Antes de su llegada al gobierno en 2005, el Frente Amplio -coalición y movimiento político que unifica a la izquierda uruguaya desde 1971- elaboró un programa de transformaciones que incluía una propuesta para la reforma del sistema mediático del país, apuntando a un nuevo equilibrio entre sus componentes. Se proponía fortalecer los medios públicos, históricamente débiles, y abrir espacio a nuevos actores emergentes: la producción audiovisual independiente y los medios comunitarios. Se planteaba también fijar nuevas reglas para los medios comerciales, desestimulando la concentración, especialmente en la televisión abierta, donde un oligopolio de tres grupos empresariales concentra más del 90 por ciento de la audiencia y de la facturación publicitaria (y casi el 50 por ciento en la televisión de pago). Para todo ello se entendía necesario generar canales y estímulos para la participación social en el diseño y la implementación de las políticas de comunicación, lo que requería una nueva institucionalidad estatal.
El balance de esta década larga, con dos gobiernos de izquierda ya concluidos y un tercero iniciado en 2015, muestra avances y bloqueos, elementos en común y diversos con otros procesos reformistas en la región.
Abrir espacios
La Ley de Radiodifusión Comunitaria, aprobada en 2007, permitió regularizar la situación de muchas pequeñas radios locales hasta entonces perseguidas como ilegales y estimuló otras experiencias de ese tipo. Fue también un banco de pruebas de nuevas reglas de juego -más claras, transparentes y con participación social- para decidir a quiénes se les permite usar el espectro radioeléctrico. Hoy hay más de cien radios comunitarias que funcionan legalmente, pero a muchas les resulta difícil mantener en el aire una programación continua y de interés para su audiencia potencial, por debilidades propias y porque faltaron políticas vigorosas de fomento del sector.
La televisión comunitaria no logró despegar hasta ahora. En definitiva, la apuesta por el sector comunitario demostró potencialidades interesantes, pero no se hizo con mucha fuerza y no ha dado hasta ahora resultados relevantes en cuanto a un nuevo equilibro del sistema mediático, más allá de algunas experiencias locales muy valiosas.
La producción audiovisual independiente creció en los últimos años, por su propio impulso y con políticas de fomento como la Ley de Cine de 2008, pero no encontró nunca un lugar relevante en la pantalla que mueve el fiel de la balanza económica y de audiencias, la de la televisión. Hubo apuestas en este sentido, como los llamamientos a nuevos canales digitales en 2013 y las cuotas de pantalla y fondos de fomento previstos en la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual de 2014 (LSCA). La primera no logró sus principales objetivos, ya que los nuevos licenciatarios desistieron de iniciar sus transmisiones; la segunda ha quedado en pausa, al preferir el Gobierno esperar a que se diluciden recursos de inconstitucionalidad presentados contra varios de sus artículos por las principales empresas mediáticas.
La radio y la televisión estatales, históricas cenicientas del sistema mediático, se fortalecieron mucho en estos años en equipamiento, programación y cobertura geográfica, diversificando sus perfiles en el caso de las radios, pero mantienen dificultades de gestión y una institucionalidad que no garantiza su independencia del Gobierno. La LSCA contiene elementos valiosos en ese sentido, aún sin implementar. La audiencia de los medios estatales creció, aunque sigue siendo minoritaria.
Cambiar las reglas
En 2008 se avanzó en esta dirección mediante un decreto que establecía reglas claras para la asignación de nuevas frecuencias comerciales, similares a las ya fijadas para el sector comunitario, incluyendo mecanismos de participación social mediante una comisión asesora y audiencias públicas.
En 2010 se inició el camino hacia la LSCA, también de modo participativo, con un Comité Consultivo convocado por el Gobierno e integrado por actores empresariales, sociales y académicos. Este primer intento culminó con la sorpresiva desautorización del propio presidente Mujica que, sobre el final del proceso, dijo que no sabía de ninguna ley en preparación y que si llegaba a sus manos terminaría en la papelera. Tres años después, sin embargo, envió el proyecto al Parlamento, que lo convirtió en ley a finales de 2014, ley que aún espera su aplicación.
También sufrió marchas y contramarchas el camino hacia la televisión digital, lo que puede haber dañado la credibilidad del proceso de asignación de nuevos canales. Este puede ser uno de los factores que haya afectado a la poca productividad de esta política. También ha faltado información básica a la sociedad: la mayoría de los uruguayos ignora que, desde 2014, puede ver televisión digital gratuita y no sabe cómo acceder a ella.
Una dificultad inicial del primer gobierno de izquierda fue la falta de una institucionalidad adecuada para el diseño de políticas. En 2005 se creó la Dirección Nacional de Telecomunicaciones en el Ministerio de Industria, pero hasta 2008, y casi sin personal, no comenzó a funcionar. En 2010 se la fortaleció y tomó un rol muy activo, pero desde 2015 nuevamente cuenta con menos recursos y los mecanismos de participación social existentes quedaron desactivados a la espera de la implementación de los previstos en la LSCA, entrando en una suerte de parálisis regulatoria.
Balances
En síntesis: se abrió espacio a nuevos jugadores -públicos, comunitarios, independientes-, pero no tanto ni con la fuerza suficiente como para generar un nuevo equilibrio en el sistema mediático.
Parte del problema está en esos mismos jugadores, pero también ha faltado un rumbo claro y firme en las políticas públicas. Se impulsaron nuevas reglas de juego, pero tampoco con la claridad y la firmeza suficientes como para alterar aspectos hasta ahora claves como la concentración, tema en el que incluso hubiera sido posible hacer mucho más aplicando a fondo normas ya existentes.
La Coalición por una Comunicación Democrática, que articula un conjunto de actores sociales y académicos, ha jugado un papel clave en el mantenimiento del impulso reformista, pero el tema no ha ocupado nunca un lugar central en la agenda pública ni política (y rara vez en la mediática). Para la mayoría de la población el sistema de medios existente sigue siendo el único posible y sus cambios son, en todo caso, producto de las innovaciones tecnológicas que trae el mercado.
En este ‘avanzar frenando’ del proceso reformista, sin duda han pesado las presiones de los medios concentrados y el temor de los sucesivos gobiernos de izquierda a enemistarse con ellos y pagar las consecuencias políticas y electorales del caso. Hay quienes prefieren entonces un pacto no explícito con los medios concentrados nacionales, por ejemplo con regulaciones proteccionistas, frente a los gigantes transnacionales y/o publicidad oficial a cambio de cierta paz mediática. Otros apuestan más bien por el fin de los medios tradicionales y la democratización audiovisual a través de Internet, sobre la espalda de la empresa estatal de telecomunicaciones (que al mismo tiempo realiza acuerdos comerciales con Netflix…). No son necesariamente estrategias contradictorias, pero al no explicitarse ni discutirse públicamente, han provocado un avance vacilante de la reforma, más que su eventual reorientación con ritmo firme.
Son muchos los paralelismos -y también las diferencias- con otros procesos reformistas de la región, como el de Argentina o Ecuador. También con los casos en que las reformas se bloquearon casi desde el comienzo, como en Brasil, quizás el ejemplo más dramático de cómo el temor a enemistarse con los grandes medios puede alentarlos a convertirse en un enemigo mucho más temible de lo imaginado.
Esta década larga de procesos reformistas en América Latina ha sido rica en avances y fracasos. Espero que sepamos aprender de ellos para reimpulsarla en un mundo que sigue necesitándola igual o más que antes, aunque seguramente ya sea otra reforma.
Artículo extraído del nº 105 de la revista en papel Telos
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