaparición del soporte material, se asiste hoy a su transformación; una transformación que tiene lugar en el aire, alrededor de las nubes.
Cloud computing
Según Hervé Le Crosnier (2009, p. 10), la era digital no se molesta en localizar los datos. Nadie puede decir exactamente en qué disco duro se encuentra una canción de MySpace o un vídeo de YouTube, ni qué microprocesador está trabajando para uno: «Cada vez más, esos procesamientos y esos datos abandonan el microprocesador familiar para unirse a centros remotos, a los que los usuarios acceden a través de Internet de alta velocidad».
Esta arquitectura se denomina ‘computación en nube’ (del inglés cloud computing) y se refiere a un tipo de tecnología que ofrece servicios interactivos de computación a través de Internet. Aquí los datos están repartidos en una nube de máquinas, conformada por los cientos de miles de ordenadores y servidores de la web, y todo lo que puede ofrecer un sistema informático se ofrece como servicio.
En realidad no se trata de algo tan nuevo (como tantas otras cosas en tecnología). La ‘nube’ no es otra cosa más que la famosa Internet que utilizamos para almacenar nuestros archivos e información mediante las aplicaciones que las empresas nos ofrecen. Lo nuevo es llevar el concepto al extremo, usando todos los programas directamente desde Internet y almacenando allí todos nuestros archivos. La mayoría de la gente ya usa la ‘nube’ para enviar, recibir y almacenar mensajes en los populares servicios de correo electrónico como Hotmail o Yahoo. Estos, a diferencia de otros programas de gestión de correo como Outlook o Eudora, nos permiten hacer todo desde cualquier máquina conectada a Internet y sin tener que instalar un programa. Accedemos a ellos como si accediéramos a una página web, por lo que los gestionamos directamente desde la Red.
Alexandre Hohagen, director general de Google América Latina, señalaba en el blog oficial de la empresa que el desarrollo de Internet tiene un camino prefijado que pasa por la conectividad permanente y por programas y funcionalidades alojadas en ‘la nube’: «La necesidad de tener programas instalados en las computadores personales será algo del pasado […] La nube ofrece posibilidades enormes y es el camino del futuro» (citado en Grau, 2009). Asimismo, como explica Le Crosnier (2009), gracias a la nube de servidores, cada usuario dispone de una capacidad de procesamiento ampliamente superior a la de su propia máquina e incluso mayor a la potencia de los centros de procesamiento clásicos de empresas e instituciones. Así se explican la rapidez de transcodificación de los vídeos de YouTube (o de las canciones en MySpace) y la capacidad del sitio para mostrar varios miles de vídeos al mes.
Cada vez son más las aplicaciones que funcionan directamente desde la Red y los servicios a los que los usuarios pueden acceder en ‘la nube de Internet’. Tal es el caso de la música, el que aquí nos ocupa, que cada vez más deja de ser descargada y consumida off line para ser escuchada directamente desde Internet, en los servicios disponibles a tal fin. Esto trae consigo una serie de consecuencias importantes que afectan a diferentes parcelas de la música, especialmente a su modo de consumo y al carácter de la escucha. Acercarnos a los problemas que se desprenden de este nuevo paradigma musical es el objetivo de este artículo.
Hacer clic y obtener
En un artículo publicado en enero de 2009 por el diario inglés The Guardian1(Brown, 2009) se aseguraba que con el desarrollo de una informática basada cada vez más en la computación en nube, ya no resulta necesario descargar o almacenar música, puesto que la tenemos directamente en la web a golpe de clic. Así, a medida que la conectividad se desarrolle y la posibilidad de disfrutar de la música vía streaming2 crezca entre los usuarios, la descarga de música digital será pronto algo tan arcaico como grabar cintas de casete. No es que las descargas vayan a desparecer -como tampoco lo hizo el disco de vinilo, que asiste hoy a una resurrección ejemplar-, pero, como afirma el analista de Wired Eliot Van Burskik en el citado artículo, «en los próximos años un porcentaje importante de fans elegirán oír música desde la nube». Esto se aprecia sobre todo en las generaciones más jóvenes, que piensan en MySpace o YouTube como los lugares donde oír música al instante, de forma interactiva, desde cualquier ordenador y, cada vez más, desde su teléfono móvil. Al ofrecer un acceso instantáneo a la música sin necesidad de descargarla, cada vez son más los que prefieren consumir música en las nubes de la web, llámense MySpace, YouTube o servicios de música on line como Pandora, Last.fm, imeem o Spotify.
Ni siquiera el éxito del iPod y de iTunes (la plataforma de descarga de música de pago y legal de Apple) ha conseguido impulsar el número de ventas on line. El 83 por ciento de sus usuarios europeos no compran música digital. Mark Mulligan, analista de la industria musical y vicepresidente de Forrester Research, señala en el artículo que el modelo de pago por descarga no ha cumplido con las expectativas: no ha compensado las pérdidas en los CD y no ha podido hacer frente a la piratería; «la descarga ha fallado en ambos casos». Mulligan sugiere que la industria de la música necesita un nuevo ciclo de sustitución de formato, como el que llevó a los CD a sustituir a los casetes (y no tanto a los discos de vinilo).
Para muchos, este cambio de formato pasa hoy por ‘el aire’ interactivo de la web, rematerializado en forma de múltiples nubes digitales a las que los usuarios acceden cuando y donde quieren según la lógica del streaming, esto es, del ‘hacer clic y obtener’.
En efecto, cada vez es más importante el acceso y menos la propiedad. No por casualidad el economista estadounidense Jeremy Rifkin bautizó nuestra época como ‘la era del acceso’, en el sentido de que comprar cosas materiales y tener propiedades se está volviendo algo obsoleto, pues en un mundo que se mueve a la velocidad de la luz, donde todo es interactivo y está en continuo cambio y metamorfosis, lo que se impone como norma es el acceso directo a servicios de toda clase a través de las inmensas redes que operan en el ciberespacio. Con la música en ‘la nube’, uno puede tener acceso a los millones de pistas de música esparcidas por los servidores de la web en lugar de la limitada cantidad de archivos que es posible almacenar en el disco duro del ordenador, en el iPod o en otros reproductores de música portátiles, que son, en palabras de Christian Ward, walkmans glorificados en comparación (Brown, 2009). Queremos la música ya, aquí y ahora, no importa dónde estemos ni qué equipo utilicemos. Lo importante es tener una conectividad omnipresente y un acceso ilimitado para ‘hacer clic y obtener’, para que esa inmensa ‘fonoteca de Babel’ almacenada en el ciberespacio llegue a nuestros oídos a la velocidad de la luz.
La escucha veloz
Autores como Paul Virilio o Hans-Jürgen Gawoll han prevenido sobre los efectos de la velocidad en la sociedad y en los modos de percepción. Para Virilio (1997), con la revolución de los transportes en el siglo XIX se hizo manifiesta la mutación del movimiento de desplazamiento, puesto que la partida y la llegada eran singularmente privilegiadas en perjuicio del viaje propiamente dicho.
1 Un resumen del artículo puede leerse en la siguiente dirección: http://www.elpais.com/articulo/internet/futuro/musica/nube/elpeputec/20090121elpepunet_7/Tes.
2 El término streaming se refiere a ver o escuchar un archivo directamente desde una página web, sin necesidad de descargarlo antes al ordenador. Se podría traducir como ‘hacer clic y obtener’.
Esto hace que no reparemos ya en los espacios intermedios, por los que el tiempo pasa volando a una velocidad vertiginosa. Gawoll señala en este sentido cómo la mirada a través de las ventanillas de los primeros trenes enseñó que con la velocidad las cosas pierden gran parte de su cualidad material. Para ilustrarlo, cita un fragmento de En Voyage de Víctor Hugo, donde el escritor francés observa durante un viaje en tren que «La rapidez es inaudita, las flores al borde del camino ya no son flores, sino más bien apenas unas rayas rojas y blancas» (citado en Gawoll, 1994, pp. 83-84). Este rápido paso de imágenes hace que el mundo y los objetos sean percibidos en forma de barrido en perjuicio de esos espacios y componentes intermedios del viaje y del desplazamiento, algo que acabará determinando la ‘revolución de las transmisiones instantáneas’ que sucederá inmediatamente a la de los transportes.
«Con la revolución de las transmisiones instantáneas, asistimos a las primicias de una ‘llegada generalizada’, en la que todo llega sin que sea necesario partir, redoblándose […] la supresión del viaje (es decir, del intervalo de espacio y tiempo) producida en el siglo XIX, con la eliminación de la partida, con lo que el trayecto pierde los componentes sucesivos que lo constituían, en beneficio de una sola llegada» (Virilio, 1997, p. 29).
En efecto, con los medios informáticos de telecomunicación no es sólo el viaje lo que se suprime, sino también la partida. Todo ello en beneficio de la sola llegada, la llegada generalizada de datos, informaciones y productos que llegan a nosotros a golpe de clic, sin necesidad de movernos, puesto que son ellos los que vienen directamente a nuestro encuentro. El viaje y la partida, así como sus detalles intermedios, han quedado reducidos a una llegada masiva de informaciones y entretenimientos de todo tipo que a muchos puede resultar asfixiante y agotadora.
Si decimos todo esto es porque el acceso ilimitado, interactivo, veloz y la posibilidad de una música constante y disponible por doquier, como la que encontramos actualmente en ‘la nube de Internet’, tienen importantes consecuencias para el consumo, la escucha y la apreciación propiamente musicales. Entre ellas se encuentra el mismo hecho de si la extrema disponibilidad del producto sonoro, al eliminar el esfuerzo que había que hacer antes para ‘merecerse’ (para ‘viajar’ por) la música, no contribuirá a «embotar la sensibilidad y a reducir la música a un objeto que ya no es de ‘audición’ consciente, sino de trasfondo sonoro ‘percibido’ como complemento habitual de otras operaciones domésticas» (Eco, 2001, p. 291).
La música como rumor
Esto mismo que Umberto Eco percibió a raíz del nacimiento de la música grabada no ha hecho sino generalizarse con el paso de los años. Primero con la radio, que el propio Eco también examinó, señalando cómo su consumo habría inflacionado la audición musical hasta el punto de acostumbrar al público a «aceptar la música como complemento sonoro de las propias actividades domésticas, evitando una escucha atenta y críticamente sensible, induciendo finalmente a una habituación a la música como columna sonora de la propia jornada» (Eco, 2001, p. 300). Y más tarde con las nuevas formas de consumo musical derivadas de la era digital, tales como los CD, los archivos MP3, las descargas, los reproductores de música portátiles y ahora la escucha ‘en la nube’, directamente on line.
Todos estos formatos han hecho que la música sea cada vez más ubicua, que nos acompañe a todos los sitios y en todos los sitios la encontremos, proporcionándonos una especie de «‘continuum musical’ en el cual movernos y ‘bañarnos’ a todas horas; el despertar, las comidas, el trabajo, el viaje en coche, el paseo por la calle, el deporte, la ducha, la navegación por Internet, el amor, el sexo, etc., se desarrollan en esta especie de ‘acuario sonoro’ en el que la música se consume ya no tanto como música, sino como rumor» (Eco, 2001, p. 291).
Esto último puede apreciarse sobre todo en la escucha on line que facilita la computación en nube. Al ser las canciones fácilmente accesibles desde los servidores web, corremos el riesgo de hacer una escucha en gran medida superficial, sin atender verdaderamente a la propia música al estar ocupados en otras cosas como navegar (¿surfear?) por Internet, chatear o escribir un correo electrónico. Igualmente, al ser el catálogo musical ofertado prácticamente inabarcable (babélico) podemos entrar en una especie de estado de ansiedad y excitación neurótica que nos hace consumir cada canción rápidamente, incluso no llegar a terminarla por entero, al estar continuamente pensando en la siguiente, en la siguiente, en la siguiente y así sucesivamente: «Nada hay tan agobiante como ver ya, desde el sitio que se abandona, el que se alcanzará por la noche o a la mañana siguiente», escribía Théodore Monod (citado en Virilio, 1997, p. 51). Ahora no es ya la noche o la mañana siguiente, sino el minuto, el segundo siguiente…
Consumir y escuchar música de este modo, según la lógica del ‘clic y obtener’, es hacer que las canciones lleguen a nosotros, canciones de cualquier género musical imaginable, pero no disfrutar de los detalles y componentes del ‘viaje’, de la canción en sí, de sus matices y desarrollo. La velocidad es, pues, literal y metafórica: velocidad de la luz, que nos trae las canciones cuando y donde queramos, a golpe de clic; y velocidad de la percepción, cuya excitación hace que la música no sea ya música, sino ruido de fondo o rumor (ondas sonoras fluyendo por el espacio como complemento a nuestras actividades domésticas), al igual que las flores que Víctor Hugo veía en el tren no eran ya flores sino «apenas unas rayas rojas y blancas». Así, como señala Virilio (1997, p. 30), «el hombre móvil, y después automóvil, se habrá convertido en ‘mótil’, limitando voluntariamente el área de su cuerpo a algunos gestos, a algunos impulsos, como los del zapping», o como los del ‘hacer clic y obtener’, en nuestro caso.
La escucha interactiva
Si bien el apartado anterior ha podido resultar un tanto apocalíptico (lo cual no quita que sea una realidad y que la música sea cada vez más un rumor constante, y el carácter y sentido de la escucha más trivial), también hay aspectos positivos que se derivan de esta nueva tendencia musical. La música en la nube, vía streaming, se encuentra alojada en lugares como MySpace, YouTube, Pandora, Last.fm, imeem o Spotify, que pueden funcionar como redes sociales y/o como servicios de radios personalizadas.
Las redes sociales juegan un papel importante en el atractivo de los servicios de streaming. Es sabido que buena parte del éxito de MySpace y YouTube se debe a su papel como medios de interacción social que permiten compartir archivos y acceder al instante a un gran número de canciones, vídeos, fotos, blogs, redes de amigos, etc. La dinámica relacional de las redes sociales también se encuentra en sitios como Last.fm, que se basa en un motor de recomendación de música que construye perfiles y estadísticas sobre gustos musicales; imeem, que tiene una estructura de red social muy similar a la de sitios como Flickr o YouTube; Pandora, que genera listas de reproducción basadas en atributos musicales catalogados por amantes de la música y músicos; y Spotify, el más reciente, que permite a la gente escuchar temas musicales buscando por artista, álbum o listas de reproducción creadas por los mismos usuarios. Spotify fue noticia por haber sido la plataforma elegida por U2 para estrenar en exclusiva su nuevo disco, No Line On The Horizon, antes de su venta física y digital, por lo que otra de las características de escuchar música directamente ‘en la nube’ es ésta: acceder en exclusiva a los nuevos lanzamientos de los grupos.
La relación es algo fundamental en la era del acceso. John Perry Barlow ya anticipó en 1994 que en ausencia de objetos materiales, la información se basará más en la relación que en la posesión. Las personas no quieren tanto poseer la música físicamente como compartirla y comentarla con otros de forma interactiva, según la dinámica relacional propia de las redes sociales de la Web 2.0. La colaboración entre usuarios y las recomendaciones toman un papel fundamental que hace de estos sitios lugares de socialización on line.
El terreno de los inmigrantes digitales
Puede que la música sólo sea una excusa para esta socialización, como en seguida veremos, pero lo cierto es que se generan amplias redes de contactos que dan vida a esas plataformas almacenadas en las nubes. Esto se aprecia sobre todo en las generaciones más jóvenes, en los denominados ‘nativos digitales’, según la expresión de Mark Prensky, por contraposición a las generaciones anteriores, los ‘inmigrantes digitales’, es decir, aquellos que han llegado tarde a las nuevas tecnologías de la web. Como señalan Pisani y Piotet (2009), lo que los jóvenes esperan de Internet es que sea un potente instrumento de socialización, y esto vale tanto para las redes sociales tipo Facebook, MySpace o YouTube como para sitios directamente relacionados con música, como Last.fm, Pandora o Spotify.
Así, para los nativos, sitios como Last.fm o Spotify no sirven sólo para escuchar música, sino también para relacionarse con otros, generar amistades, crear comunidades e incluso encontrar en ellos empleo o relaciones amorosas o sexuales. Para ellos esto no es algo sorprendente, como pueda parecerle a muchos inmigrantes digitales, sino un hecho más de su vida cotidiana.
Asimismo, Prensky subraya que la relación que los jóvenes mantienen con la información es también muy distinta a la de los inmigrantes. El exceso y la sobrecarga de información no les preocupa y, a diferencia de sus padres, que solían querer mantener en secreto cualquier información que tuvieran (‘el conocimiento es poder’, era su divisa), a ellos les gusta compartir y difundir la información en cuanto la reciben (‘compartir el conocimiento es poder’, podría ser su divisa) (Pisani & Piotet, 2009).
La misma relación que tienen con la información la tienen con la música. Por eso, ante un acceso ilimitado que permite una cantidad de música sin igual, como el disponible en las aplicaciones web vía streaming, los nativos digitales la comparten y la difunden en cuanto la reciben, en cuanto la escuchan, de lo que se deduce que ésta no ha debido ser muy profunda, sino más bien superficial, de pasada y en gran medida funcional, ya que actúa como fondo o ‘acuario’ sonoro de sus navegaciones. Sin embargo, lo más importante de estas prácticas no es tanto el carácter de la escucha como el valor de la música como elemento de interacción social on line.
Un modelo interactivo de consumo digital
Decíamos también que la música ‘en la nube’ puede funcionar como una especie de radio personalizada. Éste es otro aspecto positivo de esta nueva forma de consumo y escucha musicales. A pesar de los efectos negativos en la sensibilidad y en la estructura nerviosa de la humanidad que Eco veía en la radio, también supo apreciar cómo ésta puso a disposición de millones de oyentes un repertorio musical que antes sólo se podía escuchar en contadas ocasiones, lo cual contribuyó a ampliar la cultura musical de las clases medias y populares. Asimismo, si bien el ritmo acelerado de la música reproducida y de la radio sometía la sensibilidad a una especie de excitación neurótica, «por otro lado le impone también determinada gimnasia y le impide aquel acercamiento a fórmulas fijas, típico de las civilizaciones musicales populares, que constituía un factor de conservadurismo» (Eco, 2001, p. 292). Esto produjo una ‘democratización de la audición’ y una ‘difusión del repertorio’, siendo posible a partir de entonces acceder a músicas y estilos hasta entonces completamente desconocidos.
Sin embargo, a diferencia de la radio, Internet ha impulsado un modelo interactivo de consumo musical donde el usuario es libre de elegir entre un menú amplio y diverso de géneros y estilos musicales, pudiendo incluso personalizar su audición y hacerse él mismo sus propios programas radiofónicos, según sus gustos e intereses. De esta forma, la radio vía streaming no sigue tanto una estrategia top-down, animada por las corporaciones, como una estrategia bottom-up, animada por los propios consumidores, o mejor dicho, ‘prosumidores’, según la lógica participativa de la Web 2.0. Así, cada uno es libre de construir un perfil musical a su medida, que incluirá las canciones de su elección de entre la gran cantidad de alternativas musicales disponibles, colección (lista de reproducción) que podrá compartir en la Red con los demás usuarios para ser valorada y comentada.
La era del acceso o la lógica de la cantidad
En la era del acceso importa más la cantidad que la calidad. Internet es capaz de albergar una verdadera ‘fonoteca de Babel’, como aquí hemos denominado a la cantidad sin precedentes de alternativas que encontramos en los servicios interactivos de reproducción de música on line. Tal cantidad de música y de información pueden acabar, como afirma Beuscart, desestabilizando los comportamientos de los usuarios, que ahora se encuentran en una situación de abundancia radical de acceso a la música, cosa que les constriñe a modificar sus modos de selección y escucha (Adell, 2008).
En efecto, esta profusión de posibilidades musicales resulta en extremo preocupante, pues es capaz de conducirnos -si no lo ha hecho ya- a una situación límite de exceso y saturación que se resume en el hecho de que hay demasiado. Demasiada música para consumir y el mismo (o menor) tiempo para escucharla. Esta confrontación se remonta a la transformación de la música en mercancía, en producción en serie y en repetición, hecho que introdujo la escucha solitaria (fuera del colectivo) y que puso en marcha un proceso económico radicalmente nuevo basado en el almacenamiento de la música. Así lo explica Jacques Attali: «Se compran más discos de los que se pueden escuchar. Se almacena lo que se querría encontrar tiempo para escuchar».
Tiempo de uso y tiempo de cambio se destruyen mutuamente. De ahí la valorización de obras muy breves, las únicas de las que es posible hacer uso, y de grabaciones integrales, las únicas que vale la pena almacenar. De ahí también el retorno parcial a un estatus anterior al de la representación: la música ya no se escucha en silencio, se integra a una totalidad; pero como un ruido de fondo en una vida a la que la música ya no puede dar un sentido (Attali, 1995, p. 151).
Aun siendo bastante pesimistas, las palabras de Attali no dejan de retratar una realidad que llega hasta hoy: tenemos más música de la que nos es posible escuchar y, cuando tenemos tiempo de escucharla, lo hacemos en gran medida como ruido de fondo, como rumor funcional de otros quehaceres domésticos. Esta situación llega al extremo con el consumo de música vía streaming. El catálogo on line ofertado es prácticamente inabarcable, de ahí su carácter babélico, de modo que si no sabemos muy bien lo que queremos escuchar, podemos llegar a sobrecargar y saturar nuestros sentidos ante tanta información, ante tantas posibilidades y canciones que cliquear: «La finalidad ahorra tiempo. [decía Gregory Bateson] Si el marinero sabe lo que está buscando no perderá tiempo en explorar mares árticos» (Bateson & Bateson, 2000, p. 97).
Con peor calidad, pero más y más rápido
Tal cantidad de archivos musicales hace que su calidad sonora esté por debajo de la de otros formatos como el CD (o el vinilo, para los más audiófilos). Como explica Levine (2007), así como los CD suplantaron al vinilo y a las cintas de casete, el MP3 y otros formatos musicales digitales están reemplazando al CD como la forma más popular de escuchar música. Esto significa mayor velocidad y facilidad de acceso, pero peor calidad. Para crear un archivo de MP3, el ordenador «samplea» la música de un CD y la comprime dentro de un archivo más pequeño, lo cual excluye información musical a la que el oído se muestra mucho menos sensible. La conversión a MP3 elimina cerca del 90 por ciento de esta información, que va a parar a los extremos de graves y agudos.
Sin embargo, según Daniel Levitin, la mayoría de la gente encuentra que algunos MP3 realizados en grados superiores a 224 kbps son virtualmente indistinguibles de los CD. Por ejemplo, iTunes vende música tanto en archivos a 128 como a 256 kbps, y Amazon vende MP3 a 256 kbps (Levine, 2007). Esto los acerca supuestamente a la calidad de los CD. Por el contrario, en sitios de escucha en streaming como Spotify, los archivos musicales son comparables a MP3 codificados a 160 kbps, lo cual hace que su calidad empeore. Sus defensores dicen que hay que recordar que estamos hablando de un servicio gratuito que se sustenta por la publicidad, de ahí su peor calidad de sonido en comparación con otros soportes físicos y tiendas de pago on line como las citadas iTunes o Amazon.
Esta peor calidad de sonido no parece importar mucho a las generaciones más jóvenes, a esos ‘nativos digitales’ a los que también se les conoce como la ‘generación iPod’, quienes al haber nacido inmersos en la era de la información han crecido acostumbrados a una música dinámicamente comprimida y al sonido delgado, metálico y plano del MP3 y otros formatos musicales digitales. De hecho, prefieren este tipo de sonido al de otros formatos como el vinilo o el CD, del mismo modo que las generaciones anteriores prefieren el sonido granulado del vinilo y creen que la música digital no suena igual que un CD o un buen tocadiscos. Según Christian Ward, de Last.fm, la calidad no supone un problema para los más jóvenes: «Tenemos una generación de amantes de la música ahora que han crecido con el estándar de 128 kbps de iTunes […] Creo que habrá una demanda de una mayor calidad de audio, pero no estoy seguro de que sea superior a la mayor demanda de acceso instantáneo a un amplio catálogo de música» (Brown, 2009). Está claro: en la era del acceso y de la computación en nube, la cantidad es lo que cuenta.
La música en la nube o los nuevos modelos de negocio on line
Según varias personas relacionadas con el mundo de la industria musical, uno de los aspectos más importantes de la música ‘en la nube’ -y para muchos la clave de su éxito- es su acceso gratuito. Las páginas web que ofrecen música vía streaming siguen un modelo basado en la publicidad que utiliza las herramientas interactivas de la Web 2.0 para tratar de proporcionar al usuario una experiencia más directa y personal que la publicidad convencional. El modelo se financia con los anuncios on line, que son la alternativa al pago por escuchar música y una nueva forma de incentivar e influir en la decisión de compra de los consumidores. Aunque muchos usuarios siguen viendo la publicidad como algo intrusivo, lo más importante para ellos es el disfrute gratuito de la música que este modelo ofrece; y en una sociedad como la nuestra, donde la publicidad es prácticamente ubicua y nos rodea por doquier, piensan que su presencia en estos servicios de música on line es un mal menor.
Por otro lado, muchos creen que una generalización de este modelo de negocio puede convertirse en la pesadilla de los compartidores de archivos y así hacer frente a la piratería: si el acceso es gratuito, no hace falta descargar, ni legal ni ilegalmente, ya que toda la música está almacenada en ‘la nube de Internet’.
Medidas contra la piratería
Un consumo musical de este tipo podría poner fin a la persecución de los que intercambian archivos y descargan música de forma ilegal, acabando con propuestas como la francesa, conocida popularmente como la ‘Ley Sarkozy contra el p2p’ o ‘Ley de los tres avisos’. Según este modelo, los internautas que intercambien archivos usando eMule, BitTorrent, Ares o programas similares serán rastreados por el Hadopi, un organismo creado expresamente para esta tarea. Cuando el rastreador detecte tres intercambios o descargas de cualquier internauta, se le cortará la conexión. Gerd Leonhard, coautor del importante libro The Future of Music, criticó este modelo en una entrevista calificándolo de censura y equiparándolo con el capitalismo chino: «La idea de que tú puedas espiar lo que yo me descargo sólo porque quieres vender música no es una idea europea, sino que es una idea china; es la esencia de la economía china actual: capitalismo dirigido. Es decirle al internauta básicamente que haga otra cosa distinta porque queremos hacer dinero con algo y, además, así de paso le controlamos mejor. Queremos ver todo lo que hace y le vamos a desenchufar aunque no sepamos si es él o el de al lado el infractor […] Creo que proponer esta ley significa que no sabes cómo funcionan las cosas» (Delgado, 2009).
La ‘Ley Sarkozy’ se encuentra actualmente en proceso de debate, pero no está prosperando según los intereses del presidente galo (ni los de su mujer, la cantante Carla Bruni), puesto que se considera que viola derechos fundamentales como la libertad de expresión y de comunicación. Sin embargo, es un significativo ejemplo de hasta dónde pueden llegar la lucha por la piratería y la obsesión por los derechos de autor en un mundo basado, paradójicamente, en el acceso ilimitado.
En este sentido, la música ‘en la nube’ está siendo anunciada por muchos como la nueva panacea contra la piratería, puesto que ya no hay necesidad alguna de descargar ni de ‘robar’ nada, al ser supuestamente gratuita. Este discurso se dirige fundamentalmente a las nuevas generaciones, que crecen acostumbradas a descargar la música y a no pagar por ella (sólo por el ordenador y la conexión a Internet, si bien la mayoría de las veces ésta corre por cuenta de los padres). Sin embargo, el uso gratuito es sólo uno de los varios posibles. Por ejemplo, Spotify, el servicio de música on line del momento (autodefinido como el último paso en la evolución natural de los soportes musicales, esto es, la nube), puede utilizarse de tres formas: la primera es de uso gratuito, financiado por la publicidad que ofrece esporádicamente el reproductor; la segunda es pagando una cuota mensual de 9,99€, lo que convierte al oyente en ‘usuario Premium’ y le permite eliminar los anuncios y escuchar las novedades antes de su lanzamiento y antes que los usuarios de la opción gratuita; y la tercera es pagar una cuota de 0,99€ al día, pago que le permitirá al usuario disfrutar de 24 horas del servicio sin publicidad.
Por lo tanto, todo el discurso acerca de una música sin coste y acceso gratuito como el que hacen determinados medios y analistas resulta más que cuestionable. Y más cuando la versión gratuita sólo se ofrece por invitación de otros usuarios y exclusivamente en países europeos: Suecia, Noruega, Finlandia, Reino Unido, Francia y España.
El modelo freemium, la versión gratuita
Podemos ver en todo esto una estrategia comercial destinada a captar usuarios mediante los cantos de sirena de la versión gratuita. Es lo que hizo la radio vía Internet Last.fm. En marzo de 2009 esta plataforma dejó de ser un servicio gratuito para pasar a cobrar 3€ mensuales por tener un acceso ilimitado a su catálogo desde cualquier país que no sea EEUU, Reino Unido o Alemania. Si bien la empresa no ofreció ninguna explicación oficial sobre esta decisión, al parecer se debió a que la publicidad no generaba beneficios, salvo en los tres países anteriores, y por eso decidieron empezar a cobrar. Éste es el modelo que están siguiendo el resto de los servicios de música vía streaming, empezando por Spotify, como ya hemos visto: atraer a los usuarios mediante la experiencia de la música gratis para después empujarles a la versión de pago y así asegurarse ingresos más allá de la publicidad interactiva. El término que se ha popularizado para describir este modelo de negocio es freemium, cuya idea básica es ofrecer una versión gratuita de un determinado servicio pero también reservar una parte para usuarios de pago, lo cual supone un valor añadido a los ingresos por publicidad.
El modelo freemium también tiene importantes consecuencias para las discográficas y los artistas, a los que se les retribuye según la lógica cuantitativa del número de canciones escuchadas. Pero, además, tiene una ventaja añadida, porque si me compro el CD pago una sola vez, mientras que si voy a Last.fm o Spotify y escucho la canción y consumo el anuncio (en caso de uso gratuito), cada visita supone un ingreso, al tiempo que se elimina la piratería, pues no hay necesidad de descarga, ni legal ni ilegal. Spotify, nacido tras un acuerdo de sus fundadores con las grandes discográficas (Sony BMG, Universal Music, Warner Music y EMI), se ha convertido en muy poco tiempo en el paradigma de este modelo: ha firmado un acuerdo con 20.000 discográficas independientes y con los grandes sellos que representan el 80 por ciento de la música comercial.
El creciente éxito de Spotify y su reciente lanzamiento en el mercado estadounidense ha hecho que las miradas estén puestas en Apple, la empresa propietaria de la mayor tienda de música on line de EEUU, iTunes. De momento, para aquellos países donde existe Spotify, Apple ha creado una aplicación que permite reproducir cerca de 3.000 canciones de forma gratuita en el teléfono iPhone y en el reproductor iPod Touch. Asimismo, revistas como Wired han especulado con la idea de que Apple, o bien prohíba el uso de Spotify en el iPhone, o bien trate de llegar un acuerdo para que los enlaces de Spotify lleven a su tienda iTunes (Alandete, 2009). Esta situación hace que podamos asistir a una lucha entre el ‘modelo freemium‘ representado por Spotify y el modelo de pago simbolizado por Apple. Lucha en la que se encuentra en juego el futuro de la música.
Bibliografía
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Artículo extraído del nº 83 de la revista en papel Telos
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