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Transgresión y cuestionamiento frente a la comunicación masiva


Por Claudio Zulián

La ciencia, la técnica y la comunicación masiva han anulado la capacidad simbólica del arte, confinándolo en el entretenimiento. Su potencialidad transgresora está ahora en mostrar el convencionalismo de la verdad y de la objetividad.

Cuando se encara el problema de las relaciones entre la ciencia, la técnica y lo que genéricamente se denomina arte -entiendo con esta palabra no sólo las artes plásticas, sino todo arte, literatura, música, etc.- se suele tropezar con un problema de valores absolutos.

A veces es el arte el que se considera como un valor absoluto: lamentaremos entonces su pérdida, como si fuera el fin de la humanidad, o pondremos en él todas nuestras esperanzas de regeneración para estos tiempos bárbaros. Cuando, en cambio, los valores absolutos son la ciencia y la técnica, los argumentos son simétricos: por ellas nos perderemos o nos salvaremos.

En ambos casos se olvida que toda cultura es histórica y sujeta a continuos cambios en su interior. Haciendo de la técnica, la ciencia y el arte unos valores absolutos, se pierde inmediatamente de vista que todos ellos han designado áreas de la cultura diferentes entre una época y otra, que han tenido diferentes funciones, y que sus límites también han sido diferentes.
Así, la pintura barroca aunaba conocimientos de geometría, anatomía, psicología, comunicación de masas y manipulación de mensajes que ahora se hallan dispersos en varios medios de comunicación y en otras disciplinas,algunas de ellas científicas. En ese tiempo, la ciencia estaba en pañales y la técnica era eminentemente premoderna. Podemos intuir entonces hasta qué punto la pintura barroca y la pintura contemporánea pueden ser dos disciplinas distintas, por no hablar ya del arte barroco en su conjunto respecto al arte contemporáneo.

En lo que sigue he intentado poner el problema de las relaciones entre la ciencia, la técnica y el arte en la perspectiva de una transformación cultural de fondo.
El mundo científico-técnico actual ha generado un régimen de verdad específico y un diluvio de estímulos sensoriales, algunos de los cuales, supuestamente, comunican algo. ¿Qué relación hay entre lo primero y lo segundo? ¿Cómo se ha inscrito el arte en ese contexto de comunicación? ¿Cómo se han ido relacionando los valores de los diferentes campos?

Finalmente, una vez apuntadas algunas respuestas a estas cuestiones, he intentado indicar, aunque sea de modo genérico, algunos caminos posibles de acción en el paisaje descrito. Me ha parecido una cuestión demasiado importante como para dejarla en el limbo de lo que pensaremos después.
Antes que nada, intentemos puntualizar brevemente cuál es el alcance y el modo de operar de la técnica y la ciencia modernas.

CIENCIA Y TÉCNICA COMO ÚNICA VERDAD

De toda la variadísima gama de sensaciones táctiles, visuales, sonoras y olfativas que nos puede proporcionar un objeto dado, a la ciencia y a la técnica sólo le interesan las que se pueden medir y cuantificar -por ejemplo, su peso y su extensión espacial-.
Por otra parte, se desconfía del observador. El hecho de que tal objeto le recuerde, por alguna analogía de los sentidos, algún otro objeto o alguna otra situación, no sólo no es relevante sino que es, además, perjudicial. El observador ha de limitar al mínimo su presencia y registrar el fenómeno de la manera más neutra posible.
Finalmente, incluso después de haber reducido la experiencia a lo medible y haber neutralizado la personalidad del observador, aún hay que desgajar los fenómenos complejos en partes simples y homogéneas. De este modo se crean campos -disciplinas- del saber que permiten estudios detallados. Es lo que se entiende por especialización.
En todos los casos se trata de procesos de abstracción (lat. abstrahere, traer de, separar) respecto a la complejidad de la experiencia sensible. Se extrae de los datos de los sentidos aquello que permite crear un modelo que se pueda estudiar y utilizar según las particulares necesidades de la ciencia y la técnica. Una vez creado el modelo, éste sustituye a la cosa y al fenómeno.
Así, en el mundo científico-técnico sólo existen las cosas por sus modelos racional y eficazmente manejables. Es un mundo creado, artificial y, en su conjunto, inaprensible para los sentidos. Hombres y máquinas viven en universos diferentes.
Pero ciencia y técnica rigen de manera cada día más completa todos los aspectos de nuestras vidas. No se trata solamente de que las máquinas hayan poblado el planeta y dispongan la biosfera según sus necesidades. La medicina, la psicología, la sociología, simplifican, ordenan y desgajan nuestras experiencias más íntimas y complejas, y nos inscriben en ese otro universo. El poder mismo tiene cada vez más el aspecto de una gestión técnica cuyo carácter ineluctable se asemeja a una ley física.

En resumen (y para no alargarnos sobre un tema tantas veces tratado en los debates sobre la cultura del siglo), la esfera del saber científico-técnico ha ejercido una presión sobre los saberes sensibles de modo que, en general, la verdad -entendida como valor que rige una determinada sociedad- ha ido pasando al campo de la objetividad abstracta. En estos momentos no hay más verdad que la de la ciencia y de la técnica, al menos desde el punto de vista normativo. Las verdades sensibles o experienciales no tienen peso. Dos breves ejemplos: los sentimientos se han ido transformando en patologías que, con una correcta terapia médica, se pueden curar: ya no son en sí mismos verdades últimas; la comunicación simbólica artística, por otra parte, ha dejado de ser una verdad que se pueda esgrimir en un debate común.
El dominio de la objetividad científico-técnica se nos presenta como un todo inalterable desde cualquier discurso que no sea el suyo propio. La verdad se ha ido del mundo sensible, y se halla por completo en el mundo de la abstracción científica y técnica.

UN DILUVIO DE ESTÍMULOS SENSORIALES

Sin embargo, como apuntaba más arriba, ciencia y técnica han creado un verdadero diluvio de estímulos sensoriales. Probablemente en ninguna otra sociedad se solicitan tanto los sentidos como en la nuestra: un día corriente de un hombre moderno es una sucesión de innumerables reclamos sensibles, propagados por instrumentos técnicos.
La prensa, la radio y la televisión nos surten continuamente de comunicaciones escritas, sonoras o visuales. A cualquier hora del día y de la noche, y prácticamente en cualquier lugar, se puede tener acceso a ellas (cuando no se nos obliga, de un modo u otro, a recibirlas). Una serie de estímulos sensoriales nos indican cuándo tenemos que atravesar una calle o cuándo es nuestro turno en una oficina. Otros, desde una valla, simplemente nos distraen con una imagen erótica supuestamente relacionada con algún producto.
La articulación de este conjunto de solicitaciones sensibles artificiales es muy confusa. El marasmo de signos ligeros, vacíos, que buscan una comunicación mínima basada en respuestas inmediatas a formas, colores y eslóganes, impide una percepción clara y distinta del significado de lo que se nos presenta. Tanto más cuando muchos de estos eventos pretenden ser puramente funcionales o constitucionalmente efímeros.

Puesto que ciencia y técnica han creado ese cúmulo de estímulos sensoriales, nos podemos preguntar si hay alguna relación necesaria entre las dos cosas.
Tanto las modernas solicitaciones sensoriales como las ciencias y las técnicas modernas, parecen tener un punto de arranque común en la época del Barroco. Más precisamente, en esa época se puede situar el nacimiento de la actual sociedad de masas, hecho considerado a menudo como la raíz de ambos fenómenos.

En varios estudios clásicos sobre la historia de la tecnología se pone el acento en el hecho de que aparecieron antes técnicas de organización del trabajo, basadas en reglas de eficacia, racionalización y control, que máquinas realmente nuevas. Según Lewis Mumford, la organización humana y el control del tiempo, practicados en los monasterios y en el ejército durante la Edad Media y el Renacimiento, supusieron un paso fundamental en la historia de la tecnología moderna.
Desde el punto de vista de las técnicas de organización racional de la sociedad, sólo son significantes aquellas características de hombres y cosas que se puedan medir y cuantificar.

Sólo a través de esta reducción se puede asegurar la correcta circulación de información y órdenes en el complejo entramado social. Estos nuevos modos de organización sirven una sociedad masificada, en la cual el individuo anónimo y despersonalizado cumple tareas mecánicas. La máquina no es sino un paso más en el nuevo orden social.
Por otra parte, José Antonio Maravall, en su estudio sobre la cultura del Barroco hace remontar a esa época las primeras estrategias de comunicación masiva, que cubren gran parte de lo que hemos venido indicando genéricamente como estímulos sensoriales artificiales. Se prefiguran, por ejemplo, aquellas funciones de aturdimiento y distracción -a través de las fiestas y del teatro- que los medios de comunicación de masas llevarán a una eficacia superior. De esa cultura se indica también que es una cultura dirigida y conservadora. Se relacionan en suma esas nuevas estrategias comunicativas con las exigencias de control político surgidas con el inicio de la sociedad de masas moderna.
La convergencia de las explicaciones hacia la aparición de la moderna sociedad de masas, con sus necesidades específicas de control y de comunicación, puede hacernos vislumbrar algunas respuestas importantes a nuestra pregunta sobre ciencia, técnica y estímulos sensoriales artificiales.

COMUNICACIÓN DE MASAS Y VERDAD CONVENCIONAL

En cuanto desaparece la posibilidad de unas relaciones sociales basadas en las cualidades del individuo, conocido como tal por sus vecinos, por el poder político, por los artistas de su entorno y por los comerciantes de su ciudad, aflora una visión del mundo donde todo son cantidades, números y masas. Los gobernantes no conocen a sus sujetos más que como conjuntos anónimos; los artistas se encuentran con un público también anónimo; los científicos y los técnicos no pueden apelar a las cualidades de las cosas, fruto siempre de una experiencia individual, sino sólo a lo que es convencionalmente común: las cantidades. La verdad se retira de lo sensible en tanto que se retira de lo individual, de lo personal y de la verificación íntima. Con la sociedad de masas aparece la verdad abstracta, esencialmente como verdad convencional. En este contexto la comunicación social se compone de actos cuya eficacia se intenta asegurar a través de la redundancia y de la abundancia. Tales características conllevan a menudo una reducción de las formas y los contenidos, en aras de una mayor evidencia perceptiva.
El hombre despersonalizado e intercambiable reducido a un lugar en un masivo diagrama organizativo, ese hombre-cosa sin dimensión individual, está sujeto a la organización tecnificada y es objeto de la comunicación de masas. Organización técnica y comunicación masiva son dos caras de la misma moneda.
Sin embargo, al igual que hubo organización técnica antes que instrumentos técnicos, también hubo estrategia de comunicación de masas antes que instrumentos apropiados para ello. Aparte de la prensa, que tuvo sin duda un papel fundamental en la configuración de la cultura masiva barroca, la cultura moderna tuvo que conformarse durante casi tres siglos con métodos e instrumentos heredados de culturas anteriores. Durante este período hubo, en cuanto a comunicación, una situación híbrida. La sociedad de masas se organizaba técnicamente de manera cada vez más acentuada, y sin embargo, buena parte de sus medios de comunicación seguían ligados a modos pretécnicos. Así se explica, entre otras cosas, que los ideales de trascendencia ligados al quehacer manual y sensible de la representación simbólica -y que denominamos aquí genéricamente como arte- hayan podido llegar hasta nuestros días. Están de alguna manera incrustados en unas prácticas que de hecho han ido cambiando de sentido.
Cambio y continuidad se pueden observar muy claramente en la pintura, la música y el teatro Barroco. En la pintura, por ejemplo, el método de producción sigue siendo artesanal en el sentido más genuino del término: una producción ligada al gusto individual del artesano, y a un quehacer manual y no automático. Los temas, las formas y los modos, sin embargo, se estandarizan, según las necesidades de un público anónimo y masivo. Las Vírgenes de un Carlo Dolci -que para José Antonio Maravall son por esto mismo un ejemplo temprano de kitsch- pueden ilustrar lo que estamos diciendo.

UNA COMUNICACIÓN SOCIAL NO SIMBÓLICA

Con el desarrollo de los medios de comunicación modernos, en la era eléctrica, acontece un cambio radical. La sociedad técnica finalmente produce unos medios de comunicación específicos, que hallan tanto sus modos como su legitimidad en el mundo de la técnica mismo. El arte, que había sido el eje de la nueva estrategia comunicativa barroca, empieza a ceder terreno ante las formas de comunicación social generadas por estos nuevos medios. Con él menguan aquellos ideales de trascendencia simbólica que, de hecho, a menudo ya no eran el núcleo de la práctica artística. La ciencia y la técnica empiezan a ocupar no sólo el plano de los valores, sino también el mundo físico, generando nuevas experiencias sensibles.

Además, los ideales de trascendencia simbólica se ven amenazados de una manera mucho más radical, porque la ciencia y la técnica son esencialmente anti-simbólicas. Hallamos aquí una cuestión crucial: los nuevos medios de comunicación de masas no suponen un cambio en los procedimientos simbólicos, que salvarían su esencia adaptándose a la novedad técnico-científica, sino que suponen la supresión de toda posibilidad de simbolización.
La ciencia es una explicación inmanente del mundo, y no da lugar a ningún más allá que justifique procedimientos de simbolización. El plano de la verdad trascendente que informaba la realidad sin coincidir con ella, y que necesitaba por lo tanto una mediación para poder manifestarse, ha dejado de existir. Los procedimientos simbólicos que constituían el centro de esa mediación ven desaparecer así su razón de ser.

Por otra parte, la técnica «es ahora la mediación universal y, porque es ella misma un medio, no puede ser objeto de simbolización en tanto que medio, sino que, por su potencia, excluye cualquier otro sistema de mediación (que es lo que era esencialmente la simbolización)» (Ellul 1980).
Así, la comunicación social se reorganiza a partir de nuevos regímenes de verdad. Una nueva coherencia se establece entre verdades abstractas y verdades sensibles. Quizás por primera vez en la historia de la humanidad, aparece una forma de comunicación social no-simbólica.
El significado concreto de esta transformación nos lo puede hacer entender el ejemplo siguiente.
Una imagen de reportaje televisivo se considera comúnmente verdadera y objetiva. Se supone que nos facilita un acceso directo a las cosas mismas en su dimensión más real. No es una imagen representativa -una mediación- interpuesta entre las cosas y el receptor. Por lo tanto no es simbólica. Si esa misma imagen, en cambio, hubiera sido pintada, aun con las mejores técnicas ilusionistas y aunque el pintor hubiera estado allí, se la consideraría una representación subjetiva, simbólica y por lo tanto limitadamente verdadera. Puesto que ambas no son más que representaciones en una superficie de dos dimensiones, nos podemos preguntar en qué se diferencian para tener dos regímenes de verdad tan desiguales.
Podemos intuir fácilmente que es el procedimiento lo que determina el contenido de verdad de una imagen. Si éste es técnico, o sea, automático y, al menos teóricamente no humano, la imagen será verdadera. Al amparo del método técnico-científico será considerada objetiva por como ha sido obtenida y reproducida, por haber sido grabada por una máquina. En cambio, si el procedimiento es artesanal remitirá irremediablemente a un individuo y a sus preferencias personales, y la imagen será verdadera sólo en parte.
En los telediarios y en los programas informativos la actitud general del público ya no es la de estar viendo algo que está en lugar de otra cosa (una pintura en lugar del objeto representado) y del que tenemos que descifrar un significado, sino que, a través de los medios técnicos, estamos viendo directamente la cosa.
La aparición de estas verdades sensibles no-simbólicas y técnicas ha dividido el mundo de la comunicación social. Ahora, por una parte está aquello que tiene función de verdad y por la otra aquello que tiene función de pura solicitación sensual. Dentro de este segundo campo hay una zona que corresponde al arte -actividad que antes aunaba las dos funciones-. Las fronteras del arte son imprecisas y con ellas lindan todos aquellos signos ligeros y vacíos de los que hemos hablado más arriba, y que constituyen, por ejemplo, el mundo de la publicidad.

DE LA TRASCENDENCIA A LO ORNAMENTAL

El paso de la simbolización a la pura reproducción de la verdad no ha sido un acontecimiento súbito, sino que se ha ido definiendo a través de algunas formas híbridas como el cine y la fotografía.
En los comienzos del cine, por ejemplo, hubo una fuerte discusión sobre si era o no era una forma artística. Por ser un medio de reproducción técnico de la imagen se le consideró a veces como alejado de lo genuinamente artístico. Se le veía más bien como una especie de juguete tecnológico -como la linterna mágica-. Por otro lado, se subrayaba que, aun dentro de esa reproducción técnica de la imagen, había una filiación evidente con prácticas propiamente artísticas como el teatro y la pintura, y, por lo tanto, se le podía considerar como un arte más. Hay rastros de estas discusiones en el famoso ensayo de Walter Benjamin, La obra de arte en el momento de su reproductibilidad técnica, en el cual se afirma que el cine es arte, pero un arte nuevo, sin aura, precisamente por ser productivo y reproducible técnicamente.
La ruptura definitiva con los procedimientos simbólicos ha sido obra de la radio, y sobre todo de la televisión. Esta última, por su infinita capacidad de reproducción técnica de imágenes, y por su aptitud para transgredir las vivencias tradicionales del espacio y del tiempo a través de una infinita red de conexiones técnicas instantáneas, ha dado una forma prácticamente incuestionable a la verdad objetiva y no-simbólica en el campo de la comunicación social. Conforme la televisión se iba afianzando en sus modos específicos, todo el campo de lo sensible artificial se iba reorganizando según la nueva división entre lo verdadero y lo entretenido.
Continuando en el campo del entretenimiento, del tiempo libre, el arte de este siglo ha dado a menudo la impresión de un arte menguante. Se ha hablado de pérdida del aura, como Benjamin, o, más generalmente, de pérdida del valor espiritual. Se ha puesto el acento en la transformación del arte en mercancía, en su reducción a cosa vendible. Los artistas mismos han desesperado a menudo del valor de su quehacer, como en el caso del premio Nobel de literatura Eugenio Montale, para quien la poesía no era sino un mar de papel inútil.

Incluso algunas de las revoluciones que intentaron dar un nuevo y profundo sentido al arte se revelan finalmente como adaptaciones a la presión que la verdad técnico-científica ejerce sobre el conjunto de la cultura.
Es lo que sucede con la tendencia a la inmanencia del arte expresionista y abstracto (como en ciertas obras de Schönberg, Kandinsky, Cage y Rothko),que da lugar a un intento de considerar la obra de arte como signo de una iluminación -experiencia absoluta y autorreferente- y abre así el camino para una estetización general y genérica -puesto que finalmente cualquier cosa puede ser signo de esa experiencia y todos podemos hacerla-. Todo ello, en el fondo, nos habla de la desaparición del plano de trascendencia que dio sentido al quehacer artístico hasta este siglo. La desaparición de ese plano no es un movimiento autónomo del arte sino que es fruto de la imposición de la inmanencia técnico-científica. El arte se ha ido adaptando a la desaparición universal del plano de trascendencia y ha ido encontrando, a través de agónicos espasmos de voluntad de sentido, su temido destino de puro ornamento.
Por esta razón también, se ha dado una auténtica fuga de contenidos del arte: la vida se ha vuelto enteramente objeto de conocimiento científico. En una novela de Stendhal aún se hallan, íntimamente imbricados, caminos de comprensión de la experiencia vivida que han sido posteriormente asumidos por ciencias como la sociología y la psicología. Ahora mismo un libro de divulgación de cualquiera de estas dos ciencias parecerá comúnmente más verdadero que El rojo y el negro. De este modo, los artistas se han quedado con un campo cada vez más pequeño del saber humano.

LA DIFICIL TRANSGRESIÓN ARTÍSTICA

También ha habido toda una serie de intentos de acercamiento a los medios técnicos y científicos en las producciones artísticas. Se han racionalizado los modos de formar, se han construido teorías pictóricas, musicales y literarias, y finalmente, se han utilizado los propios medios técnicos y científicos.
En algunos casos se trata de una pura y simple estetización del entorno técnico, tan ornamental, superficial y funcional como una publicidad. En los casos de cuestionamiento más profundo, se llega irremediablemente a un punto de ruptura: ciencia y técnica son, cada una a su manera, inmanentes, abstractas, no-simbólicas y autorreferentes. No trasudan más allá de sí mismas ningún sentido extra que un artista pueda recoger. De este modo, después de aplicar algún método científico en la determinación de la estructura de la obra o en la producción de sus materiales, el artista siempre tiene que afrontar un momento de decisiones científicamente arbitrarias -aunque no artísticamente arbitrarias-.
Cierta música de Xenakis es un claro ejemplo de ello: después de generar un número enorme de posibles combinaciones sonoras a través de cálculos matemáticos, el compositor elige arbitrariamente las que pueden tener un sentido artístico y sensible. Y no parece que pueda ser de otro modo: la ciencia no distingue, por definición, entre una serie de sonidos y una música hecha con esos sonidos.
De este modo el arte que intenta una aleación con la ciencia y la técnica, sólo consigue mostrar la imposibilidad de la fusión, la grieta que separa irremediablemente los dos saberes. En las mejores obras que prueban esta vía -como las de Xenakis- el punto de ruptura funciona como un motor dramático, como un lugar de sentida interrogación, pero lejos, claro está, de cualquier objetividad técnico-científica.
Por lo demás, el arte que se quiere legitimado por la técnica y la ciencia está, desde el punto de vista general de la sociedad, en el mismo reducido campo del arte que no lo intenta, ésto es, en el campo del arte tout court.

Así pues, el complejo técnico-científico actual parece configurar de manera poderosamente eficaz una sociedad ordenada por leyes abstractas e inmanentes, cuyos actos de comunicación se dividen en verdades objetivas, producidas técnicamente y no simbólicas, y estímulos sensoriales de todo tipo en función de distracción y placer subjetivo.
La normatividad y la eficacia de la configuración que acabamos de esbozar no ha de ocultarnos el hecho de que la afirmación de la verdad técnico-científica y la distracción son dos estrategias heterogéneas. Aunque organización técnica y comunicación masiva son dos caras de la misma moneda, no hay continuidad orgánica entre la total explicación abstracta e inmanente del mundo y la sobreestimulación de los sentidos. Más bien parece que una vez extendida por doquier la claridad de los métodos técnico-científicos modernos, queda un resto sensible, oscuro, ineliminable, del que tenemos que estar distraídos. En suma, podríamos pensar que se trata de un modelo global y positivo de existencia -con sus reglas sociales derivadas- surtido de unos mecanismos de integración del malestar individual que tanto la aplicación de las reglas como lo que queda por explicar (esencialmente la muerte del individuo concreto) generan.

Las prácticas artísticas han constituido hasta hace poco un lugar en el cual era posible mostrar esa falta que atraviesa el orden actual de nuestra cultura. El hecho mismo de ser heterogéneas en su origen y en sus medios con el orden que tenían que sustentar favorecía la ambigüedad en lo representado. Nos basta recordar la exarcebada sensualidad de un Rubens o de un Bernini, artistas oficiales donde los hubo, para ver hasta qué punto era posible una deriva de lo normativo hacia la transgresión.
Hay que subrayar que esa posibilidad de transgresión existía justamente porque el arte era un instrumento normativo de vital importancia. No se trataba de un quehacer en sí mismo liberador, sino que su alcance y la rigidez del orden al que estaba sometido daban singular profundidad a cualquier heterodoxia.

Con el aparecer de los medios de comunicación técnicos modernos, la importancia normativa del arte ha disminuido y con ella también ha disminuido su capacidad para mostrar, aunque sea ambiguamente, las contradicciones, los lugares oscuros y no resueltos del orden que se pretende sustentar. Al igual que otras zonas limítrofes de la comunicación social, en el arte ahora se presenta lo sensible como separado de lo verdadero y reducido a una pura función de entretenimiento.

La separación es una imposición de un saber diferente al arte. Por todo ello, el arte no parece constituir ya un lugar fuerte de cuestionamiento.
Si queremos reencontrar un punto desde donde mostrar, aunque sea de un modo oblicuo, las fracturas del orden de nuestra cultura, tenemos que encarar la verdad positiva de ese orden allá donde es más fuerte. El núcleo de lo normativo es también la puerta de la transgresión.
Entonces, habrá que situarse en el centro de la inmanencia científico-técnica y de sus estímulos placenteros.

Tendremos que mostrar, por ejemplo, el entramado de legitimidades que ciencia y técnica prestan a los medios de comunicación social actuales, y cómo ese entramado acaba por construir una verdad que bajo la apariencia de la objetividad, es convencional, limitada y limitadora. Pero para eso tendremos que suscitar primero la mirada que acepta el juego de las verdades televisivas, y entonces mostrar los puntos de ruptura. Esos desgarros son específicos de esa mirada: la constituyen -como límites- al igual que las normas positivas.
Se tratará de una tarea transgresiva y negativa. Después de abandonar aquellas prácticas de comunicación social que hemos conocido como arte (sin añoranza, puesto que fueron tan normativas como las actuales), tendremos que habitar el corazón de lo científico-técnico y sus representaciones sensibles en los medios de comunicación de masas. Tendremos que hacer zozobrar ese corazón hacia su propia oscuridad en un movimiento de transgresión continuo e inacabable.
ADORNO, Theodor W., Filosofía de la nueva música, Editorial Sur, Buenos Aires, 1968.
BENJAMIN, Walter. La obra de arte en la era de la reproducción mecánica, Editorial 3, Buenos Aires, 1968.
ELLOL, Jacques, L’empire du non-sens, PUF, París, 1980.
GONZALEZ REQUENA, Jesús, El espectáculo informativo, Akal, Madrid, 1989.
MARAVALL, José Antonio, La cultura del Barroco, Ariel, Madrid, 1989.
MUMFORD, Lewis, The myth of the machine, Harcourt Brace, Nueva York, 1967.
MUMFORD, Lewis, Técnica y civilización, Alianza editorial, Madrid, 1977.
XENAKIS, Iannis, Musique, Arquitecture, Casterman, París, 1976.

Artículo extraído del nº 35 de la revista en papel Telos

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