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De los parques culturales a las factorías creativas y tecnoculturales


Por Ramón Zallo

Tras diversos ensayos de aplicación de iniciativas derivadas de la política industrial, la política cultural parece emprender un camino más propio con las fábricas de creación y medialabs y la proliferación de redes y trabajos compartidos. Posiblemente la actividad artística y la empresa cultural vuelvan a ser pioneras en la experimentación organizativa, pero sigue pendiente el impulso de las industrias culturales.

El trabajo creativo, cognitivo y en la Red

Las cualidades que se exigen hoy a los trabajadores en diversos sectores de la economía se parecen a las que siempre han dominado en los sectores de la cultura y de la comunicación: creatividad, calidad del producto, flexibilidad, polivalencia, imaginación, importancia de la novedad… y la precariedad laboral.

El auge de empresas culturales coincidió con el crecimiento del sector de servicios y la ‘terciarización de la economía’. La producción cultural es, sobre todo, una producción de valores inmateriales o un servicio presencial. En algunos temas necesita soportes (libro, DVD, etc.), pero cada vez más prescinde de ellos para bajarlos de la nube, streaming, web, bases de datos, etc.

Como actividades de inventiva requieren una autonomía y alta cualificación en el desempeño del trabajo y tienden a sustituir las relaciones laborales colectivas por personales, inestables, diferenciadas, de alta movilidad y mediante organización por proyectos[1].

Según Gerald Raunig (2007), «la flexibilidad se vuelve norma despótica, la precarización del trabajo la regla, las fronteras entre tiempo de trabajo y tiempo libre se diluyen del mismo modo que las de empleo y paro, la precariedad se extiende desde el trabajo a la vida entera». Las industrias culturales y creativas fomentan formas de vida precarias y flexibles. En este modelo se vive sin certezas, transitando de proyecto en proyecto, con sueldos negociables cada vez y de manera irregular. Los empleadores, por lo general, no pagan la cobertura laboral, ni horas extras, ni vacaciones, ni maternidad, etc. Son los mismos trabajadores quienes deben hacerlo o bien trabajar en negro.

Pero lo más duro de esta nueva sujeción laboral es que lo que obtienen las empresas a modo de plusvalor no es solo el tiempo de trabajo, sino las ideas que se aportan a la construcción de un producto cultural. De esta manera el trabajador también vende el fruto de su creatividad cediendo el copyright.

Mientras que Horkheimer y Adorno se lamentaban de que los sujetos de la industria cultural no tenían la posibilidad de convertirse en empresarios independientes, el problema en la actual situación es justamente el contrario. El autónomo se ha convertido en la figura generalizada, aunque tenga luego que ir saltando como trabajador temporal de proyecto en proyecto o abriendo, una tras otra, pequeñas empresas, nos dice Raunig.

Doble vía

En el caso del trabajo en la Red no es oro todo lo que reluce. Las expectativas fantasiosas sobre las oportunidades económicas de Internet contrastaron con su falta total de correspondencia entre la valoración bursátil y sus rendimientos. Con el hundimiento en los años 2000 y 2001 de las sobrevaluadas financieramente empresas puntocom, se pincharon simultáneamente varias burbujas: el desajuste entre el valor productivo y el valor financiero en Bolsa de la ‘nueva economía’, lo que implicó la caída con estrépito de capitales y empresas del ámbito; la desconfianza en la panacea del crecimiento ininterrumpido a base de una inagotable infoproducción o semioproducción, y la quiebra de la ideología liberal-libertaria del éxito y de la felicidad (Berardi, 2003, p. 10) de los brainworkers autoorganizados, con una fe ciega en el mercado y que hasta entonces ganaban dinero a espuertas. Se pusieron las cosas en su sitio económico de tal manera que la gran recesión de 2007-2014 no ha tenido tanto impacto negativo en este sector porque venía ya purgado y se había hiperconcentrado a escala planetaria.

Hubo que desandar el camino hasta hacer corresponder proyectos y rentabilidades de la mano de grandes corporaciones planetarias y pequeños proyectos testados por su utilidad y respuesta del mercado. Y los brainworkers pasaron a engrosar con el pinchazo de la burbuja las filas del ‘cognitariado’.

Franco Berardi (2003, p. 96) atribuye a esta figura de ‘cognitariado’ un rol de nueva clase que puede reconocerse como comunidad consciente. Aquí no asumimos esa propuesta -ni la de ‘clase virtual’ ni la de inteligencia colectiva- salvo como hipótesis sobre lo que puede llegar a ser una capa social, hoy definible como comunidad débil sustentada solo por su trabajo en la Red, más que en red.

Con ello se abrieron dos realidades paralelas pero relacionadas, es decir en pugna: un campo controlado por transnacionales financieras -pero también del hardware, telecomunicaciones, proveedores de servicios y software-, que buscan rentabilizar sus inversiones en un mercado que se iba abriendo pero no monetizaba lo suficiente, y el uso colaborativo y gratuito de la Red en claves P2P sin reglas de mercado y de contacto directo de una parte del capital cognitivo colectivo con los usuarios y sin la mediación empresarial.

Los puntos de contacto de estos mundos no paralelos son múltiples y hacen que avance más el espacio mercantil que el social, el autoorganizado o el individual-libertario. La sofisticación de los dispositivos de conexión –smartphones, tabletas, aplicaciones de pago-, las redes protocolizadas -Facebook, Twitter, etc.- y las nuevas regulaciones en ciernes -con la amenaza del TTIP (Tratado Transatlántico de Inversiones y Libre Comercio) entre la UE y EEUU, a pesar del fracaso de varios intentos anteriores como SOPA PIPA, ACTA, etc.- van en esa dirección. Esto se produce, sin embargo, con resistencias tanto de un tipo de brainworkers (los hacktivistas) -con casos conocidos como Assange, Swartz o Snowden partidarios del libre flujo- como de millones de usuarios en el mundo que han hecho la experiencia de sortear, en unos casos, y de contestar, en otros, al sistema coincidiendo con la crisis financiera y sociopolítica iniciada en 2007 en la mayor parte de los países avanzados.

Tipos de brainworkers

Lo chocante es que, si el trabajo en pantalla hace similares todo tipo de trabajos, lo que los diferencia son los procesos intelectuales que permiten transferir valor de conocimiento y de capital fijo a mercancías y servicios. Y ahí hay categorías diferentes de brainworkers.

Funcionalmente, unos son quienes aportan soluciones, ideas o el alto conocimiento experto; cruzan neuronalmente múltiples informaciones para dar con resultados (aunque la mayor parte de las veces se trata de una pericia capaz de interpretar automatismos derivados de la interconexión de datos cargados conforme a protocolos objetivos). Y otros son los trabajadores rutinarios e intercambiables, cargadores de información masificados. Su valoración social y remuneración no son iguales, lo que hace difícil las supuestas solidaridades del ‘cognitariado’. Socialmente, los trabajos de todos ellos van en direcciones bien distintas.

La implicación del trabajador cognitivo

Los incrementos de productividad son enormes. Es el trabajador mismo el implicado con todas sus energías de tiempo, anímicas e intelectuales. Se identifica con su trabajo y resuelve problemas constantemente. Y más si se tiene en cuenta que estos se producen en un contexto de desvalorización del trabajo -los salarios o las rentas del autónomo caen-, así como de saturación del tiempo de trabajo. De las 8 horas diarias se pasa a 10 ó 12 y las preocupaciones laborales acompañan al trabajador neurotizado fuera del tiempo de trabajo oficial, añadiéndose ese plus de lo que Illich (1982) llamó ‘trabajo sombra’. Igualmente se alarga la edad de jubilación y se acortan las vacaciones. Una suma perfecta de plusvalores absolutos y relativos que solo tienen el hándicap de unos mercados que sin rentas domésticas suficientes no pueden crecer al ritmo de la productividad.

Los que llevan la peor parte son los trabajadores autónomos, que comienzan a proliferar desde la década de 1990 como resultado de una exponencial externalización de tareas por parte de las empresas. La presión sobre esta capa social les obliga, además, a autocapitalizarse como empresarios de sí mismos (Lara, 2013). Venden servicios en un mercado muy competitivo de oferentes de servicios frente a oligopsonios (oligopolios de demanda) y con una incertidumbre consustancial a las tareas por obra y de encargo, sin que haya margen para las solidaridades gremiales que los asalariados conservaban sindicalmente.

Pero además se ha modificado radicalmente la organización del trabajo. La estructura jerárquica piramidal del modelo industrial deja paso a modos autoorganizados y rizomáticos basados en la implicación full time -más allá de la esfera del trabajo- del trabajador cognitivo y en resultados.

Hace bien Berardi en incluir en su ecuación no solo la mente, sino también el cuerpo. Pero frente a su afirmación de que «el proceso de producción globalizado tiende a convertirse en proceso de producción de mente por medio de la mente» (Berardi, 2003, p. 35), siendo su producto específico y esencial ‘los estados mentales’, cabe señalar que eso es solo en apariencia, porque su producto final real es la valorización de capital. Igualmente relativiza el papel de la propiedad, así como de las determinaciones sociales derivadas de la organización social de la geo y biosfera, renunciando además a intentar calcular el valor de una mercancía semiótica (Berardi, 2003, p. 130).

Hay que señalar que la realidad económica da un valor aproximado medio al trabajo en pantalla y que se expresa en el mercado como salario o como precio. Al fondo, deja fuera de análisis el proceso central de acumulación de capital, que es quien organiza el conjunto del sistema económico y sus estructuras de poder. La «tecnoestructura de mando sobre la propia inteligencia colectiva» que apunta Berardi (2003, p. 181) tiene su sede en el capital financiero e inmaterial, en los propietarios de infraestructuras, servicios y marcas.

Industrias culturales (y creativas) versus industrias creativas

El concepto de moda de industrias creativas, en sustitución del de industrias culturales o incluso del de industrias culturales y creativas, no es inocente y descriptivo, sino una apuesta político-ideológica definida que va en la dirección de la funcionalidad del capitalismo cognitivo y que apuesta por vincular la cultura solo al desarrollo del mercado fuera de toda lógica igualitaria y diluyéndola como mera innovación.

El problema formal surge cuando el concepto de industria creativa se propone desde una ruptura epistemológica y se torna alternativa y no complementaria a la idea de industrias culturales, que mantenía, a pesar de su naturaleza, un asidero con la renovación y la transgresión cultural. En otras palabras, la cultura es desplazada por la creatividad individual y se haría dependiente solo de las estrategias de innovación, en sustitución de la cultura industrializada, que era (es) humus inmaterial central para el desarrollo de la sociedad contemporánea y, además, economía emergente. En cambio, la industria creativa se regularía solo por el merca¬do, con exclusión de la gestión colectiva mediante política cultural; las demandas solventes sustituirían el lugar de los bienes culturales entendidos como merit goods, etc.

Hay una distinción entre la imagen de marca de la industria cultural y la de la industria creativa: mientras la industria cultural parece apelar aún al componente colectivo abstracto de la cultura, en las creative industries se produce una continua invocación a la productividad del individuo y se ensalza que sean ellos mismos los que han tomado la decisión de ‘la precarización de sí’, en términos de Lorey (2006), siguiendo la lógica funcional del modelo posfordista y de la desregulación liberal[2].

El paradigma de industrias creativas (Bustamante, 2011) supone pensar lo creativo como fuera del ámbito artístico. Se lo apropian los emprendedores. La creatividad es vista solo como innovación, como economía. La cultura deviene solo creación o innovación y la cultura digital mera parte de la digitalización.

Los espacios sociales creativos

Contradictoriamente con el afán de control de lo inmaterial en el capitalismo cognitivo, la cultura escapa frecuentemente a su domesticación económica o política.

Por un lado, la extensión de las redes ha traído consigo que el ciberespacio dialógico, como nuevo espacio social y público insertado, añada agendas múltiples a los media. La interacción social reestructura el sistema de información y, en caso de conflictos, puede imponer su agenda. Hay una omnipresencia de las redes sociales, con sus trend topics efímeros y con empoderamientos desde algunos ámbitos. Se multiplican los temas y centros de gestión de la opinión pública. Se produce su descentralización, con la consiguiente dificultad para articular los discursos dominantes, pero estos no dejan de encontrar vías para su influencia.

Por otro lado, hay una proliferación defensiva de experiencias de procomún y de economía compartida, con sentido del valor de uso. En un marco de dispersión de herramientas digitales, nos acercan a la noción antropológica de la cultura como construcción colectiva, con especial atención a la parte no mediada por el mercado, aunque sí por herramientas de uso general.

Tipología de usuarios

El usuario pasa de mero receptor a apropiarse de la tecnología y eventualmente a participar en la producción, pero no dispone del control, que queda en manos de otros. Esa contradicción invita a movimientos autónomos de software libre o de compartición como un mecanismo social de pugna por el control con los dueños de las redes.

Con ello tenemos, al menos, tres tipos de agentes en la base:

– Uno es el usuario convencional, con sus microlíderes y operando dentro de unos frames sociales e ideológicos.

– Otros son los usuarios expertos, con tecnologías y servicios alternativos (open source, Wikipedia, licencias libres, etc.), que amplían cualitativamente los espacios de no mercado a escala local y global, hasta el punto de generar líneas tecnológicas específicas. Tal es el caso del sistema operativo GNU/Linux y del software de fuente abierta (open source); o de los softwares libres; o la cooperación en espacios de conocimiento (Wikipedia). Igualmente los instrumentos de búsqueda como el Open Directory Project, la producción y archivos compartidos entre iguales (Peer-to-Peer), los foros abiertos (slashdot), las redes inalámbricas, la Licencia Pública General (General Public License, GPL) para software libre, las web colaborativas, etc.

– Finalmente, quienes utilizan las herramientas on line para la intervención política o social virtual –hacktivistas, que desarrollan códigos y programas de libre acceso y entendidos como bien común- o el periodismo de código abierto y libre[3] con información sensible en clave de transparencia (Wikileaks) o con recursos para el off line de la realidad social, como es el caso de los movimientos sociales que devienen movimientos tecnológicamente activos.

Multiplicación de lugares

La propia desmaterialización de los medios de creación y comunicación invita a nuevos locus de relación creativa y comunicativa más allá del centro de estudio, de trabajo o del barrio. Los lugares se multiplican. Así, el hogar digital como centro de creación, producción y difusión; el propio homo digitalis como homo mobile pertrechado y ubicuo, gestionando sus comunicaciones en cualquier tiempo y lugar; el no lugar de la Red como espacio de herramientas, contenidos e interacciones; o la ciudad como lugar de trabajo no reglado, como cuenca cultural (Lara, 2013) y relacional, de búsqueda de proyectos y de generación de experiencias que nutran la imaginación de los creadores y sus lenguajes, situaciones y estéticas.

El medio urbano, más allá de la espacialidad, es marco de flujos informacionales, formas de vida y relaciones sociales constituyentes y, también, escenario de experiencias sociales de apropiación cultural y colaboración que renuevan la identidad territorial. Pero la ciudad requiere de lugares de encuentro físicos y presenciales que alimenten las distintas redes de creaciones.

De los parques culturales a las fábricas de creación y medialabs pasando por los clusters audiovisuales

La experiencia de los polígonos industriales como mera aglomeración de actividades industriales de todo tipo en un área periurbana, mediante oferta de suelo industrial barato y atractiva para la ubicación de empresas (década de 1960), tuvo su fundamento en el fordismo como modelo organizativo basado en la producción masiva. Sin embargo, la necesaria flexibilización productiva para la adaptación a las demandas y a los estrechos márgenes de beneficios dejó pronto paso a enfoques en los que se resaltaba el término de sinergia y la búsqueda de calidad e innovación.

Espacialmente ya no se trataba tanto de una mera concentración de actividades sin relación como de abundar en actividades con algún nivel de afinidad que permitieran una doble condición: una mayor especialización en un área y la complementariedad entre las empresas especializadas y competidoras entre sí. En esa dirección comenzaban a tener importancia factores cualitativos como la innovación, la formación, la colaboración público-privada y la investigación universitaria, tanto básica como aplicada. Los parques tecnológicos de primera generación -que daban espacio a ciencia y tecnología- pronto dejaron paso a los de segunda generación -más centrados en tecnología aplicada, innovación práctica y empresarial- que suscitaron la combinación de dos fenómenos distintos: la aglomeración en un lugar y la articulación en una red más amplia[4].

Bajo el mismo paraguas institucional nacerían así los clusters de empresas y actividades que colaboran por unos objetivos comunes, con el estímulo institucional y sin perjuicio de que compitan en el mercado[5]. Michael Porter (1990) daría forma a la teoría de los clusters que todavía sigue siendo fuente de inspiración, aunque hoy en una variante más sofisticada y evaluada, como es la versión de ciudades o territorios inteligentes (Esteban et al., 2008) o en la del RIS3 de Dominique Foray[6].

Aplicación del modelo al ámbito cultural

Pues bien, todas estas herramientas vinculadas a la política industrial y posindustrial solo se aplicaron al ámbito creativo y cultural a finales de la década de 1980. Es con los segundos parques cuando comienza a aparecer algún encaje de las industrias culturales en dichos parques.

Ya en 1992 pudimos hacer una evaluación de los escasos ejemplos en la época de aplicación del modelo de parques tecnológicos o tecnopolos al ámbito cultural y audiovisual europeo. Se cotejaron los casos de Cultural Industries Quarter de Sheffield (Gran Bretaña); el MPK (Media Park) de Colonia, el ZKM (Zentrum fur Kunst und Medientechnologie) de Karlsruhe y el Filmhaus de Hamburgo (Alemania); la Ciudad de las Artes y la Tecnología de Aubervilliers, el parque temático Futuroscope de Poitiers y el polo tecnológico Antenna de Montpellier (Francia); y el caso Ciudad de la Imagen de Madrid. Un resumen se publicó en Telos en 1995 (Azpillaga, De Miguel y Zallo, 1995).

No había un modelo único, sino múltiples desarrollos derivados de la combinación entre territorio, sector, innovación e investigación. De hecho, la producción era el elemento más repetido, mientras que la investigación seguía en las universidades más que en esos tecnopolos, lo que indica un cierto fracaso, porque en la definición misma de tecnopolo está la «explotación del potencial investigador de una determinada región» (Vivar, 2013, p. 15). En aquella época se iniciaba el tránsito de la cultura analógica a la digital, pero su centro era analógico (artes e industrias culturales, especialmente el audiovisual). Asimismo, la iniciativa promotora era netamente pública.

Algunos de esos polos siguen siendo funcionales y dieron lugar con posterioridad a dos modelos muy distintos. Uno hipostasiado y que ha fracasado con estrépito; ha sido el caso de la desmedida y mal gestionada Ciudad de Luz, centrada en el audiovisual (Alacant); o las faraónicas construcciones a mayor gloria de sus arquitectos, como la Ciudad de las Artes y las Ciencias (Valencia) o la Cidade da Cultura (Compostela) que, aunque de vocación polivalente, carecían de un proyecto cultural razonable o proporcionado. Ambos querían seguir la estela del exitoso Guggenheim de Bilbao. Todos los proyectos respondían al patrón fordista y de las grandes infraestructuras supuestamente creadoras por sí solas de riqueza.

El otro modelo es más plural y encaja con la tercera generación de parques, ya no periurbanos sino urbanos, que combinan conocimiento, empresa e innovación aplicada, estrategias relacionales y de compartición, proyectos y la innovación como output (Zallo, 2011, p. 374). Pero al mismo tiempo, muchas actividades artísticas y culturales se independizan de los parques tecnoculturales; se hacen específicos, proliferan y cultivan sobre todo el factor creativo-cultural. Se han entramado entre sí (redes de fábricas y laboratorios), se han diversificado (pura creación, o proyecto, o producción para el mercado, o incluso fábrica social como la de Astra-Gernika) y plantean multitud de actividades[7].

Nuevos laboratorios creativos

Por ello ese modelo ha sido funcional, aunque con desarrollos distintos: con vocación más global y polivalente, que combina el tecnopolo urbano de tercera generación y los clusters especializados, como es el caso del distrito 22@ en Poble Nou de Barcelona, con su gran variedad de instalaciones, proyectos y empresas; el gran centro especializado tipo Karlsruhe, como es el caso Tabakalera de Donostia; o una pléyade de fábricas de creación con finalidades diversas[8] o los más modestos e igualmente productivos medialabs, los hacklabs o los simples espacios compartidos en coworking.

Todos estos últimos están resultando muy operativos y focos de creatividad. Se trata de laboratorios creativos urbanos de iniciativa pública, pero con base en iniciativas de creadores que se mueven en el triángulo de la innovación y la investigación artística disciplinar o interdisciplinar (artes visuales, música, teatro, artes escénicas, literatura, audiovisual, artes en la Red etc.), la producción cultural y el vivero e incubadora de jóvenes creadores en ensayo de tránsito del amateurismo a la profesionalización.

«Se han convertido en los centros tractores de la investigación en torno a lo digital y las nuevas tecnologías y la creación artística, en laboratorios donde se prueban las posibilidades existentes en este terreno. En definitiva, se han convertido en los espacios de la I+D cultural más puntera» (OVC, 2011).

Fábricas creativas

En efecto, avanzada ya la década de los 2000 -en Barcelona la red se constituye en 2007[9]- se impuso el modelo de fábricas de creación, más práctico, pegado a los artistas y sus necesidades productivas y de difusión, de aprovechamiento de edificios industriales abandonados, con centro en iniciativas municipales y con tendencia a especializarse en un tipo de disciplinas y más recientemente en cruces de disciplinas (Fabra y Coats en Barcelona y Matadero en Madrid). Las fábricas transforman espacios en desuso en nuevos espacios generadores de cultura e innovación, que actúan como motores de la transformación simbólica de la ciudad.

De hecho, las fábricas creativas y laboratorios operan desde coordenadas distintas a los parques culturales. Estos se derivaban de una trasposición de la política industrial a la cultura; aquellas de una comprensión del valor social y especificidad de la cultura en la sociedad del conocimiento bajo el capitalismo cognitivo, que ha tendido a vaciarla. Significativamente tienen un desarrollo espléndido, en pleno contraste con la eclosión conceptual de las industrias creativas, sí, pero que no han configurado ese sector prometedor y prometido de la economía posindustrial. Las fábricas aparecen así como réplicas al intento de domesticar lo cultural mediante experiencias de socialización que encajan bien con la propensión a una cultura de bien común con base individual o con experiencias de cultura de base.

Previsión de futuro

Pero ya se vislumbra que la oportunidad que ofrece Internet tanto para la sociedad como para la actividad artística indica que los espacios presenciales son más bien nodos físicos de orientación para unos dominantes nodos relacionales. Tal es el caso de la innovación social en muchos campos de la vida social: las economías colaborativas, las relaciones de interactividad entre el tejido social cultural popular y el amateurismo (cuna potencial de creadores profesionalizados).

Un equipamiento posible, a caballo entre casa de cultura generalista, fábrica de creación y centros de difusión tecnológica (tipo Guadalinfo en Andalucía, que debate sobre su futuro en claves de dinamización social y de actividades económicas, según Javier Moreno) podrían ser unos centros de recursos culturales (autónomos o ubicados en las Casas de Cultura) proclives a la experimentación creativa y cuya implementación comarcal podría devenir en vivero formidable, en forma de centros especializados o polivalentes de producción de artes visuales, de espacios de creación de la danza y las artes escénicas y de usos de las tecnologías.

En todo caso, las nuevas generaciones diluyen las fronteras entre formas expresivas y entre formas amateurs y comerciales por la propia precariedad de unos trabajos creativos de alto valor añadido y de escaso reconocimiento mercantil. Cabe incluso pensar que la larga crisis que ha precarizado la creación y amenazado la transmisión intergeneracional ha obligado a los creadores a un voluntarista y transgresor amateurismo a la espera de oportunidades.

De todas formas, las fábricas creativas no canalizan el problema de las industrias culturales, que necesitan de herramientas industriales, financieras y fiscales, clusters específicos y parques tecnológicos e industriales apropiados a su desarrollo[10].

Cabe señalar como hipótesis que emerge un nuevo criterio o paradigma doctrinal que reta a las políticas cultural y comunicativa. Tiene el centro en una ‘cultura compartida’. Como ya ocurrió en el pasado con los paradigmas históricos de política cultural (mecenazgo, democratización cultural, democracia cultural, economicismo, etc.), el paradigma emergente de cultura compartida convivirá con los anteriores y parece tener como centro la colaboración social, el ejercicio interactivo de los creadores y pone el acento más en los recursos humanos, los proyectos y los flujos de creación que en las infraestructuras. Pero para ello necesita un tejido industrial y profesional digno.

Bibliografía

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Moreno, J. (2015). Apropiación tecnológica y desarrollo comunitario en la red de telecentros Guadalinfo. La construcción de la ciudadanía digital en la segunda modernización de Andalucía. Tesis doctoral. Facultad de Comunicación. Sevilla: Universidad de Sevilla.

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Zallo, R. (2011). Estructuras de la comunicación y de la cultura. Políticas para la era digital. Barcelona: Gedisa.

La creatividad es un atributo humano y siempre genera algún conocimiento. Aquí el foco se situará sobre el campo cultural y comunicativo, que es muy específico en el tránsito al capitalismo cognitivo.

Capitalismo cognitivo

El capitalismo fordista se basaba en un régimen de acumulación (el fordista), un paradigma tecnoeconómico (taylorismo), una regulación social (el contrato social propio de la sociedad del bienestar o relación salarial) y una división internacional del trabajo (internacionalización); todo lo cual supuso una onda larga de crecimiento estable que en la década de 1980 llegó a su fin (Husson, 2014). Nuestra época, en cambio, es la de la digitalización como principio tecnoeconómico y tecnocultural que sustituye al analógico. El capitalismo cognitivo altera el paradigma productivo dando protagonismo al capital financiero, que pivota también sobre la gestión del conocimiento y la innovación, con un modo social de regulación aún inestable que se caracteriza por la desposesión, la flexibilidad y la individualización social, una expansión global de los mercados y la emergencia de nuevos países industrializados.

En el tránsito se produjo un cambio radical en el proceso de trabajo productivo. El trabajo taylorista y su heredero el fordismo se basaban en el trabajo físico sobre máquinas que habían absorbido el conocimiento humano, enajenando al individuo y su intelecto por la mediación de las ingenierías de máquinas y procesos y que pautaban un trabajo desvalorizado. Pero en la década de 1980 ya era la mente humana la que, crecientemente, aportaba nuevos tipos de trabajos sobre máquinas universales -los ordenadores aplicados a toda clase de producción-, convirtiéndose en la fuerza productiva por antonomasia, adaptada a los lenguajes informáticos estandarizados y que valorizaba toda clase de capitales.

La expansión y la velocidad ilimitada de las máquinas conectadas no dejaban de contrastar con los límites orgánicos del tiempo humano y su capacidad de procesamiento -alentando nuevas neurosis- y con la capacidad de la economía para generar mercados (ver tabla 1).

capitalismo fordista versus capitalismo cognitivo y global

Sin embargo, la empresa no deja de tener una función intelectual de primer nivel que hace dependiente a toda esa capa de trabajadores en pantalla. El mando, la planificación y la organización de tareas en orden a un proyecto tanto estratégico como productivo, la gestión tecnológica, la inversión en el sistema productivo, etc., indican dónde está el centro.

En la era industrial, la emancipación individual del trabajador pasaba por la organización social en el tiempo de no trabajo o de trabajo doméstico -de todos modos, ahí reproducía la fuerza de trabajo- o por la participación política o sindical como mecanismos de organización contra la deshumanización del sistema o contra el propio sistema. En la era posindustrial, la energía mental, el conocimiento y la idiosincrasia personal son requeridas por el absorbente proceso de trabajo para extraer las potencialidades algorítmicas de los ordenadores conectados.

La especificidad cultural y comunicativa

La creación cultural y comunicativa es parte del conocimiento y de los procesos de innovación y se sitúa en el centro de las articulaciones sociales en las sociedades complejas. En cambio, el saber y la innovación en general tienen su centro en las articulaciones económicas del capitalismo cognitivo. Las articulaciones políticas son las que menos han evolucionado y se encuentran en una crisis permanente mientras no arriben a caladeros de democracia deliberativa y participativa.

Cultura y comunicación tienen cada vez más funciones en la reproducción social. Quiere decirse con ello dos cosas solo aparentemente contradictorias: por un lado, que hay ámbitos culturales que escapan a la producción cultural mediada por el mercado o el apoyo público y que tienen que ver con la disposición de herramientas extraordinarias, asequibles e impensables hace unos años para ponerlas a trabajar para la cultura popular, las prácticas sociales, el amateurismo, el afán personal de saber, crear y experimentar, etc.; y por otro, que la producción basada en el conocimiento supone la puesta en valor del trabajo creativo y cultural (siempre ha sido innovación, a diferencia de otros sectores que casi solo eran producción) y que hasta hace nada apenas se percibía desde el ángulo económico. Con todo, la irrupción general del trabajo creativo en el sistema económico se hace con una acelerada desvalorización de su valor de mercado, en una lógica de exigencia de más por menos.

Incluso las propias empresas culturales nunca fueron una mera proyección de la empresa capitalista en el ámbito cultural. Las empresas de edición discontinua (libro, fonograma, cine) y de espectáculos en directo siempre encajaron mal con la empresa fordista porque trabajaban sobre producciones unitarias, sobre prototipos; y solo en algunas fases cabe sostener una producción de tipo fordista, por ejemplo en la reproducción (imprenta). Por su parte, en las empresas de prensa o de radio y televisión los estándares de organización diaria o por programación significaron una asunción del fordismo organizativo y adaptado a un contenido siempre cambiante, lo que también suponía un precedente del posfordismo de las tiradas cortas y adaptadas.

Aunque en muchas ocasiones se trata de producciones colectivas o en colaboración, siempre han tenido que crear y producir la obra -o su presentación ante el público- con métodos artesanales para enriquecerla con la aportación de los intervinientes. Por eso se puede decir que muchas empresas culturales ya ensayaron formas de trabajo que hoy en día utilizan las empresas posfordistas y neofordistas como son, por un lado, los grupos de discusión, la implicación con el contenido final o con los fines de la empresa, la cooperación interna, etc., y por otro lado, el trabajo precario, a la pieza u obra, sin relación salarial estable, en régimen de autónomo y sin negociación colectiva.

Notas

[1] «El proyecto se ajusta a un mundo en red, precisamente, porque es una forma transitoria: la sucesión de proyectos, al multiplicar las conexiones y provocar su proliferación, tiene como efecto la extensión de las redes» (Boltanski y Chiapello, 2002).

[2] «Son precisamente estas condiciones de vida y trabajo alternativas las que se han convertido de forma creciente en las más útiles en términos económicos, en la medida en que favorecen la flexibilidad que exige el mercado de trabajo» (Lorey, 2006),

[3] El periodismo de código abierto sería aquel en que «los ciudadanos puedan ejercer como interventores de los otros tres poderes (Gobierno, legislativo y judicial) y de la misma prensa» y el periodismo libre sería «modificable, copiable y reutilizable sin trabas» ajeno a los secretos -salvo por seguridad nacional y privacidad- y a la propiedad intelectual e industrial (Sampedro, 2013, pp. 248 y ss.).

[4] Igualmente, con la incorporación del paradigma de la Sociedad de la Información o del Conocimiento, Castells teorizaba sobre las empresas red, en una versión que es redefinible desde la teoría del capitalismo cognitivo.

[5] Véase: http://fabriquesdecreacio.bcn.cat/sites/default/files/Culturas_small.pdf

[6] Foray indica que la estrategia de innovación llamada de ‘especialización inteligente’ (RIS3) enfoca las inversiones y las políticas de apoyo especialmente desde prioridades y retos basados en el conocimiento; construye sobre fortalezas, ventajas competitivas y potencial de excelencia de la región o ciudad; apoya la innovación tanto tecnológica como la basada en la práctica de los agentes sociales; promociona la innovación; incluye sistemas de seguimiento y evaluación para apoyarse en evidencias de resultados.

[7] Entre sus actividades se encuentran las residencias artísticas, residencias técnicas, colaboraciones, proyectos comunitarios, clases magistrales, workshops, trabajo con escuelas y familias, proyectos, encuentros internacionales. Y como herramientas, becas de residencia, alquileres accesibles, cursos, exposiciones, etc.

[8] El estudio sobre fábricas de creación del Observatorio Vasco de la Cultura (2010) se exponían los casos de Barcelona, Matadero (Madrid), La Friche la Belle de Mai (Marsella), Artsadmin (Londres) o Radialsystem (Berlín). En el caso vasco son consideradas como fábricas o como talleres creativos Alfa Arte, Azala, ZAWP, Harrobia Eskena, Astra, Talleres Zaramaga, Bitamine, Buenawista, c2+i, ColaBoraBora, Kaxilda, Kultiba, KunArte, Muelle3, RMO, Ubiqa, etc., algunas de ellas presentes en la asociación Karraskan de experiencias creativas (véase: http://www.karraskan.org).

[9] En la actualidad, la cadena de fábricas de Barcelona incluye a Hangar en Artes visuales; Fabra i Coats en artes escénicas, música y artes visuales; el Ateneo Popular de Nou Barris y la Central del Circo en el Forum, en circo; La Seca en difusión; Illa Philips y El Graner en Danza; Nau Ivanow y Sala Beckett/Obrador en artes escénicas, o La Escocesa en artes escénicas y artes visuales.

[10] El Observatorio Vasco de la Cultura trata este tema: Informe sobre el estado de la cultura vasca 2015. Cadena de valor y ejes transversales. Propuestas de política cultural.

Artículo extraído del nº 103 de la revista en papel Telos

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