Se trata de problematizar el imaginario de la smart city desde el punto de vista de los discursos que la proyectan como una utopía contemporánea, que podría concebirse al contrario como una distopía que radicaliza las carencias de la ciudad actual.
«La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos
pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.
¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar»
Eduardo Galeano
Al considerar la literatura existente sobre la smart city, el trazo común reside en que todas las perspectivas proyectan un modelo de ciudad ideal. Por el momento, la smart city es más un imaginario urbano que una realidad material (Vanolo, 2014). Es un futuro tecnológico ideologizado (Sfez, 2002) que se superpone como una ficción instituyente a las realidades que vivenciamos. Los discursos sobre una ciudad inteligente se enmarcan en la normatividad de cómo deberíamos vivir, que era el principio socrático por antonomasia. Pensar e imaginar la ciudad era una de las labores primordiales para la filosofía desde que para Aristóteles su tarea principal estribaba de hecho en ‘salvar la ciudad’ (Sozein ten polin).
Otras ciudades posibles
Así pues, junto a la ciudad en la que nos desenvolvemos a diario se alzan esas imágenes de otras posibles. Tales idealizaciones pueblan los sueños de los ciudadanos y han cimentado el acervo de utopías.
En realidad, lo propio del ser humano es esa simultaneidad de dos mundos: por una parte el que en efecto encontramos y que solemos llamar mundo real y, por otra, ese mundo ideal que guía nuestros quehaceres en virtud de lo que podría existir pero aún no es (Mumford, 2013).
En palabras de Claudio Magris, en Utopía y desencanto, la utopía consiste en no rendirse al estado actual de cosas y tratar de construir el mundo -y en nuestro caso, la ciudad- tal y como debería ser. La utopía es ese mapa de ninguna parte que nos orienta hacia otros mundos posibles, otras formas de pensar y de vivir. Para Oscar Wilde, un mapa sin la utopía no es digno de ser observado. Y un mapa nunca es el territorio, pero sirve para cartografiar nuestros recorridos y alumbrar los inciertos itinerarios: «La gestión de la realidad se configura a través de su expresión geográfica, es decir, cartográfica» (Farinelli, 2009, p. 29).
Por otra parte, las proyecciones utópicas asumen una doble dimensión: representan tanto una crítica a las condiciones actuales de la ciudad como una muestra de las potencialidades aún no hechas realidad. Se expresan en las utopías los sueños colectivos que responden a las carencias de la vida real. La pregunta, pues, ha de formularse en torno a qué valores son los que originan los discursos sobre la smart city. Y al mismo tiempo, habría que identificar las carencias contextuales que podrían convertir a la ciudad inteligente en una utopía.
Ahora bien, la utopía también puede contener rasgos de tinte distópico. Lo que en un principio son sueños de una vida buena destierra a los poetas de La República platónica o institucionaliza la esclavitud y restringe la libertad de viaje en la Utopía de Moro, cuando no hay utopías abiertamente despóticas, como La ciudad del Sol del monje Tommaso Campanella o las instrumentales -obsesionadas curiosamente con la vestimenta- como La nueva Atlántida de Francis Bacon. Por tanto, la cuestión sobre el carácter utópico de la smart city del mismo modo ha de dar cuenta de tal détournement. Ocurre cuando la utopía y el principio ideal de una vida mejor se pervierte en distopía, como en Nosotros de Zamiatín, 1984 de Orwell o Un mundo feliz, de Huxley. En todas ellas, la ‘eutopía’ se transforma en un estado totalitario, de modo abierto o por condicionamiento y supresión de libertades y espontaneidades.
Sombras de la ciudad contemporánea
La utopía de la smart city se enmarca en un contexto socioeconómico de desintegración de la ciudad en su sentido normativo. La crisis sistémica del neoliberalismo es también crisis de la ciudad en genérico. Si consideramos la idea de ciudad, la imagen de lo urbano nos conduce directamente al espacio público. En efecto, la ciudad, más que un agregado de edificios y calles -la urbs– son los espacios más o menos ordenados de encuentro de sus ciudadanos -la civitas franqueada por la polis-. Como señalaba Hannah Arendt, no se trata de Atenas, sino de los atenienses, y antes que considerar la morfología tangible del entorno urbano y arquitectónico, lo primordial es comprender cómo la ciudad configura y ensambla las relaciones interpersonales.
En este sentido, desde mediados del siglo XX hasta nuestros días, la literatura sobre sociología urbana ha puesto en entredicho que la ciudad y sus espacios se articulen como lugares para el encuentro de la diversidad. Desde Jane Jacobs y su Vida y muerte de las grandes ciudades hasta Richard Sennett con El declive del hombre público, lo que se aprecia es un proceso de homogeneización en la ciudad que fractura de raíz la naturaleza esencialmente heterogénea consustancial a todo ambiente urbano. Tiende a desaparecer la saturación de estímulos que Simmel señalaba como causa de las abstracciones y discreciones del ciudadano moderno, en favor de la uniformidad y la diversidad simulada y espuria. Lo heterogéneo se difumina en virtud de la homofilia, del amor a lo mismo.
En lugar de espacios para la pluralidad, la ciudad muta en polarizaciones en cierto modo purificadas de todo elemento exógeno. Conforme a estilos de vida fabricados, niveles de poder adquisitivo o estratificación social, la ciudad contemporánea tiende a zonificar los espacios comunes de modo que se impide de raíz el contacto de cosmovisiones diferentes. La capacidad relacional de la ciudad queda abolida en tanto cada cual habita en su propia geografía filtrada, en su burbuja que es esfera profiláctica de inmunidad frente a lo extraño y lo extranjero, rodeado de gentes parecidas a sí mismo, bajo el principio similis simili gaudet.
Las calles y las plazas públicas como lugares relacionales ceden la primacía a los no lugares que castran las oportunidades para la socialidad en la ciudad, tanto como las ocasiones de construcción de identidades colectivas e históricas (Augé, 1994, pp. 127 y ss.). La ciudad no es ya concebida como el germen de la transgresión y la revolución, sino como espacios de consenso petrificado según un modelo ya acabado y sin conflicto. Sería una suerte de ciudad para consentidores sin la fuerza creativa de los disentidores, en términos brechtianos. Se excluye lo diferente y la controversia. Se vive la ciudad bajo el patrón de la estandarización a escala global y la homologación de estilos de vida. En definitiva, la sensación de irrealidad prima sobre las diferencias y el encuentro auténtico de las alteridades.
Centros comerciales clonados y calles repletas de franquicias configuran una ciudad idílica y en gran medida -como sugería el arquitecto Rem Koolhaas- genérica. No importa en qué ciudad del mundo nos encontremos, las grandes urbes y sus centros se parecen entre sí de acuerdo con los patrones de homologación mundial en torno a las lógicas del consumo y la espectacularización. Diríase que la ciudad, en términos de Ritzer, se ‘MaCdonaliza’.
Pensar la polis para habitar
La polis queda, pues, en entredicho. Se inclina la balanza de la ciudad hacia la ‘policía’ como espacio administrado y sin disenso: un agregado de elementos consensuados cuyos ciudadanos se subordinan de modo tácito a un ordenamiento sobre el que nada pueden hacer. Era la distinción básica entre política y policía advertida por Jacques Rancière (2006).
La ciudad exige ciudadanos activos y el enfrentamiento de múltiples puntos de vista. Eso es la subjetivación política. De lo contrario nos hallamos en ciudades jerarquizadas y asimétricas, donde el gobierno es inaccesible, en cierto modo despótico y opaco, como un castillo kafkiano. La policía «quiere efectivamente nombres ‘exactos’, que marquen la asignación de la gente en su lugar y en su trabajo» y no es una fuerza de represión fuerte, sino lo que prescribe lo visible y lo invisible, lo ‘decible y lo indecible’ (Rancière, 2006, pp. 23 y 33). La puesta en escena política, al contrario, ayuda a superar el miedo al otro y a diferentes modos de vida: es una forma de civilizar mediante el conflicto y disenso que entran en comunicación y diálogo.
Pongamos por caso la tendencia a las urbanizaciones privadas, que se dan en llamar gated communities. Se trata de auténticas fortalezas securitarias: espacios de exclusión que rechazan lo que no se avenga a un determinado estilo de vida o nivel pecuniario. Dicho en otros términos, al reservarse el derecho de admisión se filtra bajo el cedazo de la homogeneidad la diversidad que es inherente a todo espacio público. Al privatizarse, la ciudad pierde su capacidad de cohesión de múltiples puntos de vista y se generan así, por contra, una especie de compartimentos estanco incomunicados. Se nos priva de la oportunidad de conversar con los que han crecido con biografías diametralmente diferentes; se escamotea la ocasión de enfrentarse con aquellos cuyas costumbres y modos de vivir son opuestos a los nuestros. En definitiva, la privatización de espacios públicos, por ejemplo dejando en manos del mercado la urbanización que respondería más a criterios especulativos y comerciales que a sociológicos, suprime de golpe la ocasión de reconocer la alteridad. Más que de ciudadanos, la ciudad pasa a componerse de targets empresariales.
La ciudad se torna en ese caso estéril toda vez que la trama urbana se disuelve, se fragmenta el tejido urbano y se privatizan los espacios urbanos. Son tres procesos (dispersión, fragmentación y privatización) que «acentúan las desigualdades y la marginación, reducen la capacidad de integración cultural y la gobernabilidad del territorio, negando, finalmente, los valores universalistas vinculados con la entidad ‘ciudad’» (Borja, 2003, p. 164). La ciudad acepta la diferencia, pero es intransigente con la desigualdad. El problema consiste en que se considera la urbanización en el plano material e instrumental, pero no la idea de ciudad como lugar público. ¿Y si la ciudad actual es intolerante con la diferencia pero acepta la desigualdad? En el ordenamiento de la ciudad se inscriben xenofobias -en su sentido etimológico como aversión a lo ajeno- y lógicas de la expulsión que responden al orden sistémico neoliberal de una economía globalizada (Sassen, 2015).
La ciudad como herramienta funcional. Se diría que la crisis de la ciudad radica en que esta ha desaparecido como tal en favor de un agregado funcional de espacios que favorecen el aislamiento y las estereotipias antes que el encuentro antropológico. En otras palabras, se concibe la ciudad como un medio, una herramienta funcional y queda bloqueado el aspecto antropológico de los fines a los que ha de servir. Es en este sentido en el que han de surgir nuevas formulaciones, utopías urbanas de la ciudad que se rijan por la modelización de los sueños de una vida mejor. Era esto lo que a comienzos de los años 50 del siglo XX, tras la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y en pleno debate sobre la reconstrucción, en la conferencia en Darmstad, el filósofo Martin Heidegger (2015) reivindicaba: Bauen, Wohnen, Denken [Construir, Habitar, Pensar]. Se trata de pensar la ciudad desde la finalidad del habitar, del cuidar, que debe ser inseparable del construir.
Y pensar es también negar, decir no al orden existente y no claudicar en una inercia que reproduzca condiciones de vida inicuas. Por eso, al reivindicar el droit à la ville, como en época reciente ha hecho David Harvey en sus Rebel Cities, traemos a la actualidad la urgencia de proyectar urban commons como los imaginados por Henri Lefebvre: «La ciudad es el lugar donde gente de todos los tipos y todas las clases se mezclan, aunque sea de modo reticente y agonístico, para producir una vida común aunque perpetuamente cambiante y transitoria» (Harvey, 2012, p. 67).
La ciudad también es transgresión de acuerdo con unos patrones comunes: es la posibilidad de trascender lo que nos ha sido dado; de construir las ‘heterotopías’ de prácticas urbanas inéditas que desemboquen en nuevos estilos de vida. Ese es el Principio esperanza que Ernst Bloch (2004) señalaba como consustancial al impulso utópico: traspasar la realidad en las potencialidades que todavía no son, pero podrían ser y así dar amplitud en lugar de angostar.
Luces de la ciudad inteligente
En los discursos sobre la ciudad inteligente se advierte el continuo énfasis en la mejora de la funcionalidad. Inteligente quiere decir eficaz, innovadora, flexible, competitiva, productiva, sostenible, cómoda y moderna; todo ello sirviéndose de las TIC para construir un entorno más habitable desde el punto de vista instrumental.
La interactividad de las nuevas tecnologías hace que hoy la ciudad se conciba aún más como un espacio de redes: «El territorio es por tanto la red, se encarna en un archipiélago de puntos unidos por líneas que permiten el tránsito y los flujos» (Wachter, 2010, p. 49). Y además, el acento recae del mismo modo en el carácter participativo y en la transparencia del gobierno y administración de la ciudad a través de lo que se da en llamar Open Data como presupuesto para los Smart Data. Por ejemplo, la plataforma WindyGrid en la ciudad de Chicago reúne datos históricos y recientes sobre diversos aspectos metropolitanos. La aplicación monitoriza en cada instante las funciones de la ciudad: proporciona un conocimiento situacional que muestra información sobre incidentes y análisis en tiempo real también de acuerdo con lógicas predictivas.
En consecuencia, la imagen modélica de la ciudad inteligente proyecta una utopía de carácter operativo y tecnoeconómico, basada tanto en la progresiva acumulación de datos que se emplearán para gestionar mejor sus funciones como en la activación de una ciudadanía que no solo será objeto pasivo de la ciudad, sino que además contribuirá a su construcción a través de las TIC. Al mito de la democracia electrónica se suma ahora el de la ciudad democrática y colaborativa.
En realidad, se trataría de trasladar al escenario de la ciudad las innovaciones que han traído consigo las nuevas tecnologías. De esta forma, el modelo son campos tecnológicos como el del consumo de bienes privados y la intermediación del conocimiento y la organización, por ejemplo a través de plataformas de intercambio colaborativo en la nube, como Google Drive o One Drive. Desde este punto de vista, la ciudad se comprende como un ordenamiento, por decirlo con el argot al uso, user friendly: un servicio para interconectar a los ciudadanos, conducido por la información como eje vertebrador.
La smart city se constituye así como la síntesis de infraestructuras TIC por un lado e infraestructuras sociales por otro. No en vano, más que de ‘topos’ hay que hablar de ciudades híbridas: «Hay lugares inteligentes donde los bits fluyen en abundancia y los mundos físico y digital se superponen, en puntos donde nos conectamos con las infraestructuras de telecomunicaciones digitales» (Mitchell, 2000, p. 31). Es un concepto organizador de la ciudad del mañana en torno a tres ejes principales: los ciudadanos, la economía y el medio ambiente (March y Ribera, 2014). Sin embargo, los problemas que trata de solucionar atañen más a cuestiones de gestión de ingeniería que de recuperación de espacios públicos y de construcción de ciudad en el sentido que le otorgamos.
Una utopía neoliberal
Si atendemos a la iniciativa comercial de la smart city, lo que sorprende es que en esa confluencia entre ciudad y tecnología son las grandes corporaciones las que conducen las transformaciones. Cisco e IBM son dos de las transnacionales claves que han provisto de infraestructuras a ciudades inteligentes como Singapur, Nueva York, Madrid o Barcelona.
La Red Española de Ciudades Inteligentes (RECI) ofrece indicios muy significativos sobre esta colusión entre poder económico y configuración de la ciudad del futuro. Su Secretaría Técnica está compuesta por Fundatec, con presencia de El Corte Inglés, Telefónica, HP, Indra, Google y Red.es, entidad del Gobierno español. Las compañías privadas involucradas en proyectos locales de ciudades inteligentes abundan. Además de las mencionadas, encontramos a Abertis, Agbar, Endesa, Ferrovial, Acciona o Repsol, entre otras.
El sector privado toma así las riendas en lo que parece un remedo de la Market Driven Revolution que es la Sociedad de la Información. Si nos preguntamos quién controla Internet, la respuesta se dirige a megacorporaciones que en régimen de oligarquía se han apropiado de la industria de tecnologías cognitivas y relacionales (Goldsmith y Wu, 2008).
En este sentido, la utopía que plantean los discursos sobre la smart city del mismo modo incide en que esas transformaciones de la ciudad han de ser lideradas por corporaciones. Este hecho entra en conflicto con la creación de commons urbanos. Ocurre con semejanza a la dualidad entre software privativo y software libre. El ciudadano se convierte en mero usuario de una tecnología opaca, que administra las relaciones interpersonales y las prácticas experienciales. Se nos coloca en una situación de dependencia tecnológica respecto a las empresas que gestionan la ciudad, en una suerte de externalización y privatización de los servicios públicos. El ciudadano se transforma en usuario de la ciudad, comprendida como una mercancía clave en las estrategias futuras de negocio. Las redes ya no se articulan como vectores que enriquecen la ciudad conforme a lo que Yochai Benkler llamase common based peer production (2006). En lugar de ciudades open source -esto es, democráticas y basadas en el igualitarismo-, lo que hallamos son oportunidades para el lucro intermediando y gestionando la vida urbana.
Bases de la utopía de la smart city
En consecuencia, la utopía de la smart city se fundamenta en dos aspectos principales:
Orientación tecnocrática: la ciudad instrumento. Los problemas diagnosticados por la smart city se refieren a cuestiones meramente operativas. A pesar de que en numerosos informes se reconoce la centralidad del ciudadano en la construcción de la ciudad del futuro, el valor primordial no es facilitar que los usuarios tomen parte en la ciudad como sujetos de derecho; antes bien, se trata de generar espacios de confort para usuarios y consumidores, en lo que sería un regreso a las utopías burguesas del siglo XIX (Fishman, 1989). El acento recae más en la vertiente puramente economicista y en las oportunidades para la innovación y el emprendimiento que en la urgencia de recobrar la ciudad como espacio público.
Se insiste en los nuevos dispositivos, en los sensores que monitoricen la ciudad en tiempo real y conviertan en realidad la Internet de las Cosas y la comunicación M2M (Machine to Machine) en las capacidades de almacenamiento y procesamiento de datos y en plataformas de gestión de servicios. El resultado es una concepción de la ciudad ‘maquínica’ e industrializada, impulsada por criterios de utilitarismo y pragmatismo que tratan de automatizar el acontecer diario conforme a las TIC.
Informes como 2012 Smart Cities, de AMETIC y el Foro TIC para la sostenibilidad (2012), el Libro blanco Smart Cities (Ernst and Young, Ferrovial y Madrid Network, 2012) y Smart Cities: la transformación digital de las ciudades, elaborado por el Centro de Innovación del Sector Público de PwC e IE Business School (2015), han silenciado las contradicciones del neoliberalismo y la economía de mercado en lo que concierne a la ciudad y el espacio público. Su visión optimista y prometeica proyecta ciudades eficientes en lo administrativo, pero no se tiene en consideración el habitar en el sentido heideggeriano, y tampoco la recuperación del lugar urbano conforme a Marc Augé. Mucho menos se trata de comprender la ciudad como un entorno para el disenso y el encuentro de diferencias; para la política en lugar de la policía. La ‘datificación’ urbana viene a ser el paroxismo de la policía frente a la política.
Privatización y cultura securitaria: la ciudad fortaleza en venta. La gestión de la ciudad se confía a grandes corporaciones que colaboran en régimen de partenariado con los poderes públicos. La iniciativa privada es en buena medida la encargada de recoger, procesar y dar sentido a las cartografías en tiempo real de la ciudad. Por una parte, encontraríamos una ciudad eficiente basada en el conocimiento preciso de lo que ocurre en forma de datos. Por otra, la monitorización de la ciudad es la base de lo que Ignacio Ramonet llama imperio de la vigilancia (2016). Una ciudad bajo control y más ‘segura’ puede ser al mismo tiempo que funcional una ciudad recensada y sin libertades civiles.
Se pueden articular predicciones conforme a datos precedentes y actuales para, de esa forma, prevenir por ejemplo comportamientos subversivos o manifestaciones indeseables para el poder (Mattelart y Vitalis, 2014). La ciudad pasaría a ser un espacio orwelliano donde, a pesar de la ilusión de libertad que acompaña a la imagen de los dispositivos digitales, las retóricas urbanas y los itinerarios inesperados son registrados. Y sabemos que conocer algo, vigilarlo, es tener poder sobre ello para disciplinarlo a nuestro antojo. La ciudad debería ser un espacio para la crítica, entendida como «arte de la inservidumbre voluntaria» por Foucault. En cambio, la ciudad inteligente sería algo así como una ciudad ‘disneyficada’, predeterminada, sin sorpresas y puramente funcional, donde lo que se deja fuera es el fértil terreno de la transgresión urbana, tal y como la pintaba con sus poemas Baudelaire en el París del XIX. Esos son los dreamworlds del neoliberalismo de los que hablaba Mike Davis (2006): ciudades privatizadas y sin conflicto, compuestas por usuarios que usan la ciudad sin participar en su construcción, como en los centros comerciales. Ciudades de exclusión y segregadas.
Conclusiones
Nos preguntábamos al comienzo del artículo, bajo la divisa aristotélica, cómo sería posible salvar la ciudad. El diagnóstico de la utopía proyectada por la smart city identifica sobre todo problemas de índole funcional: acceso a TIC, interconexión y cruces de bases de datos, recolección de datos, gestión eficiente del tráfico, sanidad, e-administración, etc. Sin embargo, el imaginario de la ciudad inteligente no profundiza en las miserias reales de las prácticas urbanas. No dirige el énfasis hacia la galvanización del espacio público y los commons.
Incluso podríamos llegar a afirmar que la smart city forma parte de lo que Evgeny Morozov (2015) llama ‘locura del solucionismo tecnológico’. ¿Qué ocurre si las soluciones que se plantean con estos discursos no responden a problemas reales, sino a los creados por la industria digital para su beneficio? Finalmente, la ciudad puede convertirse en presa de esos algoritmos que en principio habrían de optimizar la eficiencia y funcionalidad. Se diría que la utopía de la smart city contiene en sí misma su propia distopía: la de un espacio consensuado de modo automático, taylorizado y disciplinado por medios informáticos donde no hay lugar para el error y la experimentación.
En uno de sus ensayos, Jean Pierre Dupuy nos advierte sobre el proyecto técnico: «Con ello me refiero a la voluntad de reemplazar el tejido social, los lazos de solidaridad que constituyen la trama de una sociedad, por una fabricación; el proyecto inéditode producir las relaciones de los seres humanos con sus vecinos y con su mundo del mismo modo que se producen automóviles o fibras de vidrio» (Dupuy, 2002, p. 27). Y también la ciudad se fabrica y se industrializa, toda vez que la dimensión instrumental se convierte en fin último y la tarea de pensar y cuestionar los fines, sencillamente, no forma parte de la hoja de ruta.
Por lo tanto, nuestra respuesta a la pregunta que titula este ensayo es NO. La smart city proyectada en estos términos no puede articularse como una alternativa al mundo que ya existe porque no es sino su radicalización. Con los valores de la pura eficiencia, funcionalidad operativa y el afán de lucro como motores de la innovación urbana asistida por las TIC, no cabe imaginar que pueda ser una de esas utopías de reconstrucción de las que nos hablaba Mumford. Dejar a las fuerzas del mercado y a las corporaciones la construcción de una ciudad tecnologizada significa al mismo tiempo olvidar que el desarraigo actual en nuestras ciudades proviene de esta desposesión colectiva de nuestros ordenamientos urbanos. Una utopía de la ciudad no puede convertirla en mercancía y someterla a las veleidades del mercado. Y tampoco puede convertir la ciudad en un panóptico foucaultiano perfecto.
El problema de las ciudades es el del habitar y el de pensar el vivir en común desde sus complejidades. No existe una solución mágica que provenga por sí sola de los avances tecnológicos. Antes bien, como enseña Paul Virilio, cada tecnología contiene su propio accidente y la ciudad inteligente proyecta su propia distopía. En 1947, tres años después de publicar The Great Transformation, Karl Polanyi escribía Nuestra obsoleta mentalidad de mercado, donde leemos: «El primer siglo de la era de la máquina está llegando a su fin en medio del temor y la inquietud. Su fabuloso éxito material se ha debido a la subordinación servil, incluso entusiasta, del hombre a las necesidades de la máquina» (Polanyi, 2013, p. 83). En el horizonte de la ciudad informacional de flujos, como diría Castells, se trataría de subordinar la máquina a las necesidades del ser humano. Esta sería la utopía de la ciudad del futuro.
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Artículo extraído del nº 105 de la revista en papel Telos
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