La transformación del teléfono móvil en el nuevo ordenador personal inauguró nuevas formas de consumo y sirvió de catalizador del proceso de convergencia digital. Sin embargo, la gran incógnita del nuevo mercado es la función final que los usuarios otorgarán a los smartphones en un mundo donde cada objeto estará conectado y que contará con un creciente grado de inteligencia.
La telefonía móvil fue la primera ola tecnológica no liderada por los EEUU en el siglo XX. Este hecho insólito se debió por una parte al virtuoso acuerdo de las principales operadoras europeas en 1987 para la adopción del estándar único GSM y por otra, a la voluntad de la industria japonesa de convertir el teléfono móvil en un dispositivo multifunción.
El GSM europeo se convirtió en poco tiempo en la norma global de la segunda generación (2G) de telefonía móvil, haciendo posible algo que hoy parece de sentido común; es decir, que los teléfonos móviles se pudieran mover entre ciudades, países y continentes prestando los mismos servicios.
Por su parte, Japón sacó provecho de su liderazgo mundial en nanotecnología, de su tradicional política industrial volcada en el I+D y de la existencia de operadores muy capitalizados, para convertir el teléfono básico en el keitai de la vida diaria.
Los dos factores citados configuraron la evolución de la telefonía móvil hasta convertirla en la tecnología más divulgada de la Historia (ITU, 2014) y relegaron a los históricamente poderosos fabricantes y operadoras estadounidenses a meros espectadores de la segunda evolución de Internet.
2007: bienvenidos al Silicon Valley
Sin embargo, el modelo norteamericano de concentración del I+D en empresas de alta tecnología, a diferencia del europeo de diseminación de esta vital inversión en muchos sectores, iba a provocar en menos de un decenio un vuelco inesperado (Moncada, 2011).
A mediados de la década pasada, este colosal mercado pasó a ser liderado por Apple Inc., una histórica del mercado de la computación en busca de una nueva identidad tras sus infructuosos y ruinosos intentos de reinventar el PC en los años noventa del pasado siglo (Sculley, 2012).
La presentación del iPhone en enero del 2007 por el entonces CEO de Apple, Steve Jobs, forma parte ya de la historia no solo de la tecnología, sino también de la cultura del siglo XXI.
El primer iPhone, sin ser realmente un smartphone, revolucionó el mercado de la telefonía y marcó el camino (por el momento sin retorno) al resto de los dispositivos, que a partir de ese momento solo tuvieron dos opciones: o copiar el modelo de Apple o volverse irrelevantes.
Pero el éxito de Apple con el iPhone, no solo significó el triunfo de una empresa, sino sobre todo el retorno del liderazgo estadounidense y, más concretamente, del modelo Silicon Valley (Katz y Wagner, 2015) a la emergente fase de la Internet móvil.
La mitología que engendró la propia vida de Steve Jobs y su reconocida genialidad dificulta a veces comprender que en la historia de la tecnología las revoluciones son muy escasas (Kelly, 2010; Isaacson, 2014) y que nunca una sola empresa o actor individual lidera en solitario una invención, siendo la norma general la existencia de una comunidad científica con un nivel de conocimiento muy similar o un equipo de personas motivadas dentro de una organización que desarrolla un proyecto (Shenk, 2014).
La convergencia del modelo industrial Silicon Valley y de la telefonía móvil de Banda Ancha (3G) supuso una nueva eclosión de pequeñas empresas de base tecnológica (startups) fuertemente innovadoras, con amplias posibilidades de financiación y que objetivamente en muy poco tiempo reinventaron Internet, mediante el desarrollo de aplicaciones que se convirtieron en una alternativa a la Web como plataforma de acceso.
Las lecciones aprendidas en este liderazgo de ida y vuelta del complejo científico-técnico de la costa Oeste norteamericana nos enseñan que en realidad no hubo década perdida, ya que las empresas más innovadoras del sector tecnológico siguieron en la costa del Pacífico y cuando se dieron las condiciones técnicas y socioeconómicas adecuadas (Banda Ancha móvil y abaratamiento de componentes), se produjo el salto a la nueva fase de la Red.
Como consecuencia de todo lo anterior y desde finales de la década pasada, el resto del mundo en vez de inventar una alternativa se convirtió, con mayor o menor fortuna, en diferentes versiones del modelo Silicon Valley.
Sin embargo, esta vez las implicaciones son mucho más profundas que en la primera fase de Internet, por dos razones rotundas y fundamentales:
– Primero, porque el creador del modelo tecnológico impone al resto su visión y sus estándares y tiende a generar unas condiciones para perpetuar su posición de liderazgo, algo que ya vimos en el modelo de las revoluciones industriales europeas del siglo XIX y en el propio nacimiento de la Internet comercial en la década de 1990 (Pérez, 2002).
– En segundo lugar, ahora tenemos la certeza de que una Internet para toda la humanidad solo se puede alcanzar con tecnologías inalámbricas y móviles y, por tanto, aquel que logre integrar a ese 60 por ciento de la población mundial que todavía no está conectada (ITU, 2014) obtendrá una enorme ventaja de partida, a pesar del carácter abierto de la Red y la volatilidad de los mercados tecnológicos.
Smartphones: hardware es software, primera fase
La evolución de los teléfonos móviles representa uno de los ejemplos más paradigmáticos de la convergencia de dispositivos digitales. Los modelos más simples, que básicamente realizaban (muy bien) dos funciones, esto es, las llamadas de voz y la mensajería de texto, a finales del siglo pasado fueron incorporando funciones de otros dispositivos, como las por entonces populares PDA o agendas electrónicas.
La inteligencia (smart) agregada a los teléfonos celulares permitió a los fabricantes ampliar su oferta siguiendo una de las leyes inmutables del comercio: segmentar la oferta con dispositivos de alta gama dirigidos al cliente corporativo y/o al pionero tecnofílico, mientras se mantienen las ventas masivas para el público general.
Esta estrategia de la industria, que convirtió en referencia indiscutible a la canadiense Blackberry[1], se quebró bruscamente en 2008, cuando Apple Inc. presentó el modelo de su tienda de aplicaciones (App Store), que se puede considerar como la gran aportación de aquella a la telefonía móvil y, de facto, una de las escasas innovaciones que realmente hemos visto en este sector.
El modelo de la tienda de aplicaciones significó la entrada en este mercado, secularmente cerrado, de miles de desarrolladores de software que literalmente aumentaron exponencialmente la oferta, generando a su vez una curiosa paradoja, ya que el antiguo teléfono móvil comenzó a ser utilizado por sus usuarios cada vez menos para hablar.
En poco tiempo, los usuarios se dieron cuenta de que efectivamente había una aplicación para todo y comenzaron a sustituir sus dispositivos (cámara, reproductor de música, reloj, lector de ebooks, etc.) por estas pequeñas piezas de software, siguiendo dos de las grandes tendencias de la industria electrónica durante todo el siglo XX: la portabilidad y la personalización de los terminales.
La canibalización de dispositivos como la cámara de fotos y vídeo, el GPS, el reproductor de audio/vídeo y la videoconsola de videojuegos en una primera fase significaron el declive de muchos fabricantes de aparatos monofunción y el auge de los de smartphones, convertidos en los líderes de la nueva computación portátil.
Este proceso de sustitución de hardware por software, alentado por las dos grandes tiendas de aplicaciones (App Store, de Apple Inc., y Google Play) y realizada a conciencia por los usuarios, constituye una de las lecciones más demoledoras que aprendió la industria.
Las amenazas del modelo
En el proceso de evolución tecnológica los usuarios no necesariamente sustituyen un dispositivo por otra de mayor calidad (que realiza mejor una función), sino por otro suficientemente bueno, si conjuga factores como la comodidad, la simplicidad de manejo y un coste de adquisición menor. De modo que uno de los principios implícitos al adoptar toda nueva tecnología es que siempre tiene una ‘calidad provisional’ (Shirky, 2008).
Cuando se produce una convergencia de dispositivos como esta, suceden a su vez dos fenómenos no necesariamente virtuosos. El primero es el alto grado de concentración mercantil, que tiende a convertir estos mercados vitales en oligopolios, algo que ejemplifica el periodo de hegemonía (2008-2014) en el mercado smartphone de Apple y la coreana Samsung (Walkley, 2014).
El segundo factor se refiere a una de las leyes inherentes a todo proceso de digitalización. Todo lo que se transforma en ceros y unos comienza una espiral devaluatoria que tiende al coste cero y, en consecuencia, tiende a horadar los propios márgenes de beneficio de los actores de ese sector.
En efecto, la principal amenaza del modelo de oferta que representan los mercados de aplicaciones es que en general obliga a adoptar algún sistema de gratuidad, que desplazan el grueso de los ingresos hacia las plataformas publicitarias y el comercio electrónico dentro de la propia aplicación.
Este cambio no es necesariamente negativo pero, al menos hasta ahora, ha demostrado que solo es rentable en aplicaciones de videojuegos y en nichos emergentes como la mensajería instantánea (App Annie, 2015).
Desde el punto de vista de las formas de consumo, la transformación acelerada de los smartphones en el primer dispositivo de acceso multimedia para el ocio, el trabajo y las relaciones sociales acentuó tendencias ya conocidas en la primera etapa de Internet, como son el consumo troceado de contenidos y la elección por el usuario del tiempo y el lugar de acceso. A su vez, los fabricantes, más atentos que en etapas anteriores a las cambiantes demandas de los usuarios, comenzaron una meditada carrera para aumentar la diagonal de la pantalla de los dispositivos, arriesgando la propia supervivencia de otros segmentos como las tablets y poniendo a prueba los límites de la nueva portabilidad, tal como la entienden los usuarios.
Móviles: la teoría del mando a distancia revisada
La experiencia de la operadora nipona DoCoMo a finales del siglo pasado, integrando en sus móviles un creciente e inédito número de funciones, en principio alejadas de las que se entendía hasta entonces como comunicaciones básicas (llamadas de voz y mensajería textual), dio forma a uno de los eslóganes favoritos de la industria y no pocos ámbitos académicos: el móvil como mando a distancia de la vida del usuario.
Inicialmente reformulada por H. Rheingold (2002), su predicción, aunque ciertamente profética, extrapolaba conclusiones a partir de la experiencia del laboratorio sociotecnológico japonés y del por entonces exitoso modelo finlandés de Sociedad de la Información (SI) (Castells e Himanen, 2002).
Para que el móvil efectivamente se convirtiese en el control principal de todos los objetos cotidianos y en el puerto de conexión permanente de la vida on line de los usuarios, tenían que darse una serie de condiciones económicas y tecnológicas, como son el abaratamiento dramático de los sensores y el desarrollo de plataformas de servicios personalizados en la Red (Cloud Computing). Ninguna de estas condiciones se daba a principios de este siglo y, sobre todo, ninguno de los grandes actores del mercado de la computación quiso ni pudo prever lo que realmente sucedió.
Al incrementar la conectividad y el poder de procesamiento de los móviles, los fabricantes vieron con terror que las ventas de PC comenzaron a caer y que empresas reconvertidas del tradicional sector de la computación, como Apple Inc. y actores del mercado de Internet como Google, con su sistema operativo Android, se convirtieron en poco tiempo en líderes destacados del nuevo mercado convergente.
A partir de entonces, la teoría del mando a distancia se convirtió en la teoría del control, o sea, todo lo que conecte conmigo, en el lenguaje de estos dos colosos de la industria. Si bien los objetivos de ambos son iguales, su estrategia es bien diferente. Apple ofrece un control único a través de su icónico iPhone, con una plataforma de software (iOS) hecha a su medida y propietaria, mientras que Google y sus socios tecnológicos[2] ofrecen gratis al resto de los fabricantes su flexible ecosistema Android, desarrollado sobre Linux y, por tanto, no propietario.
Internet de las cosas
En esta evolución hacia el todo conectado hay dos factores que a menudo e intencionadamente aparecen relacionados, sin que aparentemente tengan relación alguna. El primero de ellos es lo que se conoce como Internet de las cosas (IoT), que en esencia significa que todos los objetos físicos contendrán sensores y conexiones inalámbricas, de modo que informarán constantemente sobre su estado y nivel de uso.
La consecuencia de esta formulación es que cada objeto o categoría de ellos o modelo de un fabricante podrá contar con un sistema de control; y a partir de aquí es cuando los grandes actores del mercado de la movilidad concluyen que el control remoto de estos deberá ser un móvil con cada vez mayor capacidad de procesamiento. El argumento que sustenta esta teoría a día de hoy es la difusión universal y masiva del móvil y la progresiva sustitución del PC por el smartphone como dispositivo personal de acceso a la Red.
Sin embargo, la pregunta pocas veces formulada es por qué iban a ceder los fabricantes de cualquier objeto imaginable, y que pertenecen a distintos sectores industriales, tanto poder de control a tan reducido número de empresas de otro sector.
Dependencia de servicios
Por otra parte, es del todo imposible olvidar la cuestión de que cuando cualquier objeto pasa a ser controlado por un sistema ajeno a este, el primero tiende a convertirse en un proveedor de servicios de aquel, con el riesgo inminente de que el valor se desplace al borde de la cadena de valor.
Si bien es cierto que esta formulación no es tan fácilmente realizable en el mercado de los servicios entre empresas (B2B), en el mercado del consumo sí es una amenaza/oportunidad próxima y real, porque los usuarios de móviles inteligentes (la mayoría en los países desarrollados) valoran más la comodidad del control único que la pérdida del valor mercantil de las empresas que producen sus objetos cotidianos.
Por otra parte, las operadoras de telecomunicaciones en efecto ven una oportunidad de ampliar su mercado en la nueva Internet de las cosas, ante la evidencia de la caída de ingresos de sus servicios tradicionales de voz y mensajes de texto, causada por el incontestable pragmatismo de gratuidad impuesto por las aplicaciones de voz por la Red (VoIP) y mensajería instantánea (Ovum, 2013).
Sin embargo, las operadoras son más escépticas con la teoría del mando a distancia, porque no está asegurado que sus redes celulares avanzadas (3G, LTE) sean las conexiones por defecto, si se completara este escenario.
El temor, en efecto, se comprende porque los smartphones integran de manera creciente conexiones inalámbricas no celulares como el popular Wi-Fi, NFC y bluetooth, de modo que cualquier fabricante de móviles y/o desarrollador de software puede ofrecer un servicio de control de objetos y sistemas sin que ingrese un solo euro a la cuenta del operador.
La incógnita wearables: la teoría de los tres escenarios
La aparición de una nueva categoría de dispositivos conectados, con capacidad de procesamiento y cuya característica principal es que se integran en el cuerpo del usuario, supone mucho más que una novedad tecnológica.
Dentro de esta categoría de dispositivos, actualmente encontramos los llamados relojes inteligentes (smartwatches), las pulseras conectadas (popularizadas anteriormente por marcas deportivas para medición de la actividad física), gafas (smartglasses) y, en sentido amplio, todos aquellos objetos con capacidad para integrar algún tipo de conexión como la ropa o el calzado para la actividad deportiva.
Los wearables expanden definitivamente el antiguo mercado del teléfono móvil y lo transforman en el nuevo mercado de la movilidad, donde aquel es un dispositivo más dentro de una creciente oferta de aparatos que lo complementan o lo sustituyen.
Los wearables nuevamente son fruto de la convergencia de varias líneas de evolución tecnológica, como son los avances en nanotecnología, el abaratamiento y creciente número de funciones de los sensores, el desarrollo de sistemas operativos más simples, la mejora en el rendimiento de las baterías, la aparición de procesadores de menor consumo energético y la ubicuidad de las conexiones inalámbricas.
Pero si desde el punto de vista tecnológico los wearables constituyen una novedad previsible atendiendo a las evoluciones citadas, el papel que van a jugar estos en el nuevo escenario de la computación personal constituye una incógnita.
Los nuevos dispositivos móviles que el usuario va a llevar sobre su propio cuerpo permiten aventurar al menos tres escenarios, ninguno de los cuales es descartable a priori:
– Wearables como segunda pantalla: este escenario presupone que el smartphone funcionaría como conector central y procesador principal de unos wearables conectados a este mediante tecnologías inalámbricas de bajo consumo (bluetooth smart, NFC). El usuario portaría siempre el smartphone, aunque no necesariamente a la vista, de modo que el acceso a pequeñas informaciones y la toma de datos se derivarían a los wearables.
– Wearables autónomos: esta propuesta implica que estos dispositivos funcionarían sin el auxilio del smartphone, dada su capacidad de computación y la integración de una interfaz que permita al usuario ordenar acciones mediante acciones como los gestos, la voz, movimientos corporales y el control táctil.
El desarrollo de espacios de computación y almacenaje individual en la nube permitiría delegar las funciones más complejas a esta y que el usuario sienta que su terminal wearable tiene capacidad suficiente para sus desplazamientos diarios hasta acceder a dispositivos de mayor capacidad y dimensiones (smartphone, tablet, PC).
– Wearables al límite de la portabilidad: en esta hipótesis los wearables se definirían como la evolución última de la computación portátil, tal como la describió Alan Kay a finales de la década de 1960 (Kay, 1972) y, por tanto, sustituirían a los actuales smartphones, tabletas o incluso a los ordenadores portátiles (notebooks). La mayoría (o todas) las funciones que se realizaban hasta entonces con un dispositivo de mayor tamaño pasarían ser realizadas exclusivamente en un wearable.
Los dos primeros escenarios son realizables con el estado de la tecnología actual y el tercero de ellos constituye una hipótesis fascinante, más cercana ya a la ciencia que a la ficción, atendiendo a las previsiones sobre los avances en Inteligencia Artificial en la próxima década (Kurtzweil, 2012).
Implicaciones de los distintos escenarios
A su vez, cada escenario tiene implicaciones sociales, industriales y económicas diferentes que transcienden el propio mercado de la movilidad.
Primer escenario
Si los wearables no pasan nunca de ser un mero dispositivo esclavo de un smartphone, entonces los fabricantes de teléfonos móviles seguirán siendo los líderes absolutos del mercado de la computación.
Los propios fabricantes estimularán la aparición y desarrollo de wearables, ya que le añaden valor al dispositivo principal y permiten abrir segundas o terceras líneas de producción.
Para el usuario, los wearables pasarán de extravagancia tecnológica a representar una cierta normalidad, siguiendo la curva de difusión de los dispositivos precedentes, es decir, de los pioneros (early adopters) a la adopción mayoritaria pero no masiva (Rogers, 1962).
Segundo escenario
El segundo escenario supone que los wearables asumen el papel de los primeros teléfonos móviles dotados de inteligencia; es decir, convertirse en el ordenador portátil auxiliar en los desplazamientos. No se trata por tanto de una sustitución, sino de un uso complementario que no requiere de la presencia próxima de un smartphone, como en el primer escenario descrito.
Esta hipótesis de uso se basa en dos tendencias observables: primero en los paradójicos pero conocidos datos sobre que el hogar es el lugar favorito para usar un smartphone, lo que lo convierte en un electrodoméstico (AOL y BBDO, 2013); y segundo, en la pérdida de la portabilidad real de los smartphones, al aumentar el tamaño de su pantalla. En efecto, la progresiva sustitución del PC por el smartphone como computadora multiuso (ocio, comunicación, trabajo) está produciendo esta curiosa paradoja. Los antiguos móviles cada vez son de mayor dimensión y más potentes y los primeros wearables ofrecen una mayor comodidad de uso y una portabilidad radical a cada vez mayor número de usuarios.
Este escenario salvaguarda un cierto statu quo en la industria para los incumbentes, ya que smartphones y tabletas seguirían siendo el dispositivo principal para muchos, pero abre peligrosamente un nicho por abajo que puede ser ocupado por actores más pequeños, más flexibles y con unos costes menores.
Las consecuencias finales de este escenario son previsibles desde el punto de vista de la industria, ya que conducen a un proceso de disrupción, tal como lo describió Christensen a finales del siglo pasado. Es decir, a una sustitución de las corporaciones líderes establecidas por empresas que ofrecen nuevos productos/servicios más asequibles, dirigidos a un nicho muy concreto del mercado y adaptados a la demanda real de los usuarios (Christensen, 1997). Para estos últimos, las ventajas son evidentes: más oferta a menor precio por la entrada de nuevos fabricantes y mayor número de desarrolladores de programas de software que ofrecerán más servicios para los nuevos dispositivos, tal como empezamos a ver con los primeros modelos disponibles en el mercado a mediados de la década actual.
Tercer escenario
La tercera hipótesis o escenario no se puede definir solamente como la sustitución de un dispositivo por otro (smartphone por wearables), sino por la radical apertura del mercado.
Los wearables se multiplican y comienzan a ofrecer la práctica totalidad de las funciones que hoy realiza un smartphone, lo que implica que para muchos usuarios los wearables se convierten en el dispositivo más idóneo para la mayoría de las actividades cotidianas que realiza en cualquier contexto espacio-temporal.
La hipótesis más probable es que los usuarios de esta tercera fase de la computación portátil no tengan un solo dispositivo wearable sino varios, de modo que en función de la actividad que vayan a realizar en cada momento llevarán consigo uno u otro. Esta segmentación exponencial de la oferta de dispositivos acabaría con el smartphone, al menos tal como lo conocemos hasta ahora, ya que se enfrentaría a la paradoja de ser demasiado voluminoso para portarlo diariamente, pero pequeño como pantalla principal de ocio/trabajo en el hogar.
Para poder siquiera imaginar este escenario es necesario dejar de pensar en conceptos convencionales, tales como sistemas operativos con interfaz visual y teclados físicos o de software en pantallas táctiles. Es decir, la comunicación vocal y gestual generada por el usuario sería comprendida, procesada y respondida por nuevos sistemas de inteligencia artificial, que convertirían los wearables en el puerto de conexión con la nube.
No es posible calificar a priori este escenario como indeseable, pues para grupos sociales como las personas discapacitadas significaría la definitiva entrada en la computación y dejar de asociar solamente PC o smartphone con el concepto (español) de ordenadores. De hecho, la evolución tecnológica de las computadoras en el ciclo largo (50 años, según Kondratieff, 1922, citado por Garvy, 1943) se ha caracterizado por la progresiva eliminación de elementos periféricos (adiós teclado, ratón, disco duro, cables) del propio dispositivo hasta convertirlo en una pantalla, que a su vez está pasando de rígida a flexible[3].
Las aplicaciones de mensajería como plataformas
Cualquier evolución última de los actuales dispositivos móviles hacia una mayor portabilidad, o incluso su transformación en prótesis corporales, implica a su vez un cambio en el diseño y características de los actuales sistemas operativos (SO).
El éxito sin matices de la estrategia Android frente al titubeante Windows de Microsoft demostró que en esta etapa cualquier interpretación errónea de hacia dónde va la tecnología y, sobre todo, de qué manera los usuarios deciden adoptarla, tiene unos costes demoledores.
Si efectivamente la fase final de la etapa smartphone no termina en un dispositivo similar pero mejorado que le sustituya, sino en una eclosión de aparatos corporalmente integrados, entonces un factor determinante para el SO será la accesibilidad para su usuario (menor fricción) y su flexibilidad para funcionar con distintas capacidades de procesamiento (chips menos potentes y de menor consumo).
Las actuales aplicaciones de mensajería instantánea (IM app) cumplirían en principio este requisito, por eso si continúan incrementando sus usuarios al ritmo actual (ver figura 1), en poco tiempo se podrían convertir en plataformas únicas de comunicación y activación de servicios esenciales, relegando al SO a una mera función de soporte o en palabras más amenazadoras para los competidores, lo que corre por debajo de la aplicación[4].
Por eso Google, aunque actualmente es el actor más influyente no solo del mercado de la movilidad, sino también de la computación tal como la entendemos en este siglo[5] (Ahonen, 2014), no está a salvo de sufrir los citados efectos de la disrupción a manos de compañías que en principio no desarrollan sistemas operativos, pero sí poseen plataformas multimedia de comunicación.
Una evidencia de que esta amenaza es real es el cambio de estrategia en la plataforma Android, que a finales de 2014 comenzó a ofrecer una versión ligera para wearables, aunque sin variar su carácter de software abierto (núcleo gratuito y modificable por terceros) bajo el paraguas del clúster empresarial que lo garantiza (OHA).
La eclosión de las aplicaciones de mensajería es todavía demasiado reciente, pero su propia evolución como plataformas multimedia que tienden a integrar todos los servicios y sobre todo, la nueva actitud hacia la privacidad de los usuarios en la era post-wikileaks, nos permiten definir las aplicaciones de mensajería como la nueva forma de las redes sociales de esta década.
El cambio que proponen estas aplicaciones respecto a las redes sociales convencionales como Facebook o Google+ es que en principio exigen muchos menos datos a sus usuarios para acceder al servicio. La mayoría de estas aplicaciones permiten su uso simplemente introduciendo el número de teléfono y por eso, revalorizan el olvidado directorio telefónico, que pasa a convertirse en el nuevo social loging o forma de conexión sin necesidad de introducir usuario y clave.
El resultado de esta nueva forma de conexión telefónica es que los usuarios sienten que tienen un mayor poder para delimitar de verdad la extensión de su red social, recuperando la figura del amigo como conexión fuerte (Granovetter, 1973), concepto que redes como Facebook habían vaciado de sentido al vulgarizarlo (cualquier contacto es amigo).
Los desarrolladores de estas aplicaciones de mensajería son conscientes de su creciente valor y por eso desarrollan estrategias para transformarlas de simples sustitutos del SMS en plataformas integradas de servicios (Ballon, 2009), como el comercio electrónico, la VoIP, los videojuegos y un creciente etcétera, acaparando de este modo las capas de atención del usuario, que tiende a considerarlas como sistemas operativos de facto.
No obstante, esta estrategia de las aplicaciones de mensajería ni es novedosa ni es sorprendente, porque obedece a una lógica de control de tres de los principales roles de una plataforma de intermediación de servicios: desarrollo de un ecosistema donde alojar contenidos/servicios de terceros, gestión y explotación de los datos de usuario y finalmente, servicios de pago (Ballon, 2009).
La evolución de las formas de consumo y sobre todo, la madurez de los usuarios en el manejo y administración de su vida conectada conduce hacia mayor diversificación en la elección de las plataformas. Un ejemplo lo constituye la división que vemos en la actualidad entre redes con un cierto afán de transcendencia, frente a las que precisamente priman el mensaje efímero[6] (solo están disponibles un tiempo limitado).
Este cambio en el uso afectará al diseño del software y, a su vez, al desarrollo de los nuevos dispositivos de comunicación personal, que deberán adaptar su forma y su función a las nuevas realidades comunicativas segmentadas.
Conclusiones
Los antiguos dispositivos de telefonía móvil popularizados a finales del siglo pasado se han transformado en la nueva computadora personal y central de acceso a los servicios y plataformas esenciales de la Red.
Aunque esta transformación del teléfono móvil básico sigue una larga tendencia observable durante al menos cuatro décadas, los fabricantes de ordenadores personales no han sido capaces de reinventar su negocio, siendo ampliamente superados por nuevos competidores provenientes de mercados como el software (Google) o los electrodomésticos (Samsung).
La reinvención del mercado de las aplicaciones, promovida por Apple Inc. como parte de su estrategia de ofrecer contenidos que incentiven la venta de sus dispositivos móviles, ha terminado por redefinir no solo la propia Internet sino también la industria cultural por completo, al concentrar la oferta en un duopolio global. Lo paradójico es que a la vez que se producía esta concentración de las plataformas de acceso y publicación, se multiplicaba exponencialmente la oferta de contenidos como nunca antes en la historia de la comunicación.
La razón de esta aparente paradoja es que miles de pequeños desarrolladores de contenido, empaquetado como aplicaciones, encontraron muchas menos barreras de entrada en este nuevo mercado que en la anterior etapa, poniendo de manifiesto una de las estrategias prioritarias de las nuevas plataformas móviles: la reintermediación de la oferta de ocio y cultura para ocupar el (privilegiado) lugar de las industrias culturales tradicionales (Aguado, Feijóo y Martínez, 2015).
Las aplicaciones se han convertido en una alternativa a la Web, que a su vez ha dejado de ser sinónimo de acceso a la Red. Aunque las dos principales plataformas de acceso y venta de aplicaciones son de empresas estadounidenses (Apple y Google), en los últimos 3 años se observó una diversificación de los ingresos hacia empresas globales pero localizadas en países como China, Finlandia, Japón, Reino Unido y Corea del Sur (App Annie, 2015).
Esta (moderada) diversificación de la localización en la producción de aplicaciones se inscribe dentro de la gran tendencia observada en el mercado digital hacia la globalización, ya que la distribución digital prima aún más que la analógica las economías de escala (Simon y Bogdanowicz, 2012).
La madurez del mercado de la telefonía móvil, con ingresos declinantes en los servicios de voz y datos de mensajería, ha obligado a las operadoras de telecomunicaciones a expandir su mercado a la emergente Internet de las cosas (IoT).
Esta nueva fase de Internet, que se encuentra actualmente en el momento álgido de su ciclo de expectativas (Gartner, 2015), promete un nuevo El Dorado para las operadoras, ya que hay más objetos disponibles para conectar que personas. Sin embargo, cualquier pronóstico optimista podría frustrarse, ya que el valor añadido en este nuevo mercado se lo pueden llevar las plataformas de interconexión y no los dueños de las redes.
La conexión en una sola red de objetos y personas es inédita en la historia de las telecomunicaciones y abre la (feroz) batalla por el control a medida de la experiencia del usuario.
Los fabricantes de teléfonos móviles, en muy poco tiempo, están convirtiendo todos sus dispositivos en inteligentes (smart), obligando a las operadoras a transformar cada línea telefónica celular en una conexión de Banda Ancha a Internet.
Con más smartphones en el mundo que ningún otro dispositivo de comunicación, los principales fabricantes y desarrolladores de plataformas de software sueñan con convertir a aquel en el mando a distancia universal de la vida cotidiana de sus usuarios.
De nuevo, este escenario aunque apoyado por la contundencia de los datos de penetración mundial de la conexiones móviles (una conexión por habitante del planeta) (ITU, 2014), describe una nueva incógnita con la llegada de los dispositivos incorporados en el cuerpo de sus usuarios (wearables).
Al igual que muchos antiguos usuarios de ordenadores personales consideraron el smartphone como dispositivo suficiente de computación y acceso a Internet, se podría producir un cambio en los hábitos de los nuevos usuarios y una progresiva sustitución del smartphone por distintos wearables (pulseras, relojes inteligentes), al menos en acciones como desplazamientos cortos y pagos electrónicos en tiendas convencionales.
La tendencia hacia una mayor portabilidad en el hardware está teniendo una traducción en el software, con la aparición de aplicaciones de mensajería instantánea que actúan como plataformas integradas de servicios mucho más ligeras que los sistemas operativos convencionales (demandan menos potencia de computación y consumo energético), lo que las convierte en idóneas para pequeños dispositivos como los wearables.
La ‘plataformización’ de todos los sistemas operativos y de las aplicaciones de comunicación y ocio tiende a una integración vertical de proveedores de servicios (comunicación y ocio), que genera nuevos monopolios de facto.
A pesar de la repetida teoría de que la innovación demanda mercados más abiertos a la competencia, lo cierto es que la historia de la evolución tecnológica demuestra lo contrario: que las empresas tienden a crear monopolios que les permitan generar amplios márgenes e invertir en productos novedosos (Thiel, 2014).
Finalmente, podemos afirmar con certeza que en el mercado del hardware no existe el concepto de dispositivo último, lo que significa que el actual mercado de la movilidad no se acaba con los smartphones y las tablets.
En un mundo donde cualquier objeto estará conectado y en el que el concepto de pantalla preferente (como en el siglo XX ocurrió con la televisión) perderá todo su sentido por la más que probable proliferación de pantallas maleables a muy bajo coste, analizar los cambios sociales y culturales se ha convertido en la nueva prioridad, ya que se abre un escenario inédito en la historia de la comunicación.
Notas
[1] Hasta 2013 la denominación de la empresa era RIM (Research In Motion).
[2] Integrados en la OHA (Open Handset Alliance).
[3] La tecnología de pantallas AMOLED permite literalmente enrollar pantallas de manera muy similar a como lo hacemos actualmente con el papel.
[4] Este paradójico efecto lo sufrió el MS-DOS de Microsoft.
[5] Anualmente se venden en todo el mundo más dispositivos con Android que con cualquier otro sistema operativo, lo que incluye ordenadores des escritorio, portátiles, smartphones y tablets.
[6] Un ejemplo de aplicaciones de mensajería efímera es la estadounidense Snapchat (2011), que limita el tiempo de visión de sus contenidos hasta un máximo de 10 segundos.
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Artículo extraído del nº 102 de la revista en papel Telos
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